Por una desconocida e insistente razón,
todo autor tendrá que dedicarse a escribir sobre su tierra en algún momento. Pero
siempre desde un sentimiento mayor al del simple patriotismo. En “Pequeña guía
para ciudades sin pasado”, Camus se sumerge en el recuerdo de su querida
Argelia que, como América, es el resultado de una mezcla rica en matices, que termina
por perfilar y fortalecer el carácter de un país y de un continente. El autor,
como heredero de una cultura opresora, pero como hijo de un continente oprimido,
nos guía por los lugares y caminos que construyen la memoria íntima de su
patria.
* * *
Por
Albert
Camus
La
quietud de Argel es más bien italiana. El estallido cruel de Oran tiene algo de
español. Colgada de un roquedal sobre las gargantas del Rummel, Constantina
recuerda a Toledo. Pero España e Italia desbordan de recuerdos, obras de arte y
vestigios ejemplares. Y Toledo ha tenido su Greco y su Barres. Mientras que las
ciudades de las que hablo son ciudades sin pasado. Son, pues, ciudades sin
abandono y sin enternecimiento. En las horas de aburrimiento de la siesta, la
tristeza es allí implacable y sin melancolía. En la luz de las mañanas, o en el
lujo natural de las noches, la alegría carece, por el contrario, de quietud.
Estas ciudades se lo ofrecen todo a la pasión y nada a la reflexión. No están
hechas ni para la sabiduría ni para los matices del gusto. Barres y quienes se
le parecen serían triturados.
Los
viajeros de la pasión (la de los otros), las inteligencias demasiado nerviosas,
los estetas y los recién casados no tienen nada que ganar con el viaje a
Argelia. Y, a menos que se trate de una vocación absoluta, no se podría recomendar
a nadie que se retirara allí para siempre. A veces, en París, tengo ganas de
gritarles a las personas que quiero y que me preguntan por Argelia: «No vayan ustedes
allá abajo». Esta broma tendría su parte de verdad. Porque veo con nitidez lo
que esperan de allí y no van a obtener. Y conozco, al mismo tiempo, los atractivos
y el poder insidioso de esa tierra, el modo insinuante cómo retiene a quienes
en ella se demoran, cómo los inmoviliza, los deja primero sin interrogantes, y
los adormece hasta que acaban en la rutina. La revelación de esa luz, tan
deslumbrante que se convierte en blanco y negro, tiene de entrada algo
sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo en ella, y después se da
cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le entrega nada al alma, y que
no es más que un gozo desmesurado. Entonces se querría volver al espíritu. Pero
los hombres de esta tierra —ahí está su fuerza— tienen más corazón que espíritu.
Pueden ser amigos tuyos (y, en ese caso, ¡qué amigos!), pero no serán
confidentes tuyos. Es algo que quizá parezca peligroso en este París donde se
hace un derroche tan grande de alma y donde el agua de las confidencias discurre
con un ruido leve, interminablemente, entre las fuentes, las estatuas y los
jardines.
A
lo que más se parece esta tierra es a España. Pero España, sin tradición, sería
sólo un desierto. Y, a menos que uno se encuentre allí por los azares del
nacimiento, sólo cierta raza de hombres puede tomar en consideración retirarse
a un desierto para siempre. Habiendo nacido en ese desierto, yo no puedo en
todo caso considerar que puedo hablar de él como un visitante. ¿Acaso se hace inventario
de los encantos de una mujer muy amada? No: se la ama en bloque, y me atrevo a
decir que con un par de enternecimientos precisos que tienen que ver con un
gesto favorito, con un modo de sacudir la cabeza. Yo tengo del mismo modo una
larga relación con Argelia, que sin duda no acabará nunca y que me impide ser
por completo lúcido cuando me refiero a ella. Todo lo más a fuerza de
aplicación se puede llegar a distinguir de algún modo, en abstracto, el detalle
de lo que se ama en quien se ama. Es ese tipo de ejercicio escolar el que puedo
intentar aquí, referido a Argelia.
Para
empezar, allí la juventud es hermosa. Los árabes, naturalmente; y también los
otros. Los franceses de Argelia son una raza bastarda, hecha de imprevistas
mezclas. Españoles y alsacianos, italianos, malteses, judíos y griegos se han
encontrado allí. Esos cruces brutales han dado —como en América— felices
resultados. Cuando paseéis por Argel, fijaos en las muñecas de las mujeres y de
los jóvenes y luego pensad en las que os encontráis en el metro de París.
Vista nocturna de Argel. |
El
viajero aún joven advertirá también que las mujeres son allí bellas. El mejor
lugar para enterarse es la terraza del Café
des Facultés, de la calle Michelet de Argel, a condición de acudir un
domingo por la mañana del mes de abril. Legiones de mujeres jóvenes calzadas
con sandalias y vestidas con tejidos ligeros y de vivos colores pasean por la
calle en ambas direcciones. Puede admirárselas sin falsa vergüenza: van para
eso. En Oran, el bar Cintra, en el
boulevard Gallieni, es también un buen observatorio. En Constantina, siempre
puede pasearse uno alrededor del kiosco de la música. Pero, como el mar está a
cientos de kilómetros, quizá les falta algo a las personas que uno se encuentra
allí. Generalmente, y a causa de esta situación geográfica, Constantina ofrece
menos distracciones, pero la calidad de su aburrimiento es más fina.
Si
el viajero llega en verano, la primera cosa que tiene que hacer es,
evidentemente, ir a las playas que rodean las ciudades. Allí verá a las mismas
personas, pero más deslumbrantes, por ir menos vestidas. El sol les da entonces
soñolientos ojos de animales grandes. Desde este punto de vista, las playas de
Oran son las más bellas, ya que la naturaleza y las mujeres son más salvajes.
En
cuanto a lo pintoresco, Argel ofrece una ciudad árabe, Oran una ciudad negra y
un barrio español, Constantina un barrio judío. Argel tiene un collar largo de
bulevares junto al mar; hay que pasear por ellos de noche. Oran tiene pocos
árboles, y, en cambio, sus piedras son las más bellas del mundo. Constantina
tiene un puente colgante en el que uno pide que lo fotografíen. Los días de
viento fuerte, el puente se balancea por encima de las profundas gargantas del
Rummel y, allá arriba, se tiene sensación de peligro.
Le
recomiendo al viajero sensible, si va a Argel, que beba anís bajo las bóvedas
del puerto; que por la mañana coma en La
Pêcherie pescado recién traído, asado en hornillos de carbón; que vaya a
escuchar música árabe en un cafetín de la rue de la Lyre cuyo nombre he
olvidado; a las seis de la tarde que se siente en el suelo al pie de la estatua
del duque de Orleans que hay en la place du Gouvernement (no por el duque, sino
porque pasa mucha gente y se está bien allí); que vaya a comer al restaurante Padovani,
que es una especie de dancing sobre pilotes, junto al mar, donde la vida
resulta siempre fácil; que visite los cementerios árabes, en primer lugar para encontrar
en ellos la paz y la belleza y, a continuación, para apreciar en su justo valor
las espantosas ciudades a las que enviamos a nuestros muertos; que se fume un
cigarrillo en la rue des Bouchers, en la Kasbah, entre ratas, hígados,
mésentenos y pulmones ensangrentados que gotean por todas partes (se necesita
el cigarrillo, porque esa Edad Media tiene un olor fuerte).
Por
lo demás, hay que saber hablar mal de Argel cuando se está en Oran (insístase
en la superioridad comercial del puerto de Oran), reírse de Oran cuando se está
en Argel (acéptese sin reservas la idea de que los oraneses «no saben vivir»)
y, en todos los casos, reconocer humildemente la superioridad de Argelia frente
a la Francia metropolitana. Hechas estas concesiones, se tendrá la ocasión de
advertir la superioridad real del argelino frente al francés, es decir, su
generosidad sin límites y su hospitalidad natural.
Y
aquí es quizá donde podría cortar toda ironía. Después de todo, la mejor manera
de hablar de lo que se ama es hablar a la ligera. Por lo que se refiere a
Argelia, siempre he tenido miedo de pulsar esa cuerda interior que le
corresponde en mí y cuyo canto ciego y grave conozco. Pero al menos puedo decir
que es mi verdadera patria, y que en no importa qué lugar del mundo reconozco a
sus hijos y hermanos míos en esa risa amistosa que se apodera de mí cuando me
encuentro con ellos. Sí, lo que yo amo de las ciudades argelinas no se separa
de los hombres que las pueblan. Esa es la razón por la que prefiero encontrarme
allí a esa hora de la tarde en que las oficinas y las casas vierten en las
calles, todavía a oscuras, una multitud charlatana que acaba dirigiéndose hacia
los bulevares, junto al mar, y que allí empieza a callarse, a medida que llega
la noche y que las luces del cielo, los faros de la bahía y las farolas de la
ciudad confluyen poco a poco en la misma palpitación indistinta, empieza a
callarse. Todo un pueblo se recoge así al borde del agua, mil soledades brotan
de la multitud. Entonces comienzan las grandes noches de África, el exilio
regio, la exaltación desesperada que aguarda el viajero solitario...
No,
decididamente, ¡no vayáis allá si os notáis tibio el corazón y si vuestra alma
es un pobre animalito! Pero para quienes conocen los desgarramientos del sí y
del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del amor, para
aquellos, en fin, que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama que los
espera.
1947