martes, 19 de marzo de 2013

Costumbres de los ahogados


Por Alfred Jarry


Hemos tenido ocasión de entablar relaciones bastantes íntimas con estos interesantes borrachos perdidos del acuatismo. Según nuestras observaciones, un ahogado no es un hombre fallecido por submersión, contra lo que tiende a acreditar la opinión común. Es un ser aparte, de hábitos especiales y que se adaptaría a las mil maravillas a su medio si se lo dejase residir un tiempo razonable. Es notable que se conserven mejor en el agua que expuestos al aire. Sus costumbres son extrañas y, aunque ellos gustan desempeñarse en el mismo elemento que los peces, son diametralmente opuestas a la de éstos, si se permite expresarnos así. En efecto, mientras los peces, como es sabido, navegan remontando la corriente, es decir en el sentido que exige más de sus energías, las víctimas de la funesta pasión del acuatismo se abandonan a la corriente del agua como si hubieran perdido toda energía, en una perezosa indolencia. Su actividad sólo se manifiesta por medio de movimientos de cabeza, reverencias, zalemas, medias vueltas y otros gestos corteses que dirigen con afecto a los hombres terrestres. En nuestra opinión, estas demostraciones no tienen ningún alcance sociológico: sólo hay que ver en ellas las convulsiones inconscientes de un borracho o el juego de un animal.
El ahogado señala su presencia, como la anguila, por la aparición de burbujas en la superficie del agua. Se los captura con arpones, lo mismo que a las anguilas; el uso de garlitos o líneas de fondo resulta a este efecto menos provechoso.
En cuanto a las burbujas, se puede caer en el error por la gesticulación desconsiderada de un simple ser humano que sólo se halla en el estado de ahogado provisorio. En este caso, el ser humano no es en extremo peligroso y en todo comparable como lo hemos dicho más arriba, a un borracho perdido. La filantropía y la prudencia exigen distinguir dos fases en su salvamento: 1) la exhortación a la calma; 2) el salvamento propiamente dicho. La primera operación, imprescindible, se efectúa muy bien por medio de un arma de fuego, pero hay que estar familiarizado con las leyes de la refracción; en la mayoría de los casos, basta con un golpe de remo. Sólo queda - segunda fase - capturar al objeto por el mismo método que a un ahogado ordinario.
Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos.
Estamos en condición de probar que hay un solo punto en común entre los ahogados y los demás animales acuáticos; desovan como los peces, aunque sus órganos reproductores, para el observador superficial, parezcan conformados como los de los humanos. Desovan, a pesar de esta grave objeción: ninguna ordenanza de la prefectura protege su reproducción por la veda momentánea de su pesca.
Corrientemente, un ahogado se vende a 25 francos en el mercado de la mayoría de los departamentos, constituyendo una fructífera y honesta fuente de recursos para la población ribereña. Sería pues de interés patriótico fomentar su reproducción; de lo contrario, a falta de esa medida, sería grave la tentación, para el ciudadano ribereño y pobre, de fabricar ahogados artificiales, igualmente merecedores de la prima, por medio del maquillaje por vía húmeda de otros ciudadanos vivos.
El ahogado macho, en la estación del desove, que dura casi todo el año, se pasea en su desovadora, descendiendo como de costumbre la corriente, la cabeza hacia adelante, la cintura levantada, las manos, los órganos de desove y los pies meneándose sobre el agua. Permanece de buen grado balanceándose entre las hierbas. Su hembra también desciende la corriente, con la cabeza y las piernas volcadas hacia atrás y el vientre al aire.
Así es la vida.

viernes, 8 de marzo de 2013

Hay algo insoportablemente triste a bordo de un crucero de lujo



Por David Foster Wallace
Traducción Javier Calvo




He visto montones de barcos blancos e inmensos. He visto la costa norte de Jamaica. He visto y olido a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo Hueso, Florida. He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil. He visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes y más de veinte marcas distintas de sandalias de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando dentro de un ascensor de cristal. He aprendido que hay diferentes intensidades del azul más allá del azul muy, pero muy intenso.
He comido más comida y más elegante que en toda mi vida, y la he comido durante una semana en la que también he aprendido la diferencia entre «bambolearse» por culpa de la marejada y dar cabezadas por culpa de la marejada. He visto trajes de chaqueta y pantalón de color fucsia, cazadoras de color rojo menstrual, anoraks de color marrón y púrpura y zapatillas deportivas blancas sin calcetines. He visto apostadoras profesionales de blackjack tan encantadoras que te dan ganas de ir corriendo a su mesa y gastarte hasta el último centavo jugando al blackjack. He oído a norteamericanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si toda la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Bufet de Medianoche.
En una semana he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado de piel dos veces. He sentido el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo –parecido a una flatulencia de los dioses de la sirena de un crucero–. He asimilado los rudimentos del mah-jong, he aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquin y he perdido al ajedrez con una niña de nueve años. He regateado por baratijas con niños desnutridos. Ahora conozco todas las razones y excusas imaginables para que alguien se gaste tres mil dólares en un crucero por el Caribe. Me he mordido el labio y he rechazado hierba jamaicana de un jamaicano de verdad. He oído música reggae de ascensor -y no puedo describirla-. He aprendido a tenerle miedo a tu propio lavabo. Me he acostumbrado al movimiento del barco y ahora me gustaría desacostumbrarme. He probado caviar y he estado de acuerdo con el niño sentado a mi lado en que es apestoso. Me han cuidado de forma absoluta, profesional y tal como me lo habían prometido de antemano. Con humor sombrío he visto todas las modalidades de eritema, queratinosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, verrugas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral, várices, postizos de colágeno y de silicona, tintes baratos, trasplantes capilares fallidos. Es decir, he visto casi desnuda a un montón de gente a quien habría preferido no ver en ningún estado parecido a la desnudez.
Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2 tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético, esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción.
La mayoría de los cuerpos que se exponían durante el día en la cubierta estaba en diversas fases de desintegración. Y el océano en sí (que me pareció tan salado como el infierno o como el gargarismo que se usa para aliviar el dolor de garganta, con una espuma tan corrosiva que probablemente voy a tener que cambiar una bisagra de mis gafas) resulta básicamente una enorme máquina de podredumbre. El agua del mar corroe los barcos a una velocidad asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, saca el barniz, apaga el brillo, cubre los cascos de los barcos de percebes, algas y una mucosidad indefinida-marinaomnipresente que parece la misma encarnación de la muerte. No pasa lo mismo con los barcos de lujo. No es accidental que sean todos tan blancos y limpios, porque está claro que han de representar el triunfo calvinista del capital y de la industria sobre la putrefacción primaria del mar. Mi crucero parecía tener un batallón entero de tipos diminutos y nervudos del Tercer Mundo que iban de un lado a otro del barco en overoles azul marino buscando deterioros que solventar.
Aquí está la cosa. Unas vacaciones son un respiro de todo lo desagradable, y dado que la conciencia de la muerte y de la decadencia son desagradables, parece extraño que la fantasía suprema de las vacaciones de los norteamericanos consista en ser planificados en medio de una enorme máquina primordial de muerte y putrefacción. Pero en un crucero de lujo somos hábilmente involucrados en la construcción de diversas fantasías de triunfo. Un método para «triunfar» pasa por los rigores de la mejora personal. Y el mantenimiento anfetamínico de mi barco que llevaba a cabo su tripulación es un equivalente poco sutil del acicalamiento personal: dieta, ejercicios, suplementos de megavitaminas, cirugía plástica, seminarios de gestión del tiempo. También hay otra forma de reaccionar frente a la muerte. No el acicalamiento, sino la excitación. No el trabajo duro, sino la diversión dura. Las actividades constantes, las celebraciones, las fiestas, la alegría y las canciones. La adrenalina, la excitación, el estímulo. Hacen que te sientas vibrante, vivo. La diversión dura promete no tanto trascender el miedo a la muerte como ahogarlo. Los cruceros de lujo siempre empiezan y terminan un sábado.
He llegado a la conclusión de que pasada cierta edad los hombres no deberían llevar pantalones cortos. Tienen las piernas sin pelos, algo que repele: parece como si a la piel le hubieran quitado la ropa a la fuerza y estuviera pidiendo pelos a gritos. El código de indumentaria en este sitio va desde el ejecutivo informal hasta el turista tropical. Me temo que soy la persona más sudorosa y despeinada a la vista. De vez en cuando me quito la gorra y voy a dar vueltas escuchando las conversaciones y charlando sobre banalidades. Un gran porcentaje de este parloteo que oigo con disimulo consiste en unos pasajeros explicando a otros por qué se han inscrito en este crucero. Parece la cháchara de un hospital psiquiátrico: «Y tú, ¿por qué estás aquí?». Ni una sola vez alguien dice que va en este crucero de lujo sólo por ir en un crucero de lujo. Tampoco hay alguien que suelte ese rollo de que viajar ensancha tus horizontes ni que siempre tuvo la fantasía de navegar. La palabra que usan una y otra vez en las conversaciones informales es relajarse. Todos se imaginan la semana que empieza, o bien como una recompensa largamente postergada, o como un último esfuerzo por salvar su cordura.
Casi todos han venido en pareja y, cuando caminan durante la marejada, suelen apoyarse en sus parejas como si fueran novios adolescentes. Es evidente que les gusta hacerlo: las mujeres tienen un truco que consiste en agarrarse fuerte de sus novios y acurrucarse al caminar, mientras los hombres enderezan la espalda, ponen la cara seria y salta a la vista que se sienten peculiarmente fuertes y protectores. Un crucero de lujo está lleno de estos inesperados momentos románticos, como intentar ayudarse mutuamente cuando el barco se bambolea: uno se da cuenta de por qué a las parejas ancianas les gusta ir de crucero. No sé qué tal lo llevaría un claustrofóbico, pero para el agorafóbico un crucero presenta un buen número de atractivas opciones de encierro. El agorafóbico puede elegir entre no abandonar el barco, no salir de la cubierta en que está su camarote o evitar salir al aire libre y a las barandillas con bonitas vistas que hay a ambos lados de esa cubierta. O puede no salir nunca de su camarote.
Yo, que no soy un verdadero agorafóbico de los que ni pueden ir al supermercado, llego sin embargo a amar con locura mi camarote. Para llegar hasta él tengo que subir por un ascensor de cristal que no hace ruido. Allí las azafatas me sonríen ligeramente y miran a ninguna parte mientras subimos, y hay una competencia muy reñida acerca de cuál de las azafatas huele mejor en este espacio cerrado y frío. Ya en el camarote, noto que sus dimensiones están en el límite exacto entre ajustadas y constreñidas. En su suelo casi cuadrado se amontonan una cama grande, dos mesillas de noche con lámparas y un televisor de dieciocho pulgadas con cuatro opciones de cable marítimo. También hay una mesa de esmalte blanco que hace las veces de tocador, y una mesa redonda de cristal sobre la cual hay una cesta que a ratos está llena de fruta fresca y a ratos de cáscaras y cortezas. Es fruta fresca y buena y siempre hay. No había comido tanta fruta en mi vida. Pero todo esto sigue siendo insignificante comparado con el fascinante y potencialmente perverso retrete del camarote.
Es una combinación armónica de formas elegantes y funcionamiento vigoroso, flanqueada por rollos de papel tan suave que no les hacen falta las perforaciones usuales para separar las hojas. Mi lavabo tiene encima la siguiente inscripción: «Este retrete está conectado a un sistema de desagüe por aspiración. Por favor, no tire nada que no sean desperdicios corrientes y papel higiénico ». Sí, es cierto: es un retrete aspirador. Y al igual que el ventilador del techo, no es una aspiración moderada ni suave. Tirar de la cadena provoca un ruido breve pero traumático, una especie de gárgara sostenida en si mayor, como un trastorno gástrico a escala cósmica. Junto con este ruido se produce una succión contundente tan poderosa que resulta al mismo tiempo temible y extrañamente reconfortante: tus desperdicios no parecen tanto succionados como arrojados lejos de ti. Y arrojados con una velocidad que te hace sentir que los desperdicios van a terminar tan lejos de tu vida que se van a convertir en una abstracción: una especie de tratamiento por desagüe en tu nivel existencial.
11:05. Charla sobre sistemas de navegación. El capitán se lo explica todo sobre la sala de máquinas, el puente y los tejemanejes básicos del funcionamiento del barco. Mi crucero puede llevar un millón setecientos cuarenta mil litros de combustible diésel para barcos. Tiene dos motores de turbina a cada lado, uno grande que se llama «Papá» y otro pequeño –en comparación– que se llama «Hijo». Puede ir un poco más deprisa en ciertas clases de mar gruesa que cuando el mar está en calma: esto se debe a razones técnicas que no caben en la servilleta en la que estoy tomando notas. El inglés del capitán no va a ganar ningún premio de dicción, pero es un verdadero charlatán en lo tocante a los datos.
Resulta que estacionar en paralelo un camión con remolque habiendo tomado LSD ni siquiera se acerca a la experiencia de atracar este crucero. El capitán tiene mi misma altura y anda por mis treinta y pocos años, pero es ridículamente atractivo, como un Paul Auster esbelto y bronceado en extremo. Lleva gafas de sol Ray-Ban aunque sin cordelito fluorescente. Le hago una pregunta inocente, y el capitán me contesta con agudeza:
–¿Cómo encendemos los motores? No con la llave de contacto, se lo aseguro.
El público responde con una risotada estridente y bastante cruel. El número total de mujeres de cuarenta que han venido a esta charla es cero. Un tipo bronceado que tengo a mi lado está tomando apuntes con una pluma Mont Blanc y un cuaderno forrado en piel. Un único momento de iluminación en el camino desde la sala de ping pong habría evitado que yo estuviera aquí ahora tomando apuntes en servilletas de papel con un rotulador de punta gorda de los que se usan para subrayar.
El público de la charla consta de hombres corpulentos, panzudos y calvos, de unos cincuenta años: todos con aspecto de ser esa clase de tipos que ascienden a director ejecutivo saliendo del departamento de ingeniería de la empresa en lugar de hacer algún relamido máster en administración de empresas. En conjunto, constituyen un público muy experto y hacen preguntas complejas acerca del calibre y la potencia de los motores, el manejo de una fuerza de torsión multirradial, la distinción exacta entre un capitán de clase B y otro de clase C. Son de esos hombres que parecen estar fumando puros incluso cuando no están fumando puros. Mis intentos por tomar notas técnicas empapan las servilletas de papel hasta que las letras amarillas adoptan un aspecto hinchado y bobalicón como los graffiti de un subterráneo. La velocidad máxima de un megacrucero es 21,4 nudos. De ninguna manera voy a levantar la mano en medio de esta gente y preguntar qué es un nudo.
13:30. ¡Únanse al director del crucero para pasar un rato de jolgorio en el concurso de las Mejores Piernas Masculinas juzgadas por todas las damas de la piscina! Con el pelo embutido en un gorro de natación por sugerencia del personal, tomo parte activa de estas travesuras. Es una competencia estilo torneo donde las chicas del Equipo de Chicas y los chicos del Equipo de Chicos tienen que treparse a una suerte de postes de teléfono de plástico untados con vaselina, enfrentarse a otro(a) chico(a) y tratar de hacerlo caer al agua –que es una salmuera repulsiva en la piscina– mediante golpes propinados con una funda de almohada rellena de globos.
Resisto un par de rondas y soy derribado por un descomunal recién casado de Milwaukee con los hombros peludos que me pega un puñetazo, haciendo que casi se me caiga el gorro de baño y arrojándome con fuerza hacia una piscina que ya no es sólo que tenga un alto contenido sódico sino que, a estas alturas, está cubierta de reluciente vaselina. Emerjo pegajoso, contrariado y bizco por culpa del gancho de derecha del tipo que estropeó la posibilidad realmente legítima que tenía de ganar el Concurso de las Mejores Piernas Masculinas. Aun así, termino en tercer lugar, pero me contarían después que habría ganado de no ser por mi ceño fruncido, el ojo izquierdo hinchado y estrábico, y mi gorro torcido, que eran un telón de fondo demasiado ridículo como para que el jurado pudiera apreciar toda la belleza de mis torneadas piernas.
20:45. ¡El crucero tiene el orgullo de presentarles al hipnotizador N! Presentado por el director del crucero. Advertencia: queda estrictamente prohibida la grabación en audio o video de todos los espectáculos. Los niños deben permanecer con sus padres. Los niños no deben sentarse en primera fila. Entre los espectáculos presentados esta semana se cuentan un cómico vietnamita que hace malabares con motosierras, un dúo de marido y mujer especializado en medleys de amor de Broadway y un cantante-imitador cuyas imitaciones resultaron tan conmovedoras que por votación se ha programado una segunda tanda. El hipnotizador es británico y se parece de un modo increíble a un villano de serie B de los años cincuenta. Al presentarlo, el director del crucero dice que ha tenido el honor de hipnotizar tanto a la reina Isabel II como al Dalái Lama. Su actuación combina la francachela hipnótica con una palabrería bastante convencional y bromas a costa del público. Y termina siendo un microcosmos ridículamente simbólico de toda la experiencia en este crucero de lujo. En primer lugar, se nos explica que no todo el mundo es susceptible de hipnosis. El hipnotizador hace varias pruebas simples a los más de trescientos asistentes con el fin de elegir a los que tengan el talento susceptible que les permitirá participar de la diversión inminente.
Luego, cuando los apropiados están reunidos en el escenario, todos inmovilizados en complejas contorsiones como resultado de las pruebas de aptitud, el hipnotizador se pasa un buen rato asegurándoles a ellos y a nosotros que no va a pasar nada que ellos no deseen que pase y a lo que no se hayan sometido de forma voluntaria. Después convence a una muchacha de que le está saliendo una voz muy fuerte con acento hispano desde la copa izquierda de su sujetador. A otra mujer la induce a percibir un olor pestilente que emana del hombre que tiene sentado a su lado, quien a su vez cree que el asiento de su silla se calienta poco a poco hasta llegar a cien grados. De los otros sujetos, uno baila flamenco, otro no sólo cree estar desnudo sino vergonzosamente mal dotado y a otro lo hace gritar en tono lastimero: «¡Mami, quiero pis!» cada vez que el hipnotizador pronuncia una palabra determinada. El público se ríe muy fuerte cuando corresponde. Y en verdad es divertido ver a estos pasajeros adultos y bien vestidos comportándose de forma extraña sin una razón que ellos puedan entender. Es como si la hipnosis les permitiera construir fantasías tan nítidas que ni siquiera saben que son fantasías. Como si sus cabezas ya no les pertenecieran. Lo cual es obviamente divertido.
Tal vez el símbolo más asombroso de este crucero es el hipnotizador. No sólo es que no disimule en absoluto su aburrimiento y su hostilidad, sino que los incorpora de forma ingeniosa a su espectáculo: su aburrimiento le confiere el mismo aire de individuo que está de vuelta de todo lo que nos hace confiar en los médicos y en los policías, y su hostilidad es lo que arranca las mayores carcajadas del público. La actitud del hipnotizador en el escenario es en extremo hostil y mezquina. Hace imitaciones crueles de los distintos acentos de Estados Unidos. Ridiculiza las preguntas tanto del público como de los sujetos hipnotizados. Lanza unas miradas ardientes a lo Rasputín y les dice a algunas personas que van a mojar la cama a las tres de la madrugada o que van a bajarse los pantalones en su oficina exactamente dentro de dos semanas. Los espectadores se balancean de regocijo de atrás hacia adelante y se dan palmadas en la rodilla y se secan los ojos con pañuelos. Cada momento de perversidad es seguido por una gesticulación con las palmas de las manos destinada a confirmar que el hipnotizador es fabuloso, que nos quiere y que somos una pandilla simplemente maravillosa de seres humanos que nos la estamos pasando de muerte.