miércoles, 18 de septiembre de 2013

Discurso del oso


Por Julio Cortázar



Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.
Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.

Ilustración de Emilio Uberuaga para el libro Discurso del oso,
publicado por la editorial Libros del Zorro Rojo, 2008.



viernes, 6 de septiembre de 2013

Simulación y lectura*


Este interesante texto de Felipe Garrido nos lo encontramos por casualidad en el vagabundeo cibernético propiciado por una investigación personal. Un texto con verdades inquietantes e incómodas que no a todo lector gustarán, y que sin embargo hacen parte de la forma como hemos sido acostumbrados a leer, forman una costra de cultura impuesta que a lo mejor valga la pena remover. Y la mejor forma de romper con una vieja actitud hacia la lectura no es otra más que reconocerla, comprenderla y atacarla.


Por Felipe Garrido


          Al desprevenido lector debo advertirle que mi propósito es ponerlo en guardia contra un género de simulación especialmente insidioso y lamentable: la simulación de la lectura. Reproduzco en seguida la primera oración —cinco líneas y media—, la primera unidad de significado de significado de la presentación de un libro ajeno a mis preocupaciones habituales: La multicolinealidad en econometría. Su autor es Octavio Luis Pineda y fue publicado, en el Distrito Federal, por SITESA y el IPN.
        
El propósito del presente trabajo es triple. En primer lugar, presentar el problema de la multicolinealidad como una "enfermedad" estadística que acontece frecuentemente en el análisis de regresión, y en particular en econometría; así como sus más obvias e inmediatas consecuencias en la estimación paramétrica, inferencia estadística, especificación funcional y predicción en modelos econométricos uniecuacionales.
          
Transcribo un segundo texto, de carácter harto diferente: la primera oración, la primera unidad de significado —24 versos— del Primero sueño de sor Juana:

Piramidal, funesta, de la Tierra
Nacida sobra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien, sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes—
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta,
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan oscuras, tan graves,
  que aun el silencio no se interrumpía.

          Leo estos dos textos en voz alta. Hace muchos años que frecuento la compañía de sor Juana; encuentro siempre un deleite en releer El sueño. Pero debo confesar que en el otro texto, el primero, a pesar de que he procurado modular adecuadamente la voz en cada una de las frases, de que he seguido con cuidado la puntuación y de que creo haber pronunciado completa y claramente todas y cada una de las palabras que lo componen, no he comprendido, podría decir, virtualmente nada. Palabras sueltas, si acaso. He vislumbrado o he intuido significados, cuando mucho. Es decir, en realidad, no he leído: he simulado la lectura.
          Imaginemos que me ha escuchado alguien versado en econometría: él sí habrá, siguiendo mis palabras, cabal y completamente leído. Imaginemos otro lector —alguno habrá— que se encuentre en una situación recíproca a la mía respecto de los versos de sor Juana; que no sea capaz de leerlos, sino apenas de simular su lectura. Si tengo la oportunidad de escucharlo, allí donde él repita palabras que para él no tienen sentido, yo podré completar una operación de lectura.
          Lo que quiero decir es que sin comprensión no hay lectura.
Quiero insistir, estrepitosamente, en que la comprensión del texto es la condición esencial para que podamos hablar de lectura. Lo repito, porque me interesa vivamente subrayarlo: si no se logra dar sentido y significado1 al texto, si no se logra comprenderlo, no se produce la lectura. (Aunque está claro, como insistiré abajo, que la comprensión se construye y, por lo mismo, se va dando en distintos niveles, de acuerdo con la experiencia y las circunstancias de cada lector. Cuando alguien escucha o lee los versos de sor Juana y no alcanza a atribuirles un significado pero se siente conmovido por su música, por su pura sonoridad, con eso está ya dándoles un sentido, con eso comienza a comprenderlos. Esta forma de iniciarse en el conocimiento de un texto es privilegio de la literatura.)2
          La simulación es uno de los más devastadores enemigos de la lectura. Enmascara la falta de una lectura genuina y, detrás de esa máscara, el lector incipiente, el lector poco experto va acumulando frustraciones —¿cuál es el beneficio de repetir palabras sin sentido ni significado?— y se va apartando de la lectura antes de haberla conocido.
          También esto voy a repetirlo: la falta de comprensión, la incapacidad de dar sentido y significado a los textos que se simula leer, es quizás el motivo primordial por el que la mayoría de los millones de mexicanos que tienen acceso a la escuela no llegan a convertirse en lectores, así terminen una licenciatura o un doctorado; así lleguen a ocupar posiciones destacadas en actividades de toda clase incluido, naturalmente, el campo de la educación. Creo que no es falso decir que uno de los ejes de nuestro sistema educativo es la simulación de la lectura. En la escuela, en todos sus niveles, aprendemos y enseñamos a simular la lectura. En la escuela aprendemos y enseñamos a repetir, en voz alta o en silencio, palabras que podemos pronunciar pero que no alcanzamos a comprender.
          Aprendemos y enseñamos la simulación de la lectura cuando prestamos atención a lo accesorio y dejamos de lado lo esencial. Lo accesorio es eso que fue todo lo que yo pude poner, hace un instante, cuando simulé leer las cinco y media líneas iniciales del libro de econometría: la modulación de la voz, la velocidad, la articulación de las palabras, la capacidad de seguir los signos de puntuación.3 Y no es que todo eso no deba cuidarse, sino que todo eso debe ser consecuencia —no sustituto— de que se ha atendido lo esencial: la capacidad de identificar, construir y seguir unidades de significado de complejidad creciente; la capacidad de atribuir al texto sentido y significado. Para decirlo lisa y llanamente, la capacidad de comprender, de ir más allá de lo que Julio Cortázar llama la "corteza caltural".4
La comprensión se disfraza a veces de memorización. Yo puedo memorizar esas líneas ya célebres que arriba transcribí, sin que me haga falta comprenderlas.5 Cualquiera que no los entienda, con algo más de esfuerzo, me imagino, puede memorizar los 24 versos de sor Juana. Pero memorizar no significa comprender.
          No es que yo menosprecie la memorización. Al contrario, me parece un ejercicio indispensable que lastimosamente se ha abandonado creyéndolo enemigo del razonamiento y de la comprensión. A veces, memorizar un texto puede ser el primer paso en el camino de su comprensión. Porque la comprensión no es algo que se nos dé de un golpe sino algo que construimos, en ocasiones penosamente, con enormes dificultades. Aprendemos a construir la comprensión y, en la medida en que ejercitamos esta habilidad la vamos facilitando y podemos perfeccionarla hasta el punto de perder conciencia de su complejidad. Pero, insisto, memorizar no es comprender. Lo ideal sería memorizar textos que comprendemos, y llegar a comprender textos que hemos memorizado.
          ¿Qué es comprender? Comprender es la capacidad de atribuir sentido y significado a un signo. Los signos, por ellos mismos, carecen de significado. Atribuírselo es facultad del observador. ¿Qué significa una estrella solitaria? Entre otras cosas, puede ser Cuba, o la luminaria que llevó a los magos al pesebre del niño divino, o una marca de cerveza. Todo depende de quién vea esa estrella, en dónde, en qué circunstancias. Esos otros signos que son las palabras, y los signos que las palabras forman al combinarse; esos otros signos que son las frases, los párrafos, los capítulos, una obra entera, están allí frente a nosotros, en espera de que les demos, sentido y significado. Aprender a atribuirles sentido y significado es aprender a comprender; es decir, aprender a leer.
          ¿Cómo aprendemos a comprender? ¿Cómo, un día más o menos remoto, supimos que la estrella solitaria es una marca de cerveza, o la estrella de Belén, o la isla de Martí? ¿Cómo aprendimos a reconocer en la calavera sobre las tibias cruzadas una señal de peligro? ¿Cómo llegamos a apropiarnos de un sistema de signos tan complejo como el que hace falta para seguir un juego de fútbol o de béisbol? Ciertamente no fue por medio de esos sistemas de tortura a los que son sometidos los alumnos cuando se les hace leer. Nunca he visto que nadie sea sujeto a un interrogatorio, ni sea obligado a elaborar un resumen después de haber asistido a un partido de fútbol o de haber visto una película o un programa de televisión. Y, evidentemente, estamos mucho mejor educados para ver béisbol, cine y televisión que para leer. Y, sin embargo, para disfrutar los deportes, el cine y la televisión, como para gozar la lectura, lo esencial es comprender.
          Comprender, cargar de sentido y de significado un signo, es la primera condición para el placer. De alguna manera, todo placer comienza o descansa en el placer de comprender. Una caricia, igual que una novela, igual que una pieza musical, requiere ser comprendida. Una caricia que no se comprende difícilmente puede ser placentera. Recuerdo una tarde de lluvia en que yo leía algunos de mis cuentos frente a un grupo de muchachas y muchachos, estudiantes de preparatoria. Se me ocurrió que "Nocturno" podía interesarles. Un hombre tiene a su lado una mujer desnuda: "Sombras sobre sombras: una línea de luz en las caderas. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas..."6 La carcajada fue tan unánime, tan espontánea, tan explosiva, que me sumé al grupo: yo no sabía, hasta ese momento, los jóvenes, lo inocentes que eran; lo lejos que estaban de comprender esa caricia. Entre otras cosas, la comprensión es cuestión de experiencia.
          La experiencia, el viejo método de prueba y error, la confrontación de las expectativas, las anticipaciones, las predicciones del lector contrastadas con el resultado de la lectura es uno de los caminos hacia la comprensión.
          Cuando hablo de experiencia me refiero a la experiencia personal y, también, a la experiencia colectiva, a la experiencia social. Pues el sentido de la lectura y el de la escritura —no deberíamos pensar en una sin la otra—, como el de la estrella en soledad, como el de la calavera y las tibias, como el del juego de pelota, como el de una película o un programa de televisión, se construyen en una dimensión eminentemente social, cultural, aunque esto muchas veces no se tome en cuenta cuando, más allá de la indispensable alfabetización, nos ocupamos de la formación de lectores.
Quiero decir con esto que en general no tratamos un texto como tratamos una película o un partido de béisbol. No lo convertimos en tema de comentarios y discusiones; no lo compartimos con la misma vitalidad ni lo incorporamos tan profunda y vigorosamente al acervo de nuestras experiencias comunes. Tal vez porque, en realidad, muchas veces nosotros mismos no somos lectores tan genuinos ni tan avezados como deberíamos. Mientras los maestros no se conviertan en lectores, en lectores auténticos, en lectores de literatura —ningún lector está completo si no lo es también de literatura— y no solamente de los textos que les pide su profesión —esa es una manera de ser analfabetos por especialización— será poco lo que puedan hacer para convertir en lector a los demás.
          El diálogo, la dimensión social, colectiva de la lectura, es esencial para construir la comprensión. Con la ventaja de que esa dimensión se extiende en el espacio y en el tiempo al través de la propia lectura.
¿Cómo se aprende a comprender? ¿Por qué no alcanzo a entender aquellas cinco y media líneas en que arrancaron estas digresiones? Si regreso a ese texto tropiezo con palabras y con combinaciones de palabras a las que no alcanzo a atribuir ningún sentido, ningún significado; frente a ellas soy incapaz de relacionarlas con ninguna experiencia, con ninguna parcela de conocimiento anterior. Nada me dice multicolinealidad. Frente a análisis de regresión, estimación paramétrica o modelos econométricos uniecuacionales no acierto a componer ninguna imagen mental. Al llegar a este texto mi ignorancia me desarma. No tengo modo de atribuirle significado. No lo comprendo.
Si algún día me interesa penetrar en el mundo de los modelos econométricos uniecuacionales y de los análisis de regresión, necesitaré apropiarme de su lenguaje, tendré que ir construyendo una red de referentes que les dé sentido y significado. Cada parcela de conocimiento consiste en un espacio particular del lenguaje, en una red de referentes particular.
¿Cómo podemos facilitar, propiciar la comprensión? ¿Cómo pueden los maestros, por ejemplo, alentar en los alumnos la capacidad de comprensión? Hemos hablado de una experiencia compartida. Quiero señalar que esa experiencia deberá estar orientada a formar nuevas redes de referentes, a enriquecer las que ya se conocen, a capacitar al lector primerizo para que lo haga por cuenta propia. (Eso mismo es lo que hacemos en un partido de fútbol, ante una película, una pintura, un edificio o una persona desconocida.)
          ¿Qué puedo decirle a ese lector que no comprendió los versos de sor Juana, o al que simplemente se emocionó al escucharlos sin saber lo que dicen? ¿Cómo puedo ayudarlo para que vaya construyendo su comprensión?
          Tal vez convendría le diera aviso de las delicias que el barroco encontró en el hipérbaton, ese gusto por dar a las partes de la oración un orden distinto al acostumbrado. Que le hiciera ver que allí donde sor Juana dice:

Piramidal, funesta, de la Tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,

la ortodoxia gramatical preferiría algo así como "Una sombra nacida de la Tierra, piramidal y funesta, encaminaba al Cielo la punta altiva del obelisco que formaba". Y que al verso

          sumisas sólo voces consentía

preferiría decir "consentía sólo voces sumisas". Y no estaría mal contarle cómo gozó y animó el siglo de oro, en toda Europa y en sus dominios trasatlánticos, los viejos fantasmas del mundo clásico, al punto de que quien ignore la mitología griega y latina quedará al margen de una enorme cantidad de lecturas de esta época, en la vieja y en la Nueva España. De ese mundo procede esa diosa

          que tres veces hermosa
          con tres hermosos rostros ser ostenta,

es decir, la Luna, igualmente bella, misteriosa y divina en sus tres fases.
          Tal vez podría pedirle que imagine a la Tierra en el espacio; que imagine el cono —una pirámide de base circular— de sombra que, iluminada por el Sol, la Tierra proyecta en dirección de las estrellas, cuya altiva punta parece querer oscurecerlas. Y que, en esa imagen mental, vea cómo las estrellas, fuera del alcance de esa pavorosa sombra fugitiva (pasajera, fugaz, cambiante), se mantienen siempre exentas (libres), siempre brillantes, pues el atezado ceño (la furia sombría) de ese obelisco de sombra (vano por fracasar en su intento y por ser intangible) no llega siquiera a traspasar la esfera de la Luna (la primera de las once esferas concéntrica cuyo centro, en el sistema de Tolomeo, ocupaba la Tierra) y, por lo tanto, a su convexo, a su cara exterior. Así que la pirámide de sombras quedaba dueña solamente del aire que empeñaba, que oscurecía con un propio aliento, y contenta (contenida, limitada) a la quietud de su imperio silencioso, admitía solamente las voces sumisas (apagadas) de las aves nocturnas, tan graves y oscuras que ni siquiera interrumpían el silencio.
          Con esas noticias, con esta nueva red de referentes, con la lectura de otros autores barrocos que la irá haciendo crecer y lo irá familiarizado con los recursos literarios de aquel tiempo, con las nuevas lecturas de la misma obra, con la frecuentación del texto, El sueño de sor Juana irá cobrando sentido y significado —espero —para ese imaginado lector.
          Pues la lectura misma, cuando es auténtica, cuando no es simulada; es decir, cuando su propósito esencial es dar sentido y significado al texto, constituye un instrumento inmejorable para construir y ampliar las redes de referentes que todo lector necesita para construir la comprensión de un texto. Por eso un lector se hace leyendo y compartiendo —con vivos y muertos— su lectura. Por eso la acumulación de lecturas nos habilita para emprender otras lecturas más complejas, que demanden más nuestra participación, que nos obliguen a ampliar nuestras redes de referentes, nuestros conocimientos. Por eso cada lector, en la medida en que lee más, textos más ricos, más exigentes, se va haciendo mejor lector. Porque va haciendo crecer su capacidad de comprensión; es decir, su capacidad de placer.


NOTAS.




* Esta plática fue presentada en la Habana, Cuba, en la sala José Lezama Lima, de Pabexpo, el domingo 8 de febrero de 1998, durante la VIII Feria internacional del libro de la Habana. Universidad de México. Revista de la Universidad nacional autónoma de México, núm. 569, junio de 1998, pp. 55-59 (Este texto hace parte de El buen lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores).
1 Diego sentido como una forma de aprehensión más bien emocional, intuitiva, que nos lleva a integrar a nuestra experiencia un signo, como el sentimiento de orgullo y pertenencia que puede despertar en alguien el himno nacional, aunque no entienda lo que dice: Con significado me refiero a una operación más intelectual, que no excluye las emociones pero que exige el manejo de ideas y de información.
2 Llamo en mi auxilio, para gozo del lector el testimonio de Juan José Arreola:

Esta escuela, donde tuve la crisis, no fue desde luego la primera de mi vida. Antes había asistido al Colegio de San Francisco, donde no estaba formalmente inscrito, me dejaban entrar a los salones de primero, segundo, más tarde a los de tercero o cuarto. Por eso a los tres años ya sabía yo leer, y fue cuando me aprendí de memoria "El Cristo de Temaca".

        Hay en la peña de Temaca un Cristo.
        Yo, que su rara perfección he visto.
        Jurar puedo
        Que lo pintó Dios mismo con su dedo.
        En vano corre la impiedad maldita
        y ante el portento la contienda entabla.
        El Cristo aquel parece que medita
        Y parece que habla...
            [...]

No voy a presumir con el propósito de que yo entendía algo de texto que recitaba de memoria. Nada más afirmo que sentía mucho las palabras que iba diciendo a media lengua. Pero lo que se dice "entender" sólo entendía "entabla", y eso por una tablita que hacía de puentecito sobre un hilo de agua que marcaba el límite entre un patio cubierto y uno descubierto, al pie de un lavadero. Al ser pisada la tablita, el agua bajo ella salpicaba levemente al tiempo que se producía un breve chasquido, mientras yo repetía, destrozándolo, el verso del padre Plasencia: "...entabla, la contienda entabla". (Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso. Consejo nacional para la cultura y las artes, México, 1994, pp. 33-34.)
3 Todo eso a lo que se le presta atención en esos vanos y lastimosos concursos que con frecuencia se organizan para encontrar al "niño lector del estado", o de la escuela, o de donde sea, como si se tratara de un fenómeno de feria.
        Tengo a la vista la convocatoria para un "Concurso regional de lectura en escuela primaria", organizado por las autoridades educativas de Guanajuato, que fue lanzada el 16 de noviembre de 1998. En su cláusula octava se especifican los aspectos que serán calificados en las tres etapas del concurso (por escuela, por zona y por sector): "postura, fluidez, acentuación, puntuación y pronunciación clara". Todo eso poco tiene que ver con una genuina operación de lectura. Como es evidente, la atención se concentra en aspectos secundarios y no en la comprensión del texto. Este tipo de actividades favorece la simulación de la lectura.
        Que esta convocatoria proceda de Guanajuato es un hecho meramente circunstancial; acaba de llegar a mis manos, pero eso no revela ninguna tendencia local. Estos concursos son una tradición nacional y se organizan en todas partes.
        Entra en la liza, para nuevo regocijo del lector, Julio Cortázar. No se refiere concretamente a la lectura, pero si al problema que significa mantener la preocupación por las formas por encima de la preocupación por el entendimiento:

...También cuando estuve en Cuba me encontré con jóvenes intelectuales que se sonreían irónicamente al recordar cómo Lezama [Lima] suele pronunciar caprichosamente el nombre de algún poeta extranjero; la diferencia empezaba en el momento en que esos jóvenes, puestos a decir algo sobre el poeta en cuestión, se quedaban en la buena fonética mientras que Lezama, en cinco minutos de hablar de él, los dejaba a todos mirando para el techo. El subdesarrollo tiene uno de sus índices en lo quisquillosos que somos para todo lo que toca la corteza cultural, las apariencias y chapa en la puerta de la cultura. Sabemos que Dylan se dice Dílan y no Dáilan como dijimos la primera vez (y nos miramos irónicos o nos corrigieron o nos olimos que algo andaba mal); sabemos exactamente cómo hay que pronunciar Caen y Laon y Sean O'Casey y Gloucester. Está muy bien, lo mismo que tener las uñas limpias y usar desodorantes. Lo otro empieza después, o no empieza. Para muchos de los que con una sonrisa le perdonan la vida a Lezama, no empieza ni antes ni después, pero las uñas, se los juro, perfectas. (La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, Madrid, 1972, tomo II, P. 52.)
 
5 Arreola lo subraya con malicia, al recordar su confusión pueril entre el verbo entablar y el sustantivo tabla. Véase la nota 2.
6 El cuento es tan breve que no resisto la tentación de reproducirlo completo:

—Hace tanto tiempo—me dijo al oído, jadeante todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento.
Sombras sobre sombras; una línea de luz en las cadera. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de luna; me detuve en las corvas; la escuche suspirar.
—Sigueme soñando — le supliqué—. No vayas a despertar.

[La Musa y el Garabato. Fondo de cultura económica, México, 1992, pp. 19-20.]