lunes, 31 de diciembre de 2012

Del leer y el escribir

Magia en las letras,
por Cecilia Ferreira.


Por Friedrich Nietzsche



De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escri­be con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
No es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.
Quien conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un si­glo de lectores todavía - y hasta el espíritu olerá mal.
El que a todo el mundo le sea lícito aprender a leer corrom­pe a la larga no sólo el escribir, sino también el pensar.
En otro tiempo el espíritu era Dios60, luego se convirtió en hombre, y ahora se convierte incluso en plebe.
Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido de memoria.
En las montañas el camino más corto es el que va de cum­bre a cumbre: mas para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se ha­bla, hombres altos y robustos.
El aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad: estas cosas se avienen bien.
Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duen­des,- el valor quiere reír.
Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros: esa nube que veo por debajo de mí, esa negrura y pesadez de que me río, - cabalmente ésa es vuestra nube tempestuosa.
Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy elevado.
¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida61.
Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos - así nos quiere la sabiduría: es una mujer y ama siempre únicamente a un guerrero62.
Vosotros me decís: «la vida es difícil de llevar». Mas ¿para qué tendríais vuestro orgullo por las mañanas y vuestra resig­nación por las tardes?
La vida es difícil de llevar: ¡no me os pongáis tan delica­dos! Todos nosotros somos guapos, borricos y pollinas de carga63.
¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de ro­cío?
Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar64.
Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia65.
Y también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbu­jas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de su misma especie.
Ver revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, vo­lubles - eso hace llorar y cantar a Zaratustra.
Yo no creería más que en un dios que supiese bailar.
Y cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profun­do, solemne: era el espíritu de la pesadez66 - él hace caer a to­das las cosas.
No con la cólera, sino con la risa se mata 67. ¡Adelante, ma­temos el espíritu de la pesadez!
He aprendido a andar: desde entonces me dedico a correr. He aprendido a volar: desde entonces no quiero ser empuja­do para moverme de un sitio.
Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora un dios baila por medio de mí.

Así habló Zaratustra.

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Notas:

60 Véase el Evangelio de Juan, 4, 24: «Dios es espíritu.» En la cuarta parte, La fiesta del asno,  1, el papa jubilado critica­rá la frase «Dios es espíritu».
61 Los tres párrafos que van desde «Vosotros miráis...» hasta aquí fueron colocados por Nietzsche como motto al frente de la tercera parte de esta obra.
62 El tercer tratado de La genealogía de la moral lleva a su frente, como motto, esta frase. Nietzsche dice en el prólogo que ese tercer tratado, titulado «¿Qué significan los idea­les ascéticos?», es todo él «un comentario» del citado párrafo.
63 Reminiscencia irónica del Evangelio de Mateo, 21, 5: «Y los discí­pulos... trajeron la borrica y el pollino» (preparativos para la en­trada de Jesús en Jerusalén).
64 Juego de palabras, en alemán, entre vivir (leben) y amar (lieben).
65 Paráfrasis de Hamlet, acto II, escena 2: «Ocurrencias felices que suele tener la demencia, y que ni la más sana razón y lucidez po­drían soltar con tanta fortuna» (palabras de Polonio a Hamlet).
66 Véase, en la tercera parte, De la visión y del enigma, así como Del espíritu de la pesadez, donde Nietzsche desarrolla con detalle el significado del «espíritu de la pesadez».
67 En la cuarta parte, La fiesta del asno, el más feo de los hom­bres recordará a Zaratustra esta enseñanza.

El caníbal arrepentido


 
Por Giovanni Papini

Dakar, 28 enero


El viejo Nsumbu, que he tomado conmigo para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía que un negro pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A fuerza de arrepentimiento se hace insoportable.
Nsumbu tiene setenta y cinco años y creció cuando en su tribu florecía, todavía sin escrúpulos ni restricciones, la difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años seguidos Nsumbu comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne humana, blanca o negra, como fuese.
Mas las aldeas de su tribu fueron comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del pasado siglo y el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos todos los sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero no ha sido posible comérselos.
Nsumbu vegetó modestamente durante esta época de reacción. Los extranjeros le habían arrancado brutalmente el mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste, pero, por miedo, no quiso recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas de la ley, el alimento preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y ser casi célebre, como uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de África. Los forasteros que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con un poco de dinero.
Pensé tomarlo conmigo para tener, en los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida que de ordinario. La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de beneficencia y de problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de sus semejantes, debería tener indudablemente una conversación infinitamente más «apetitosa» que un clergyman [1], un boss [2] o un asceta.
Pero he sufrido una desilusión.
A mí, que detesto a los hombres en general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de un tónico. Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel vientre arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres iguales en número al de los héroes de las Termópilas. Si cada uno de nosotros, en el curso de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las teorías de Malthus serían económicas y prácticamente confutables [3]. Trescientos hombres representan siempre más de doscientos quintales de carne sabrosa y sana.
Nsumbu no tenía nada que decir contra la calidad del hombre considerado como alimento.
—No todos los hombres —me decía— son igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y delicado. Podemos jactamos, entre otras superioridades de la especie humana, de que nuestra carne es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en suma, más nutritiva. Después de haber comido una buena ración de enemigo asado podía resistir el ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien prefiere las mujeres; otros, los niños. Por mi cuenta he apreciado siempre a los hombres hechos y me han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted sabe, se adquieren también sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones de león; para ser astuto, sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me enriquecí en fuerza y sabiduría y he podido vivir hasta esta edad.
»Pero la carne humana, al fin, acaba por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero luego, a su vez, se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón, aquellas manos que tal vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos sentido latir!
»Y después hay el peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer dentro de nosotros. Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado cuatro o cinco que me atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas juntas. La más potente es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que durante muchos años me ha torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que soy viejo, probablemente esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo recordar sin náuseas los fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando la tribu había hecho una buena caza y había en la aldea presas vivientes para hartarme durante una semana. Me vienen algunas' veces a la memoria, con mordiscos de reprobación, algunos rostros desesperados de víctimas que esperaban la muerte, atadas en la tienda del sacrificio, ante nuestras bocas aulladoras y hambrientas. Los misioneros tienen razón: comerse a nuestros semejantes, provistos de alma como nosotros, es un pecado. La carne humana es el más apetitoso de los manjares y precisamente por esto es más meritorio el ayunar de ella. A vosotros, los blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha dado en recompensa el dominio de toda la tierra.
Temo que Nsumbu haya caldo en la imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi cocinero no come ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha corrompido, le ha hecho volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré obligado a licenciarle en el primer puerto en que hagamos escala.



NOTAS:

[1] Clérigo.
[2] Patrón.
[3] Thomas Malthus, clérigo y erudito británico, considerado uno de los primeros demógrafos. El narrador hace referencia a la llamada Catástrofe malthusianasegún la cual el ritmo de crecimiento de la población responde a una progresión geométrica, mientras que el ritmo de aumento de los recursos para su supervivencia lo hace en progresión aritmética. Según esta hipótesis, de no intervenir obstáculos represivos (hambre, guerras, pestes, etc.), el nacimiento de nuevos seres provocaría el crecimiento de la población, aumentando la pauperización gradual de la especie humana e incluso podría provocar su extinción”. La solución caníbal maliciosamente sugerida por el narrador es una evidente referencia a la famosa Modesta proposición de Swift.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Maneras de estar preso



Por Julio Cortázar


Ha sido cosa de empezar y ya. Primera línea que leo de este texto y me rompo la cara contra todo porque no puedo aceptar que Gago esté enamorado de Lil; de hecho sólo lo he sabido varias líneas más adelante pero aquí el tiempo es otro, vos por ejemplo que empezás a leer esta página te enteras de que yo no estoy de acuerdo y conoces así por adelantado que Gago se ha enamorado de Lil, pero las cosas no son así: vos no estabas todavía aquí (y el texto tampoco) cuando Gago era ya mi amante; tampoco yo estoy aquí puesto que eso no es el tema del texto por ahora y yo no tengo nada que ver con lo que ocurrirá cuando Gago vaya al cine Libertad para ver una película de Bergman y entre dos flashes de publicidad barata descubra las piernas de Lil junto a las suyas y exactamente como lo describe Stendhal empiece una fulgurante cristalización (Stendhal piensa que es progresiva, pero Gago). En otros términos rechazo este texto donde alguien escribe que yo rechazo este texto; me siento atrapado, vejado, traicionado porque ni siquiera soy yo quien lo dice sino que alguien me manipula y me regula y me coagula, yo diría que me toma el pelo como de yapa, bien claro está escrito: yo diría que me toma el pelo como de yapa.
También te lo toma a vos (que empezás a leer esta página, así está escrito más arriba) y por si fuera poco a Lil, que ignora no sólo que Gago es mi amante sino que Gago no entiende nada de mujeres aunque en el cine Libertad etcétera. Cómo voy a aceptar que a la salida ya estén hablando de Bergman y de Liv Ullmann (los dos han leído las memorias de Liv y claro, tema para whisky y gran fraternización estético-libidinosa, el drama de la actriz madre que quiere ser madre sin dejar de ser actriz con atrás Bergman la más de las veces gran hijo de puta en el plano paternal y marital): todo eso alcanza hasta las ocho y cuarto cuando Lil dice me voy a casa, mamá está un poco enferma, Gago yo la llevo tengo el coche estacionado en plaza Lavalle y Lil de acuerdo, usted me hizo beber demasiado, Gago permítame, Lil pero sí, la firmeza tibia del antebrazo desnudo (dice así, dos adjetivos dos sustantivos tal cual) y yo tengo que aceptar que suban al Ford que entre otras cualidades tiene la de ser mío, que Gago lleve a Lil hasta San Isidro gastándome la nafta con lo que cuesta, que Lil le presente a la madre artrítica pero erudita en Francis Bacon, de nuevo whisky y me da pena que ahora tenga que hacer todo ese camino de vuelta hasta el centro, Lil, pensaré en usted y el viaje será corto, Gago, aquí le anoto el teléfono, Lil, oh gracias, Gago.
De sobra se ve que de ninguna manera puedo estar de acuerdo con cosas que pretenden modificar la realidad profunda; persisto en creer que Gago no fue al cine ni conoció a Lil aunque el texto procure convencerme y por lo tanto desesperarme. ¿Tengo que aceptar un texto porque simplemente dice que tengo que aceptar un texto? Puedo en cambio inclinarme ante lo que una parte de mí mismo considera de una pérfida ambigüedad (porque a lo mejor sí; a lo mejor el cine) pero por lo menos las frases siguientes llevan a Gago al centro donde deja el auto mal estacionado como siempre, sube a mi departamento sabiendo que lo espero al final de este párrafo ya demasiado largo como toda espera de Gago, y después de bañarse y ponerse la bata naranja que le regalé para su cumpleaños viene a recostarse en el diván donde estoy leyendo con alivio y amor que Gago viene a recostarse en el diván donde estoy leyendo con alivio y amor, perfumado e insidioso es el Chivas Regal y el tabaco rubio de la medianoche, su pelo rizado donde hundo suavemente la mano para suscitar ese primer quejido soñoliento, sin Lil ni Bergman (qué delicia leerlo exactamente así, sin Lil ni Bergman) hasta ese momento en que muy despacio empezaré a aflojar el cinturón de la bata naranja, mi mano bajará por el pecho liso y tibio de Gago, andará en la espesura de su vientre buscando el primer espasmo, enlazados ya derivaremos hacia el dormitorio y caeremos juntos en la cama, buscaré su garganta donde tan dulcemente me gusta mordisquearlo y él murmurará un momento, murmurará espera un momento que tengo que telefonear. A Lil of course, llegué muy bien, gracias, silencio, entonces nos vemos mañana a las once, silencio, a las once y media de acuerdo, silencio, claro a almorzar tontita, silencio, dije tontita, silencio, por qué de usted, silencio, no sé pero es como si nos conociéramos hace mucho, silencio, sos un tesoro, silencio, y yo que me pongo de nuevo la bata y vuelvo al living y al Chivas Regal, por lo menos me queda eso, el texto dice que por lo menos me queda eso, que me pongo de nuevo la bata y vuelvo al living y al Chivas Regal mientras Gago le sigue telefoneando a Lil,—inútil releerlo para estar seguro, lo dice así, que me vuelvo al living y al Chivas Regal mientras Gago le sigue telefoneando a Lil.

martes, 11 de diciembre de 2012

Los nueve mil millones de nombres de Dios



Por Arthur C. Clarke


—Esta es una petición un tanto desacostumbrada —dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible. —Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme qué intentan hacer con ella?
—Con mucho gusto —contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas. —Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
—No acabo de comprender...
—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
—Naturalmente.
—En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos motivos para creer —continuó el lama, imperturbable— que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
—Sí; suponíamos que nos llevaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
—Oh —exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida—. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
—Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
—Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Es muy fácil modificar las máquinas de escribir electromáticas para esta tarea. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar mas de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
—Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar el porqué, incluso si usted entendiera nuestro lenguaje.
—Estoy seguro de ello —dijo Wagner, apresuradamente. —Siga.
—Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programada adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera llevado quince mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón...
—No hay duda —replicó el doctor— de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
—Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
—¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
—No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas.— El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa —Hay otras dos cuestiones...
Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
—Este es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
—Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes?
—Un generador diésel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los molinillos de oración.
Desde luego —admitió el doctor Wagner—. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.
Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe (*), aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de nuestra era. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, quienes, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores —y gran parte de los mayores— placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
—Escucha, George —dijo Chuck, con urgencia—. Me enteré de algo que nos traerá problemas.
—¿Qué sucede? ¿No funciona bien la máquina? —ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.
—No, no es nada de eso. —Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era poco usual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo.
—Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
—¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
—Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos el porqué. Es la cosa más loca...
—Eso ya lo tengo muy oído —gruñó George.
—...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante entusiasmado o, por lo menos, tanto como él pueda llegar a estarlo. Cuando le dije que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
—Sigue; voy captando.
—El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos Sus nombres, y admiten que hay unos nueve mil millones, el propósito de Dios habrá sido alcanzado. La raza humana habrá finalizado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Incluso, la idea misma es algo así como una blasfemia.
—¿Entonces qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pondrá en acción y acabará con todas las cosas... ¡Listo!
—Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo será el fin del mundo.
Chuck dejó escapar una risita nerviosa.
—Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
—Esto es lo que yo llamo una Visión Amplia —dijo después. —¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
—Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la Trompeta Final no sople —o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea—, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
—Comprendo —dijo George, lentamente—. Tiene sentido lo que piensas. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
—Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio y sentiré pena por el viejo Sam cuando se percate que el trabajo de su vida es un fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
—Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y llegue el transporte aéreo para llevarnos lejos. Claro que —dijo Chuck, pensativamente— siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
—Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
—Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán atrapar.
—No me gusta la idea —dijo George—. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.

—Sigue sin gustarme —dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera. —Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam.
—Es curioso —replicó Chuck—, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes novicios las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las teclas sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.
—¡Allí esta! —gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle—. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo por encima de ellos estaba perfectamente despejado y muy iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su única preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esa alegría. De pronto, George consultó su reloj.
—Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió: —Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck, era un ovalo blanco vuelto hacia arriba.
—Mira —susurro Chuck—. George alzó la vista hacia el cielo. (Siempre hay una última vez para todo.)
En lo alto, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.


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* Sam Jaffe interpretó a un gran lama en la película Lost Horizon, de Frank Capra, en 1937.

martes, 4 de diciembre de 2012

Fin del mundo del fin

Por Julio Cortázar


Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar. El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente, y de capitán a capitán.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Un jinete en el cielo.



Por Ambrose Bierce



I


Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel junto al camino, en el oeste de Virginia. Echado sobre el estómago, con la punta de los pies clavada en tierra y la cabeza apoyada en un antebrazo, empuñaba descuidadamente el rifle con su mano derecha. Salvo por la posición algo metódica de las piernas y un ligero movimiento de la cartuchera al dorso del cinto, se hubiera pensado que estaba muerto. Dormía, sin embargo, en el puesto de guardia. Pero de haber sido descubierto, muy poco después lo hubiese estado, ya que la muerte era el castigo justo y legal de su crimen.
El monte de laurel estaba ubicado en el recodo de un camino que después de ascender hasta aquel lugar por una escarpada cuesta, se volvía abruptamente hacia el oeste, corriendo por la cumbre unas cien yardas. Desde allí regresaba de nuevo al sur y zigzagueaba monte abajo a través del bosque. En la saliente del segundo recodo había una gran roca lisa, proyectada hacia el norte, que dominaba el hondo valle desde donde subía el camino. La roca era el remate de una altísima barranca: de arrojarse una piedra desde el borde, caería a pico más de mil pies hasta la copa de los pinos. El recodo donde estaba el soldado se encontraba en otro risco de la misma barranca. Si hubiese estado despierto habría visto no sólo el breve brazo del camino y la roca salidiza, sino el contorno entero del barranco allá abajo, pronto para enfermarlo de vértigo.
La región estaba cubierta de bosques, excepto en el fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo apenas visible desde el otro extremo surcaba una pequeña pradera natural. Este espacio parecía apenas más grande que un patio, pero en realidad medía varios acres. Su verdor era más vivo que el del bosque circundante, detrás del cual se levantaba una línea de gigantes barrancos similares a los que suponemos pisar en este examen del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de algún modo hasta la cumbre. La forma del valle, en verdad, era tal que desde nuestro punto de observación parecía enteramente cerrado, y uno no podía menos que preguntarse cómo podía el camino, que había encontrado una salida, haber entrado. O de dónde venían y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaban la pradera más de mil pies allá abajo.
No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan hacer de ella el escenario de la guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera militar donde quinientos hombres que dominaran sus salidas podían hacer morir de hambre a un ejército, estaban escondidos cinco regimientos federales de infantería. Habían tenido una larga marcha durante el día y la noche, y ahora descansaban. Al anochecer retomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que dormía el desleal centinela, y bajando por la otra pendiente de la quebrada, cerca de la medianoche caerían  sobre el campo enemigo. Su esperanza estaba puesta en la sorpresa, pues el camino llegaba hasta la retaguardia. En caso de fracasar, su posición sería en extremo peligrosa, y fracasarían inevitablemente si algún accidente o algún espía prevenía del movimiento de tropas al enemigo.

II


El centinela dormido en el monte de laurel era un joven virginiano llamado Carter Druse. Hijo único de una familia pudiente, había conocido tanto ocio y educación y buena vida como lo permitiera el refinamiento y la riqueza en una zona montañosa del oeste de Virginia. Su casa estaba a pocas millas de donde ahora se encontraba. Una mañana se había levantado de la mesa, después del desayuno, y había dicho, tranquila y gravemente:
—Padre: un regimiento de la Unión ha llegado a Grafton. Voy a unirme a él.
Su padre levantó la leonina testa, miró al muchacho un momento en silencio y respondió:
—Bien, márchese, señor, y pase lo que pase haga lo que considere su deber. Virginia, a quien traiciona, continuará sin su presencia. Si ambos llegamos vivos al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto. La salud de su madre, como ya le ha informado el médico, es muy delicada: no estará con nosotros más que unas pocas semanas, como máximo; pero ese tiempo es precioso. Es preferible que no se la moleste.
De este modo Carter Druse, inclinándose reverentemente ante su padre —quien respondió al saludo con una augusta cortesía que disimulaba su corazón partido— abandonó el hogar de su niñez para enrolarse. Por su conciencia y su coraje, por sus heroicos actos de devoción y osadía, pronto fue apreciado por sus camaradas y oficiales. Y debido a estas cualidades y a algún conocimiento que tenía de la región, se lo había elegido para este peligroso deber en la extremada avanzada. Sin embargo, la fatiga había sido más fuerte que la voluntad y él se quedó dormido. ¿Quién podrá decir qué ángel, bueno o malo, vino luego en su sueño a despertarlo de su estado de culpa? Sin el menor ruido o movimiento, en el profundo silencio y la languidez del crepúsculo, algún mensajero invisible del destino presionó con sus dedos liberadores los ojos de su conciencia, susurró en el oído de su espíritu la misteriosa palabra que tiene el don de despertar y que ningún labio humano pronunció nunca, ni memoria alguna jamás ha recordado. Lentamente despegó la cabeza de sus brazos y miró por entre los encubridores tallos del laurel, apretando instintivamente la mano derecha sobre la caja del rifle.

La primera sensación fue un vivo deleite artístico. Sobre una colosal plataforma —el barranco—, inmóvil al borde de la roca saliente y nítidamente recortada contra el cielo, había una estatua ecuestre de impresionante dignidad. Era la figura del hombre montada sobre la del caballo, erguida y marcial pero con la calma de un dios griego tallado en el mármol que petrifica el movimiento. La vestimenta gris armonizaba con su fondo. El metal de su atavío y el jaez de su cabalgadura estaban mitigados por la sombra; la piel del corcel era opaca. Una carabina insólitamente acortaba descansaba sobre el pomo de la silla, y se mantenía en su lugar gracias a la mano que la aferraba por el puño, mientras la otra, que mantenía las riendas, quedaba oculta. Recortado contra el cielo, el perfil del caballo parecía tallado con la agudeza de un camafeo. Miraba por sobre las alturas hacia los barrancos, más lejos. La cara del jinete, ligeramente desviada, mostraba apenas el contorno de la sien y de la barba: estaba observando el fondo del valle. Magnificada por su altura contra el cielo y por la sensación de horror que causaba en el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua parecía de un tamaño heroico, casi colosal.
Por un instante Druse tuvo la extraña sensación de que había dormido hasta el fin de la guerra, y que ahora miraba una noble obra maestra erigida allí para conmemorar los hechos de un pasado heroico del que él había cumplido una cuota poco gloriosa. Pero un ligero movimiento del grupo quebró el hechizo: el caballo, sin mover las patas, había retrocedido ligeramente del borde del abismo; el hombre permanecía inmóvil como siempre. Despierto del todo y consciente de la gravedad del momento, Druse llevó la culata del rifle contra la mejilla, empujando cautelosamente el caño entre los matorrales; amartilló el arma, y observando por la mira cubrió un punto vital en el pecho del jinete. Una presión sobre el gatillo y todo le hubiera ido bien a Carter Druse. En aquel instante el jinete volvió su rostro en la dirección de su oculto antagonista. Parecía estar examinando, a través del follaje, su cara misma, sus ojos, su corazón bravo y compasivo.
¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un enemigo, a un enemigo que ha sorprendido un secreto vital para la propia seguridad y la de sus camaradas, un enemigo más formidable por lo que sabe que todos lo ejércitos por sus contingentes? Carter Druse palideció, le temblaron los brazos y las piernas, se desvaneció y vio el grupo estatuario delante suyo como figuras negras que se levantaban y caían o se agitaban inseguras en círculos por un cielo encendido. Sus manos soltaron el arma y la cabeza descendió con lentitud hasta descansar entre las hojas. Este temerario caballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse por la intensidad de su emoción.
No fue por mucho tiempo; un momento después irguió la cabeza y las manos reasumieron su lugar en el rifle, mientras el índice buscaba el gatillo. La mente, el corazón y los ojos estaban claros; sólidos, el raciocinio y la conciencia. No podía pensar en capturar al enemigo, y de alarmarlo sólo lo haría precipitarse en su propio campamento con las noticias fatales. Su deber de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sorpresa; debía enviarlo o saldar sus cuentas sin prevenirlo sin un solo momento de preparación espiritual, sin una sola plegaria, nunca tan necesitada. ¡Pero no: hay una esperanza! Probablemente no ha descubierto nada, tal vez no hace otra cosa que admirar la solemnidad del paisaje. Si es posible, puede volverse y cabalgar diferente en la dirección que trajo. Seguramente se podrá juzgar si sabe algo en el momento preciso en que se marcha. Bien podría ser que la fijeza de su atención... Druse volteó la cabeza y miro hacia abajo por las profundidades del aire, como desde la superficie al fondo de un mar transparente. Vio una sinuosa fila de hombres y caballos serpenteando a través de la verde pradera: ¡algún oficial estúpido había permitido que sus soldados de escolta abrevaran los caballos en el claro, visible desde una docena de sitios en la barranca!
Druse apartó la vista del valle y la fijó otra vez sobre el conjunto de hombre y caballo en el cielo, y otra vez fue a través de la mira del rifle. Mas ahora apuntaba al caballo. En su memoria, como si se tratase de un mandato divino, sonaban las palabras de su padre en el momento de partir: "Pase lo que pase, haga lo que considere su deber". Ahora estaba tranquilo. Sus dientes apretados firmemente aunque sin rigidez, sus nervios tan calmos como los de una criatura dormida, ni siquiera un temblor afectaba los músculos de su cuerpo. La respiración, aunque contenida en el momento de apuntar, era regular y lenta. El deber había vencido. Y el espíritu habíale ordenado al cuerpo: "Silencio, quédate tranquilo". Disparó.

III


En espíritu de aventura o en busca de experiencia, un oficial de las fuerzas federales había abandonado el vivac escondido en el valle, caminando sin propósito determinado hasta el borde de un pequeño claro al pie del barranco. Pensaba en qué podría ganar de aventurarse más lejos en su exploración. A un cuarto de milla adelante, aunque aparentemente a un paso, se elevaba desde su franja de pinos la gigantesca mole, remontándose a tan grande altura que le producía vértigo alzar la vista hasta su borde recortado en una aguda y áspera línea contra el cielo. La roca se presentaba con un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cielo azul hasta casi la mitad, y de lejanas colinas, apenas más pálidas, desde allí hasta la copa de los árboles. Levantando los ojos hacia la vertiginosa cima, el oficial presenció una escena pasmosa: ¡un hombre a caballo, cabalgando valle abajo por el aire!
El jinete iba rígidamente erguido, firme su apoyo sobre la silla, y apretando con fuerza las riendas para contener la impetuosa precipitación de su corcel. En su cabeza descubierta flotaban ondulantes los cabellos muy largos, como un penacho. Las manos desaparecían en la nube de crin de su caballo. El cuerpo del animal iba tan horizontal como si cada golpe de sus cascos encontrase la resistencia de la tierra. Sus movimientos perecían de un galope desbocado, pero apenas el oficial miró, cesaron, las patas del caballo estiradas adelante en el acto de caer de un salto. ¡Y aquello era un vuelo!

Presa de espanto y terror por esta aparición de un jinete en el cielo —casi creyéndose el escriba elegido de algún nuevo Apocalipsis—, el oficial fue superado por sus intensas emociones: sus piernas lo traicionaron y se fue al suelo. Casi simultáneamente oyó un estallido entre los árboles —un sonido que murió sin eco— y todo volvió al silencio.
El oficial se alzó sobre sus piernas, tadavía temblorosas. El dolor familiar de una canilla dislocada le devolvió sus facultades. Esforzándose, corrió rápidamente desde el barranco hasta algún lugar lejos de su falda; allí esperaba encontra a su hombre, y allí naturalmente fracasó. En la fugacidad de su visión, la aparente gracia, elegancia y designio del prodigioso hecho había influido tanto sobre su imaginación que no se le ocurrió pensar que la trayectoria de la caballería aérea había de ser directamente a pique y que podía encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo fondo del barranco. Media hora después regresó al campamento.
El oficial no era tonto; demasiado discreto como para contar una verdad increíble, no dijo nada, pues, de lo que había visto. Pero cuando el comandante le preguntó si en su reconocimiento había aprendido alguna cosa de provecho para la expedición, respondió:
—Sí, señor: que no hay ningún camino que baje al valle por el sur.
El comandante sonrió con discreción.

IV


Después de disparar su rifle, el soldado Carter Druse volvió a cargarlo y continuó vigilando. Habían transcurrido apenas diez minutos cuando un sargento se le acercó cautelosamente, arrastrándose sobre manos y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; permaneció quieto, como si no lo hubiera notado.
—¿Usted disparó? —susurró el sargento.
—Sí.
—¿A qué?
—A un caballo. Estaba sobre aquella roca, allá lejos. Ya ve que no está más. Se despeñó por el barranco.
La cara del hombre había palidecido, pero no mostraba signos de emoción. Después de contestar volvió los ojos y calló. El sargento no entendía.
—Escuche, Druse —dijo, tras un momento de silencio—, es inútil que haga de esto un enigma. Le ordeno dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?
—Sí.
—¿Bien...?
—Mi padre.
El sargento se levantó para marcharse. «¡Dios mío!», exclamó.