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miércoles, 13 de agosto de 2014

En plena noche o El bluff surrealista



En tiempos de hondas polarizaciones, ¿es realmente deber del escritor comprometer su acción anunciando su incorporación a una de las facciones en disputa? ¿Es necesario que marque, exaltado, sus correspondencias políticas?
En 1927 André Breton y sus más fieles cofrades surrealistas terminarían adhiriendo al credo comunista de forma abierta. En lo que concluiría por convertirse en una caza de brujas típicamente revolucionaria, excomulgaron del movimiento a todo aquel que osara negarse a compartir tan loable empresa. Artaud, como algunos otros, prefirió abstenerse ante semejantes términos. Expulsado, el divorcio entre el poeta y quienes se consideraban a sí mismos la máxima expresión y voz del movimiento artístico estaba consumado. Sin embargo, Artaud jamás dejaría de ser un espíritu absolutamente surrealista. Allí radica, precisamente, el poder de su propia revolución interior, búsqueda última del surrealismo más visceral. Ese “no” pronunciado es una forma también de tomar posición, pero atrincherándose en la defensa del propio yo, campo de batalla en que las fuerzas íntimas del sujeto toman cuerpo. ¿Existe, acaso, acto más revolucionario que el compromiso incondicional con las fuerzas y los límites que nos condicionan como seres humanos y proceder de acuerdo a ello?


* * *


Por Antonin Artaud


Que los surrealistas me hayan expulsado o que yo mismo me haya alejado de sus grotescos simulacros, hace mucho que no es ésa la cuestión[1].
Me retiré porque estaba harto de una mascarada que había durado demasiado, por otra parte estaba muy seguro de que en la nueva posición que habían elegido, no menos que en cualquier otra, los surrealistas no harían nada.
Y el tiempo y los hechos no tardaron en darme la razón.
Uno se pregunta qué puede importarle al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las ideas de esta época.
Además, hay todavía una aventura surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo el día en que Breton y sus adeptos creyeron que debían adherir al comunismo y buscar en el terreno de los hechos y de la materia inmediata el resultado de una acción que normalmente sólo podía desarrollarse dentro de los marcos íntimos de la mente.
Creen poder permitirse echarme cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones interiores del alma[2], como si yo entendiera el alma en el sentido infecto en que ellos mismos la entienden y como si desde el punto de vista de lo absoluto pudiera tener el menor interés ver cambiar la estructura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la burguesía a las del proletariado.
Si los surrealistas realmente buscaran eso, al menos tendrían una excusa. Su objetivo sería banal y restringido pero al menos existiría. ¿Pero tienen acaso algún objetivo hacia el que lanzar una acción y cuándo fueron capaces de formularlo?
¿Acaso trabajamos con una meta? ¿Trabajamos con móviles? ¿Creen los surrealistas poder justificar su expectativa por el simple hecho de la conciencia que tienen?
La expectativa no es un estado de ánimo. Cuando no se hace nada no se corre el riesgo de romperse la cara. Pero no es razón suficiente para que hablen de uno.
Desprecio demasiado la vida para pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias, pueda cambiar algo de mi detestable condición.
Lo que me separa de los surrealistas es que aman tanto la vida como yo la desprecio.
Disfrutar en toda ocasión y por todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el ascetismo no coincide con la verdadera magia, incluso la más sucia, incluso la más negra. Incluso el gozador diabólico tiene aspectos ascéticos, un cierto espíritu de mortificación.
No hablo de sus escritos que son brillantes aunque vanos desde el punto de vista que ellos sostienen. Hablo de su actitud central, del ejemplo de toda su vida. Yo no tengo odio individual. Los rechazo y los condeno en bloque rindiendo a cada uno de ellos toda la estima e incluso toda la admiración que merecen por sus obras o por su inteligencia. En todo caso y desde ese punto de vista no cometeré, como ellos, el infantilismo de darle vuelta la cara a ese tema, y de negarles talento porque han dejado de ser mis amigos. Pero felizmente no se trata de eso.
Se trata de una ruptura del centro espiritual del mundo, de un desacuerdo de las apariencias, de una transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar. Toda materia comienza por un desarreglo espiritual. Confiar en las cosas, en sus transformaciones, en el cuidado al conducirnos es un punto de vista de torpe obsceno, de aprovechador de la realidad. Nadie ha comprendido nada nunca y los surrealistas no comprenden y no pueden prever adonde los llevará su voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución que no evolucione dentro de los desesperantes marcos de la materia, se resguardan en la fatalidad, en cierto azar de debilidad y de impotencia que les es propio, del trabajo de explicar su inercia, su eterna esterilidad.
El surrealismo siempre ha sido para mí una nueva forma de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por finalidad hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto cambia completamente de vestido, de corteza, no se aplica más a los mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible rechaza la realidad. El mundo ya no se sostiene.
Entonces se puede comenzar a calibrar los fantasmas, a rechazar las falsas apariencias.
Que la muralla espesa de lo oculto se hunda de una vez sobre todos esos impotentes charlatanes que consumen su vida en admoniciones y vanas amenazas, sobre esos revolucionarios que no revolucionan nada.
Esos torpes tratan de convertirme[3]. Ciertamente tendré mucha necesidad. Pero al menos yo me reconozco inválido y sucio. Aspiro después a otra vida. Y bien pensado, prefiero estar en mi lugar y no en el suyo[4].
¿Qué queda de la aventura surrealista? Poca cosa además de una gran esperanza decepcionada, pero en el terreno de la literatura misma tal vez hayan aportado algo.
Esa cólera, ese disgusto quemante volcado sobre la cosa escrita constituye una actitud fecunda y que tal vez un día, más tarde, sirva. La literatura ha sido purificada por ella, próxima a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo. Conquistas positivas al margen de la literatura, de las imágenes, no ha habido y sin embargo era el único hecho importante. De la buena utilización de los sueños podía nacer una nueva forma de conducir el pensamiento, de mantenerse en medio de las apariencias.
La verdad psicológica estaba despojada de toda excrecencia parasitaria, inútil, aproximada mucho más de cerca. Entonces se vivía con seguridad, pero tal vez es una ley de la inteligencia que el abandono de la realidad sólo puede conducir a fantasmas. En el marco exiguo de nuestro dominio palpable estamos apurados, exigidos de todas partes. Lo hemos visto bien en esa aberración que llevó a revolucionarios en el plano más alto posible, a literalmente abandonar ese plano, a dar a la palabra revolución su sentido utilitario práctico, el sentido social que se quiere pretender el único válido, porque nadie quiere contentarse con palabras vanas. Extraña vuelta sobre sí mismos, extraño nivelamiento.
¿Quién puede creer que anteponer una simple actitud moral bastará, si esta actitud está enteramente marcada por la inercia? El interior del surrealismo lo conduce hasta la Revolución. Ese es el hecho positivo. La única conclusión eficaz posible (según dicen ellos) y a la que un gran número de surrealistas se ha rehusado a adherir; pero, a los otros, ¿qué les ha dado y qué les ha hecho dar su adhesión al comunismo?
No los hizo dar ni un paso. En el círculo cerrado de mi persona nunca sentí la necesidad de esta moral del devenir que, parece, revelaría la Revolución. Yo coloco por encima de toda necesidad real las exigencias lógicas de mi propia realidad. Es la única lógica que me parece válida y no una lógica superior cuyas irradiaciones no me afectan sino en tanto tocan mi sensibilidad. No hay disciplina a la que me sienta forzado a someterme por riguroso que sea el razonamiento que me lleva a aceptarla.
Dos o tres principios de muerte y de vida están para mí por encima de toda sumisión precaria. Y cualquier lógica siempre me parecerá prestada.


*

El surrealismo ha muerto por el sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda es una especie de montón híbrido al cual los mismos surrealistas son incapaces de ponerle nombre. Perpetuamente cerca de las apariencias, incapaz de hacer pie en la vida, el surrealismo todavía está buscando su salida, pisoteando sus propias huellas. Impotente para elegir para decidirse ya sea totalmente hacia la mentira, ya sea totalmente hacia la verdad (verdadera mentira de lo espiritual ilusorio, falsa verdad de lo real inmediato, pero destruible), el surrealismo busca este insondable, este indefinible intersticio de la realidad donde apoyar su palanca, antes poderosa, hoy en manos de castrados. Pero mi debilidad mental, mi cobardía bien conocidas se rehúsan a encontrar el menor interés en las convulsiones que sólo afectan ese lado exterior, inmediatamente perceptible de la realidad. Para mí, la metamorfosis exterior es algo que sólo puede estar dado por añadidura. El programa social, el programa material hacia el que los surrealistas dirigen sus pobres veleidades de acción, sus odios jamás virtuales a todo, son para mí sólo una representación inútil y sobrentendida.
Sé que en el debate actual tengo de mi lado a todos los hombres libres, a todos los verdaderos revolucionarios que piensan que la libertad individual es un bien superior al de cualquier conquista obtenida en un plano relativo.


*

¿Mis escrúpulos hacia toda acción real? Estos escrúpulos son absolutos y de dos clases. Hablando absolutamente, apuntan a ese sentido enraizado de la profunda inutilidad de cualquier acción espontánea o no espontánea.
Es el punto de vista del pesimismo integral. Pero una cierta forma de pesimismo lleva en sí su lucidez. La lucidez de la desesperación, de los sentidos exacerbados y como en las orillas de los abismos. Y al lado de la horrible relatividad de cualquier acción humana, esta espontaneidad inconsciente que pese a todo impulsa a la acción.
Y también en el terreno equívoco, insondable del inconsciente, de las señales, de las perspectivas, de las percepciones, toda una vida que crece cuando se establece y se revela aún capaz de turbar el espíritu.
Estos son pues nuestros escrúpulos comunes. Pero al parecer ellos se decidieron por la acción. Pero una vez reconocida la necesidad de esta acción, se apresuran a declararse incapaces de ella. La configuración de su pensamiento los aleja para siempre de este terreno. Y en lo que a mí concierne ¿dije alguna vez otra cosa? En mi favor, de todos modos, circunstancias psicológicas y fisiológicas desesperadamente anormales y en las que ellos no podrían prevalecer.





[1] Insistiré apenas sobre el hecho de que los surrealistas no hayan encontrado nada mejor para tratar de destruirme que servirse de mis propios escritos. Es necesario que se sepa que la nota que figura al pie de las páginas 6 y 7 del artículo «Au grand jour» y que apunta a arruinar los fundamentos de mi actividades es apenas una reproducción pura y simple, la copia apenas disfrazada de fragmentos tomados de textos que yo les destinaba y donde me ocupaba de poner a la luz su actividad, embutida de odios miserables y de veleidades sin futuro. Esos fragmentos constituían la materia de un artículo que me rechazaron sucesivamente dos o tres revistas, entre ellas la N.R.F, por demasiado comprometedor. Poco importa saber por los oficios de qué soplón llegó este artículo a sus manos. Lo esencial es que lo hayan encontrado tan molesto como para sentir la necesidad de neutralizar su efecto. En cuanto a las acusaciones que les destinaba y que me devuelven, dejo a la gente que me conoce bien, no ya según su innoble manera, el trabajo de clasificarnos. En el fondo, todas las exasperaciones de nuestra pelea giran alrededor de la palabra Revolución.
[2] Como si un hombre que ha sentido de una vez por todas los límites de su acción, que rehúsa comprometerse más allá de lo que él cree que son esos límites, fuera menos digno de interés, desde el punto de vista revolucionario, que el gritón imaginario que en el mundo asfixiante en el que vivimos, mundo cerrado y para siempre inmóvil, en atención a no sé qué estado insurreccional del cuidado de clasificar los actos y los gestos que todos saben bien que no haré.
Exactamente eso es lo que me ha hecho vomitar el surrealismo: la consideración de la impotencia nativa, de la debilidad congénita de esos señores, opuesta a su actitud perpetuamente ostentatoria, a sus amenazas en el vacío, a sus blasfemias en la nada.
¿Y hoy, qué hacen ellos para desplegar una vez más su impotencia, su invencible esterilidad? Es por haber rehusado a comprometerme más allá de mí mismo, por haber reclamado silencio alrededor mío y por ser fiel en pensamiento y en acto a lo que sentía ser mi profunda, mi irremisible impotencia que esos señores han juzgado mi presencia inoportuna entre ellos. Pero lo que les pareció por encima de todo condenable y blasfematorio fue que no quisiera comprometerme sino conmigo mismo acerca de la determinación de mis límites, que exigiera ser dejado libre y dueño de mi propia acción.
¿Pero qué me importa toda la Revolución del mundo si sé permanecer eternamente doloroso y miserable en el interior de mi propio osario? Que cada hombre no quiera considerar nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo, es para mí el punto de vista de la revolución integral. No hay mejor revolución que la que me beneficia a mí y a la gente como yo. Las fuerzas revolucionarias de un movimiento cualquiera son aquellas capaces de desarticular el fundamento actual de las cosas, de cambiar el ángulo de la realidad.
Pero en una carta escrita a los comunistas, ellos confiesan su absoluta falta de preparación en el terreno en el que acaban de comprometerse. Más aún, que el tipo de actividad que se les pide es inconciliable con su propio espíritu. Y es aquí que ellos y yo, sea lo que sea, nos volvemos a reunir al menos en parte en una inhibición esencialmente similar aunque debida a causas graves en otro sentido, en otro sentido significativas para mí que para ellos. Se reconocen finalmente incapaces de hacer lo que yo siempre me rehusé a intentar. En cuanto a la acción surrealista misma, estoy tranquilo. Casi no pueden sino pasar sus días condicionándola. Hacer el balance, hacer el balance en ellos como cualquier Stendhal, esos Amiel de la Revolución comunista. La idea de la Revolución siempre será para ellos una idea, sin que esta idea, a fuerza de envejecer adquiera una sombra de eficacia.
¿Pero acaso no ven que revelan la inanidad del movimiento surrealista, del surrealismo intacto de toda contaminación, cuando sienten la necesidad de romper su desarrollo interno, su verdadero desarrollo para apuntalarlo por una adhesión de principio o de hecho al Partido Comunista Francés? ¿Era esto aquel movimiento de revuelta, aquel incendio en la base de la realidad? ¿Acaso el surrealismo, para vivir, tenía necesidad de encarnarse en una revuelta de hecho, de confundirse con reivindicaciones concernientes a la jornada de ocho horas, o al reajuste de los salarios o la lucha contra la vida cara? ¡Qué chiste o qué bajeza de alma! Sin embargo es lo que parecen decir, ¡¡¡que esta adhesión al Partido Comunista Francés les parecía la continuación lógica del desarrollo de la idea surrealista y su única salvaguarda ideológica!!!
Pero yo niego que el desarrollo lógico del surrealismo lo haya llevado hasta esta forma definida de revolución que se entiende bajo el nombre de Marxismo. Siempre pensé que un movimiento tan independiente como el surrealismo no se justificaba con los procedimientos de la lógica ordinaria. Además es una contradicción que no perturba a los surrealistas, dispuestos a no perder nada de todo lo que pueda ser una ventaja para ellos, de todo lo que momentáneamente pueda servirles. Háblenles con su Lógica, responderán Ilógico, pero digan Ilógico, Desorden, Incoherencia, Libertad, responderán Necesidad, Ley, Obligación, Rigor. Esta mala fe esencial es la base de sus maniobras.
[3] Ces brutes quils me convient de me convertir. Frase muy oscura, de difícil traducción. (N. de la T)
[4] Esta bestialidad de la que hablo y que tanto los subleva es sin embargo lo que los caracteriza mejor. Su amor al placer inmediato, es decir a la materia, les ha hecho perder su primitiva orientación, ese magnífico poder de evasión cuyo secreto creímos nos iban a dispensar. Un espíritu de desorden, de mezquina chicana, los impulsa a desgarrarse unos a otros. Ayer, Soupault y yo nos fuimos descorazonados. Antes de ayer, Roger Vitrac, cuya exclusión fue de una de sus primeras cochinadas.
Por más que griten en su rincón y digan que no es así, les responderé que para mí el surrealismo siempre ha sido una insidiosa extensión de lo invisible, el inconsciente al alcance de la mano. Los tesoros del inconsciente invisible vueltos palpables, conduciendo la lengua directamente, de un solo golpe.
A mí, Rusbroeck, Martínez de Pasqualis, Boehme, me justifican suficientemente. Cualquier acción espiritual si es justa se materializa cuando es necesario.
¡Las condiciones interiores del alma! Pero éstas llevan en sí su investidura de piedra, de verdadera acción. Es un hecho adquirido y adquirido por sí mismo, irremisiblemente sobreentendido.