A
propósito de Non Sancta: Nosotros, que no somos creyentes más que de las
semivacaciones de Semana Santa, que no creemos más que en los domingos de
resurrección de resaca, hemos decidido iluminar estos días, para nada santos,
con la reflexión en torno a la irreligiosidad, a las razones por las cuales
resulta más lógico creer en la inexistencia de un ser superior que rige
nuestros destinos como quien se dedica a jugar The Sims
o Monopolio (y que, cómo no, tira el
tablero de una patada o golpea con furia el teclado cuando la jugada se le sale de las manos). Nosotros, como
Einstein, creemos que Dios no juega a los dados. De hecho, creemos que no
juega. Es más, creemos que no existe.
Creyentes, abstenerse.
* * *
Henry Louis Mencken, conocido en su época como “el sabio de
Baltimore”, fue un respetado y fecundo periodista, crítico y escritor. Nietzscheano definitivo, prosista suspicaz y fiel defensor de los derechos civiles hasta sus últimas
consecuencias, hoy día presa del olvido (y del desconocimiento), nos quedan sus
nada ortodoxos textos, en los que desde una posición inamovible se encargó de combatir
contra el fundamentalismo cristiano (y religioso en general) que parecía mantener
infectada cada una de las ramas de la sociedad norteamericana. Allí donde la
religión metiera su puntiaguda nariz, Mencken se juraría como su principal detractor;
tan enconado y combativo era el escepticismo que defendía. En 1931 el estado de
Arkansas, en un extraño arrebato de humor negro pocas veces visto,
terminaría emitiendo una moción para rezar por el alma de Mencken, después que
éste se refiriera al estado como la “Cúspide de la estupidez”.
Responso, perteneciente al libro Breviario
de la estupidez humana, es una bella y perfecta evocación, propia del
pensamiento del escritor norteamericano respecto a la más que evidente muerte
en el tiempo de las religiones y las creencias; el ocaso definitivo que antecede
a la muerte de los dioses.
* * *
RESPONSO
Por H. L. Mencken
¿Dónde está la tumba de los dioses
muertos? ¿Qué deudo tardío riega sus túmulos sepulcrales? Hubo una época en que
Júpiter era el rey de los dioses, y cualquiera que dudase de su poder era ipso
facto un bárbaro y un ignorante. Pero ¿en qué lugar del mundo hay un hombre
que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año —y
esto sucedió hace apenas cinco siglos— sacrificaron en su honor a cincuenta mil
jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda, excepto quizá algún salvaje errabundo
perdido en la inmensidad de los bosques mexicanos. Huitzilopochtli, al igual
que muchos otros dioses, no tenía un padre humano: su madre era una viuda
virtuosa y lo engendró tras un coqueteo aparentemente inocente que mantuvo con
el Sol. Cuando él fruncía el ceño, su padre, el Sol, se detenía. Cuando lanzaba
rugidos de ira, los cataclismos devoraban ciudades enteras. Cuando tenía sed lo
rociaban con cuarenta mil litros de sangre humana. Pero hoy Huitzilopochdi está
tan magníficamente olvidado como Allen G. Thurman. Quien fue otrora el par de
Alá, Buda y Wotan, lo es hoy de Richmond R Hobson, Nan Patterson, Alton B.
Parker, Adelina Patti, el general Weyler y Tom Sharkey.
Al hablar de Huitzilopochtli recordamos
a su hermano Tezcatlipoca. Tezcatlipoca era casi tan poderoso como él: consumía
veinticinco mil vírgenes al año. Si me conducen hasta su tumba lloraré y
colgaré en ella una corona de perlas. Pero ¿quién sabe dónde está? ¿O dónde
está la tumba de Quetzalcóatl? ¿O la de Xiehtecutli? ¿O la de Centeotl, tan
dulce? ¿O la de Tlazolteotl, la diosa del amor? ¿O la de Mixcóatl? ¿O la de Xipe?
¿O la de toda la legión de Txitzimitles? ¿Dónde están sus huesos? ¿Dónde está
el sauce del que cuelgan sus arpas? ¿En qué infierno perdido e ignoto esperan
la mañana de la resurrección? ¿Quién disfruta de sus bienes residuales? ¿O
dónde está la de Dis, que según descubrió César era el dios principal de los
celtas? ¿O la de Tarvers, el toro? ¿O la de Moceos, el cerdo? ¿O la de Epona,
la yegua? ¿O la de Mullo, el asno celestial? Hubo una época en que los
irlandeses veneraban todos estos dioses, pero hoy incluso el irlandés más
borracho se ríe de ellos.
Sin embargo, no están solos en el
olvido: el infierno de los dioses muertos está tan poblado como el infierno
presbiteriano para párvulos. Allí están Damona, y Esus, y Drunemeton y Silvana,
y Dervones, y Adsalluta, y Deva, y Belisama, y Uxellimus, y Borvo, y Grannos, y
Mogons. Todos ellos dioses poderosos de su época, venerados por millones,
llenos de exigencias e imposiciones, capaces de atar y desatar, todos ellos
dioses de primera categoría. Los hombres trabajaban durante generaciones para
construirles templos gigantescos, templos con piedras grandes como carretas. El
negocio de interpretar sus caprichos ocupaban a miles de sacerdotes, obispos y
arzobispos. Dudar de ellos equivalía a morir, generalmente en la pira. Los
ejércitos se ponían en campaña para defenderlos de los infieles: quemaban
aldeas, masacraban mujeres y niños, robaban el ganado. Pero al fin todos se
marchitaron y murieron, y hoy no hay nadie tan desahuciado como para prestarse
a honrarlos.
¿Qué se ha hecho de Sutekh, que otrora
fue el dios supremo de todo
el valle del Nilo? ¿Qué se ha hecho de:
Reshep Baal
Anat Astarté
Ashtoret Hadad
Nebo Dagón
Melek Yau
Ahija Amón-Ra
Isis Osiris
Pta Moloch?
Todos estos fueron antaño dioses muy
eminentes. El Antiguo Testamento menciona a muchos de ellos con miedo y
escalofrío. Hace cinco o seis mil años estaban a la altura del mismo Yaveh. Los
peores de ellos estaban mucho más empinados que Thor. Sin embargo, todos se han
ido por el sumidero, en compañía de:
Arianrod Morrigu
Govannon Gunfled
Dagda Ogyrvan
Dea
Dia Iuno Lucina
Saturno
Furrina
Cronos
Engurra
Belus Ubilulu
U-dimmei-an-kia U-sab-sib
U-Mersi Tammuz
Venus Beltis
Nusku Aa
Sin
Apsu
Elali
Mami
Nuada
Argetlam Tagd
Goibniu
Odín
Ogma
Marzin
Marte
Diana de Éfeso
Robigo
Plutón
Vesta
Zer-panitu
Merodach
Elum
Marduk
Nin
Perséfone
Ishtar
Lagas
Nirig
Nebo
En-Mersi
Asur
Beltu
Kuski-banda
Nin-azu
Zaraqu
Qarradu
Zagaga
Ueras
Pídale al párroco que le preste un buen
libro de religión comparada: los encontrará enumerados a todos. Eran dioses de
alto rango, dioses de pueblos civilizados, en los que creían millones de
personas que los veneraban. Todos eran omnipotentes, omniscientes e inmortales.
Y todos están muertos.