domingo, 29 de agosto de 2010

Fahrenheit 451, por François Truffaut.



Por Lenard Örich.
Imágenes Propiedad de Universal.



Título original: Fahrenheit 451.
Dirección: François Truffaut.
Guión: François Truffaut y Jean-Louis Richard.
Reparto: Julie Christie, Oskar Werner, Cyril Cusack, Anton Driffring, Jeremy Spencer, Alex Scott.
País: Francia-Reino Unido.
Año: 1966.
Género: Ciencia ficción.
Duración: 107 min. aproximadamente.


Aunque nunca he sido fanático de observar las temidas adaptaciones de la literatura a la pantalla grande, tuve que admitir tardíamente que había observado, sin saberlo claramente, un millar de películas de este tipo, desde mi niñez a la actualidad. Sin embargo, como más tarde pude darme cuenta, tal prevención frente a la producción cinematográfica basada en libros era infundada, puesto que un filme, a pesar de encontrarse basado en una obra literaria, constituye una obra artística con un lenguaje propio y, de esta manera, se erige como una obra particular, propia, sin importar las semejanzas de argumento o de diálogo. Así que entonces, dejando las prevenciones y prejuicios, acerquémonos a esta obra del reconocido director François Truffaut.

Basada en la reconocida obra literaria homónima del escritor inglés Ray Bradbury, Fahrenheit 451 constituye una mirada a un futuro verosímil dominado por el totalitarismo, el miedo y unos medios de comunicación cuya finalidad principal es someter y reproducir.

En una fecha indeterminada del futuro se ha decretado que los libros deben ser condenados a la hoguera puesto que conducen a la infelicidad de las personas, ya que lo que en éstos se narra no representa la verdad. El cuerpo de bomberos parece ser el más indicado para encargarse de tan noble misión, por lo que se ve investido de cierto poder judicial que le permite procesar y ser el guardián de la seguridad y la felicidad de las personas. Al interior de este cuerpo de bomberos conocemos en las primeras escenas a Montag, un bombero que, debido a sus frías facultades y trabajo intachable, se encuentra próximo a ser ascendido en su cargo. El encuentro pretendidamente casual con Clarisse, vecina desconocida, viene a ser el detonante que propicia en Montag una serie de cuestionamientos a la razón de su trabajo, de su propia vida y de la vida de quienes le rodean (“¡Claro que soy feliz!”, responde a Clarisse con un gesto que parece contradecir lo que dice sentir). Sin embargo, algo anda mal, algo en él parece indicarle que existe un desajuste entre la sensibilidad de las personas (cada vez más perdida) y el control arbitrario ejercido por las instituciones sociales. Su relación marital, por ejemplo, no es precisamente como la imaginaríamos nosotros, debido a que entre ellos se ha alzado una barrera, por así decirlo, en la que apenas se preocupan el uno por la existencia del otro (especialmente Linda, su esposa, quien se encuentra embebida en la televisión y el consumo de estimulantes y calmantes).

Entonces, inicia el cambio en su personalidad. Al tiempo que se empieza a derrumbar en él la personalidad del bombero, aquel que quema libros que jamás ha leído, surge una personalidad que, por peligrosa, no habría imaginado llegar a encarnar: el lector, y no cualquier lector, un lector voraz que examina cuanto libro caiga entre sus manos, escondiéndolos recelosamente en su propia casa. Por supuesto, un bombero lector es un hecho completamente inaceptable en este contexto, por lo que esta labor se ve aliada a la noche, a lo oculto, a lo clandestino. Trata que estas personalidades no entren en conflicto, pero resulta cada vez más complejo (los aparatos eléctricos no le funcionan, la barra de bomberos no sirve cuando él se propone a usarla), puesto que el acercamiento a la lectura es también en él el acercamiento a la condición humana, a su condición como ser humano en una sociedad que busca corroer la subjetividad a cualquier precio.

Existen dos momentos que marcarán para siempre la vida de Montag y propiciarán su huída del cuerpo de bomberos. El primero de ellos ocurre cuando una anciana profesora se niega a dejar sus libros y, en un acto de absoluta libertad como el mismo acto de lectura, se prende fuego junto a su biblioteca, mostrando hasta qué punto la libertad de decisión descansa en sus manos y no en otras; el segundo llega cuando se da cuenta que los bomberos han ido a casa de Clarisse y se han llevado a su tío, mientras ella permanece desaparecida. En ese instante Montag se da cuenta que no puede sostener más la mentira, que no puede esconderse más tras la manguera de queroseno y el lanzallamas, por lo que toma una decisión tan heroica como estúpida: infiltrarse en cada una de las casas de sus compañeros bomberos y dejar allí libros para que el sistema se destruya a sí mismo. No obstante su interés por

acabar con la fuerza totalitaria que limita la libertad de leer, se encuentra con un imprevisto: ha sido denunciado al cuerpo de bomberos por su propia esposa, quien sentía un temor extremo frente a las páginas impresas que Montag coleccionaba.


No es de mi interés llevar más lejos la trama fílmica, puesto que la idea principal que guía este segmento de UDistritopía es apenas la de impulsar, la de dar un ligero bocado de la película para que los virtuales lectores se sientan atraídos o no hacia la misma. Baste decir que en Fahrenheit 451 encontramos una sociedad arbitrariamente dividida entre los felices y los lectores, entre personas de bien y terroristas, que es apenas una de las categorías posibles de leer en el filme. Igualmente, y esto es mucho más interesante, encontramos una cierta señal de alarma frente a los medios audiovisuales, encargados de mostrar la cara bella y verdadera de la realidad, una verdad apenas sostenida por su endeble entramado psicológico que ordena qué se debe pensar y decir y cuándo debe decirse (como en el episodio de La Familia en que Linda cree estar invitada especialmente, mientras sus respuestas se encuentran completamente preestablecidas, a pesar que ella crea que piensa y responde por sí misma).


lunes, 23 de agosto de 2010

La alegría y la ley



Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Traducción Adriana Malagrida



Al subir al autobús molestó a todo el mundo. La cartera llena de papeles ajenos, el enorme paquete que le obligaba a arquear el brazo izquierdo, la bufanda de felpa gris, el paraguas a punto de abrirse, todo le hacía difícil la exhibición del boleto de vuelta. Se vio obligado a apoyar el paquete sobre la mesita del cobrador, provocó un derrumbamiento de moneditas imponderables, intento agacharse para recogerlas, suscitó las protestas de los que estaban detrás de él y a quienes su lentitud producía el pánico de ver los faldones de sus abrigos cogidos por la puerta automática. Consiguió meterse en la fila de gente agarrada al pasamano; era de complexión delgada, pero las cosas que llevaba le conferían el volumen de una monja hinchada por siete enaguas. Mientras el autobús se deslizaba en el barro a través del caos miserable del tráfico, la inoportunidad de su mole propagó el descontento de un extremo al otro del coche. Pisó pies, se los pisaron, provocó quejas y cuando oyó a sus espaldas que aludían a sus presuntos infortunios conyugales, el honor le obligó a volver la cabeza y tuvo la ilusión de haber puesto una amenaza en la extenuada expresión de sus ojos.

Entretanto, recorrían calles en las que las fachadas, de un barroco rústico, escondían una parte trasera abyecta que, a pesar de todo, conseguía manifestarse en cada esquina. Pasaron por delante de las luces amarillentas de tiendas octogenarias.

Al llegar a su parada, tocó el timbre, bajó, tropezó con el paraguas, se volvió a encontrar, finalmente aislado, en su metro cuadrado de acera; se apresuró a comprobar la presencia de la cartera de plástico. Y entonces se sintió en libertad de saborear su felicidad.

Llevaba en la cartera treinta y siete mil doscientas cuarenta y cinco liras, aguinaldo cobrado una hora antes, que representaba la desaparición de muchas espinas: la del casero, más insistente porque le debía dos meses de atrasos, la del puntualísimo cobrador de los plazos por la chaqueta de lapin de su mujer («te está mucho mejor que un abrigo largo, querida, te hace ver más esbelta»), la de las miradas torvas del pescatero y del verdulero. Aquellos cuatro billetes grandes eliminaban también el temor por el próximo recibo de la luz, las miradas angustiosas a los zapatos de los niños, la observación ansiosa del tremolar de las llamitas del gas líquido. No representaban ciertamente la opulencia, no, en verdad, pero prometían una pausa en la angustia, lo que constituye la verdadera alegría de los pobres, y tal vez un par de miles de liras sobreviviría un instante para consumirse más tarde en el esplendor de la comida de Navidad.
Pero había cobrado muchos aguinaldos para que pudiera atribuir la rosada euforia que ahora le embargaba a la fugaz alegría que producían. Rosada, sí, rosada como la envoltura del peso suave que le entumecía el brazo izquierdo. Brotaba precisamente del panettone de siete quilos que traía de la oficina. No es que se volviera loco por aquella mezcla, muy garantizada y dudosa de harina, azúcar, huevos en polvo y uvas pasas. Más bien, en el fondo, no le gustaba. Pero ¡siete quilos de algo de lujo de una vez! ¡Una abundancia limitada, pero grande en una casa en que los alimentos entraban por medias libras y medios litros! ¡Un producto ilustre en una despensa dedicada a etiquetas de tercer orden! ¡Qué alegría para María y qué alboroto para los niños que durante dos semanas recorrerían el far-West inexplorado de una merienda!

Pero éstas eran las alegrías de los demás, alegrías materiales hechas de vainilla y de cartón teñido: es decir, de panettone. Su felicidad personal era muy distinta; una felicidad espiritual, mezcla de orgullo y de ternura, sí, señores, espiritual.

Cuando, poco antes, el comendador, jefe de su oficina, hubo repartido los sobres con el sueldo y felicitaciones navideñas, con su altanera indulgencia de viejo jerarca fascista, dijo también que el panettone de siete quilos, que la Gran Sociedad Productora había mandado como obsequio a la oficina, sería ofrecido al empleado que más méritos poseyera y que, por consiguiente, rogaba a sus queridos colaboradores que designaran acto seguido democráticamente (lo dijo precisamente así), al afortunado.

Entretanto, el panettone permanecía allí, en el centro del escritorio, pesado, herméticamente cerrado, «cargado de presagios» como el mismo comendador hubiese dicho veinte años antes, cuando vestía el uniforme fascista. Entre los compañeros se oyeron risitas y murmullos; luego todos, el director el primero, gritaron su nombre. Una gran satisfacción, una certidumbre de la continuidad del empleo, en resumen, un triunfo. Después nada había podido sacudir aquella sensación tonificante, ni siquiera las trescientasliras que hubo de pagar en el bar de abajo, en la doble lividez del anochecer tormentoso y del neón a baja tensión, cuando ofreció un café a los amigos, ni el peso del botín, ni las palabrotas que oyera en el autobús; nada, ni siquiera pensar, en la profundidad de su conciencia, que había sido un acto de desdeñosa piedad de los empleados por sus necesidades. Era realmente demasiado pobre para permitir que la maleza de la soberbia surgiera donde no debía.

Se dirigió hacia su casa por una calle ruinosa a ala que los bombardeos, quince años antes, habían dado los últimos toques. Llegó a la plazoleta central en cuyo fondo se levantaba, acurrucado, el fantasmal edificio.

Pero saludó gallardamente al portero Cósimo que lo despreciaba porque sabía que cobraba un sueldo inferior al suyo. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones, el piso donde vivía el caballero Fulano. ¡Puah! Tenía un coche mil cien, es cierto, pero también una mujer fea, vieja y mal educada. Nueve escalones, tres escalones, un resbalón, nueve escalones: el alojamiento del doctor Zutano, ¡peor aún! Un hijo holgazán que se volvía loco por las Lambrettas y las Vespas y, además, una sala de espera siempre vacía. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: su vivienda, el alojamiento de un hombre estimado, recto, honrado, galardonado, un contable fuera de lo corriente.

Abrió la puerta, entró en el vestíbulo pequeño, ya lleno de olor a cebolla frita; sobre una arquilla del tamaño de un cesto depositó el pesadísimo paquete, la cartera repleta de intereses ajenos, la molesta bufanda. Su voz resonó:

¡María, ven de prisa, ven a ver qué hermosura!

Su mujer salió de la cocina con una bata celeste, sucia del tizne de los pucheros y con las pequeñas manos, enrojecidas por el lavado, apoyadas sobre el vientre deformado por los partos. Los niños, con mocos en la nariz, se apretujaban alrededor del monumento rosado y chillaban sin atreverse a tocarlo.

¡Magnífico! ¿Y has traído el sueldo? No tengo ya ni una lira.

Míralo, querida, sólo me quedó para mí lo suelto, doscientas cuarenta y cinco liras. ¡pero mira qué bendición de Dios!

María había sido bonita y hasta hace poco antes tuvo un rostro fino iluminado por unos ojos caprichosos. Ahora las discusiones con los tenderos le habían enronquecido la voz, los alimentos malos le estropearon el cutis, y el incesante escudriñar el porvenir lleno de nieblas y escollos apagaron el brillo de sus pupilas. En ella sobrevivía sólo un alma santa y, por lo tanto, inflexible y privada de ternura, una bondad profunda obligada a expresarse con inhibiciones o prohibiciones y también un orgullo de casta, humillado pero tenaz, porque era nieta de un gran sombrero de la calle de la Independencia y despreciaba los orígenes no parejos de su Jerónimo a quien adoraba como se adora a un niño estúpido pero querido.

Su mirada resbaló indiferente sobre el cartón adornado:

Muy bien, mañana lo mandaremos al abogado Risma al que debemos mucho.

El abogado, dos años antes, le había encargado a él un trabajo contable complicado y, además de haberle pagado, les había invitado a los dos a comer en su casa, de estilo abstracto y metálico, en la que el contable había sufrido como un condenado a causa de los zapatos comprados para aquella ocasión. ¡Y ahora, por este abogado que no necesitaba nada, su María, su Andrés, su Javier, la pequeña Josefina, él mismo, tenían que renunciar al único filón de abundancia descubierto en tantos años!

Corrió hacia la cocina, cogió un cuchillo y se lanzó a cortar el hilo dorado que una habilidosa obrera milanesa había anudado con gracia alrededor del paquete, pero una mano enrojecida le tocó cansadamente la espalda:

Gerónimo, no seas niño. Sabes que tenemos que quedar bien con Risma.

Hablaba la ley, la ley procedente de unos sombrereros perfectos.

Pero querida, esto es un premio, un certificado de mérito, una prueba de estimación.

Déjate de eso. ¡Buenos son esos compañeros tuyos para tener sentimientos delicados! Una limosna, Jero, nada más que una limosna.

Le llamaba con el viejo nombre cariñoso, le sonreía con los ojos en los que solamente él podía reconocer los antiguos encantos.

Mañana compras otro panettone pequeñito para nosotros, será suficiente, y cuatro velas rojas en forma de tirabuzón, de esas expuestas en el escaparate de Scanda. Será también una gran fiesta.

En efecto, al día siguiente compró un panettone anónimo y no con cuatro sino con dos de aquellas sorprendentes velas y, por una agencia, envió el mastodonte al abogado Risma, cosa que le costó otras doscientas liras.

Además después de navidad se vio obligado a comprar otro pastel que, mimetizado en rebanadas, tuvo que llevar a los compañeros, que se burlaban de él porque no les había dado ni unas migajas del tan suntuosos botín.
Una cortina de niebla descendió luego sobre la suerte del primer panettone.

Se dirigió a la agencia «Fúlmine» para reclamar. Le enseñaron con desprecio el talonario de los recibos al dorso del cual había firmado el criado del abogado. Pero después de Reyes llegó una tarjeta de visita con «muy agradecido y felicidades».

El honor estaba salvado.




Autor-izado:

Giuseppe Tomasi di Lampedusa


Principalmente reconocido por la singular novela El gatopardo, publicada de forma póstuma después de la muerte de su autor, en su haber también se cuentan una serie de relatos (entre los cuales uno se encuentra emparentado de forma directa con la trama de su reconocida novela), de los que caben destacar El profesor y la sirena, una interesante y transgresora historia de amor, y La alegría y la ley que decidimos publicar hoy en UDistritopía. De Giuseppe Tomasi di Lampedusa podemos decir que estuvo gran parte de su tiempo apartado del mundo en su natural Palermo, leyendo incansablemente. En cuanto a su producción literaria, poco se sabe con certeza, excepto que sus últimos años de vida los dedicó a dicha labor, sin llegar a ver la publicación de su reconocida novela, que fue rechazada en varias ocasiones.

En La alegría y la ley podemos ver un mundo en plena reconstrucción, un mundo que ha pasado por una serie de vicisitudes y en el que los seres humanos luchan por encontrar un resquicio de esperanza en medio de las rutinarias labores diarias y poder avizorar a través de éste un futuro menos implacable y mucho más plácido. No obstante, este futuro no llega, y quizá jamás lo haga, atrapándolos en un presente monótono, donde las apariencias deben ser guardadas (“El honor estaba salvado”) aunque aplaquen los instintos más básicos de quienes se someten a su ley. De esta forma, nos encontramos ante un relato que, quizá con el tiempo, llegará a ser considerado clásico, puesto que toca en un punto que le es común a nuestra condición de seres humanos.

R. L.

Oda a la crítica, por Pablo Neruda.


Oda a la Crítica



Yo escribí cinco versos: uno verde,
otro era un pan redondo,
el tercero una casa levantándose,
el cuarto era un anillo,
el quinto verso era
corto como un relámpago
y al escribirlo
me dejó en la razón su quemadura.
Y bien, los hombres, las mujeres,
vinieron y tomaron
la sencilla materia,
brizna, viento, fulgor, barro, madera
y con tan poca cosa
construyeron
paredes, pisos, sueños,
En una línea de mi poesía
secaron ropa al viento.
Comieron mis palabras,
las guardaron
junto a la cabecera,
vivieron con un verso,
con la luz que salió de mi costado.
Entonces, llegó un crítico mudo
y otro lleno de lenguas,
y otros, otros llegaron
ciegos o llenos de ojos,
elegantes algunos
como claveles con zapatos rojos,
otros estrictamente
vestidos de cadáveres,
algunos partidarios
del rey y su elevada monarquía,
otros se habían
enredado en la frente
de Marx y pataleaban en su barba,
otros eran ingleses,
y entre todos se lanzaron
con dientes y cuchillos,
con diccionarios y
otras armas negras,
con citas respetables,
se lanzaron
a disputar mi pobre poesía
a las sencillas gentes
que la amaban:
y la hicieron embudos,
la enrollaron,
la sujetaron con cien alfileres,
la cubrieron con polvo de esqueleto,
la llenaron de tinta,
la escupieron con suave
benignidad de gatos,
la destinaron a envolver relojes,
la protegieron y la condenaron,
le arrimaron petróleo,
le dedicaron húmedos tratados,
la cocieron con leche,
le agregaron pequeñas piedrecitas,
fueron borrándole vocales,
fueron matándole
sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron
un pequeño paquete
que destinaron cuidadosamente
a sus desvanes, a sus cementerios,
luego se retiraron uno a uno
enfurecidos hasta la locura.
Porque no fui bastante
popular para ellos
o impregnados de
dulce menosprecio
por mi ordinaria falta de tinieblas,
se retiraron todos y entonces,
otra vez, junto a mi poesía
volvieron a vivir
mujeres y hombres,
se hicieron fuego,
construyeron casas,
comieron pan,
se repartieron la luz
y en el amor unieron relámpago y anillo.
Y ahora, perdonadme, señores,
que interrumpa este cuento
que les estoy contando
y me vaya a vivir
para siempre
con la gente sencilla.


Pablo Neruda.

* * *


El papel del crítico, y de la crítica misma, ha sido sobrevalorado en una civilización que, como la nuestra, ha hecho de la cultura la prótesis más básica, aunque tempranamente olvidada, de su propia existencia. Es bastante común encontrarnos con ligeros espacios en que se dedica un tiempo a la crítica de una obra literaria, pictórica, fílmica o televisiva. Y es más común todavía encontrarnos con puntos de vista arriesgados de las obras criticadas, con interpretaciones permisivas y atrevidas que encubren apenas el capricho del comentarista (o de la institución que éste encarna). Sin embargo ¿qué más podríamos pedirle a la crítica y a su álgido representante? Entendemos que gracias a rol desempeñado por ésta una obra puede ser bien recibida o simplemente echa a un lado como incomprendida, y que de ejemplo nos sirvan las obras de Lautrèamont desdeñadas durante años por la crítica oficial francesa, rescatadas tardíamente por los simbolistas y reivindicadas por los surrealistas. No obstante la importancia que se le da, nos queda una pregunta suspendida en el aire: ¿Debemos guiarnos por lo que otro piensa acerca de una obra? ¿Debemos permitir que violenten nuestra libertad de elección e interpretación? Y en caso afirmativo: ¿Cuál es el papel que ejercemos como lectores cuando nuestro juicio viene predeterminado por lo que leemos acerca de, por los prejuicios que adquirimos a través de nuestra “educación”?

El crítico, tanto como el autor y como el lector —puesto que intenta personificar los dos a un tiempo—, posee dones que solamente él sabe cómo usar. Inconscientemente puede ser un “educador” que apremie a una estética, que promueva en quien le escucha o lee una cierta filiación estética y busque, precisamente, afinarla en el lector/vidente en potencia; por otro lado, puede simplemente ser totalitario y exigir una adhesión ciega y permisiva con sus propios intereses y gustos. Sin duda, es a este último a quien hace referencia Neruda, puesto que:


fueron borrándole vocales,
fueron matándole
sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron
un pequeño paquete
que destinaron cuidadosamente
a sus desvanes, a sus cementerios…


A ese gran cementerio de nuestra opulenta cultura letrada. Y mejor me callo ahora, antes de empezar a ejercer la tan dudosa profesión tema de nuestras Líneas poéticas.

R. L.