miércoles, 28 de diciembre de 2011

Quitarse de en medio, por Ambrose Bierce

Una persona que pierde el corazón y la esperanza por la aflicción personal ante la pérdida de un pariente es como un grano de arena en la orilla del mar que se queja de que la marea ha arrastrado un grano vecino fuera de la vista. El está peor, ya que el grano afligido no puede ayudarse a sí mismo; tiene que ser un grano de arena y jugar al juego de la marea, ganar o per­der; mientras que él puede marcharse aguardando su oportu­nidad puede “abandonar a un ganador”. Pues a veces golpeamos “al que nos sirve la comida” nunca a la larga, sino rara vez y con estacas pequeñas. Pero éste no es el momento para “cobrar” y marcharse, ya que no puedes llevar todas tus escasas ganancias contigo. La hora de abandonar es cuando has perdido una gran estaca, tu tonta esperanza de éxito definitivo, tu fortaleza y tu amor por el juego. Si permaneces jugando, a lo cual no se te obliga, toma tus pérdidas con buen humor y no te quejes. Es difícil de soportar, pero esa no es una razón por la que deberías de ser difícil.

Sin embargo se nos dice con una agotadora insistencia que somos “puestos aquí” con algún propósito (no revelado) y que no tenemos derecho a retirarnos hasta “que seamos llamados” puede que sea por viruela, puede que sea por la cachiporra de un canalla, puede que sea por la coz de una vaca; el Poder “con­vocante” (que, según dicen, es también el Poder “poniente”) no tiene buen gusto en la elección de mensajeros. Ese argumento no es digno de atención, ya que es insostenible por la evidencia o por cualquier apariencia de evidencia. “Puestos aquí”. ¡Claro que sí! ¡Y por el que sirve la comida! Nuestros padres nos ponen aquí eso es lo que todo el mundo sabe; y ellos no tenían auto­ridad y probablemente tampoco intención.

La noción de que no tenemos derecho a tomar nuestras pro­pias vidas proviene de nuestra consciencia de que no tenemos valor. Es la disculpa del cobarde su excusa para continuar viviendo cuando no tiene nada por lo que vivir o su provisión ante el futuro. Si no fuera egoísta, así como cobarde, no necesi­taría excusas. Al que no se considera el centro de la creación y sus penas la angustia universal, la vida, si no digna de ser vivida, tampoco es digna de ser abandonada. El viejo filósofo a quien le fue preguntado por qué no moría si, como enseñaba, la vida no era mejor que la muerte, contestó: "Porque la muerte no es mejor que la vida." No sabemos cuál es la proposición verdade­ra, pero el asunto no merece la pena de ser tratado, pues ambos estados son soportables —la vida a pesar de sus placeres y la muerte a pesar de su reposo.

Era la opinión de Robert G. Ingersoll que en el mundo hay más bien pocos que demasiados suicidios —que la gente es tan cobarde que siguen viviendo mucho tiempo después de que la resistencia ha dejado de ser una virtud. Esta visión no es sino una vuelta a la sabiduría de los antiguos, en cuya espléndida civili­zación el suicidio ocupaba un puesto tan honorable como cual­quier otro acto valiente, razonable y desinteresado. Antonio, Bruto, Catón, Séneca —estos no eran del tipo de hombres que realizan hazañas cobardes y locas. La autosuficiente y santurro­na manera moderna de mirar la acción como propia de un cobarde o de un lunático es creación de sacerdotes, filisteos y mujeres. Si el valor se manifiesta en soportar el malestar inútil, es cobardía calentarse cuando se tiene frío, curarse cuando se está enfermo, ahuyentar mosquitos, entrar cuando llueve. La “búsqueda de la felicidad”, entonces, no es un “derecho inalie­nable”, pues implica evitar el dolor.

Ningún principio se compromete en este tema; el suicidio es justificable o no, de acuerdo con las circunstancias; cada caso debe ser considerado en su contexto, y el que tenga informes sobre el acto es el único juez. Ante su decisión, tomada bajo cualquier luz que por casualidad pueda tener, todas las mentes honestas se inclinarán. El apelante no cuenta con tribunal al que apelar. En ninguna parte existe una jurisdicción tan extensa como para abrazar el derecho de condenar al desdichado a la vida.

El suicidio es siempre valiente. Lo llamamos valor únicamente en el caso de un soldado que se enfrenta a la muerte —digamos que conduce una esperanza sin amparo- aunque dis­ponga de una oportunidad para vivir y de una certeza de “glo­ria”. Sin embargo el suicida hace más que dar la cara a la muerte; él incurre en ella, y con una certeza, no de gloria, sino de reproche. Si eso no es valor, debemos reformar nuestro voca­bulario.

Es verdad, puede que haya un valor superior en vivir que en morir. El valor del suicida, como el del pirata, no es incompatible con una indiferencia egoísta a los derechos de los otros —una cruel deslealtad al deber y a la decencia. Me han preguntado: “¿No considera cobarde que un hombre acabe con su vida, dejando por esa razón a su familia en la miseria?” No, no lo con­sidero; creo que es egoísta y cruel. ¿No es eso suficiente? ¿Hemos de vaciar las palabras de su verdadero significado para condenar más eficazmente el acto y revestir a su autor con una infamia mayor? Una palabra significa algo; a pesar de las quejas de los lexicógrafos, no significa lo que tú quieres que signifique. “Cobardía” es retirarse ante el peligro, y no faltar al deber. El escritor que se permite tanta libertad en el uso de las palabras como le autoriza el lexicógrafo y el consentimiento popular es un mal escritor. No es capaz de causar impresión sobre su lector, y serviría mejor en el mostrador de una mercería.

La ética del suicidio no es un asunto simple; no se pueden establecer leyes de aplicación universal, sin embargo cada caso ha de ser juzgado, en caso de ser juzgado, con un conocimiento completo de todas las circunstancias, incluyendo el carácter mental y moral de la persona que toma su propia vida —una cali­ficación imposible para juicio. La época, la raza y la religión de uno tienen mucho que ver en este tema. Algunos pueblos, como los antiguos romanos y los modernos japoneses, han considerado el suicidio honorable y obligatorio en ciertas circunstancias; entre nosotros se desaprueba. Un hombre sensato no dedicará demasiada atención a consideraciones de esta clase, excepto en tanto que afecten a otros, pues al juzgar delincuentes débiles han de ser tenidas en cuenta. Hablando de modo general, yo diría que en nuestra época y país las personas aquí apuntadas (y algunas otras) están justificadas al quitarse de en medio, y que en algunas es un deber:

El que sufre de una enfermedad dolorosa o repugnante e incurable.

El que es una pesada carga para sus amigos, sin esperanza de alivio.

El amenazado por demencia permanente.

El adicto a la embriaguez o a otro hábito asimismo destruc­tivo u ofensivo, del que no se puede rehabilitar.

Aquel sin amigos, propiedad, empleo o esperanza.

El que se ha deshonrado.

¿Por qué honramos al soldado valiente, al marinero valien­te, o al bombero valiente? ¿Por obediencia al deber? En absolu­to; eso solo —sin el riesgo— rara vez logra notoriedad, nunca inspira entusiasmo. Es porque se enfrentó sin retroceder ante el peligro de ese desastre supremo, o lo que sentimos que es tal —la muerte. Pero fíjate: el soldado desafía el peligro de muerte; ¡el suicida desafía la muerte misma! El jefe de la empresa desespe­rada puede que no resulte herido. El marinero que voluntariamente se hunde con su barco puede ser rescatado o arrojado a la orilla. No es seguro que la pared se venga abajo hasta que el bombero haya descendido con su preciosa carga. Sin embargo el suicida —suyo es el enemigo que nunca le ha entendido, suyo el mar que no devuelve nada; la pared por la que asciende no soporta el peso de un hombre. Y suya, al final de todo, es la tumba deshonrada donde el asno salvaje de la opinión pública pisotea su cabeza aunque no pueda romper su sueño.