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miércoles, 18 de septiembre de 2013

Discurso del oso


Por Julio Cortázar



Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.
Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.

Ilustración de Emilio Uberuaga para el libro Discurso del oso,
publicado por la editorial Libros del Zorro Rojo, 2008.



viernes, 14 de junio de 2013

Elegía a los perros muertos

Ante la estupidez confederada de nuestros legisladores, ya no es suficiente con encogerse de hombros y suspirar quedo. ¿Qué podríamos responderle entonces al concejal Antonio Jesús Vélez Correa, del municipio de Concordia (Antioquia), ante la desproporcionada propuesta que ha dilucidado? (Ver información detallada).
Vale la pena recordar el hermoso texto escrito por Luis Tejada, el poeta de los cronistas, acerca de esos invisibles habitantes y desplazados en su propia tierra, que también son los perros que pueblan nuestras calles.




Por Luis Tejada


El asesinato de los perros urbanos es un gran crimen que está cometiendo la ciudad, y que tiene ya muchos pobres hogares de duelo en la casa estrecha del suburbio, el perro es una prolongación vital de la familia, una especie de segundo hijo menor mimado y regañado al mismo tiempo, que comparte íntimamente la vida común y que posee una personalidad acentuada dentro del concierto familiar; se habla de él con naturalidad, se le tiene en cuanta, se le considera inconscientemente como a una débil persona querida, sin voz pero con voto efectivo en las menudas decisiones del hogar; podría decirse que se acumula en él ese excedente de cariño que siempre existe vagamente y que es, quizá, el cariño que se iba a dedicar a los niños fracasados o que se tiene en potencia para los que no han nacido todavía o para los que no nacerán ya; el perro es, en esas casas reducidas de muy íntima y estrecha comunidad familiar, como un término medio entre el hijo menor y los hijos futuros, como una personificación anticipada de la probable ascendencia.
Por eso la matanza colectiva de perros caseros, es, en cierto modo, una degollación de los inocentes, una tragedia herodiana que puebla las calles de dulces cadáveres calientes y llena de dolorosa estupefacción a los corazones ingenuos que no podrán comprender jamás por qué se asesina al pequeño ser expresivo, de húmedos ojos afectuosos, de rosada lengua palpitante, de castos dientes de mujer, de profunda alma abierta a todas las virtudes heroicas; al pequeño ser tan lleno de inteligencia y conciencia, tan eminentemente espiritual, que desaloja a nuestro rededor tanta frialdad y tanta soledad como la presencia de la mujer amada o del amigo preferido; que transcurre a nuestro lado mirándonos calladamente, con una mirada más honda, más elocuente y más conmovedora que todas las palabras del mundo, aún las santas y terribles palabras de los profetas y los niños.
Yo no creo que haya un alma irradiante y eterna en el hombre, ese pedazo de carne fría y brutal; pero si el alma existe como una esencia pura, noble y superviviente, allí y nada más allí tiene que estar detrás de las pupilas cálidas del perro. Y si es verdad que hay un paraíso póstumo, una patria supraterrestre de selección, debe ser para recibir en ella a las almas buenas de los perros; paraíso con niños juguetones y senderos de arena donde puedan estirar sus ágiles piernas y pasear su serena alegría; y con una luna pálida por las noches para que fijen en ella sus ojos enigmáticos preñados de pensamiento.