Ante la estupidez confederada de nuestros legisladores, ya no es suficiente con encogerse de hombros y suspirar quedo. ¿Qué podríamos responderle entonces al concejal Antonio Jesús Vélez Correa, del municipio de Concordia (Antioquia), ante la desproporcionada propuesta que ha dilucidado? (Ver información detallada).
Vale la pena recordar el hermoso texto escrito por Luis Tejada, el poeta de los cronistas, acerca de esos invisibles habitantes y desplazados en su propia tierra, que también son los perros que pueblan nuestras calles.
Por Luis Tejada
El asesinato de los perros urbanos es
un gran crimen que está cometiendo la ciudad, y que tiene ya muchos pobres
hogares de duelo en la casa estrecha del suburbio, el perro es una prolongación
vital de la familia, una especie de segundo hijo menor mimado y regañado al
mismo tiempo, que comparte íntimamente la vida común y que posee una
personalidad acentuada dentro del concierto familiar; se habla de él con
naturalidad, se le tiene en cuanta, se le considera inconscientemente como a
una débil persona querida, sin voz pero con voto efectivo en las menudas
decisiones del hogar; podría decirse que se acumula en él ese excedente de
cariño que siempre existe vagamente y que es, quizá, el cariño que se iba a
dedicar a los niños fracasados o que se tiene en potencia para los que no han
nacido todavía o para los que no nacerán ya; el perro es, en esas casas
reducidas de muy íntima y estrecha comunidad familiar, como un término medio
entre el hijo menor y los hijos futuros, como una personificación anticipada de
la probable ascendencia.
Por eso la matanza colectiva de perros
caseros, es, en cierto modo, una degollación de los inocentes, una tragedia
herodiana que puebla las calles de dulces cadáveres calientes y llena de
dolorosa estupefacción a los corazones ingenuos que no podrán comprender jamás
por qué se asesina al pequeño ser expresivo, de húmedos ojos afectuosos, de
rosada lengua palpitante, de castos dientes de mujer, de profunda alma abierta
a todas las virtudes heroicas; al pequeño ser tan lleno de inteligencia y
conciencia, tan eminentemente espiritual, que desaloja a nuestro rededor tanta
frialdad y tanta soledad como la presencia de la mujer amada o del amigo
preferido; que transcurre a nuestro lado mirándonos calladamente, con una
mirada más honda, más elocuente y más conmovedora que todas las palabras del
mundo, aún las santas y terribles palabras de los profetas y los niños.
Yo no creo que haya un alma irradiante
y eterna en el hombre, ese pedazo de carne fría y brutal; pero si el alma
existe como una esencia pura, noble y superviviente, allí y nada más allí tiene
que estar detrás de las pupilas cálidas del perro. Y si es verdad que hay un
paraíso póstumo, una patria supraterrestre de selección, debe ser para recibir
en ella a las almas buenas de los perros; paraíso con niños juguetones y
senderos de arena donde puedan estirar sus ágiles piernas y pasear su serena
alegría; y con una luna pálida por las noches para que fijen en ella sus ojos
enigmáticos preñados de pensamiento.