Acaba de fallecer en su residencia de Santos Lugares Ernesto Sábato, uno de los creadores más sensibles de la literatura latinoamericana y universal. Escribo “acaba”, como si hubiese sido apenas hace un instante, como si la muerte se preocupara por darnos algo de tiempo siquiera para reflexionarla, para sopesarla. Pero no es más que una ilusión, siempre llega cuando menos se la espera, aun cuando se la espere resignadamente, como me gusta imaginar que la esperaba tranquilamente, cercano al centenario de su nacimiento.
Parece mentira, apenas en la tarde de ayer pensaba precisamente en Sábato, en la necesidad personal de leer más a fondo su obra —de una profundidad tenebrosa, porque se hunde en nosotros mismos estrepitosamente— y también en una cita de El escritor y sus fantasmas que decidí poner a último momento en un texto de gran importancia para mí, en una página aparte de la totalidad del escrito como señalando una pequeña isla solitaria a la cual aferrarse en medio de esta marea de acontecimientos en que nos vemos envueltos: “Las grandes novelas son aquellas que nos dejan distintos a lo que éramos antes”, se puede leer lacónicamente en aquella página con la que pretendía yo marcar el final de un camino y el inicio de otro. Pues es de esta manera y no de otra como me veo a mí mismo frente a las ficciones y las diversas reflexiones de Ernesto Sábato, siempre hay algo que me carcome las entrañas y hace que se remuevan en sus recintos sellados, algo quizá incómodo porque retrata la condición de los seres humanos de la forma más fiel y desgarradora. No nos reconoceríamos en ese espejo, aunque nuestra condición sea el esperpento.
¿Qué sabemos realmente de este hombre que nos abandonó físicamente un 30 de abril, y cuyo pensamiento agudo aun podremos encontrar sumergiéndonos en las páginas que nos dejó escritas? Podríamos encontrar los mil y un folios biográficos que nos hablen de su vida y obra, pero no serían más que exactitudes perfectamente prescindibles. Lo que deberíamos tener claro es que esas grandes crisis personales que lo llevaron a alejarse definitivamente del mundo de las ciencias marca, precisamente, la crisis del hombre en el siglo XX tecnificado y en las que él mismo parece irse perdiendo irremediablemente. Su crítica al mundo cientifizado y al progreso materialmente entendido nos puede servir para entendernos en plena segunda década del siglo XXI, cuando los problemas de los otros nos tienen sin el menor cuidado, cuando justificamos el progreso mecanizado sin importar las consecuencias de nuestros propios actos. Si es verdad que poseemos una humanidad, entonces debemos hacer lo posible por recuperarla, y ese, creo, es el mensaje que Sábato quiso legarle a una generación de jóvenes que sienten la angustia del mundo sobre sus espaldas, para quienes el camino se ha extraviado; y también a esos otros a quienes el mundo y las acciones que toman los seres inteligentes les pasan a través y les dejan inamovibles como si nada, como si ellos no tuvieran nada que hacer o decir.
Quizá por esto su pasión férrea por la utopía, por la esperanza que debe siempre resistir en el corazón humano y cuya tenacidad debería tender a cambiar las cosas, en estos tiempos en que hemos ya caído en un sopor silencioso y humillante, en una anuencia cómplice de la barbarie progresista, debería contagiarnos y propagarse en este mundo que cada día se acerca más a su colapso. Bien escribía en aquel texto que pretendía ser algo así como su testamento para la humanidad, Antes del fin: “... el hombre sólo cabe en la utopía. Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido”.
Sí, es verdad, solamente de utopías podría alimentarse el hombre del mañana. Pero no de utopías tecnológicas como quieren hacernos entrever los voceros del progreso material. La utopía aún está en construcción en el corazón del hombre. Quizá, llegué un día el momento de practicarla, de hacerla más tópica, más palpable, más diciente. Quizá, como todo en el mundo inestable de los hombres, llegué a marchitarse, a convertirse en su antinomia. Pero no por eso debemos dejar de luchar, no por eso debemos bajar nuestra mirada y entorpecerla atrapados en la cotidianidad.
No podemos hundirnos en la depresión, porque es de alguna manera, un lujo que no pueden darse los padres de los chiquitos que se mueren de hambre. Y no es posible que nos encerremos cada vez con más seguridades en nuestros hogares.
Tenemos que abrirnos al mundo. No considerar que el desastre está afuera, sino que arde como una fogata en el propio comedor de nuestras casas. Es la vida y nuestra tierra las que están en peligro.
La modernidad nos ha ofrecido la ventaja de facilitarnos lugares donde escondernos. Nos escondemos tras empleos agobiantes, tras las mil cerraduras de nuestra casa, tras los mil cerrojos de nuestra subjetividad malinterpretada, tras la fatuidad de las relaciones interpersonales efímeras, sin vínculos de hombre a hombre, tras los sueños y fantasías que los medios de distracción masiva imponen a nuestro inconsciente, tras las excusas con que nos desentendemos los unos de los otros. Nos protegemos cuando el peligro yace junto a nosotros bajo las sábanas. No tomamos las riendas de nuestra propia vida, por más que queramos hacerlo parecer así. No nos hemos hecho conscientes de lo que implican nuestras propias acciones. Y aquí quisiera volver a citar a Sábato: “Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo”... A duras penas nos alcanzará el vivir con ello.
Quería escribir sobre Ernesto Sábato, esta su tan poco querida partida, pero parece inevitable que cada vez que escriba de Sábato deje de contar lo que me lleva a pensar su literatura, lo que siento bullir en el fondo de mí mismo. Supongo que también es una forma de celebrar su vida, su pensamiento, y de olvidar un poco que una sensibilidad tan necesaria nos haya abandonado. Espero que a Sábato no le hubiera molestado que escribiera menos acerca de su vida y más de su pensamiento, que no es otro que el del hombre mismo.