sábado, 19 de abril de 2014

Non Sancta (V): La filosofía del ateísmo



Emma Goldman, anarquista, ferviente defensora de las libertades civiles y del feminismo, terminaría siendo considerada por el mismo J. Edgar Hoover la mujer más peligrosa de América. Activista conjurada, envuelta (directa o indirectamente) en más de un intento de asesinato a líderes políticos norteamericanos, y encarcelada múltiples veces por hacer públicas sus ideas acerca de la emancipación femenina, terminaría expulsada a las frías tierras de la Unión Soviética —de las que había huido en respuesta a las imposiciones patriarcales—, por conspiración y su evidente oposición a la guerra y la militarización. Estaríamos tentados a creer que una vez en las tierras bolcheviques se encontraría plenamente en libertad de movimientos, al ser una patria afín a sus concepciones. Pero sería una enorme equivocación. Una vez instalada en el corazón de la revolución de Octubre, la represión y la hostilidad soviéticas le llevaron a renunciar a sus esperanzas respecto del nuevo régimen y a ser una de sus primeras críticas, razones por las que terminaría radicándose en Canadá.


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LA FILOSOFÍA DEL ATEÍSMO



Por Emma Goldman



Para exponer como es debido la filosofía del ateísmo, habría que abordar los cambios sufridos a lo largo de la historia por la fe en una divinidad, desde los tiempos más remotos hasta el momento actual, análisis que queda fuera del alcance de este ensayo. No estará fuera de lugar, de todos modos, señalar de pasada que el concepto de Dios, Poder Sobrenatural, Espíritu, Deidad o cualquier otro término en el que se haya plasmado la esencia del teísmo, se ha vuelto más indefinido y vago con el paso del tiempo y el progreso. La idea de Dios, por decirlo de otro modo, se está volviendo más impersonal y nebulosa a medida que la mente humana aprende a comprender los fenómenos naturales, y que la ciencia establece progresivamente una correlación entre los hechos humanos y sociales.
Hoy en día, Dios ya no representa las mismas fuerzas que al principio de su existencia; tampoco dirige los destinos humanos con la mano de hierro de otros tiempos. Lo que expresa la idea de Dios es más bien una especie de estímulo espiritualista para satisfacer los caprichos y manías de todo el abanico de flaquezas humanas. Durante el desarrollo de la humanidad, la idea de Dios se ha visto obligada a adaptarse a todas las fases del quehacer humano, algo completamente acorde, por otro lado, con los orígenes de dicha idea.
La noción de los dioses tuvo su origen en el miedo y la curiosidad. El hombre primitivo, que no entendía los fenómenos de la naturaleza, pero sufría su acoso, veía en cualquier manifestación aterradora una fuerza siniestra que se desencadenaba expresamente contra él; y como todas las supersticiones tienen como padres a la ignorancia y el miedo, la inquieta fantasía del hombre primitivo urdió la idea de Dios.
Acierta plenamente Mijaíl Bakunin, ateo y anarquista de fama mundial, cuando afirma en su gran obra Dios y el Estado: «Todas las religiones, con sus semidioses, profetas, mesías y santos, fueron creadas por la fantasía llena de prejuicios de hombres que aún no habían desarrollado del todo sus facultades, ni estaban en plena posesión de ellas. En consecuencia, el cielo religioso no es más que el espejismo en el que el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, descubrió su propia imagen, pero acrecida e invertida; esto es, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, apogeo y decadencia de los dioses que se han sucedido en la fe humana, no es otra cosa, por lo tanto, que el desarrollo de la inteligencia y la conciencia colectivas de la humanidad. A lo largo de su trayectoria históricamente progresiva, en cuanto descubrían en sí mismos, o en la naturaleza que les rodeaba, alguna cualidad, o incluso un gran defecto, fueran de la índole que fuesen, los atribuían a sus dioses, no sin antes exagerarlos y ampliarlos desmesuradamente, a la manera de los niños, siguiendo el dictado de su fantasía religiosa. [...] Sea dicho, pues, con todo respeto a los metafísicos e idealistas, filósofos, políticos o poetas religiosos: la idea de Dios comporta la abdicación de la razón y la justicia humanas; es la más rotunda negación de la libertad humana, y desemboca necesariamente en la esclavización de la humanidad, tanto en la teoría como en la práctica».
Así es como la idea de Dios (revitalizada, adaptada y ampliada o restringida en función de las necesidades de cada época) ha dominado a la humanidad, y lo seguirá haciendo hasta que el ser humano salga a la luz del Sol con la cabeza bien erguida, sin temor, con voluntad propia y despierta. Cuanto más aprende el hombre a realizarse, y a dar forma a su propio destino, más queda el teísmo como algo superfluo. La medida en la que el hombre sea capaz de hallar su relación con sus congéneres dependerá completamente del grado en que pueda dejar atrás su dependencia de Dios.
Ya se advierten señales de que el teísmo, que es la teoría de la especulación, está siendo sustituido por el ateísmo, ciencia de la demostración; si el uno flota en las nubes metafísicas del Más Allá, el otro tiene raíces fuertes en la Tierra; y es la Tierra, no el cielo, lo que debe redimir el hombre si desea alcanzar la plena salvación.
El declive del teísmo es un espectáculo de un interés enorme, sobre todo tal como se manifiesta en la inquietud de los teístas, sean de la confesión que sean. Les angustia darse cuenta de que las masas se vuelven cada vez más ateas, más antirreligiosas, y de que no tienen reparos en dejar el Más Allá y sus celestes dominios a los ángeles y los gorriones; y es que las masas se enfrascan más y más en los problemas de su existencia inmediata.
¿Cómo hacer que las masas regresen a la idea de Dios, el Espíritu, la Causa Primera, etc.? He ahí la cuestión más acuciante para todos los teístas. Podrán parecer cuestiones metafísicas, pero tienen una base física muy pronunciada, en la medida en que la religión, la «Verdad Divina», las recompensas y los castigos son los distintivos de la industria más potente y lucrativa de todo el mundo, sin exceptuar la de la fabricación de armas de fuego y municiones: la industria de nublar la mente humana y reprimir el corazón humano. En tiempos de necesidad, cualquier remedio es bueno; por eso la mayoría de los teístas pillan al vuelo cualquier tema, por carente que esté de relación con la divinidad, la revelación o el Más Allá. Tal vez intuyan que la humanidad se está cansando de las mil y una marcas de Dios.
La lucha contra este estancamiento de la fe teísta es nada menos que una cuestión de vida o muerte para todas las confesiones; de ahí su tolerancia, una tolerancia nacida no de la comprensión, sino de la debilidad, lo cual podría explicar el empeño de todas las publicaciones religiosas por aunar filosofías religiosas de lo más variopinto, y teorías teístas que se contradicen entre sí, en un solo conglomerado de la fe. Cada vez se minimiza más, con tolerancia, la diversidad de conceptos de «único Dios verdadero, único espíritu puro, única religión cierta», en un esfuerzo frenético por establecer un terreno común desde el que rescatar a las masas modernas de la influencia «perniciosa» de las ideas ateas.
Esta «tolerancia» teísta se caracteriza porque a nadie le importa lo que crea la gente mientras crea, o finja creer; y a este fin se emplean los métodos más burdos y vulgares. Acampadas, reuniones de evangelización con Billy Sunday como gran paladín... Métodos que no pueden menos de indignar a cualquier intelecto refinado, y cuyo efecto en los ignorantes y curiosos tiende a generar un moderado estado de locura que en muchos casos va de la mano de la erotomanía. Estos frenéticos esfuerzos cuentan siempre con el beneplácito, y también con el respaldo, de los poderes terrenales, desde el déspota ruso al presidente de Estados Unidos, y desde Rockefeller y Wanamaker al empresario más insignificante. Saben que el capital invertido en Billy Sunday, la YMCA, la Ciencia Cristiana y una larga serie de instituciones religiosas redundará en enormes beneficios, en forma de masas sometidas, mansas y adormiladas.
Consciente o inconscientemente, la mayoría de los teístas ven en dioses y demonios, cielos e infiernos, recompensas y castigos un látigo con el que obtener obediencia, sumisión y conformidad a base de azotes. La verdad es que hace tiempo que el teísmo se habría venido abajo sin el apoyo simultáneo del dinero y el poder. Hasta qué punto es completa su quiebra es algo que se ve ahora mismo en las trincheras y los campos de batalla de Europa.
¿No pintaban todos los teístas a su Deidad como el dios del amor y la bondad? Pues bien, tras miles de años predicando en estos términos, los dioses siguen sordos a la agonía de la especie humana. A Confucio no le importa la pobreza, la miseria y el dolor del pueblo chino. La indiferencia filosófica de Buda no cede un ápice ante el hambre y la inanición de los ultrajados hindúes. Yahvé persiste en su sordera a los amargos lloros de Israel, mientras Jesús se niega a resucitar para poner remedio a la masacre de cristianos por cristianos.
La esencia de los cánticos y alabanzas al «Altísimo» ha sido siempre presentar a Dios como el gran defensor de la justicia y la misericordia, pero cada vez hay más injusticia entre los hombres; solo con las atrocidades infligidas a las masas de este país parecería que pudieran desbordarse los mismísimos cielos. ¿Y dónde están los dioses que pongan fin a estos horrores, a estas ofensas, a este trato inhumano contra el ser humano? Pero no, no son los dioses, sino el HOMBRE quien debe levantarse con terrible cólera; él es, él, quien engañado por todas las deidades, y traicionado por sus emisarios, debe resolverse a llevar la justicia a esta Tierra.
La filosofía del ateísmo pone de manifiesto la expansión y el crecimiento de la mente humana. La filosofía del teísmo, si podemos llamarla filosofía, es estática e inamovible. Desde el punto de vista del teísmo, el mero hecho de intentar elucidar estos misterios supone no creer en la omnipotencia que todo lo abarca, y hasta negar la sabiduría de los poderes divinos que existen más allá del ser humano. Afortunadamente, sin embargo, la mente humana no se deja ni se ha dejado nunca atar por nada inamovible. De ahí que no ceje en su incansable marcha hacia el conocimiento y la vida. La mente humana empieza a comprender que «el universo no es fruto de un decreto creador por parte de una inteligencia divina, que produjo una obra maestra de la nada, en una operación perfecta», sino de fuerzas caóticas que se ejercen durante siglos y siglos, de choques y cataclismos, repulsiones y atracciones que, siguiendo el principio de selección, cristalizan en lo que llaman los teístas «el universo conducido al orden y la belleza». Como bien sostiene Joseph McCabe en La existencia de Dios, «una ley de la naturaleza no es una fórmula establecida por un legislador, sino un mero resumen de los hechos observados, un "haz de hechos". No es que las cosas funcionen de un modo determinado debido a que existe una ley, sino que nosotros formulamos la "ley" porque funcionan de ese modo».
La filosofía del ateísmo representa un concepto de la vida sin ningún Más Allá metafísico, o Regulador Divino. Es el concepto de un mundo real, existente, con sus posibilidades de liberación, crecimiento y hermoseamiento, frente a un mundo irreal que, con todos sus espíritus, oráculos y mísera conformidad, ha mantenido a la humanidad en un estado inerme de degradación.
Podría parecer el colmo de la paradoja, pero tristemente es cierto: este mundo real, y nuestra vida, han permanecido sujetos mucho tiempo a la influencia de la especulación metafísica, no a la de fuerzas físicas demostrables. Bajo el azote de la idea teísta, esta Tierra no ha servido de otra cosa que de escala temporal para poner a prueba la capacidad humana de inmolación a la voluntad de Dios. Pero bastaba con que el hombre intentase averiguar cuál era esa voluntad para que se le dijese que a la «inteligencia humana finita» no le estaba dado ir más allá de aquella voluntad omnipotente e infinita. El tremendo peso de esta omnipotencia ha doblegado al hombre hasta morder el polvo, convertido en un ser sin voluntad, roto y tiznado en la oscuridad. La victoria de la filosofía del ateísmo es liberar al hombre de la pesadilla de los dioses; significa la desaparición de los fantasmas del más allá. La luz de la razón ha disipado una y otra vez la pesadilla teísta, pero la pobreza, el dolor y el miedo recreaban siempre los fantasmas, que, por lo demás, bien poco diferían entre sí, al margen de su novedad o forma externa. En cambio, el ateísmo, en su aspecto filosófico, no solo rechaza pagar tributo a un concepto definido de Dios, sino cualquier servidumbre a la idea de Dios, y se opone al principio teísta como tal. Los dioses, en su función individual, no son ni la mitad de perniciosos que el principio del teísmo, el cual representa creer en un poder sobrenatural, e incluso omnipotente, que gobierna al mundo, y al hombre que en él vive. Es el absolutismo del teísmo, su influencia perniciosa en la humanidad y sus efectos paralizadores en el pensamiento y la acción lo que combate el ateísmo con todas sus fuerzas.
La filosofía del ateísmo hunde sus raíces en la tierra, en esta vida; su meta es emancipar a la humanidad de todos los Altísimos, sean judaicos, cristianos, mahometanos, budistas, brahmanistas o de cualquier otra denominación. Largo y duro ha sido el castigo de la humanidad por crear dioses; desde que aparecieron, para el ser humano todo ha sido dolor y persecución. Esta equivocación tiene un solo remedio posible: el hombre debe romper los grilletes que le han encadenado a las puertas del cielo y el infierno, para poder empezar a moldear un nuevo mundo en esta tierra con su conciencia despierta una vez más e iluminada.
La libertad y la belleza no podrán ser realidad mientras no triunfe la filosofía del ateísmo en las mentes y los corazones de la humanidad. Como don del cielo, la belleza ha demostrado ser inútil, pero una vez que el hombre aprenda a ver que el único cielo a su medida está en la Tierra, la belleza se convertirá en la esencia y el motor de la vida. El ateísmo ya está contribuyendo a liberar al hombre de su dependencia del castigo y de la recompensa, como baratillo para los pobres de espíritu.
¿No insisten todos los teístas en que sin la fe en un poder divino no puede haber moralidad, justicia, honradez ni fidelidad? Esta moral basada en el miedo y la esperanza siempre ha sido algo vil, compuesto a partes iguales de fariseísmo e hipocresía. En cuanto a la verdad, la justicia y la fidelidad, ¿quiénes han sido sus valerosos exponentes, sus osados defensores? Casi siempre los impíos, los ateos, que han vivido, luchado y muerto por ellos. Sabían que la justicia, la verdad y la fidelidad no son algo forjado en los cielos, sino vinculado a los enormes cambios que experimenta la vida social y material de la humanidad, e inseparable de ellos; no algo fijo y eterno, sino fluctuante como la vida misma. Nadie puede vaticinar a qué alturas llegará la filosofía del ateísmo, pero sí es posible predecir lo siguiente: que las relaciones humanas solo se purgarán de los horrores del pasado con su fuego regenerador.
Las personas reflexivas se empiezan a dar cuenta de que los preceptos morales, impuestos a la humanidad mediante el terror religioso, se han vuelto estereotipados, perdiendo con ello toda su vitalidad. Basta una simple mirada a la vida actual, a su naturaleza desintegradora, a sus conflictos de intereses, de los que se derivan odios, crímenes y codicia, para que quede demostrada la esterilidad de la moral teísta.
El ser humano debe volver a ser quien es para aprender cuál es su relación con sus congéneres. Mientras siga encadenado a la roca, Prometeo estará condenado a que hagan presa en él los buitres de la oscuridad. Desencadenadle, y desharéis la noche y sus horrores.
El ateísmo, con su negación de los dioses, es a la vez la afirmación más vigorosa del ser humano y, a través de este último, el sí eterno a la vida, al sentido y a la belleza.




jueves, 17 de abril de 2014

Non Sancta (IV): "Imagina que el cielo no existe".

En el mundo existen  escritores quienes, como Salman Rushdie, han tenido que vivir en carne propia los contratiempos de la persecución religiosa. Con una sentencia de muerte (la penosa fatwa islámica) y recompensa por su cabeza incluidas (3 millones de dólares), al final no deja de resultar lógica su posición frente a la religión.
En un mundo con una enorme tendencia a la intolerancia y a resaltar las diferencias negativamente, en lugar de celebrarlas, Rushdie dirige esta misiva a ese ciudadano seis mil millonésimo nacido hace ya más de una década, dándole un cuadro general de nuestra vida en sociedad y cómo, quizá, el futuro deberá ser trazado lejos de los colores del dogmatismo religioso.


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«Imagina que el cielo no existe».
Carta al seis mil millonésimo ciudadano del mundo.


Por Salman Rushdie


Querida pequeña persona viva número seis mil millones:
Como miembro más reciente de una especie sabidamente inquisitiva, es probable que no tardes mucho en empezar a hacerte las dos preguntas de los sesenta y cuatro mil dólares con las que los otros 5.999.999.999 humanos venimos lidiando desde hace tiempo: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Y ahora que estamos aquí, ¿cómo vamos a vivir?
Curiosamente —como si no nos bastara con seis mil millones de congéneres—, casi con toda seguridad te insinuarán que para encontrar respuesta a la pregunta del origen es necesario que creas en la existencia de un Ser más, invisible, inefable, presente «en algún sitio por ahí arriba», un creador omnipotente a quien nosotros, pobres criaturas limitadas, somos incapaces siquiera de percibir, y menos aún de comprender. Es decir, te alentarán con insistencia a imaginar un cielo con al menos un dios residente. Este dios-cielo, dicen, creó el universo revolviendo su materia en una olla gigante. O bailó. O vomitó la Creación de sus propias entrañas. O simplemente pronunció unas palabras para darle existencia y, ¡zas!, existió. En algunas de las historias de la creación más interesantes, el dios-cielo único y poderoso se subdivide en muchas fuerzas menores: deidades subalternas, avalares, «ancestros» metamórficos gigantescos cuyas aventuras crean el paisaje, o los panteones caprichosos, arbitrarios, entrometidos y crueles de los grandes politeísmos, cuyas desaforadas hazañas te convencerán de que el motor verdadero de la creación fue el anhelo: de poder infinito, de cuerpos humanos que se rompen con excesiva facilidad, de nubes de gloria. Pero justo es añadir que hay asimismo historias que transmiten el mensaje de que el impulso creador primigenio fue, y es, el amor.
Muchas de estas historias se te antojarán sumamente hermosas y, por tanto, seductoras. Ahora bien, por desgracia, no te exigirán una respuesta a ellas puramente literaria. Solo las historias de religiones «muertas» pueden valorarse por su belleza. Las religiones vivas te exigen mucho más. Te dirán, pues, que la fe en «tus» historias y la adhesión a los rituales de veneración que se han desarrollado en torno a ellas deben convertirse en parte esencial de tu vida en este mundo abarrotado de gente. Las llamarán el corazón de tu cultura, incluso de tu identidad individual. Puede que en algún punto las sientas como algo de lo que es imposible escapar, imposible escapar no como de la verdad, sino como de la cárcel. Acaso en algún punto dejen de parecerte textos en los que unos seres humanos han intentado resolver un gran misterio y te parezcan, en cambio, los pretextos para que otros seres humanos debidamente ungidos te den órdenes. Es cierto que la historia humana está llena de esa opresión pública forjada por los aurigas de los dioses. En opinión de las personas religiosas, no obstante, el consuelo íntimo que procura la religión compensa con creces el mal obrado en su nombre.
A medida que ha aumentado el conocimiento humano, ha quedado claro asimismo que toda narración religiosa sobre cómo llegamos aquí está totalmente equivocada. En última instancia, esto es lo que tienen en común todas las religiones: no acertaron. No hubo revoltillo celestial, ni danza del hacedor, ni vómito de galaxias, ni antepasados canguros o serpientes, ni Valhalla, ni Olimpo, ni un truco mágico de seis días seguido de un día de descanso. Todo mal, mal, mal. Pero en este punto nos encontramos algo realmente extraño. El error de los relatos sagrados no ha mermado el fanatismo del devoto. Es más, el simple delirio inconexo de la religión conduce al religioso a insistir de manera cada vez más estridente en la importancia de la fe ciega.
De resultas de esta fe, dicho sea de paso, en muchas partes del mundo ha sido imposible impedir el alarmante crecimiento del número de seres humanos. Culpemos de la superpoblación del planeta, por lo menos en parte, al deplorable sentido de la orientación de los guías espirituales de la especie. En tu propio tiempo de vida, bien puede ocurrir que seas testigo de la llegada del nueve mil millonésimo ciudadano del mundo. Si eres indio (y tienes una entre seis posibilidades de serlo), aún estarás vivo cuando, gracias al fracaso de la planificación familiar en ese país pobre y dejado de la mano de Dios, su población supere a la china. Y si como resultado de las restricciones religiosas sobre el control de la natalidad nacen demasiadas personas, también morirán demasiadas personas, porque la cultura religiosa, negándose a afrontar las realidades de la sexualidad humana, también se niega a luchar contra la propagación de enfermedades de transmisión sexual.
Hay quienes dicen que las grandes guerras del nuevo siglo volverán a ser guerras religiosas, yihads y Cruzadas, como en la Edad Media. Aunque, desde hace ya años, suenan en el aire los gritos de guerra de los fieles mientras convierten sus cuerpos en bombas de Dios, y también los alaridos de sus víctimas, me he resistido a creer en esta teoría, o al menos en el sentido que le da la mayoría de la gente.
Llevo tiempo afirmando que la teoría del «choque de las civilizaciones » de Samuel Huntington es una simplificación excesiva: que la mayoría de los musulmanes no tienen el menor interés en participar en guerras religiosas, que las divisiones en el mundo musulmán son tan profundas como sus elementos comunes (si te cabe alguna duda de que esto es así, echa una ojeada al conflicto suní-chií en Irak). Apenas puede encontrarse nada que se parezca a un objetivo islámico común. Incluso cuando la OTAN no islámica libró una guerra a favor de los albaneses kosovares musulmanes, el mundo musulmán fue remiso a la hora de ofrecer la muy necesaria ayuda humanitaria.
Las auténticas guerras religiosas, he sostenido, son las guerras que las religiones desatan contra ciudadanos corrientes dentro de su «esfera de influencia». Son guerras de los píos contra los prácticamente indefensos: los fundamentalistas estadounidenses contra los médicos partidarios de la libre elección, los mulás iraníes contra la minoría judía de su país, los talibanes contra el pueblo afgano, los fundamentalistas hindúes de Bombay contra los musulmanes cada vez más asustados de la ciudad.
Y las auténticas guerras religiosas son asimismo las guerras que las religiones desatan contra los no creyentes, cuya intolerable incredulidad se recalifica como delito, como razón suficiente para su erradicación.
Pero con el paso del tiempo me he visto obligado a reconocer una cruda realidad: que la masa de los llamados musulmanes corrientes parece haberse dejado embaucar por las fantasías paranoicas de los extremistas y parece dedicar una mayor parte de su energía a la movilización contra caricaturistas, novelistas o el Papa, que a condenar, privar de derechos civiles y expulsar a los asesinos fascistas que habitan entre ellos. Si esta mayoría silenciosa permite que se libre una guerra en su nombre, se convertirá finalmente en cómplice de esa guerra.
Por tanto, quizá sí se ha iniciado, al fin y al cabo, una guerra religiosa, porque está permitiéndose a los peores de nosotros dictar las prioridades de los demás, y porque los fanáticos, que no se andan con chiquitas, no encuentran oposición suficiente entre «su propio pueblo».
Y si eso es así, los vencedores de dicha guerra no deben ser los estrechos de miras que, como siempre, marchan a la batalla con Dios de su lado. Elegir la incredulidad es elegir el espíritu sobre el dogma, confiar en nuestra humanidad y no en todas esas peligrosas divinidades. Así pues, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No busques la respuesta en las narraciones «sagradas». Puede que el imperfecto conocimiento humano sea un camino lleno de baches y hoyos, pero es el único camino a la sabiduría digno de seguirse. Virgilio, que creía que el apicultor Aristeo podía generar espontáneamente abejas nuevas a partir de una vaca muerta en descomposición, estaba más cerca de la verdad sobre el origen que todos los libros venerados de la Antigüedad.
Las sabidurías ancestrales son tonterías modernas.Vive en tu tiempo, utiliza lo que sabemos, y cuando crezcas, quizá la especie humana haya crecido por fin contigo y dejado de lado esas niñerías.
Como dice la canción: «Es fácil si lo intentas».
En cuanto a la moralidad, la segunda gran pregunta —¿cómo vivir?, ¿cuál es la actuación correcta y cuál la incorrecta?— se reduce a tu predisposición a pensar por ti mismo. Solo tú puedes decidir si quieres que la ley te sea entregada por sacerdotes y aceptar que el bien y el mal son cosas de algún modo externas a nosotros. A mi juicio, la religión, incluso en su forma más elaborada, en esencia infantiliza nuestra identidad ética estableciendo Arbitros infalibles de la moral y Tentadores irredimiblemente inmorales por encima de nosotros: los padres eternos, el bien y el mal, la luz y las tinieblas, el reino sobrenatural.
¿Cómo, pues, vamos a tomar decisiones éticas sin un reglamento divino o un juez? ¿Es acaso la incredulidad el primer paso en la larga caída hacia la muerte cerebral del relativismo cultural, conforme al que muchas cosas insoportables —la circuncisión femenina, por citar solo un caso— pueden disculparse por motivos culturalmente específicos, y la universalidad de los derechos humanos puede también pasarse por alto? (Esta última muestra de negación moral encuentra partidarios en algunos de los regímenes más autoritarios del mundo, y también, inquietantemente, en las páginas de opinión del Daily Telegraph.)
Bien, pues no lo es, pero las razones para dar esta respuesta no están claramente definidas. Solo una ideología de línea dura está claramente definida. La libertad, que es la palabra que empleo para la posición ética secular, es inevitablemente más confusa. Sí, la libertad es ese espacio donde puede reinar la contradicción; es un debate interminable. No es en sí misma la respuesta a la pregunta de la moralidad, sino la conversación sobre esa pregunta.
Y es mucho más que simple relativismo, porque no es simplemente una tertulia interminable, sino un lugar donde se toman decisiones, se definen y defienden valores. La libertad intelectual, en la historia europea, ha representado sobre todo libertad respecto a las restricciones de la Iglesia, no del Estado. Esta es la batalla que libró Voltaire, y es también lo que nosotros, los seis mil millones, podríamos hacer por nosotros mismos, la revolución en la que cada uno de nosotros podría desempeñar nuestro pequeño papel, una seis mil millonésima parte del total. De una vez por todas, podríamos negarnos a permitir que los sacerdotes, y las ficciones en cuyo nombre afirman hablar, sean la policía de nuestras libertades y nuestro comportamiento. De una vez por todas, podríamos devolver las historias a los libros, devolver los libros a las estanterías y ver el mundo sin dogmas y en toda su sencillez.
Imagina que el cielo no existe, mi querido seis mil millonésimo, y de inmediato no habrá más límite que el cielo.




miércoles, 16 de abril de 2014

Non Sancta (III): Thank goodness!



Daniel Dennett, renombrado filósofo cognitivista y director del Centro de Estudios Cognitivos de la Universidad de Tufts (Massachusetts, EEUU), es especialista en conciencia, inconciencia, intencionalidad, memética e inteligencia artificial, además de ateo consumado, como el presente texto viene a confirmarnos.


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Thank goodness! *


Por Daniel C. Dennett


Según un dicho antiguo pero cuestionable, en las trincheras no hay ateos, y existen como mínimo algunas pruebas anecdóticas de ello en los casos conocidos de ateos famosos que, al salir de experiencias al borde de la muerte, anunciaron al mundo su cambio de postura. Un ejemplo bastante reciente es el filósofo británico sir A. J. Ayer, fallecido en 1989. He aquí otra anécdota a tener en cuenta.
Hace dos semanas me llevaron en ambulancia a un hospital, donde un TAC determinó que sufría «disección de la aorta»: se había roto el revestimiento del principal vaso de salida que se llevaba la sangre de mi corazón, creando un tubo de dos canales donde solo tenía que haber uno. Por suerte para mí, el hecho de que hace siete años me hicieran un bypass en la arteria coronaria probablemente me salvara la vida, porque el tejido cicatricial que había proliferado alrededor de mi corazón durante aquellos años reforzó la aorta, evitando una fuga catastrófica a través del agujero de la aorta en sí. Después de una operación de nueve horas en la que me pararon del todo el corazón y bajaron la temperatura de mi cuerpo y mi cerebro a siete grados para impedir que la falta de oxígeno provocase daños cerebrales durante el tiempo que tardasen en hacer bombear la máquina corazón-pulmón, ahora soy el orgulloso dueño de una nueva aorta y un nuevo arco aórtico, hechos de un resistente tubo de Dacron cosido en su sitio por el cirujano, y unidos a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un clic tranquilizador cada vez que late mi corazón.
Ahora que empiezo una etapa suave de recuperación, tengo mucho que reflexionar: sobre la experiencia angustiosa que he vivido, pero más aún sobre la avalancha de mensajes de ánimo que he recibido desde que corrió la voz de mi última aventura. Mis amigos tenían muchas ganas de saber si había vivido una experiencia al borde de la muerte, y en caso afirmativo, qué efecto había tenido en el ateísmo que profesaba en público desde hacía mucho tiempo. ¿Había tenido alguna epifanía? ¿Pensaba seguir los pasos de Ayer (que al cabo de unos días recuperó su aplomo y recalcó que «lo que debería haber dicho es que mis experiencias no han debilitado mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible ante la fe), o mi ateísmo se mantenía intacto y sin cambios?
Pues sí, tuve una epifanía.Vi con más claridad que nunca que cuando digo thank goodness! no es un simple eufemismo de thank God! (Los ateos no creemos que haya ningún Dios a quien darle las gracias.) Realmente quiero decir thank goodness! En este mundo hay mucha bondad, cada día más, y este fantástico tejido de excelencia fabricado por el hombre es el verdadero responsable de que esté vivo. Es un digno destinatario de la gratitud que siento, y quiero celebrar este hecho aquí y ahora.
¿A quién debo estarle agradecido, en suma? Al cardiólogo que me ha mantenido vivito y latiendo todos estos años, y que rechazó rápidamente y con seguridad el diagnóstico inicial de una simple neumonía. A los cirujanos, neurólogos y anestesiólogos, y al perfusionista, que mantuvieron en funcionamiento mi organismo durante muchas horas en condiciones extremas. A una docena aproximadamente de auxiliares médicos, a enfermeras, terapeutas y técnicos de rayos equis, y a un pequeño ejército de flebotomistas tan habilidosos que casi no te das cuenta de que te están sacando sangre; a las personas que traían las comidas, tenían limpia mi habitación, lavaban las montañas de ropa sucia generada por un caso tan aparatoso, me llevaban y traían en silla de ruedas, etcétera. Eran gente de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, la India... y también de Estados Unidos, claro; y nunca he visto tratarse a la gente con un respeto tan impresionante como ellos al ayudarse y controlar mutuamente su trabajo. Sin embargo, a pesar de lo bien que trabajaban en equipo, no podrían haber hecho su trabajo sin un trasfondo enorme de aportaciones de otros. Recuerdo con gratitud a mi difunto amigo Alian Cormack, físico y colega mío en Tufts, que compartió el premio Nobel por su invención del TAC. Alian, has salvado postumamente una vida más, aunque ¿hay alguien que lleve la cuenta? Lo que hiciste ha mejorado el mundo. Thank goodness. Luego está todo el sistema de la medicina, tanto en su aspecto científico como en el tecnológico, sin el cual los esfuerzos individuales servirían de muy poco, incluso los mejor intencionados. Por lo tanto, estoy agradecido a las direcciones y los comités editoriales, actuales y pasados, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancety todas las demás instituciones científicas y médicas que siguen generando mejoras, y detectando y corrigiendo errores.
¿Venero yo la medicina moderna? ¿La ciencia es mi religión? En absoluto. No hay ningún aspecto de la medicina o la ciencia actuales al que estuviera dispuesto a eximir del más riguroso escrutinio, y no tendría reparos en enumerar toda una serie de problemas graves que aún quedan por solucionar. De hecho es muy fácil, porque los mundos de la medicina y la ciencia ya están embarcados en el proceso de autoevaluación más obsesivo, intensivo y humilde de toda la historia de las instituciones humanas, y hacen públicos cada cierto tiempo los resultados de sus autoexámenes. Diré más: esta crítica racional y abierta de miras, por imperfecta que pueda ser, constituye el secreto del éxito espectacular de estas iniciativas humanas. Cada día aporta nuevas mejoras que se pueden medir. Si a mí se me hubiera reventado la aorta hace diez años, no me habrían salvado ni rezando. Hoy en día no es que sea rutinario, pero mis probabilidades de sobrevivir, en realidad, tampoco eran tan bajas (actualmente, más o menos el 33 por ciento de los pacientes de disección aórtica mueren durante las primeras veinticuatro horas de su aparición sin tratamiento, y a partir de ahí la cosa va a peor cada hora).
Al comparar el mundo de la medicina, del que ahora depende mi vida, con las instituciones religiosas que me he dedicado a estudiar a fondo durante los últimos años, hay algo que me llamó especialmente la atención. Uno de los aspectos más dulces y consoladores que se encuentran en cualquier religión (que yo sepa) es la idea de que lo importante es el corazón de la persona: si tienes buenas intenciones, e intentas hacer lo correcto (según Dios), no se te puede pedir más. ¡En la medicina no! Si te equivocas (sobre todo con conocimiento de causa), tus buenas intenciones no cuentan prácticamente nada. Por otro lado, mientras que las religiones suelen ensalzar el salto de fe y el actuar sin previo análisis de las alternativas, en medicina se considera un pecado grave. A un médico que, llevado por la fe devota en sus revelaciones personales sobre cómo tratar el aneurisma aórtico, hiciera pruebas sin previo estudio con pacientes humanos le caería una buena bronca, o le expulsarían directamente de la profesión. Hay excepciones, por supuesto. Se tolera a unos cuantos pioneros con arrojo y poca consideración al riesgo, y a la larga pueden recibir honores (siempre que demuestren estar en lo cierto), pero solo pueden existir como raras excepciones al ideal del investigador metódico que descarta escrupulosamente las teorías alternativas antes de poner en práctica la suya. Sencillamente, no basta con las buenas intenciones y la inspiración.
Por decirlo de otro modo, aunque las religiones puedan cumplir una finalidad beneficiosa dejando que mucha gente se sienta cómoda con el grado de moralidad al que puede llegar, ninguna religión somete a sus miembros a unos criterios de responsabilidad moral tan elevados como el mundo laico de la ciencia y la medicina.Y no me refiero solo a los criterios «extremos», entre los cirujanos y médicos que toman a diario decisiones de vida o muerte, sino también a los criterios de conciencia seguidos por los técnicos de laboratorio y los que preparan la comida. Esta tradición deposita su fe en la aplicación ilimitada de la razón y de la investigación empírica, verificando todas las veces que haga falta, y preguntándose por sistema «¿Y si me equivoco?». En ningún caso se tolera apelar a la fe o al corporativismo. ¡Imaginémonos la reacción que despertaría un científico dando a entender que nadie más puede obtener los mismos resultados que él porque no tiene la misma fe que los integrantes de su laboratorio! Pero, volviendo a lo que iba, mi gratitud por estar vivo se dirige a la bondad de esta tradición de razonamiento e investigación abierta.
De acuerdo, pero ¿qué les digo a mis amigos religiosos (que los tengo, y bastantes) que han tenido el valor y la sinceridad de decirme que rezaron por mí? Les he perdonado con mucho gusto, porque hay pocas cosas tan frustrantes como no poder ayudar a un ser querido de ninguna manera más directa. Confieso que me sabe mal no haber podido rezar (sinceramente) por mis amigos y mis familiares en momentos de necesidad, y por eso valoro el impulso, aunque reconozca claramente su inutilidad. Los comentarios de mis amigos religiosos no vacilo en traducirlos a alguna versión de lo que me han estado diciendo mis colegas de ateísmo: «Pensaba en ti, y esperaba de todo corazón [otra concesión ineficaz pero irresistible] que no te pasara nada». El hecho de que estos amigos tan queridos hayan pensado en mí de esta manera, y hayan hecho el esfuerzo de comunicármelo, ya es tonificante de por sí, sin necesidad de suplementos sobrenaturales. En mi caso, estos mensajes de mi familia y mis amigos de todo el mundo me han llegado literalmente al corazón, y agradezco el subidón de moral (¡hasta extremos de verdadero frenesí, me temo!) que han producido en mí. Pero no hablo en broma cuando digo que tengo que perdonar a los amigos que han dicho que rezaron por mí. He resistido a la tentación de contestar: «Gracias, pero ¿también sacrificaste una cabra?». Me sienta igual que si uno de ellos me dijera: «Acabo de pagarle a un médico vudú para que hiciera un conjuro sobre tu salud». ¡Qué manera más crédula de malgastar un dinero que se podría haber gastado en proyectos más importantes! No esperes que sienta gratitud, o tan siquiera indiferencia. Agradezco el cariño y la generosidad que te impulsaban, pero me gustaría que hubieras encontrado una manera más razonable de expresarlos.
¿Pero esto no es de una severidad horrible? ¡Seguro que no le perjudica a nadie que recen por mí los que pueden rezar sinceramente! Pues no, no estoy tan seguro. Para empezar, si de verdad quisieran hacer algo útil, podrían aprovechar el tiempo y la energía que dedican a rezar para algún proyecto urgente en el que sí que puedan influir. Por otra parte, ya tenemos bases bastante firmes (por ejemplo, el estudio Benson de Harvard, que se ha hecho público hace poco) para creer que la oración intercesora no funciona, y punto. Cualquier persona que se desentiende de estas investigaciones mina sutilmente el respeto a la propia bondad que estoy agradeciendo. Si insistes en mantener vivo el mito de la eficacia de la oración, nos debes una justificación ante los hechos. En espera de ella, te disculparé por invocar tu tradición; sé lo reconfortante que puede ser la tradición, pero quiero que reconozcas que lo que haces, en el mejor de los casos, es problemático. Si eres capaz ni que sea de plantearte demandar a un médico que se equivocó en el tratamiento, o a una compañía farmacéutica que no hizo todos los controles de rigor antes de venderte un medicamento que te perjudicó, debes reconocer tu tácito agradecimiento a los altos criterios de investigación racional por los que se rige el mundo de la medicina. Sin embargo, sigues incurriendo en una práctica para la que no existe ninguna justificación racional conocida, y realmente crees que aportas algo. (Trata de imaginar tu indignación si la respuesta de una compañía farmacéutica a tu demanda fuera: «¡Pero si estuvimos rezando mucho por que saliera bien el medicamento! ¿Qué más quieres?».)
Lo mejor de decir «gracias a la bondad» en vez de «gracias a Dios» es que realmente hay muchas maneras de saldar nuestra deuda con la bondad, comprometiéndonos a crear más bondad en beneficio de las futuras generaciones. La bondad adopta muchas formas aparte de la medicina y de la ciencia. Gracias, por ejemplo, a la música de Randy Newman, que no podría existir sin la maravilla de tantos pianos y estudios de grabación, por no hablar de las aportaciones musicales de todos los grandes compositores, desde Bach hasta Scott Joplin y los Beatles, pasando por Wagner. Gracias porque salga agua potable del grifo, y porque tengamos comida a la mesa. Gracias por las elecciones justas y el periodismo veraz. Si quieres expresar tu gratitud a la bondad, puedes plantar un árbol, dar de comer a un niño huérfano, comprar libros para las colegialas del mundo islámico o contribuir de mil otras maneras a la manifiesta mejora de la vida en este planeta, ahora y en el futuro próximo.
También puedes darle las gracias a Dios, pero la idea de devolverle algo a Dios es ridicula. ¿Para qué puede querer tus míseras compensaciones un Ser omnisciente y omnipotente («el Hombre que lo tiene todo»)? (Además, según la tradición cristiana Dios ya ha saldado la deuda para siempre sacrificando a su propio hijo. ¡A ver cómo devuelves ese préstamo!) Sí, ya sé que no son temas que haya que interpretar literalmente; son simbólicos, lo acepto, pero entonces la idea de que dando las gracias a Dios se hace algún bien también hay que considerarla puramente simbólica. Yo prefiero el bien real al bien simbólico.
Aun así, perdono a los que rezan por mí. Los veo como científicos tenaces que se resisten a las pruebas en favor de teorías que no les gustan, mucho después de que la reacción adecuada hubiera sido un elegante reconocimiento. Aplaudo la fidelidad a vuestra propia postura, pero os recuerdo una cosa: no basta con la fidelidad a la tradición. Siempre tenéis que preguntaros: ¿Y si me equivoco? Creo que a la larga se les puede pedir a las personas religiosas que cumplan los mismos criterios morales que las personas laicas de la ciencia y de la medicina.






* Juego de palabras. En inglés Goodness! (con el signo de exclamación al final) significa ¡Dios mío!, mientras que goodness significa bondad.


martes, 15 de abril de 2014

Non Sancta (II): Preguntas que hacerse a uno mismo



Charles Templeton fue por años una de las voces más importantes de la Iglesia Evangélica Cristiana. Era tan enorme su popularidad y magnetismo que se llegó a decir de él: “es el hombre más usado por Dios”. Quizá Templeton, hacia finales de los 50’s, terminó cansándose de ser un mero instrumento y, por tanto, decidió renunciar por completo a la Iglesia Evangélica y a toda postura religiosa. Desengañado, sin embargo, como se dice popularmente, la manzana no cayó lejos del árbol, ya que la desaparición de sus convicciones teológicas terminaría dando paso a la aparición de sus convicciones políticas.
El presente texto hace parte de A farewell to God: My reasons for rejecting the Christian faith, una reflexión que en su infinita simplicidad es el resultado del interrogar continuo a que Templeton sometería los cimientos mismos de su propia fe.
Si un fiel creyente (aunque esto podría ser bien conjeturable) y representante oficial de una religión suficientemente grande como para ser practicada en toda América, ve disminuida de forma irrefrenable su capacidad de creer ciegamente, ¿qué podría esperar un católico promedio que apenas si práctica aquello del amor al prójimo? ¿Qué podría responderse a sí mismo un católico que bendice el sacrificio de Cristo para garantizar su sagrado derecho a unas vacacioncitas?


* * *



PREGUNTAS QUE HACERSE A UNO MISMO


Por Charles Templeton


¿No es una tontería cerrar los ojos ante la realidad de que la fe cristiana es sencillamente imposible de aceptar como hecho? ¿Y no es un error fundamental basar la propia vida en conceptos teológicos formulados hace siglos por hombres relativamente primitivos que creían que el mundo era plano, que el cielo estaba «arriba», y que el universo lo había creado y lo controlaba una deidad chovinista y excesiva, dispuesta a castigarte si no seguías sus indicaciones al pie de la letra? Lo que sigue es una repetición de algunas preguntas suscitadas en las anteriores páginas [de A Farewell to God]. Háztelas a ti mismo.

• ¿No es probable que en caso de haber nacido en El Cairo fueras musulmán, y como 840 millones de personas creyeses que «no hay más dios que Dios, y Mahoma es su profeta»?

• Si hubieras nacido en Calcuta, ¿no serías con toda probabilidad hinduista, y no harías lo mismo que 650 millones de personas, aceptar los Vedas y los Upanishads como sagradas escrituras, y albergar la esperanza de alcanzar el nirvana en un futuro?

• ¿No es probable que en caso de haber nacido en Jerusalén fueras judío, y creyeras, como unos 13 millones de personas, que Yahvé es Dios, y la Tora la Palabra de Dios?

• ¿No es presumible que en caso de haber nacido en Pekín fueras uno de los muchos millones que aceptan las enseñanzas de Buda, Confucio o Lao-tsé, y procuran seguir sus enseñanzas y su ejemplo?

• ¿No es probable que usted, el lector, sea cristiano porque sus padres lo fueron antes?

• Si Dios existe, y es amor, ¿por qué permite (por no decir que crea) terremotos, sequías, inundaciones, tornados y otras catástrofes naturales que matan a miles de hombres, mujeres y niños inocentes al año?

• ¿Cómo puede un Dios de amor no ya crear, sino consentir que la encefalitis, la parálisis cerebral, el cáncer de cerebro, la lepra, el alzheimer y otras enfermedades incurables golpeen a millones de hombres, mujeres y niños, buenas personas en su mayoría?

• ¿Cómo fue capaz un Padre Celestial que ama a sus hijos de crear un infierno infinito, y llenarlo con millones de personas a lo largo de los siglos solo porque no podían o no querían aceptar determinadas creencias religiosas? Y tras hacerlo, ¿cómo fue capaz de atormentarles para siempre?

• ¿Por qué hay literalmente cientos de confesiones y congregaciones independientes cristianas, todas las cuales basan sus creencias en la Biblia, y están convencidas en su gran mayoría de que las otras se equivocan en algún aspecto?

• Si todos los cristianos adoran al mismo Dios, ¿por qué no pueden aparcar sus diferencias teológicas y cooperar activamente?

• Si Dios es un padre amantísimo, ¿por qué responde con tan poca frecuencia a los rezos de sus hijos que lo pasan mal?

• ¿Cómo se puede creer en el relato bíblico de la creación del mundo en seis días cuando cualquier eminencia de la física está de acuerdo en que todas las especies vivas han evolucionado en el transcurso de millones de años a partir de un origen primitivo?

• ¿Le es posible a un hombre o mujer inteligente creer que Dios creó al primer ser humano varón a partir de un puñado de polvo, y a la primera mujer a partir de una de las costillas de aquel varón?

• ¿Es posible creer que el Creador del universo fecundó personalmente a una virgen palestina para facilitar que su Hijo llegase al mundo como hombre?

• La Biblia dice que «el Señor es un Dios celoso», pero cuando uno es omnipotente, omnisciente, omnipresente y eterno, y ha creado todo lo que existe, ¿de quién puede estar celoso?

• En un mundo lleno de dolor y hambre, ¿por qué los cristianos se gastan millones en catedrales y santuarios, y comparativamente poco en ayudar a los pobres y los necesitados?

• ¿Por qué el Dios omnipotente, sabiendo que hay cientos de miles de hombres, mujeres y niños que mueren de hambre en una tierra reseca, permite que se consuman y mueran cuando lo único que se necesita es la lluvia?

• ¿Qué sentido tiene que el Padre de toda la humanidad tuviera un Pueblo Elegido, al que favoreciese por encima de las otras naciones del mundo?

• ¿Cómo es posible que un Dios que «no hace acepción de personas» prohíba el adulterio, y luego bendiga, honre y permita medrar a un rey que tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas?

• ¿A qué se debe que la mayor de las iglesias cristianas esté íntegramente controlada por hombres, y no permita a ninguna mujer (por piadosa que sea o capacitada que esté) ser sacerdote, monseñor, obispo, arzobispo, cardenal o Papa?

• Las últimas palabras de Jesús a sus seguidores fueron: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Pues a pesar de ello, en estos momentos (transcurridos unos dos mil años) hay miles de millones de hombres y mujeres que ni siquiera han oído el Evangelio cristiano. ¿Por qué?




lunes, 14 de abril de 2014

Non Sancta: Responso

A propósito de Non Sancta: Nosotros, que no somos creyentes más que de las semivacaciones de Semana Santa, que no creemos más que en los domingos de resurrección de resaca, hemos decidido iluminar estos días, para nada santos, con la reflexión en torno a la irreligiosidad, a las razones por las cuales resulta más lógico creer en la inexistencia de un ser superior que rige nuestros destinos como quien se dedica a jugar The Sims o Monopolio (y que, cómo no, tira el tablero de una patada o golpea con furia el teclado cuando la jugada se le sale de las manos). Nosotros, como Einstein, creemos que Dios no juega a los dados. De hecho, creemos que no juega. Es más, creemos que no existe.
Creyentes, abstenerse.


* * *

Henry Louis Mencken, conocido en su época como “el sabio de Baltimore”, fue un respetado y fecundo periodista, crítico y escritor. Nietzscheano definitivo, prosista suspicaz y fiel defensor de los derechos civiles hasta sus últimas consecuencias, hoy día presa del olvido (y del desconocimiento), nos quedan sus nada ortodoxos textos, en los que desde una posición inamovible se encargó de combatir contra el fundamentalismo cristiano (y religioso en general) que parecía mantener infectada cada una de las ramas de la sociedad norteamericana. Allí donde la religión metiera su puntiaguda nariz, Mencken se juraría como su principal detractor; tan enconado y combativo era el escepticismo que defendía. En 1931 el estado de Arkansas, en un extraño arrebato de humor negro pocas veces visto, terminaría emitiendo una moción para rezar por el alma de Mencken, después que éste se refiriera al estado como la “Cúspide de la estupidez”.
Mencken nunca cejó en su empeño por derribar las barreras religiosas e ideológicas que pretendían mantener a raya la marea del librepensamiento y de las libertades individuales, llegando a ser, incluso, malinterpretado en múltiples aspectos (algunos de sus detractores han creído ver en sus escritos una apología del nazismo, cuando en realidad fue uno de los primeros periodistas americanos en exhortar por la ayuda de los Estados Unidos a los judíos reprimidos a partir de 1938 en la Alemania nacionalsocialista). Prolífico y polémico, terminaría sus días alejado de la escritura tanto como de la lectura, consecuencias ambas de una trombosis cerebral, plácidamente entre sueños en enero de 1956.
Responso, perteneciente al libro Breviario de la estupidez humana, es una bella y perfecta evocación, propia del pensamiento del escritor norteamericano respecto a la más que evidente muerte en el tiempo de las religiones y las creencias; el ocaso definitivo que antecede a la muerte de los dioses.

* * *

RESPONSO


Por H. L. Mencken


¿Dónde está la tumba de los dioses muertos? ¿Qué deudo tardío riega sus túmulos sepulcrales? Hubo una época en que Júpiter era el rey de los dioses, y cualquiera que dudase de su poder era ipso facto un bárbaro y un ignorante. Pero ¿en qué lugar del mundo hay un hombre que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año —y esto sucedió hace apenas cinco siglos— sacrificaron en su honor a cincuenta mil jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda, excepto quizá algún salvaje errabundo perdido en la inmensidad de los bosques mexicanos. Huitzilopochtli, al igual que muchos otros dioses, no tenía un padre humano: su madre era una viuda virtuosa y lo engendró tras un coqueteo aparentemente inocente que mantuvo con el Sol. Cuando él fruncía el ceño, su padre, el Sol, se detenía. Cuando lanzaba rugidos de ira, los cataclismos devoraban ciudades enteras. Cuando tenía sed lo rociaban con cuarenta mil litros de sangre humana. Pero hoy Huitzilopochdi está tan magníficamente olvidado como Allen G. Thurman. Quien fue otrora el par de Alá, Buda y Wotan, lo es hoy de Richmond R Hobson, Nan Patterson, Alton B. Parker, Adelina Patti, el general Weyler y Tom Sharkey.
Al hablar de Huitzilopochtli recordamos a su hermano Tezcatlipoca. Tezcatlipoca era casi tan poderoso como él: consumía veinticinco mil vírgenes al año. Si me conducen hasta su tumba lloraré y colgaré en ella una corona de perlas. Pero ¿quién sabe dónde está? ¿O dónde está la tumba de Quetzalcóatl? ¿O la de Xiehtecutli? ¿O la de Centeotl, tan dulce? ¿O la de Tlazolteotl, la diosa del amor? ¿O la de Mixcóatl? ¿O la de Xipe? ¿O la de toda la legión de Txitzimitles? ¿Dónde están sus huesos? ¿Dónde está el sauce del que cuelgan sus arpas? ¿En qué infierno perdido e ignoto esperan la mañana de la resurrección? ¿Quién disfruta de sus bienes residuales? ¿O dónde está la de Dis, que según descubrió César era el dios principal de los celtas? ¿O la de Tarvers, el toro? ¿O la de Moceos, el cerdo? ¿O la de Epona, la yegua? ¿O la de Mullo, el asno celestial? Hubo una época en que los irlandeses veneraban todos estos dioses, pero hoy incluso el irlandés más borracho se ríe de ellos.
Sin embargo, no están solos en el olvido: el infierno de los dioses muertos está tan poblado como el infierno presbiteriano para párvulos. Allí están Damona, y Esus, y Drunemeton y Silvana, y Dervones, y Adsalluta, y Deva, y Belisama, y Uxellimus, y Borvo, y Grannos, y Mogons. Todos ellos dioses poderosos de su época, venerados por millones, llenos de exigencias e imposiciones, capaces de atar y desatar, todos ellos dioses de primera categoría. Los hombres trabajaban durante generaciones para construirles templos gigantescos, templos con piedras grandes como carretas. El negocio de interpretar sus caprichos ocupaban a miles de sacerdotes, obispos y arzobispos. Dudar de ellos equivalía a morir, generalmente en la pira. Los ejércitos se ponían en campaña para defenderlos de los infieles: quemaban aldeas, masacraban mujeres y niños, robaban el ganado. Pero al fin todos se marchitaron y murieron, y hoy no hay nadie tan desahuciado como para prestarse a honrarlos.
¿Qué se ha hecho de Sutekh, que otrora fue el dios supremo de todo
el valle del Nilo? ¿Qué se ha hecho de:

Reshep                         Baal
Anat                             Astarté
Ashtoret                       Hadad
Nebo                            Dagón
Melek                          Yau
Ahija                            Amón-Ra
Isis                               Osiris
Pta                               Moloch?

Todos estos fueron antaño dioses muy eminentes. El Antiguo Testamento menciona a muchos de ellos con miedo y escalofrío. Hace cinco o seis mil años estaban a la altura del mismo Yaveh. Los peores de ellos estaban mucho más empinados que Thor. Sin embargo, todos se han ido por el sumidero, en compañía de:

Arianrod                       Morrigu
Govannon                     Gunfled
Dagda                           Ogyrvan
Dea Dia                        Iuno Lucina
Saturno                         Furrina
Cronos                          Engurra
Belus                            Ubilulu
U-dimmei-an-kia          U-sab-sib
U-Mersi                        Tammuz
Venus                           Beltis
Nusku                           Aa
Sin                                Apsu
Elali                              Mami
Nuada Argetlam           Tagd
Goibniu                        Odín
Ogma                           Marzin
Marte                           Diana de Éfeso
Robigo                          Plutón
Vesta                            Zer-panitu
Merodach                    Elum
Marduk                        Nin
Perséfone                     Ishtar
Lagas                            Nirig
Nebo                            En-Mersi
Asur                             Beltu
Kuski-banda                 Nin-azu
Zaraqu                          Qarradu
Zagaga                          Ueras


Pídale al párroco que le preste un buen libro de religión comparada: los encontrará enumerados a todos. Eran dioses de alto rango, dioses de pueblos civilizados, en los que creían millones de personas que los veneraban. Todos eran omnipotentes, omniscientes e inmortales. Y todos están muertos.