Por Jacques
Rigaut
Foto Man Ray
La primera vez que me maté lo hice
para aturdir a mi querida. Esta virtuosa criatura se había negado bruscamente,
cediendo al remordimiento -según decía-, a acostarse conmigo, a engañar a su
amante, su jefe de oficina. No sé muy bien si yo la amaba; sospecho que quince
días de separación habrían disminuido de manera notable la necesidad que de
ella sentía. Pero su rechazo me exasperó. ¿Cómo atraparla? ¿Ya he dicho que
ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para aturdir a mi
querida. Perdóneseme este suicidio en consideración a mi extremada juventud por
la época de semejante aventura.
La segunda vez que me maté lo hice
por pereza. Pobre, con un horror prematuro por toda ocupación, un día me maté
sin convicción alguna, tal como había vivido. No fue una muerte demasiado
rigurosa, a juzgar por la floreciente catadura que hoy tengo.
La tercera vez... Voy a eximirlos
del relato de mis otros suicidios, siempre que consientan ustedes en escuchar
éste: acababa de acostarme, después de una velada en la que mi hastío no había
sido, ciertamente, más asediante que las demás noches, y tomé la decisión y, al
mismo tiempo -lo recuerdo con precisión absoluta-, articulé la única razón para
hacerlo. Y ahí mismo, ¡zas!, me levanté y fui en busca de la única arma que
había en la casa, un pequeño revolver adquirido por uno de mis abuelos y
cargado con balas igualmente viejas (en seguida veremos por qué insisto en este
detalle). Acostado desnudo en mi cama, desnudo me hallaba en mi habitación.
Hacía frío. Me apresuré en sumergirme bajo las mantas. Había armado el gatillo
y sentí el frío del acero en mi boca. Parece verosímil que en aquel momento
había sentido latir mi corazón, tal como lo sentía al oír el silbido de un obús
antes de estallar, como en presencia de lo irreparable aún no consumado. Oprimí
el disparador, el percutor cayó, pero el balazo no se produjo. Entonces
deposité el arma en una mesita, probablemente riéndome con alguna nerviosidad.
Diez minutos más tarde, dormía. Creo que acabo de hacer una observación algo
importante, tanto que ¡naturalmente! Va de suyo que ni por un instante pensé en
un segundo disparo. Lo que interesaba era haber adoptado la decisión de morir,
no que yo muriera.
El tedio y un hombre al que no se le
escatiman tedios encuentran quizá en el suicidio la consumación del más
desinteresado gesto, ¡siempre que no sienta curiosidad por la muerte! No sé en
absoluto cuándo ni cómo he podido llegar a pensar así, lo cual, por lo demás,
no me fastidia. Pero he ahí, sin embargo, el acto más absurdo, y la fantasía en
su fuente, y la desenvoltura más lejana que el sueño, y el más puro compromiso.