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martes, 25 de junio de 2013

El "Gran" Colombiano


Por
  Richard Leön


Esta especie de reality que fue “El gran colombiano”, ha sido una de las formas más interesantes de conocer no tanto los personajes y la historia de un país como el nuestro, sino sobretodo para conocer de una forma bastante aproximada el pensamiento y la forma en que “nos” sentimos representados.
Por esto es que me parece bastante ridículo y torpe escuchar y leer quejas acerca de la poca representatividad del “ganador” y de su negativa imagen, entre otras cosas. Pero es que quienes votaron fueron los “colombianos” (entre comillas, porque asegurar que cada uno de nosotros emitió un voto es tan exagerado como asegurar que este es el país más feliz del mundo), y el elegido es apenas un acercamiento a la psique de un país que ha atravesado no solamente soberbios cambios en apenas dos siglos de historia, sino, precisamente, porque ha sido una historia manchada por una guerra fratricida en la que los últimos beneficiados han sido y serán las pocas manos que disfrutan desangrando las riquezas de nuestro país.
Así, ¿por qué extrañarse que un puñado de colombianos se sientan identificados por aquel que con la trivial frase de “Mano dura, corazón grande” –aunque de corazón más bien nada–, tomó las riendas del país pisoteando cuanto derecho fuera necesario con la última finalidad de defender, extrañamente, nuestros derechos?
Habría que ver si realmente deberíamos sentirnos identificados por la convocatoria de este programa. Voy a ser muy estadístico a este respecto, como para ser suficientemente claro.
Para Julio de 2011, según la página Index Mundi (la primera que encontré, a decir verdad), la población colombiana era de un total de 45’239.079, de la cual la población entre 15 y 64 años (que vamos a considerar aquí a priori como la posible población votante) era de un 67.2% (30’400.661 personas). El total de votos para el programa fue de 1’132.183 (un invisible 3.72% de la población considerada aquí como votante), siendo el 30.30% de votos para Álvaro Uribe Vélez (un total de 343.051). Lo que nos dará, finalmente, el ínfimo resultado de un 1.12% (de la población considerada aquí como votante), y un 0.75% (de la totalidad de la población colombiana). Todo esto, reitero, con datos del año 2011. Y todo esto, suponiendo que en realidad 1’132.183 colombianos se tomaron la molestia de emitir un voto, lo cual resulta absurdo, si lo pensamos mejor, ya que la dinámica de la página misma en que se emitían los votos permitía, después de unas horas, votar nuevamente. Por lo que obviamente, el número de votantes tendría que menguar vistosamente.
Ahora, ¿cómo podemos interpretar toda esta aparatosa estadística? Sencillamente con un encogimiento de hombros paulatino: así es como los colombianos elegimos a nuestros representantes, así es como nosotros decidimos y nos inclinamos por una imagen y no por otra; así, en resumen, es como nos conformamos (polisémicamente entendido).
La sorpresa, por otro lado, me parece, en cierta forma, mezquina e hipócrita. Si no querían verse representados por este señor, ¿por qué no votaron en contra? ¿Si no querían verse representados por el magnánimo Uribe Vélez, por qué entonces votaron dos veces consecutivas por él y lo encumbraron como presidente de la república durante ocho largos años de mandato?
Al típico colombiano crítico, aquel que se finge preocupado por lo que sucede a diario en su país y emite sus juicios a diestra y siniestra –generalmente desde sus estados en Facebook, como si a alguien le importase realmente–, le hace falta un poco más de vergüenza. Fácil es criticar, más sencillo expresar su inconformismo. Mucho más complejo participar. Pero bueno, qué le vamos a hacer, así somos, grandes colombianos, colombianísimos.


Coda:

No deja de encerrar una enorme ironía el hecho que el segundo lugar lo ocupara Jaime Garzón, uno de los principales críticos de nuestro “Gran colombiano”. También de esta clase de ironías vivimos.

martes, 21 de mayo de 2013

III




Mujer
de cabellera ondulada de mar nocturno
de cabello de fuego oscuro
de sonrisa de luna creciente
de mirada de astro fulgente
de contemplación de profundidad oceánica
de piel de nácar marino
de voz de melodía secreta


El sueño, por Lunara.


lunes, 1 de abril de 2013

Entre la escritura y la pared



Por Richard Leön




Borges dijo —o escribió, que viene a ser otra forma del decir—: «No sé hasta qué punto un escritor pueda ser revolucionario. Por lo pronto, está trabajando con el idioma, que es una tradición». Me gustaría reconocer la autenticidad de mis fuentes, pero, siendo sincero, el origen exacto de la cita de Borges me es desconocido. Pienso ahora que a lo mejor terminé encontrándomela en el caos de las publicaciones de mis “amigos” en Facebook, seguida de los consabidos y explícitos megusta, enconadas palabras de apoyo y sentidos asentimientos. En términos generales, el origen parece estar certificado por el enunciado mismo, una tajante y típica frase borgeana suavizada, como buscando conmover, con una negación dubitativa. Por supuesto, Borges no es un personaje cualquiera que emite un juicio, quizá, apresurado. Es un lector obsesivo y minucioso que ha bebido vorazmente en las fuentes de la literatura universal y, además, poseedor del preciado don de la escritura como pocos; es, también, un minucioso escritor. Por eso mismo, que la brevedad con que pretende fulminar este tema no nos engañe, un tema tan vasto como laberíntico que ha merecido una profunda (y a veces más bien superficial) reflexión: ¿Debe sentirse el escritor comprometido con algún tipo de revolución humana?
Admito que cuando me encontré con la mencionada cita, se quedó dándome vueltas en la cabeza, como me sucede casi siempre con una idea que me causa algún tipo de extrañamiento. En principio, parece aceptable, lógico, incluso hasta loable. Pero luego de un tiempo, su retórica empieza a desmoronarse y surge el centro de forma violenta. Sentí que atentaba de forma directa contra mis creencias. Pero espero se me comprenda correctamente: no contra mis creencias sociales o políticas; atentaba violentamente y de forma directa contra mis creencias literarias.
Para responder con algo de justicia, debemos empezar aceptando que Borges tiene razón por lo menos en un punto bastante evidente: el lenguaje es tradición, forma parte del acervo cultural que recibimos socialmente como herencia primigenia. Nacemos y somos recibidos en la tradición del lenguaje, está en nosotros como nosotros en él. Pero una cosa es aceptar que se hereda y se vive en una tradición y otra muy diferente es permitir que esa tradición hable por nosotros, sea nosotros. Quiero decir que como escritores, herederos de una tradición, no nos remitimos simplemente a reproducirla. Aceptar que el lenguaje es una tradición no implica que aceptemos que es también tradición lo que tratamos de construir, de comprender y de expresar con él. Si de repente no estamos dispuestos a hacer estallar el idioma en lo que de restrictivo posee, entonces es más justo el silencio que la liberación, plenamente vencidos, permitiendo que el lenguaje como una tradición impositiva sea el vehículo de expresión de algo que no sentimos. Bien escribió Alfred Jarry: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que debería haber evolucionado durante su permanencia. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Allí, precisamente, es donde empieza a trazarse el campo de acción de un escritor “comprometido”, justo sobre el punto en que la tradición del lenguaje pierde sus límites en la imposición y la limitación.
Un escritor infinitamente cómodo que despacha el tema del “compromiso” a partir de la idea del lenguaje como tradición, realmente no está observando con delicadeza que quizá el “compromiso” se encuentre justamente al alcance de su mano, de este lado del lenguaje inevitablemente, como dinamización, como revitalización, como apertura.
Si un escritor se limita a trabajar con el idioma solamente a partir de las herramientas y reglas que la academia como representante oficial de la tradición, terminará por imponerse a sí mismo el conformismo, trabajando precariamente con lo que los instrumentos le permitan hacer con ellos. El escritor no puede sencillamente sentarse como en una línea de producción y confeccionar lo que el lenguaje y la sociedad esperan y le permiten elaborar, remitirse pasivamente a lo que la sintaxis y la gramática le dejen construir. Si el lenguaje se constituye en imposición, y por tanto en limitación, entonces el escritor debe quebrarlo, aun cuando conforma —y quizá exactamente por eso— la misma razón de ser de su oficio. Este es, justamente, el único “compromiso” a que el escritor debe someterse y someter su literatura. Allí donde el lenguaje es concebido como tradición y, por tanto, limitación, el escritor debe actuar como un dinamizador que transgreda y violente a la tradición para removerla, para inyectarle nueva vida y desplazarla en algún sentido diferente e indeterminado.
Si nosotros, como escritores, comenzamos aceptando la invariabilidad de la tradición en que nos enmarcamos, considerándola sacrosanta, intocable y perenne, entonces lo mejor que podríamos hacer es renunciar, porque debemos entender de una buena vez que escribir no solamente se traduce en amor al lenguaje sino sobre todo en lucha contra el amoldamiento y la normalización ejecutados por y desde el lenguaje; escribir es una constante destrucción creativa. De esta manera, nuestra labor no se remite exclusivamente a desgastar el lenguaje hasta el punto en que éste pierda completamente su sentido, sino el de poblarlo entonces de sentidos nuevos e inadvertidos, el de poner patas arriba al lenguaje mismo, si es necesario, para que nos permita accederlo y encontrar y abrir nuevos senderos que explorar —y esto sí que contiene “compromiso”.
Así, podríamos considerar al escritor como un ser debatiéndose entre dos fuerzas contrarias —y a lo mejor complementarias—, dos fuerzas que terminan conformando sus límites y los límites mismos del lenguaje: la tradición, entendida como el acervo cultural heredado al que pertenece, una “fuerza céntrica”, representada en la inmovilidad de una pared; y una fuerza de revaluación de la tradición misma, digamos, una “fuerza excéntrica”, fielmente representada en el brillo de una espada. La fuerza del límite y la fuerza que busca llevarlo más allá del límite, la fuerza de la tradición y la fuerza de la “revolución”, entendida aquí como compromiso con su propio oficio de liberador del lenguaje, como compromiso con su escritura.
Atrapado en medio de estas fuerzas, a veces prefiriendo no estar en tan dudosa posición, el escritor debe decidirse por una: la seguridad fría e inerte de la pared nos augura una vida larga y sin ambiciones estéticas, en extendido coqueteo con los detentores de la tradición (demasiado cómodo, quizá). El acero, en cambio… Parece completamente necesario decidirse por el vértigo de la apuesta, dar el salto adelante que hunde diligente la espada en el pecho de un golpe, el consecuente derramamiento de la sangre goteando en la erosión paulatina de la pared. Será entonces inevitable guiar la mano, empezar a escribir con la sangre que brota.

jueves, 24 de mayo de 2012

Exit through the gift shop, por Banksy

Por Richard León

Exit through the gift shop constituye una de las bromas críticas (en su sentido más profundo, ¿qué broma no lo sería?) más características de Banksy respecto al boom del street art. Este inquieto y prolífico artista inglés ha demostrado que los límites no existen, ha demostrado que su capacidad crítica y de burla lo incluye todo, incluso su propia forma de vida, su quehacer artístico. Para él no sólo no existen los límites, sino que prácticamente no existen los pedestales que aseguren su justo lugar al ídolo o la moda del momento, ni siquiera las convicciones sociales que nos aseguran como especie. Todo debe ser destruido, es decir, burlado, pasado por un arsenal de cinismo absoluto que lo termine corroyendo hasta mostrar su rostro verdadero y último, escondido bajo el ornamento y el maquillaje que nos pretende decir todo está bien, no se preocupen, todo anda perfectamente bien, ustedes nomás déjense tratar bien, déjense vaciar los bolsillos y las cabezas, crean en la justa retribución, en las modas juveniles, en la perfección de una vida comodísima, los gobernantes somos los buenos, los medios de información masiva no exhibimos mentiras ni medias partes, la verdad pura, ustedes tranquilos que aquí no se engaña a nadie.
Por supuesto, las bromas en Banksy siempre resultan reveladoras del gran vacío, de la gran falta, del absurdo que terminan representando nuestras creencias y nuestros consentimientos. Detrás de sus chistes, detrás de sus bromas, siempre queda la realidad desenmascarada, cruda, esta vez ya no inadmisible sino insoportable, porque nos refriega en nuestra cara, como si de una comida putrefacta y olorosa se tratase, el cómodo sinsentido, nuestro insípido letargo.
Si Mister Brainwash es una copia, deberíamos creer que es una copia desde el lado del vacío de sentido, desde el lado de la economía, produciendo obras en masa en el sentido más vulgar y espantoso de la industria cultural. El Anti-Banksy por antonomasia, representación absoluta de la vaciedad de sentido propia de la vida moderna y mercantilizada. Sí, MBW es una copia, un fracasado en el más estricto significado de la palabra. “Los malos artistas copian, los buenos roban”, leía alguna vez en el portal de Banksy. Cita de Picasso, cuyo nombre aparece tachado y en su lugar la rúbrica de Banksy, en una de las tan acertadas bromas del artista. MBW es un fenómeno de la naturaleza, pero no de la naturaleza del arte sino de la naturaleza del mercado, de la naturaleza de la moda, está allí para producir en el sentido que la sociedad desea y busca y propicia: no está comprometido con absolutamente nada, a no ser con la producción por la producción, sin más; para él el arte no es más que una pantomima, una caricatura, un medio para llenarse los bolsillos de dinero. Mientras Banksy toma un ícono y lo transforma despojándolo del lenguaje en que se encuentra enmarcado social, política y culturalmente, dotándolo de uno nuevo o, mejor, de uno quizá menos explícito, un lenguaje casi extinto bajo la piel del lenguaje oficial, mucho más profundo y diciente que nos permite también darle una nueva interpretación, siempre más terrible y desenmascaradora, MBW no sale de la trampa que llegó a creer comprender y sus nuevos íconos no escapan del estereotipo —a no ser por accidente—, no logran hacer estallar el lenguaje en que se encuentran enclavados, no logran encontrar ese otro lenguaje oculto que nos permita leer las obras más allá de sí mismas.
Exit through the gift shop no es ni más ni menos el manifiesto apoteósico de un movimiento urbano detestado y criticado durante años, es más bien la fiel muestra de cómo la sociedad termina absorbiendo incluso a sus más encarnizados enemigos, encauzándolos en su propia lógica, deglutiéndolos y expulsándolos de nuevo al mundo ya bajo la lógica de su propia maquinaria. Constituye entonces una denuncia de sí misma, valga la paradoja. Como un graffiti, una obra artística, que se pensase a sí misma, que criticara su propia ejecución y finalidad, al mismo ejecutante y sus instrumentos. Una obra que se deconstruye a sí misma, fijándose muy bien en su propio funcionamiento y los mecanismos que operan en ella y de esta manera fijarse entonces en los mecanismos que operan en quien observa y lee a la obra misma, desmontando el funcionamiento de la interacción misma. Este es el arte del futuro, el verdadero arte. Bienvenido sea.


miércoles, 25 de abril de 2012

Con el culo cagado


Por Richard León


Aquí en nuestro país tenemos un muy pintoresco y lindo proverbio: “Con la cara bonita y el culo cagado”, perfectamente alusivo a nuestro gusto en la apariencia, de nuestro afán por fingir. Por supuesto, por mera especulación uno puede llegar a creer que este bochornoso proverbio ha de haber sido fraguado en la tranquilidad del hogar más humilde, con baño de día de por medio incluido, cuando en realidad deberíamos empinar nuestra mirada un poco y buscar su prominente origen en el sutil mundo de la política. No de otra forma podríamos observar el derroche de fastuosidad con que el país dio bienvenida a la Cumbre de las Américas, en días pasados, en la apestosa ciudad de Cartagena de Indias.
Pero es apenas obvio. Cuando un visitante importante está por visitar nuestra humilde morada, no escatimamos en arreglar, limpiar o esconder los que consideramos los defectos más evidentes y molestos de nuestro hogar: recogemos apresuradamente calzones y medias, ropa sucia, limpiamos el polvo, posponemos el polvo, organizamos, tapamos, escondemos; que todo aparente encontrarse en su justo lugar para que el consuelo de tener una casa limpia y en orden deslumbre y descreste a los visitantes, les pique la envidia, se sientan incómodos con sus propios desórdenes ocultos. Y si por alguna casualidad innombrable vienen los comentarios ensalzadores, de muy buena gana los aceptamos con una humildad hipócrita y desbordante. Y si no, tratamos de hacerle notar al otro, suscitamos su respuesta.
Por tanto, y en perspectiva, resulta absolutamente comprensible el afán que movió a la administración cartagenera a desaparecer sus fealdades más notorias para hacer de su ciudad un lugar mucho más agradable y placentero para sus insignes visitantes. No solamente recogieron sus calzones del tendedero, sino que, con una vehemencia asombrosa, prácticamente secuestraron de las calles a los cientos de indigentes que las habitan para proporcionarles, a cambio, una ventajosa estancia en los calabozos locales, un buen corte de pelo y sus tres comidas reglamentarias durante su estadía. No es para menos la inusitada alegría de los habitantes de la calle, que ven perfectamente remunerado (ya era hora!) su acogimiento a las leyes temporales.
En otras medidas, se prohibió a los vendedores ambulantes y callejeros salir a afear la ciudad con su comparsa multicolor y sus gritos conminatorios, no sea que impidan el espejismo de paraíso tropical con sus ventas y alaridos y demás. Y, para cerrar con broche de oro, en un acto profundamente organizativo y caritativo, los perros callejeros desaparecieron para su pronta recuperación en centros veterinarios especializados, según se dijo en su momento.
Yo no sé si a los perros los atendieron como dijeron o si optaron por medidas más económicas y certeras, si los vendedores se quedaron en casa o si los indigentes se sintieron a gusto en sus mazmorras. Lo único que puedo notar de todo esto, es que el culo de esta nación fervorosa y temerosa de Dios está cagado hasta el hartazgo, así pretendamos limpiarnos la carita y aparecer lo más limpios y asépticos posible. Que sí, muy bonito darle la cara buena al mundo, pero eso carece de importancia si a los habitantes se les muestra un culo descolorido y manchado, si no se limpia la suciedad de una vez por todas. Porque si es cierto que hay que aparentar, más que mostrar, al mundo que Colombia es un país pujante, turístico y atractivo, también es cierto que de tanta pujadera la mierda está colmando a nuestras instituciones y el panorama no es nada atractivo, mucho menos para los que nos encontramos calzones adentro, sacándonos la mierda de encima como podemos y limpiándonos la cara para que no se culpe a nadie, porque “mientras se viva, lo demás se va dando”.

Poséptico:

Y la carne no se haría esperar, ni mucho menos. El desfile de putas por La Heroica, cuyos encantos terminaron por eclipsar las labores de la escolta de Obama, ha indignado de forma hipócrita y estúpida a un país de cultura prepaguista, de cultura puta, de cultura burdelista. En un país donde “sintetasnohayparaíso”, “loshombreslasprefierenbrutas”, “pandillasguerraypazpazpazpaz”, donde elreinadodelaguayaba, elreinadodelapanela, elreinadodelaputaquemástetastiene... Resumiendo, en un país acostumbrado a su propia vergüenza, que unos escoltas vengan  a disfrutar también las delicias del paraísotropical no debería constituir la gota de indignación. Todo lo contrario, también es una razón para sentirse orgullosamente colombiano, por aquello de “no hay puta como la colombiana”. Y lo que quizá debiera avergonzarnos sea, a lo mejor, que la administración cartagenera no haya tomado en cuenta que también en esto debía tomarse el atrevimiento de invitar a sus visitantes, un detalle de la más fina coquetería que a cualquiera habría hecho sentir el “hayquéorgullosomesientodehabernacidoenmipatria”.

lunes, 23 de agosto de 2010

Oda a la crítica, por Pablo Neruda.


Oda a la Crítica



Yo escribí cinco versos: uno verde,
otro era un pan redondo,
el tercero una casa levantándose,
el cuarto era un anillo,
el quinto verso era
corto como un relámpago
y al escribirlo
me dejó en la razón su quemadura.
Y bien, los hombres, las mujeres,
vinieron y tomaron
la sencilla materia,
brizna, viento, fulgor, barro, madera
y con tan poca cosa
construyeron
paredes, pisos, sueños,
En una línea de mi poesía
secaron ropa al viento.
Comieron mis palabras,
las guardaron
junto a la cabecera,
vivieron con un verso,
con la luz que salió de mi costado.
Entonces, llegó un crítico mudo
y otro lleno de lenguas,
y otros, otros llegaron
ciegos o llenos de ojos,
elegantes algunos
como claveles con zapatos rojos,
otros estrictamente
vestidos de cadáveres,
algunos partidarios
del rey y su elevada monarquía,
otros se habían
enredado en la frente
de Marx y pataleaban en su barba,
otros eran ingleses,
y entre todos se lanzaron
con dientes y cuchillos,
con diccionarios y
otras armas negras,
con citas respetables,
se lanzaron
a disputar mi pobre poesía
a las sencillas gentes
que la amaban:
y la hicieron embudos,
la enrollaron,
la sujetaron con cien alfileres,
la cubrieron con polvo de esqueleto,
la llenaron de tinta,
la escupieron con suave
benignidad de gatos,
la destinaron a envolver relojes,
la protegieron y la condenaron,
le arrimaron petróleo,
le dedicaron húmedos tratados,
la cocieron con leche,
le agregaron pequeñas piedrecitas,
fueron borrándole vocales,
fueron matándole
sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron
un pequeño paquete
que destinaron cuidadosamente
a sus desvanes, a sus cementerios,
luego se retiraron uno a uno
enfurecidos hasta la locura.
Porque no fui bastante
popular para ellos
o impregnados de
dulce menosprecio
por mi ordinaria falta de tinieblas,
se retiraron todos y entonces,
otra vez, junto a mi poesía
volvieron a vivir
mujeres y hombres,
se hicieron fuego,
construyeron casas,
comieron pan,
se repartieron la luz
y en el amor unieron relámpago y anillo.
Y ahora, perdonadme, señores,
que interrumpa este cuento
que les estoy contando
y me vaya a vivir
para siempre
con la gente sencilla.


Pablo Neruda.

* * *


El papel del crítico, y de la crítica misma, ha sido sobrevalorado en una civilización que, como la nuestra, ha hecho de la cultura la prótesis más básica, aunque tempranamente olvidada, de su propia existencia. Es bastante común encontrarnos con ligeros espacios en que se dedica un tiempo a la crítica de una obra literaria, pictórica, fílmica o televisiva. Y es más común todavía encontrarnos con puntos de vista arriesgados de las obras criticadas, con interpretaciones permisivas y atrevidas que encubren apenas el capricho del comentarista (o de la institución que éste encarna). Sin embargo ¿qué más podríamos pedirle a la crítica y a su álgido representante? Entendemos que gracias a rol desempeñado por ésta una obra puede ser bien recibida o simplemente echa a un lado como incomprendida, y que de ejemplo nos sirvan las obras de Lautrèamont desdeñadas durante años por la crítica oficial francesa, rescatadas tardíamente por los simbolistas y reivindicadas por los surrealistas. No obstante la importancia que se le da, nos queda una pregunta suspendida en el aire: ¿Debemos guiarnos por lo que otro piensa acerca de una obra? ¿Debemos permitir que violenten nuestra libertad de elección e interpretación? Y en caso afirmativo: ¿Cuál es el papel que ejercemos como lectores cuando nuestro juicio viene predeterminado por lo que leemos acerca de, por los prejuicios que adquirimos a través de nuestra “educación”?

El crítico, tanto como el autor y como el lector —puesto que intenta personificar los dos a un tiempo—, posee dones que solamente él sabe cómo usar. Inconscientemente puede ser un “educador” que apremie a una estética, que promueva en quien le escucha o lee una cierta filiación estética y busque, precisamente, afinarla en el lector/vidente en potencia; por otro lado, puede simplemente ser totalitario y exigir una adhesión ciega y permisiva con sus propios intereses y gustos. Sin duda, es a este último a quien hace referencia Neruda, puesto que:


fueron borrándole vocales,
fueron matándole
sílabas y suspiros,
la arrugaron e hicieron
un pequeño paquete
que destinaron cuidadosamente
a sus desvanes, a sus cementerios…


A ese gran cementerio de nuestra opulenta cultura letrada. Y mejor me callo ahora, antes de empezar a ejercer la tan dudosa profesión tema de nuestras Líneas poéticas.

R. L.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Ronnie James Dio (R.ock I.n P.eace).


Por Richard Leön

«Todos y cada uno de nosotros, hombre, mujer, 
gato o perro, todos nacemos con un gen en nuestro
cuerpo que dice: “Cuando escuches esto, te gustará”».
R. J. Dio.


Hablar (o escribir, que para el caso viene a ser lo mismo) sobre Ronnie James Dio es por estos días obligatorio dentro de los círculos musicales dedicados al rock y al heavy metal. Pero más allá de lo pasajero de los homenajes, siempre tardíos, a una personalidad recientemente fallecida, más allá de las semblanzas sobre la vida y la obra producida, más allá de la nostalgia y el consabido drama de la muerte, prevalecen los recuerdos, siempre gratos, propiciados por la música que como legado nos ha dejado su paso por nuestras vidas. Porque sería falso decir que la música no “nos pasa”, que la música no nos toca allí, en el fondo, donde ni siquiera nosotros mismos somos capaces de observarnos. Un riff, una tonalidad, un ritmo, una voz que desgarra hasta la fibra más íntima, pueden decirnos más de nosotros mismos de lo que estaríamos dispuestos a aceptar.

Comprendido el particular caso de la música, es fácil deducir que Dio constituye uno de los pilares fundamentales en la historia del rock y en la conformación misma del heavy metal como género, aportando una de las voces más representativas e inconfundibles en toda su historia. No es casualidad que el mismo Ritchie Blackmore haya decidido dedicar la totalidad de su tiempo a Rainbow, apenas producido el primer disco junto a Dio. Sin lugar a dudas, el Ritchie Blackmore’s Rainbow constituye una de las piezas fundamentales dentro del heavy metal incipiente, propiciando, en gran medida, un impulso renovador al rock británico, cuyos principales representantes ya habían ingresando en etapas creativamente estériles. Considero que el mejor ejemplo de la renovación musical propiciada no solamente por Rainbow, sino por la misma técnica de Dio, puede observarse en su integración en la reconocida agrupación Black Sabbath, a inicios de los ochenta. Mientras un gran número de personas consideran a la alineación clásica como la mejor de todas (con Ozzy Osbourne a la cabeza), es necesario admitir, más allá de todo sentimiento, que Ronnie James Dio le infundió una vida nueva a Black Sabbath (Sabotage y Technical Ecstasy no son exactamente lo que podríamos llamar discos clásicos e inolvidables), la obligó a dar el siguiente paso y llevar su sonido un poco más allá. Es por eso que los discos grabados por la agrupación durante la época Dio son recordados con un inusitado fervor. No se puede decir lo mismo del intento catastrófico por integrar a Ian Gillan (otro gran cantante de los setenta) en el, irónicamente bautizado, Born again (que, a mí parecer, significó en realidad una de las tantas muertes sufridas por Black Sabbath a lo largo de su historia).

Sin embargo, no era esto lo que quería escribir. No dudo que existan reseñas musicales centradas en la gran cantidad de discos legados por Dio a la historia de la música, mucho más profundas, inspiradas, técnicas y especializadas que la presente. No dudo que muchos otros hablen como expertos y con palabras mucho más exactas que las mías. Escribo porque la pérdida ha sido enorme, porque escribir es lo único que cuenta ahora, porque solamente escribiendo puedo recordar. El recuerdo (efectivamente ayudado por la escucha ininterrumpida de su respectiva música) es lo único que nos queda a nosotros, siempre dispuestos a olvidarlo todo (ya hablaba alguien a propósito de la peste del olvido). Y así, escuchando canciones al azar, es como me llega el recuerdo de la primera canción que oí comandada por la memorable voz de Ronnie

James Dio (Neon Knights). Y junto a ella, también muchos otros recuerdos que se agolpan: los primeros cassettes grabados (sí, en aquella época aún grabábamos en cassettes que después iban a pasearse de mano en mano no sin cierto recelo), las pseudo-traducciones llevadas a cabo con la ayuda del Diccionario Chicago (sobrará decir que, por lo mismo, sumamente literales y pésimas), las peleas amistosas, las prohibiciones, los primeros tragos, la rebeldía adolescente, en suma.


Debo confesar que antes de ese iluminador tema, Dio me era desconocido. Pero ni por un segundo dudé que la adquisición de Black Sabbath había sido grande y que realmente Dio les había echo un gigantesco bien al unírseles. En definitiva, poseían algo que antes jamás habrían podido compartir con sus fanáticos. Una fuerza única fundamentada en una vocalización limpia y, a la vez, atronadora, porque es completamente imposible sustraerse a sus efectos, a sus tonos y armoniosas escalas. Porque en realidad no puedo —ni quiero— creer que alguien pueda escapársele y no permitir que “le pase”… Así como es imposible ser el mismo después de observar el Guernika o de escuchar a Chopin o de leer a Jarry, asimismo nos es imposible ser los mismos —no puedo ser el mismo— después de escuchar una canción interpretada por este, nuestro ya físicamente desaparecido —pero eternamente recordado—, titánico cantante.

La cercanía de la muerte nos recuerda siempre dos cosas: primero, el límite poco extendido de nuestra existencia; segundo, que el valor de una vida humana solamente puede ser medido por sus acciones. Y una vida que entrega carisma y dedicación a sus propias pasiones no puede ser de mayor valor para quienes le rodean, puesto que irradia con su personalidad a todos aquellos que ingresan en su espacio, puesto que de una u otra forma llegan a tocar el espíritu —si le pudiéramos llamar de esta forma a eso que nos hace únicos— y éste no puede menos que resentir su prolongada ausencia.

Hoy nos despedimos, pero, al menos, el recuerdo permanece. Larga vida al Rock’n roll, larga vida a la memoria de Ronnie James Dio.


martes, 30 de marzo de 2010

Algunas palabras sobre las palabras.



Por Richard Leön
Imagen S.L.


Nada como estar ante una puerta desconocida y traspasarla para transgredirse uno mismo y a los demás. Claro está que, la trasgresión ejecutada en las otras personas, no pasa de ser una mera ilusión que llegamos a tener: la de guiar (por la fuerza… de nuestros argumentos, por supuesto) a quienes nos rodean hacia nuestro pensamiento. Muchas personas niegan a la palabra ese don encantador que poseen, pasando por sobre ellas cual si no estuviesen allí para cumplir con un objetivo tan claro como el agua, que es, obviamente, el de comunicarnos. Aun cuando esto sucede, soy de los que creen en el valor universal de éstas y me esfuerzo por mostrárselo a las personas que me rodean. Eso sí, no tomaría ejemplos tan desusados y desacreditados como ese que reza “sin las palabras ¿cómo nos comunicaríamos?”. Para mí, un ejemplo clarísimo sería que con una palabra una persona puede quedar más herida que de un puñetazo en el rostro ¿Han visto la expresión de un profesor cuando se le dice que es un cretino, la de un amigo cuando se le dice que es un imbécil, la de una madre cuando se l
e trata de burra o la de un anciano cuando se le llama vetusto miserable? He ahí una parte visible del verdadero poderío de la palabra, del que no nos percatamos aunque lo usamos de forma continua.

Por otro lado, existe la posibilidad de ser encerrado en la palabra por un usuario inescrupuloso, quien nos condena a vivir bajo palabra. Cuando nos llaman de cualquier forma, para describirnos ¿acaso no nos están encerrando en una palabra, cuando nos llaman cumplidos, serviciales o dúctiles? Inclusive, se llega a dar el caso en que son varias las cárceles que nos mantienen palabraclaustrados en juicios en los que la palabra es la clave determinante de toda la cuestión. Lo que se nombra (o empalabra) ya no puede aspirar a ser otra cosa más que la nominada, ya no puede soñar (soñar!! Qué palabra!!) con encarnar otra idea… ¿Ha existido un solo árbol que pudiera ser ave? ¿Un lince que pudiera ser liebre? Desde que se le otorgó al árbol su nombre, éste ya no pudo arrancarse de la tierra, se le condenó a vivir anclado ¿Qué decir del lince? ¿Qué decir del hombre?

El hombre (Homo erectus, homo sapiens sapiens, Homo messura, Homo-X) cuando se denomino a sí mismo como hombre, dejó de ser animal, para erigirse en superior y humano. Se ha llegado a llamar Dios (sutilmente) y ha llegado a considerarse mejor que los animales inferiores o ¿acaso el cerdo es tratado bien por ser quien es? ¿No es por su carne que lo queremos, cuidamos y criamos? Con una pequeña confusión histórica (que poco tendría de confusión, realmente), si nosotros fuésemos llamados como especie cerdos y los cerdos humanos ¿no veríamos a los humanos por encima del hombro y con ojos golosos? ¿No usaríamos el concepto de humano para ofendernos entre nosotros?

He ahí queridos cerdos cómo las palabras forman un laberinto intrincado y plagado de formas arbitrarias incambiables, que nos extravían de forma asombrosa. Pero, tranquilos pezuñientos, existen métodos para romper las reglas laberínticas. Sin embargo, estos métodos sólo se pueden adquirir por medio de la creatividad, de conocer las reglas retóricas y de la irreverencia para con ellas… Eso sí, buena irreverencia.






Ficciones y-realidades.



Por Richard Leön
Imagen S.L.



¿Qué harán los visitantes? Filmar… Volver a meter dentro de su caja negra
a los personajes que no deberían haber salido de ella, pero habrán de aprovechar
la ocasión para unirse a ellos… Y todos ellos podrán verse juntos en la pantalla con
Mickey, Donald y el príncipe azul.

Marc Auge(?).




El mundo moderno nos ha traído ventajas, no se puede negar. Sin embargo, nos ha estado tragando de a poco, gramo por gramo, y nos ha introducido en un novísimo escenario: la realidad virtual. —¿De qué otra forma podrían clasificarse los, tan de moda, realities?— Y ésta es apenas una de las caras del monstruo de mil rostros. Podemos imaginar los otros que han poblado y colonizado nuestra mente (suponiendo que imaginar viene de imagen, entonces…).

Nos encontramos tan inmersos en esta nueva realidad (¿New Reality?) que podríamos llegar a creernos personajes de una gran tragicomedia; tratar de captar la atención de nuestro grandioso público podría parecer nuestra tarea primordial. Además, ese público frente al que actuamos seríamos nosotros mismos, estamos observando constantemente nuestro desempeño actoral en la trama maestra de la historia. Sin embargo, este observarnos a nosotros mismos no implica que alcancemos a percibir nuestra propia individualidad. Al contrario, nos confunde dentro de un círculo actancial del que no formamos parte realmente, en el que no hemos tenido un papel protagónico… A no ser el de simples espectadores… Todo ello hace que nos supongamos como una de las caras de la nueva realidad.

Si no percibimos nuestra propia individualidad ¿no terminaremos atrapados al interior de una “caja negra” o almacenados magnéticamente en una cinta de video o audio?

Confundidos, de esta forma, en la gran masa informe de nuestra realidad inmediata, solamente nos quedaría sumirnos en la inopia total, negar el conocimiento que de nosotros mismos tengamos y arremeter contra este nuevo mundo de forma quijotesca… Sería, sin duda, el mejor papel que podríamos desempeñar al interior de la virtualidad que nos rodea.


Infringir las nuevas leyes y poner a tambalear a los nuevos ídolos será nuestra tarea de ahora en adelante… A ver, vosotros que oís, tomad una lanza y cabalgad un flaco rocín, y arremeted contra los gigantes televisivos que os hostigan para secaros el seso, destrozad sus flancos y sus vientres, atacad sin descanso hasta que no os queden fuerzas…

Quizá nuestra actuación sea tan perfecta y verosímil que, mañana al despertar y observarnos al espejo, nos pidamos un autógrafo y, gustosos, nos lo entreguemos.