sábado, 5 de febrero de 2011

PVC-1





Por Lenard Örich.
Imágenes Fotogramas extraídos de la película,
propiedad de Kosmokrator Sinema.


Título original: PVC-1.
Dirección: Spiros Stathoulopoulos.
Guión: Spiros Stathoulopoulos, Dwight Istanbulian.
Reparto: Mérida Urquía, Daniél Páez, Alberto Zornoza, Hugo Pereira, Christian Lamus, Liz Pulido.
País: Colombia.
Año: 2008.
Género: Drama.
Duración: 85 min. aproximadamente.



Cuando hacia mediados del 2008 me enteré de la
existencia de una película sin cortes de ningún tipo, quedé absolutamente fascinado con la idea. Para mí, incipiente cinéfilo, era una forma
completamente novedosa dentro del plano cinematográfico que apenas conocía. Valga reconocer que por la época en que se estrenó en Colombia este filme, me encontraba bastante alejado —y aún hoy siento que lo estoy— de lo que se debe considerar un cinéfilo, por lo que desconocía los orígenes de lo que después vendría a conocer como plano secuencia, la dichosa forma en que la narrativa visual corre en tiempo real sin ninguna adulteración temporal. Y en ello radica, a la vez, la fuerza y la debilidad de la cinta.

Primero, tracemos a grandes rasgos la historia que retrata el filme.

Spiros Stathoulopoulos nos da su versión —arriesgada, como toda versión— de uno de los hechos más infames que hayan tenido lugar en el territorio colombiano, lo que no excluye el que hayan podido suceder en cualquier otro lugar del mundo en el que la violencia y la ambición hagan su festín. Hecha esta ínfima defensa del filme —que bien se defiende solo—, entremos en la historia.

Esta inicia con un grupo de cinco personas (niño incluido) transportándose en un jeep a través de una accidentada carretera. De entre los cinco, uno de ellos lleva un misterioso paquete, del que cuida con recelo. Hacen una parada, mientras el jefe del grupo (don Benjamín) los prepara mediante amenazas e imprecaciones. Se encapuchan antes de llegar a destino y luego bajan del auto mientras la cámara sigue sus movimientos. Entonces, es cuando empieza la violencia: la familia se ve asaltada en la tranquilidad de su hogar por este grupo de personas sin explícita filiación política y táctica con algún grupo armado. El objetivo del grupo, claro e irrevocable, no es otro más que la extorsión. El método emerge del misterioso paquete cuidado con recelo: se trata de un complejo aparato hecho de tubos de PVC y explosivos, lo que desde entonces reconocemos como collar bomba. Puesto que a Simón el collar no le habría quedado (según medidas tomadas por los delincuentes a su cuello), el aparato termina alrededor del cuello de Ofelia, su esposa. La demanda es inapelable, 15 millones de pesos son pedidos para la desactivación del artefacto. Como buenos seres humanos que somos, la primera reacción por parte de las víctimas es la de la incredulidad: la familia se une en un esfuerzo vano por liberar a Ofelia del aparato. Al desesperar en lo infructuoso de esto, y después de escuchar un cassette que los delincuentes han dejado para ellos, deciden avisar a la policía de lo sucedido. A partir de aquí, acompañamos a Ofelia en una angustiosa travesía a contratiempo a través de una geografía, si bien limitada, tortuosa y accidentada. Y en ese mismo camino deben encontrarse con la iniquidad humana que hace burla (“¿Ésa es la nueva moda?”) y desaire (“¡Se bajan ya de mi carro!”), por el bien infundado temor. Y, también, encontrarse con la particular forma en que hacemos frente los seres humanos a nuestros problemas (dentro de lo que podríamos citar el artesanal “equipo” de trabajo del “experto” antiexplosivos).

El resultado del titánico esfuerzo del director, guionista, productor y camarógrafo —todos estos roles encarnados en la misma persona de Spiros Stathoulopoulos—, además de los actores, no podría ser más interesante y experimental. Desde La soga, de Alfred Hitchcock, no se había hecho una película íntegramente filmada siguiendo el plano secuencia (al menos, no que yo sepa). En PVC-1 no solamente encontramos el ímpetu de la narrativa visual, sino un intento por aproximarnos a la violencia que vivimos de una forma diametralmente diferente a la que venía usándose en el cine contemporáneo de nuestro país. Sin necesidad —ni ganas— de recurrir a una personalidad atractiva desde el plano visual —Flora Martínez, por ejemplo, personificando a una desarraigada joven de comuna, los innumerables personajes que abundan en el cine colombiano enclavados entre el gracioso y el feo y el pusilánime—, sin recurrir a la figura ambigua del victimario que se ha erigido como tal debido a un pasado lleno de oscuridad e injusticias, y que busca redimirse por algún medio —y al que en cierta forma terminamos admirando, cuando no idolatrando de forma ciega—, PVC-1 va del otro lado, del lado no solamente de la víctima, sino
del lado del silencio, del lado de una violencia mucho más cruda y menos sofisticada y maquillada lightmente (disculpen el neologismo) como lo han hecho otros filmes de esta nuestra época.




No obstante, quedan algunas cosas que no nos dejan un buen sabor de boca. La primera, me parece, es la elección de la actriz cubana Mérida Urquía como protagonista del filme. No es que esté dudando de las dotes actorales de la señora Urquía, sino que simplemente me pareció demasiado obvio su acento al interior de la historia, me sonó extranjero y, en cierta medida, no permitió que me conectara de una forma más directa con la historia. En una entrevista, el director afirmó que el papel de doña Ofelia era tan extenuante que prefería confiarle su desempeño a un actor de teatro, acostumbrado a estar en escena por horas. Sin embargo en nuestro país existen buenas actrices cultivadas en el teatro que bien podrían haber personificado a la protagonista. Claro que no puedo demeritar el desempeño de Mérida Urquía —casi podemos sentir la angustia y el peso del collar sobre nuestros hombros.

Sin duda, esta es una de las pocas películas de las que conocemos perfectamente el final —claro, cuando no son pretenciosamente predecibles—. Y, aún más indudable, una de esas historias cuyo final quisiéramos fuera diferente o que, por lo menos, fuera irrepetible. Y, también, una de esas películas que después de vista no podremos olvidar —en parte gracias al ritmo frenético y sin pausa de la cámara, al tiempo que corre en contra de todo—. Precisamente por esto, el crudo relato de Spiros Stathoulopoulos desemboca en un ejercicio necesario e implacable para nuestra memoria, para no olvidar de dónde venimos y hacia dónde deberíamos pretender ir.


Luis Carlos "el tuerto" López.





A Rosalbina

Bien sabéis, adorable Rosalbina,
que ante vuestro mirar de ojos de gato,
me sentí como calle sin esquina,
¡bizco y sordo y maltrecho y turulato!
… ¿Por qué sois para mí luciferina?...
¡Si ha mucho tiempo estoy que disparato
bajo el piramidón y la morfina
y del bromuro y del bicarbonato!
Tanta hiel guarda el fondo de mi copa,
que hasta en un corredor del “Club la Popa”,
vuestro marido viéndome patojo
y con ganas de hacer un disparate,
me preguntó solícito: –¿Qué hay, vate?
Y yo le dije irónico: –Un mal de ojo.

Despilfarros

XI
¡Qué cosas en el proscenio
risible de la creación,
que muchas veces un genio
depende del comadrón!


XV
Persigo entre las ruinas de una calle,
sin pensar en la teja
que puede caerme, el talle
flexible de una moza. Es muy compleja

la misión de vivir. Y hay mucha gente
que camina a mi lado,
dizque prácticamente
viendo para el tejado…

XVIII
Se casaron ayer
y se marchan hoy
sin saber
lo que dice Tolstoy.

A un condiscípulo
“El hombre es digno
De sus propias obras”.
BARONESA DE WILSON

¡Qué situación la tuya!... ¡Qué situación la mía!
Los dos fuimos alumnos de griego y de latín
y desde aquellos años de olímpica alegría,
tú no pasaste nunca de ser un adoquín.
Mas hoy, por un prodigio quizás de hechicería,
ya eres académico, tú casa es un jardín,
y sabiamente preñas de duros tu alcancía,
mientras que tu cofrade no guarda ni un chelín…
Después surgió el político. Yo apenas soy un cero.
Viajas en automóvil. Y yo por mi sendero
cabalgo en Rocinante sin humos de chofer.
Y yo, cuando te encuentro, con qué efusión te acojo
—siempre andas por la calle más serio que un cerrojo—
con una de las cáusticas sonrisas de Voltaire.

De sobremesa
Se vive, amada mía,
según y cómo… Yo
por la mañana tengo hipocondría
y por la noche bailo un rigodón.
¿Y qué? Pura ironía
del hígado, muchacha. En el amor
y en otras cosas de mayor cuantía
todo depende de la digestión.
Que no fume, que olvide la lectura,
que no maldiga en ratos de amargura
y mil consejos más de este jaez,
como si se pudiera
vivir a la manera
de las calles tiradas a cordel…

Medio ambiente
“—Papá, ¿quién es el rey?
—Cállate, niño, que
me comprometes.”
Swift
Mi buen amigo el noble Juan de Dios, compañero
de mis alegres años de juventud, ayer
no más era un artista genial, aventurero…
—Hoy vive en un poblacho con hijos y mujer.
… Y es hoy panzudo y calvo. Se quita ya el sombrero
delante de un don Sabas, de un don Lucas… ¿Qué hacer?
La cuestión es asunto de catre y de puchero,
sin empeñar la “Singer” que ayuda a mal comer…
Quimeras moceriles —mitad sueño y locura—;
quimeras y quimeras de anhelos infinitos,
y que hoy —como las piedras tiradas al mar—
se han ido a pique oyendo las pláticas del cura,
junto con la consorte, la suegra y los niñitos…
¡Qué diablo!... Si estas cosas dan ganas de llorar.

Calle de las flores
En esa oscura calle que pudiera
ser un primor entre diez mil primores
no existe ni una flor, ni una siquiera
y se llama “la Calle de las Flores”…!
Bizcos solares… Ni una triste acera
de aquel jardín abierto a los amores
clandestinos del barrio, allá en la era
de los muy sapientísimos oidores…!
Marchito el ramillete y roto el vaso,
las gallinas escarban en los restos
de inconfesables cosas, entre olores
que si no surgen de un vergel, acaso
vengan de algún zambullo y de otros tiestos…
¡Y aún se llama la Calle de las Flores!

Serenata
“Asómate a la ventana
para tirarte un limón.”
Victor Hugo
¡Ay, Camila, no vuelvo
ni al portón de tu casa,
porque tú, la más bella
del contorno, me matas
con promesas que saben
a bagazo de caña!
¡Nada valen mis besos
y achuchones!... ¡Y nada
si murmuro en tu oreja,
tu orejita de nácar,
cuatro cosas que tumban
bocarriba a una estatua!
¡Ah, te juro que nunca
tornaré por tu casa
ya que tú, más bonita
que agridulce manzana,
tienes ¡ay! la simpleza
del icaco y la guama!
¡Y eres más que imposible,
pues tus mismas palabras
son candados, pestillos,
cerraduras y aldabas
de tus brazos abiertos
y tus piernas cerradas!

Mitin
Se salió de plomada
la colectiva estupidez, camino
del rebenque, del tajo y la picota.
Apóstol del derecho, un petardista
de frac y cubilete,
volcó sobre la turba
de los descamisados
todo un cajón de frases…
Su vibrante discurso
causa fue de apoplético entusiasmo,
que tuvo que sangrar tranquilamente
la científica guardia pretoriana,
con el cañón y con la bayoneta.
Y yo, del caballete de un tejado,
mire la rebujiña
—como no soy Apóstol del Derecho—-
con toda la frialdad de un erudito.

Así habló Zaratustra
No hay que hacerse ilusiones
sobre tibios colchones
de algodón y de seda.
La vida que nos queda
puede servirnos para
vencer. Y cara a cara
y contra la corriente
tenderemos el puente
de ribera a ribera…
Después, sin un suspiro,
disuelta la quimera,
nos pegamos un tiro.

Otra emoción
“Es una vieja historia.”
Nietzsche
Y la cocina,
que no huele a rosas,
se encuentra junto a la letrina.
Cosas
de la raza latina.

Desde mi celda
“Este siglo está dislocado.”
Hamlet
Vivo en un caserón
que fue convento,
a cuatro leguas de la población,
porque mi pensamiento
necesita
mucho recogimiento
y la insípida paz
del cenobita.
Penetra por la cruz de mi ventana
la faz
del sol, lozana
perspectiva: la verde ondulación
de la sabana…
Y en este campesino
caserón,
que luce a trechos monacal verdín,
como sangrienta broma del destino
me ha tocado un vecino
que aprende cornetín.

Esto pasó en el reinado de Hugo
“Y a ti, Magdalena sin arrepentir,
también yo te perdono.”
Ricardo, Corazón de León
Subí por la escalera
del ideal,
siguiendo una ilusión.
Pero me fue de una manera
mal,
porque di un resbalón.
¡Y enorme desengaño!
Me atormenta
y mortifica
mucho más el daño
de una cuenta
que adeudo en la botica.

Autor-izado.

Aquél antiguo proverbio que reza: “En tierra de ciegos, el tuerto es rey”, no habría podido ser más acertado respecto a nuestro poeta. Con la salvedad, claro está, de que “el tuerto” López no era tuerto, sino estrábico o como decimos más coloquialmente, bizco. Y quizá en la desviación de su vista descanse, irónicamente, la agudeza de su mirada poética, dada al doble sentido, al humor negro y al anticlímax amoroso. Y es que la obra de “el tuerto” vendría a establecerse en medio de un romanticismo tan tardío como desusado, en medio de una poética ensimismada que no quería ensuciarse con la realidad que la circundaba. Podríamos decir, incluso, que la máxima antítesis de la poética de “el tuerto” estaba representada en la poesía de Guillermo Valencia, quien usaba (y abusaba) de las formas poéticas más artificiales y melodramáticas, y un lenguaje mucho más estereotipado en defensa de su idea del arte por el arte. Mucho más humilde, Luis Carlos López nos legó una poesía desprovista de artificialidad y, en cambio, mucho más desenfadada y armada ya no del drama sino de la picaresca y la comicidad. Léase, por citar apenas uno, el poema Serenata en el que la pena amorosa se liga de forma abierta al acto sexual irrealizable sin preámbulos de tipo dulzón o meloso, es claro que lo que el narrador quiere es algo no tan sublimado como el amor imperecedero y cándido aducible más al niño que al amante. Y, quizá, podamos ver también una crítica no solamente a la poesía romántica, tanto como al fogoso machismo que busca solamente la consumación del acto sexual. Léase, en Medio ambiente, la crítica al conformismo cerril de quien no persigue sus sueños renunciando a ellos vendiéndose a mejores postores o relegándose a una vida apacible. Pero no nos detengamos allí, queda la subsecuente burla a la búsqueda del ideal en Esto pasó en el reinado de Hugo. Creo que ya es hora de recordar a este poeta no tan reconocido más allá de los zapatos viejos, porque su poesía constituyó uno de los pilares de la modernidad y el principal antídoto contra un modernismo exacerbado. En definitiva, nosotros somos los ciegos y “el tuerto” (López) es rey.