David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
Mostrando entradas con la etiqueta Lectura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lectura. Mostrar todas las entradas
viernes, 9 de octubre de 2015
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante
David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
Etiquetas:
Arte,
David Foster Wallace,
Escritura,
Franz Kafka,
Humor,
Lectores,
Lectura,
Literatura
viernes, 6 de septiembre de 2013
Simulación y lectura*
Este interesante texto de Felipe Garrido nos
lo encontramos por casualidad en el vagabundeo cibernético propiciado por una
investigación personal. Un texto con verdades inquietantes e incómodas que
no a todo lector gustarán, y que sin embargo hacen parte de la forma como hemos
sido acostumbrados a leer, forman una costra de cultura impuesta que a lo mejor valga la pena remover. Y la mejor forma de romper con una vieja actitud
hacia la lectura no es otra más que reconocerla, comprenderla y atacarla.
Por Felipe
Garrido
Al desprevenido lector debo advertirle
que mi propósito es ponerlo en guardia contra un género de simulación
especialmente insidioso y lamentable: la simulación de la lectura. Reproduzco
en seguida la primera oración —cinco líneas y media—, la primera unidad de
significado de significado de la presentación de un libro ajeno a mis
preocupaciones habituales: La multicolinealidad en econometría.
Su autor es Octavio Luis Pineda y fue publicado, en el Distrito Federal, por
SITESA y el IPN.
El propósito del presente trabajo es triple. En primer lugar, presentar el problema de la multicolinealidad como una "enfermedad" estadística que acontece frecuentemente en el análisis de regresión, y en particular en econometría; así como sus más obvias e inmediatas consecuencias en la estimación paramétrica, inferencia estadística, especificación funcional y predicción en modelos econométricos uniecuacionales.
Transcribo un segundo texto, de carácter harto diferente: la primera oración, la primera unidad de significado —24 versos— del Primero sueño de sor Juana:
Piramidal, funesta, de la Tierra
Nacida sobra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien, sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes—
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser
ostenta,
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan oscuras, tan graves,
que
aun el silencio no se interrumpía.
Leo estos dos textos en voz alta. Hace
muchos años que frecuento la compañía de sor Juana; encuentro siempre un
deleite en releer El sueño. Pero debo confesar que en el otro texto, el
primero, a pesar de que he procurado modular adecuadamente la voz en cada una
de las frases, de que he seguido con cuidado la puntuación y de que creo haber
pronunciado completa y claramente todas y cada una de las palabras que lo
componen, no he comprendido, podría decir, virtualmente nada. Palabras sueltas,
si acaso. He vislumbrado o he intuido significados, cuando mucho. Es decir, en
realidad, no he leído: he simulado la lectura.
Imaginemos que me ha escuchado alguien
versado en econometría: él sí habrá, siguiendo mis palabras, cabal y
completamente leído. Imaginemos otro lector —alguno habrá— que se encuentre en
una situación recíproca a la mía respecto de los versos de sor Juana; que no
sea capaz de leerlos, sino apenas de simular su lectura. Si tengo la
oportunidad de escucharlo, allí donde él repita palabras que para él no tienen
sentido, yo podré completar una operación de lectura.
Lo que quiero decir es que sin
comprensión no hay lectura.
Quiero
insistir, estrepitosamente, en que la comprensión del texto es la condición
esencial para que podamos hablar de lectura. Lo repito, porque me interesa
vivamente subrayarlo: si no se logra dar sentido y significado1 al texto, si no se logra comprenderlo,
no se produce la lectura. (Aunque está claro, como insistiré abajo, que la
comprensión se construye y, por lo mismo, se va dando en distintos niveles, de
acuerdo con la experiencia y las circunstancias de cada lector. Cuando alguien
escucha o lee los versos de sor Juana y no alcanza a atribuirles un significado
pero se siente conmovido por su música, por su pura sonoridad, con eso está ya
dándoles un sentido, con eso comienza a comprenderlos. Esta forma de iniciarse
en el conocimiento de un texto es privilegio de la literatura.)2
La simulación es uno de los más
devastadores enemigos de la lectura. Enmascara la falta de una lectura genuina
y, detrás de esa máscara, el lector incipiente, el lector poco experto va
acumulando frustraciones —¿cuál es el beneficio de repetir palabras sin sentido
ni significado?— y se va apartando de la lectura antes de haberla conocido.
También esto voy a repetirlo: la falta
de comprensión, la incapacidad de dar sentido y significado a los textos que se
simula leer, es quizás el motivo primordial por el que la mayoría de los
millones de mexicanos que tienen acceso a la escuela no llegan a convertirse en
lectores, así terminen una licenciatura o un doctorado; así lleguen a ocupar
posiciones destacadas en actividades de toda clase incluido, naturalmente, el
campo de la educación. Creo que no es falso decir que uno de los ejes de
nuestro sistema educativo es la simulación de la lectura. En la escuela, en
todos sus niveles, aprendemos y enseñamos a simular la lectura. En la escuela
aprendemos y enseñamos a repetir, en voz alta o en silencio, palabras que
podemos pronunciar pero que no alcanzamos a comprender.
Aprendemos y enseñamos la simulación
de la lectura cuando prestamos atención a lo accesorio y dejamos de lado lo
esencial. Lo accesorio es eso que fue todo lo que yo pude poner, hace un
instante, cuando simulé leer las cinco y media líneas iniciales del libro de
econometría: la modulación de la voz, la velocidad, la articulación de las
palabras, la capacidad de seguir los signos de puntuación.3
Y no es que todo eso no deba cuidarse, sino que todo eso debe ser consecuencia
—no sustituto— de que se ha atendido lo esencial: la capacidad de identificar,
construir y seguir unidades de significado de complejidad creciente; la
capacidad de atribuir al texto sentido y significado. Para decirlo lisa y
llanamente, la capacidad de comprender, de ir más allá de lo que Julio Cortázar
llama la "corteza caltural".4
La comprensión se disfraza a veces de
memorización. Yo puedo memorizar esas líneas ya célebres que arriba transcribí,
sin que me haga falta comprenderlas.5
Cualquiera que no los entienda, con algo más de esfuerzo, me imagino, puede
memorizar los 24 versos de sor Juana. Pero memorizar no significa comprender.
No es que yo menosprecie la
memorización. Al contrario, me parece un ejercicio indispensable que
lastimosamente se ha abandonado creyéndolo enemigo del razonamiento y de la
comprensión. A veces, memorizar un texto puede ser el primer paso en el camino
de su comprensión. Porque la comprensión no es algo que se nos dé de un golpe
sino algo que construimos, en ocasiones penosamente, con enormes dificultades.
Aprendemos a construir la comprensión y, en la medida en que ejercitamos esta
habilidad la vamos facilitando y podemos perfeccionarla hasta el punto de
perder conciencia de su complejidad. Pero, insisto, memorizar no es comprender.
Lo ideal sería memorizar textos que comprendemos, y llegar a comprender textos
que hemos memorizado.
¿Qué es comprender? Comprender es la
capacidad de atribuir sentido y significado a un signo. Los signos, por ellos
mismos, carecen de significado. Atribuírselo es facultad del observador. ¿Qué
significa una estrella solitaria? Entre otras cosas, puede ser Cuba, o la
luminaria que llevó a los magos al pesebre del niño divino, o una marca de
cerveza. Todo depende de quién vea esa estrella, en dónde, en qué
circunstancias. Esos otros signos que son las palabras, y los signos que las
palabras forman al combinarse; esos otros signos que son las frases, los
párrafos, los capítulos, una obra entera, están allí frente a nosotros, en
espera de que les demos, sentido y significado. Aprender a atribuirles sentido
y significado es aprender a comprender; es decir, aprender a leer.
¿Cómo aprendemos a comprender? ¿Cómo,
un día más o menos remoto, supimos que la estrella solitaria es una marca de
cerveza, o la estrella de Belén, o la isla de Martí? ¿Cómo aprendimos a
reconocer en la calavera sobre las tibias cruzadas una señal de peligro? ¿Cómo
llegamos a apropiarnos de un sistema de signos tan complejo como el que hace
falta para seguir un juego de fútbol o de béisbol? Ciertamente no fue por medio
de esos sistemas de tortura a los que son sometidos los alumnos cuando se les
hace leer. Nunca he visto que nadie sea sujeto a un interrogatorio, ni sea
obligado a elaborar un resumen después de haber asistido a un partido de fútbol
o de haber visto una película o un programa de televisión. Y, evidentemente,
estamos mucho mejor educados para ver béisbol, cine y televisión que para leer.
Y, sin embargo, para disfrutar los deportes, el cine y la televisión, como para
gozar la lectura, lo esencial es comprender.
Comprender, cargar de sentido y de
significado un signo, es la primera condición para el placer. De alguna manera,
todo placer comienza o descansa en el placer de comprender. Una caricia, igual
que una novela, igual que una pieza musical, requiere ser comprendida. Una
caricia que no se comprende difícilmente puede ser placentera. Recuerdo una
tarde de lluvia en que yo leía algunos de mis cuentos frente a un grupo de
muchachas y muchachos, estudiantes de preparatoria. Se me ocurrió que
"Nocturno" podía interesarles. Un hombre tiene a su lado una mujer
desnuda: "Sombras sobre sombras: una línea de luz en las caderas. Sus ojos
brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas..."6
La carcajada fue tan unánime, tan espontánea, tan explosiva, que me sumé al
grupo: yo no sabía, hasta ese momento, los jóvenes, lo inocentes que eran; lo
lejos que estaban de comprender esa caricia. Entre otras cosas, la comprensión
es cuestión de experiencia.
La experiencia, el viejo método de
prueba y error, la confrontación de las expectativas, las anticipaciones, las
predicciones del lector contrastadas con el resultado de la lectura es uno de
los caminos hacia la comprensión.
Cuando hablo de experiencia me refiero
a la experiencia personal y, también, a la experiencia colectiva, a la
experiencia social. Pues el sentido de la lectura y el de la escritura —no
deberíamos pensar en una sin la otra—, como el de la estrella en soledad, como
el de la calavera y las tibias, como el del juego de pelota, como el de una
película o un programa de televisión, se construyen en una dimensión
eminentemente social, cultural, aunque esto muchas veces no se tome en cuenta
cuando, más allá de la indispensable alfabetización, nos ocupamos de la
formación de lectores.
Quiero decir con esto que en general no tratamos
un texto como tratamos una película o un partido de béisbol. No lo convertimos
en tema de comentarios y discusiones; no lo compartimos con la misma vitalidad
ni lo incorporamos tan profunda y vigorosamente al acervo de nuestras
experiencias comunes. Tal vez porque, en realidad, muchas veces nosotros mismos
no somos lectores tan genuinos ni tan avezados como deberíamos. Mientras los
maestros no se conviertan en lectores, en lectores auténticos, en lectores de
literatura —ningún lector está completo si no lo es también de literatura— y no
solamente de los textos que les pide su profesión —esa es una manera de ser
analfabetos por especialización— será poco lo que puedan hacer para convertir
en lector a los demás.
El diálogo, la dimensión social,
colectiva de la lectura, es esencial para construir la comprensión. Con la
ventaja de que esa dimensión se extiende en el espacio y en el tiempo al través
de la propia lectura.
¿Cómo se aprende a comprender? ¿Por qué no
alcanzo a entender aquellas cinco y media líneas en que arrancaron estas
digresiones? Si regreso a ese texto tropiezo con palabras y con combinaciones
de palabras a las que no alcanzo a atribuir ningún sentido, ningún significado;
frente a ellas soy incapaz de relacionarlas con ninguna experiencia, con
ninguna parcela de conocimiento anterior. Nada me dice multicolinealidad.
Frente a análisis de regresión, estimación paramétrica o modelos econométricos
uniecuacionales no acierto a componer ninguna imagen mental. Al llegar a este
texto mi ignorancia me desarma. No tengo modo de atribuirle significado. No lo
comprendo.
Si algún día me interesa penetrar en el mundo de
los modelos econométricos uniecuacionales y de los análisis de regresión,
necesitaré apropiarme de su lenguaje, tendré que ir construyendo una red de
referentes que les dé sentido y significado. Cada parcela de conocimiento
consiste en un espacio particular del lenguaje, en una red de referentes
particular.
¿Cómo podemos facilitar, propiciar la
comprensión? ¿Cómo pueden los maestros, por ejemplo, alentar en los alumnos la
capacidad de comprensión? Hemos hablado de una experiencia compartida. Quiero
señalar que esa experiencia deberá estar orientada a formar nuevas redes de
referentes, a enriquecer las que ya se conocen, a capacitar al lector primerizo
para que lo haga por cuenta propia. (Eso mismo es lo que hacemos en un partido
de fútbol, ante una película, una pintura, un edificio o una persona
desconocida.)
¿Qué puedo decirle a ese lector que no
comprendió los versos de sor Juana, o al que simplemente se emocionó al
escucharlos sin saber lo que dicen? ¿Cómo puedo ayudarlo para que vaya
construyendo su comprensión?
Tal vez convendría le diera aviso de
las delicias que el barroco encontró en el hipérbaton, ese gusto por dar a las
partes de la oración un orden distinto al acostumbrado. Que le hiciera ver que
allí donde sor Juana dice:
Piramidal,
funesta, de la Tierra
nacida
sombra, al Cielo encaminaba
de vanos
obeliscos punta altiva,
la
ortodoxia gramatical preferiría algo así como "Una sombra nacida de la Tierra , piramidal y
funesta, encaminaba al Cielo la punta altiva del obelisco que formaba". Y
que al verso
sumisas
sólo voces consentía
preferiría
decir "consentía sólo voces sumisas". Y no estaría mal contarle cómo
gozó y animó el siglo de oro, en toda Europa y en sus dominios trasatlánticos,
los viejos fantasmas del mundo clásico, al punto de que quien ignore la
mitología griega y latina quedará al margen de una enorme cantidad de lecturas
de esta época, en la vieja y en la Nueva España. De ese mundo procede esa diosa
que
tres veces hermosa
con
tres hermosos rostros ser ostenta,
es
decir, la Luna ,
igualmente bella, misteriosa y divina en sus tres fases.
Tal vez podría pedirle que imagine a la Tierra en el espacio; que
imagine el cono —una pirámide de base circular— de sombra que, iluminada por el
Sol, la Tierra
proyecta en dirección de las estrellas, cuya altiva punta parece querer
oscurecerlas. Y que, en esa imagen mental, vea cómo las estrellas, fuera del
alcance de esa pavorosa sombra fugitiva (pasajera, fugaz, cambiante), se mantienen
siempre exentas (libres), siempre brillantes, pues el atezado ceño (la furia
sombría) de ese obelisco de sombra (vano por fracasar en su intento y por ser
intangible) no llega siquiera a traspasar la esfera de la Luna (la primera de las once
esferas concéntrica cuyo centro, en el sistema de Tolomeo, ocupaba la Tierra ) y, por lo tanto, a
su convexo, a su cara exterior. Así que la pirámide de sombras quedaba dueña
solamente del aire que empeñaba, que oscurecía con un propio aliento, y
contenta (contenida, limitada) a la quietud de su imperio silencioso, admitía
solamente las voces sumisas (apagadas) de las aves nocturnas, tan graves y
oscuras que ni siquiera interrumpían el silencio.
Con esas noticias, con esta nueva red
de referentes, con la lectura de otros autores barrocos que la irá haciendo
crecer y lo irá familiarizado con los recursos literarios de aquel tiempo, con
las nuevas lecturas de la misma obra, con la frecuentación del texto, El
sueño de sor Juana irá cobrando sentido y significado —espero —para ese
imaginado lector.
Pues la lectura misma, cuando es
auténtica, cuando no es simulada; es decir, cuando su propósito esencial es dar
sentido y significado al texto, constituye un instrumento inmejorable para
construir y ampliar las redes de referentes que todo lector necesita para
construir la comprensión de un texto. Por eso un lector se hace leyendo y
compartiendo —con vivos y muertos— su lectura. Por eso la acumulación de
lecturas nos habilita para emprender otras lecturas más complejas, que demanden
más nuestra participación, que nos obliguen a ampliar nuestras redes de
referentes, nuestros conocimientos. Por eso cada lector, en la medida en que
lee más, textos más ricos, más exigentes, se va haciendo mejor lector. Porque
va haciendo crecer su capacidad de comprensión; es decir, su capacidad de
placer.
NOTAS.
* Esta plática fue
presentada en la Habana ,
Cuba, en la sala José Lezama Lima, de Pabexpo, el domingo 8 de febrero de 1998,
durante la VIII Feria
internacional del libro de la Habana. Universidad de México. Revista de la Universidad nacional
autónoma de México, núm. 569, junio de 1998, pp. 55-59 (Este texto hace parte
de El buen lector se hace, no nace.
Reflexiones sobre lectura y formación de lectores).
1 Diego sentido como una forma de aprehensión más bien
emocional, intuitiva, que nos lleva a integrar a nuestra experiencia un signo,
como el sentimiento de orgullo y pertenencia que puede despertar en alguien el
himno nacional, aunque no entienda lo que dice: Con significado me refiero a
una operación más intelectual, que no excluye las emociones pero que exige el
manejo de ideas y de información.
Esta escuela, donde
tuve la crisis, no fue desde luego la primera de mi vida. Antes había asistido
al Colegio de San Francisco, donde no estaba formalmente inscrito, me dejaban
entrar a los salones de primero, segundo, más tarde a los de tercero o cuarto.
Por eso a los tres años ya sabía yo leer, y fue cuando me aprendí de memoria
"El Cristo de Temaca".
Hay
en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que
su rara perfección he visto.
Jurar
puedo
Que lo
pintó Dios mismo con su dedo.
En vano
corre la impiedad maldita
y ante el
portento la contienda entabla.
El Cristo
aquel parece que medita
Y parece
que habla...
[...]
No
voy a presumir con el propósito de que yo entendía algo de texto que recitaba
de memoria. Nada más afirmo que sentía mucho las palabras que iba diciendo a
media lengua. Pero lo que se dice "entender" sólo entendía
"entabla", y eso por una tablita que hacía de puentecito sobre un
hilo de agua que marcaba el límite entre un patio cubierto y uno descubierto,
al pie de un lavadero. Al ser pisada la tablita, el agua bajo ella salpicaba
levemente al tiempo que se producía un breve chasquido, mientras yo repetía,
destrozándolo, el verso del padre Plasencia: "...entabla, la contienda
entabla". (Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947)
contada a Fernando del Paso. Consejo nacional para la cultura y las artes,
México, 1994, pp. 33-34.)
3 Todo eso a lo que
se le presta atención en esos vanos y lastimosos concursos que con frecuencia
se organizan para encontrar al "niño lector del estado", o de la
escuela, o de donde sea, como si se tratara de un fenómeno de feria.
Tengo a la vista la convocatoria para un
"Concurso regional de lectura en escuela primaria", organizado por
las autoridades educativas de Guanajuato, que fue lanzada el 16 de noviembre de
1998. En su cláusula octava se especifican los aspectos que serán
calificados en las tres etapas del concurso (por escuela, por zona y por
sector): "postura, fluidez, acentuación, puntuación y pronunciación
clara". Todo eso poco tiene que ver con una genuina operación de lectura.
Como es evidente, la atención se concentra en aspectos secundarios y no en la
comprensión del texto. Este tipo de actividades favorece la simulación de la
lectura.
Que esta convocatoria proceda de
Guanajuato es un hecho meramente circunstancial; acaba de llegar a mis manos,
pero eso no revela ninguna tendencia local. Estos concursos son una tradición
nacional y se organizan en todas partes.
Entra en la liza, para nuevo regocijo
del lector, Julio Cortázar. No se refiere concretamente a la lectura, pero si
al problema que significa mantener la preocupación por las formas por encima de
la preocupación por el entendimiento:
...También cuando
estuve en Cuba me encontré con jóvenes intelectuales que se sonreían
irónicamente al recordar cómo Lezama [Lima] suele pronunciar caprichosamente el
nombre de algún poeta extranjero; la diferencia empezaba en el momento en que
esos jóvenes, puestos a decir algo sobre el poeta en cuestión, se quedaban en
la buena fonética mientras que Lezama, en cinco minutos de hablar de él, los
dejaba a todos mirando para el techo. El subdesarrollo tiene uno de sus índices
en lo quisquillosos que somos para todo lo que toca la corteza cultural, las
apariencias y chapa en la puerta de la cultura. Sabemos que Dylan se dice Dílan
y no Dáilan como dijimos la primera vez (y nos miramos irónicos o nos
corrigieron o nos olimos que algo andaba mal); sabemos exactamente cómo hay que
pronunciar Caen y Laon y Sean O'Casey y Gloucester. Está muy bien, lo mismo que
tener las uñas limpias y usar desodorantes. Lo otro empieza después, o no
empieza. Para muchos de los que con una sonrisa le perdonan la vida a Lezama,
no empieza ni antes ni después, pero las uñas, se los juro, perfectas. (La
vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, Madrid, 1972, tomo II, P. 52.)
5 Arreola lo subraya
con malicia, al recordar su confusión pueril entre el verbo entablar y el
sustantivo tabla. Véase la nota 2.
—Hace tanto tiempo—me dijo al oído, jadeante
todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento.
Sombras sobre
sombras; una línea de luz en las cadera. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé
a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de luna; me detuve en las
corvas; la escuche suspirar.
—Sigueme soñando —
le supliqué—. No vayas a despertar.
[La Musa y el Garabato. Fondo de
cultura económica, México, 1992, pp. 19-20.]
Etiquetas:
Felipe Garrido,
Lectores,
Lectura,
Literatura
lunes, 8 de julio de 2013
Cómo lee el mal lector
C. S. Lewis, mejor conocido por ser el autor de la famosa serie de libros Las crónicas de Narnia, también fue un intuitivo “teórico” de la lectura, que en un volumen más bien breve (La experiencia de leer) nos legó algunas de las más inspiradoras páginas a propósito de la pasión por el lenguaje que constituye todo gran acercamiento al acto de lectura, aparentemente tan sencillo y tan poco digno de atención.
Por C.S. Lewis
Es
fácil establecer un contraste entre la apreciación puramente musical de una
sinfonía y la actitud de aquellas personas para quienes su audición es tan
sólo, o sobre todo, un punto de partida para alcanzar cosas tan inaudibles (y,
por lo tanto, tan poco musicales) como las emociones y las imágenes visuales.
En cambio, en el caso de la literatura nunca puede haber una apreciación
puramente literaria similar a la que permite la música. Todo texto literario es
una secuencia de palabras, y los sonidos (o sus equivalentes gráficos) son
palabras en la medida en que a través de ellos la mente alcanza algo que está
más allá. Ser una palabra significa precisamente eso. Por tanto, aunque
atravesar los sonidos musicales para llegar a algo inaudible y no musical pueda
ser una mala manera de abordar la música, atravesar las palabras para llegar a
algo no verbal y no literario no es una mala manera de leer. Es, simplemente,
leer. Si no, deberíamos decir que leemos cuando dejamos que nuestros ojos se
paseen por las páginas de un libro escrito en una lengua que desconocemos, y
podríamos leer a los poetas franceses sin necesidad de aprender el francés. Lo
único que exige la primera nota de una sinfonía es que sólo prestemos atención
a ella. En cambio, la primera palabra de la Riada dirige nuestra mente
hacia la ira: hacia algo que conocemos al margen del poema e, incluso, al
margen de la literatura.
Con
esto no quiero prejuzgar acerca de la discusión entre quienes afirman que «un
poema no debería significar sino ser» y quienes lo niegan. Sea o no esto cierto
del poema, no cabe duda de que las palabras que lo integran deben significar.
Una palabra que sólo «fuese», y que no «significase», no sería una palabra.
Esto vale incluso para la poesía sin sentido. En su contexto, boojum no
es un mero ruido. Si interpretásemos el verso de Gertrude Stein a rose is a
rose («una rosa es una rosa») como arose is arose («surgió es
surgió»), ya no sería el mismo verso.
Cada
arte es él mismo y no cualquier otro arte. Por tanto, todo principio general que
descubramos deberá tener una forma específica de aplicación en cada una de las
artes. Lo que ahora nos interesa es descubrir cómo se aplica correctamente a la
lectura la distinción que hemos establecido entre usar y recibir. ¿Qué actitud
del lector carente de sensibilidad literaria corresponde a la concentración
exclusiva del oyente sin sensibilidad musical en la «melodía principal», y al
uso que éste hace de ella? Para averiguarlo podemos guiarnos por el
comportamiento de esos lectores. A mi entender éste presenta las siguientes
características:
Nunca,
salvo por obligación, leen textos que no sean narrativos. No quiero decir que
todos lean obras de narrativa. Los peores lectores son aquellos que viven
pegados a «las noticias». Día a día, con apetito insaciable, leen acerca de
personas desconocidas que, en lugares desconocidos y en circunstancias que
nunca llegan a estar del todo claras, se casan con (o salvan, roban, violan o
asesinan a) otras personas igualmente desconocidas. Sin embargo, esto no los diferencia
sustancialmente de la categoría inmediatamente superior: la de los lectores de
las formas más rudimentarias de narrativa. Ambos desean leer acerca del mismo
tipo de hechos. La diferencia consiste en que los primeros, como Mopsa en la
obra de Shakespeare, quieren «estar seguros de que esos hechos son verdaderos».
Ello se debe a que es tal su ineptitud literaria que les resulta imposible
considerar la invención una actividad lícita o tan siquiera posible. (La
historia de la crítica literaria muestra que Europa tardó siglos en superar
esta barrera.)
No
tienen oído. Sólo leen con los ojos. Son incapaces de distinguir entre las más
horribles cacofonías y los más perfectos ejemplos de ritmo y melodía vocálica.
Esta falta de discernimiento es la que nos permite descubrir la ausencia de
sensibilidad literaria en personas que por lo demás ostentan una elevada
formación. Son capaces de escribir «la relación entre la mecanización y la
nacionalización» sin que se les mueva un pelo.
Su
inconsciencia no se limita al oído. Tampoco son sensibles al estilo, e incluso
llegan a preferir libros que nosotros consideramos mal escritos. Haced la
prueba y ofreced a un lector de doce años sin sensibilidad literaria (no todos
los muchachitos de esa edad carecen de ella) La isla del tesoro a cambio
de la historieta de piratas que constituye su dieta habitual; o bien, a un
lector de la peor clase de ciencia ficción Los primeros hombres en la luna de
Wells. A menudo os llevaréis una desilusión. Al parecer les estaréis ofreciendo
el tipo de cosas que les gustan, pero mejor hechas: descripciones que realmente
describen, diálogos bastantes verosímiles, personajes claramente imaginables.
Picotearán un poco aquí y allá, y en seguida lo dejarán de lado. Ese tipo de
libro contiene algo que los desconcierta.
Les
gustan las narraciones en las que el elemento verbal se reduce al mínimo:
«tiras» donde la historia se cuenta en imágenes, o filmes con el menor diálogo
posible.
Lo
que piden son narraciones de ritmo rápido. Siempre debe estar «sucediendo»
algo. Sus críticas más comunes se refieren a la «lentitud», al «detallismo»,
etc., de las obras que rechazan.
No
es difícil descubrir el origen de todo esto. Así como el oyente que no sabe
escuchar música sólo se interesa por la melodía, el lector sin sensibilidad
literaria sólo se interesa por los hechos. El primero descarta casi todos los
sonidos que la orquesta produce realmente: lo único que quiere es tararear la
melodía. El segundo descarta casi todo lo que hacen las palabras que tiene ante
sus ojos: lo único que quiere es saber qué sucedió después.
Sólo
lee relatos porque únicamente en ellos puede encontrar hechos. Es sordo para el
aspecto auditivo de lo que lee porque el ritmo y la melodía no le sirven para
descubrir quién se casó con (o salvó, robó, violó o asesinó a) quién. Le gustan
las «tiras» y los filmes donde casi no se habla porque en ellos nada se
interpone entre él y los hechos. Y les gusta la rapidez porque en un relato muy
rápido sólo hay hechos.
Sus
preferencias estilísticas requieren un comentario más extenso. Podría parecer
que se tratase en este caso de un gusto por lo malo como tal, por lo malo en
virtud de su maldad. Sin embargo, creo que no es así.
Tenemos
la impresión de que nuestro juicio sobre el estilo de una persona, palabra por
palabra y oración por oración, es instantáneo. Sin embargo, siempre es
posterior, por infinitesimal que sea el intervalo, al efecto que las palabras y
las oraciones producen en nosotros. Cuando leemos en Milton la expresión
«sombra escaqueada» en seguida imaginamos cierta distribución de las luces y de
las sombras, que se nos aparece con una intensidad e inmediatez
desacostumbradas, produciéndonos placer. Por tanto, concluimos que la expresión
«sombra escaqueada» es un ejemplo de buen estilo. El resultado demuestra la
excelencia de los medios utilizados. La claridad del objeto demuestra la
calidad de la lente con que lo miramos. Si, en cambio, leemos el pasaje del
final de Guy Mannering, donde el héroe contempla el cielo y ve los
planetas «rodando en su líquida órbita de luz», la imagen de los planetas
rodando ante los ojos, o de las órbitas visibles, es tan ridicula que ni
siquiera intentamos construirla. Aunque interpretásemos que órbitas no
es el término deseado, sino orbes, la cosa no mejoraría, porque a simple vista
los planetas no son orbes o esferas, ni siquiera discos. Lo único que
encontramos es confusión. Por tanto, decimos que ese pasaje de Scott está mal
escrito. La lente es mala porque no podemos ver a través de ella. Análogamente,
cada oración que leemos proporciona o no satisfacción a nuestro oído interior.
Sobre la base de esta experiencia declaramos que el ritmo del autor es bueno o
malo.
Cabe
señalar que todas las experiencias en que se basan nuestros juicios dependen de
que tomemos en serio las palabras. Si no prestamos plena atención tanto al
sonido como al sentido, si no estamos sumisamente dispuestos a concebir,
imaginar y sentir lo que las palabras nos sugieren, seremos incapaces de tener
esas experiencias. Si no tratamos realmente de mirar la lente, no podremos
descubrir si ésta es buena o mala. Nunca podremos saber si un texto es malo, a
menos que hayamos empezado por tratar de leerlo como si fuese bueno, para luego
descubrir que con ello el autor estaba recibiendo un cumplido que no merecía.
En cambio, el mal lector nunca está dispuesto a prodigar a las palabras más que
el mínimo de atención que necesita para extraer del texto los hechos. La
mayoría de las cosas que proporciona la buena literatura —y que la mala no
proporciona— son cosas que ese lector no desea y con las que no sabe qué hacer.
Por
eso no valora el buen estilo. Por eso, también, prefiere el mal estilo. Los
dibujos de las «tiras» no necesitan ser buenos: si lo fuesen, su calidad
constituiría incluso un obstáculo. Porque cualquier persona u objeto ha de
poder reconocerse en ellos de inmediato y sin esfuerzo. Las figuras no están
para ser examinadas en detalle sino para ser comprendidas como proposiciones;
apenas se diferencian de los jeroglíficos. Pues bien: la función que desempeñan
las palabras para el mal lector es más o menos ésa. Para él, la mejor expresión
de un fenómeno o de una emoción (las emociones pueden formar parte de los
hechos) es el cliché más gastado: porque permite un reconocimiento
inmediato. «Se me heló la sangre» es un jeroglífico que representa el miedo. Lo
que un gran escritor haría para tratar de expresar la singularidad de
determinado miedo supone un doble obstáculo para este tipo de lector. De una
parte, se le ofrece algo que no le interesa. De la otra, eso sólo se le ofrece
si está dispuesto a dedicar a las palabras una clase y un grado de atención que
no desea prodigarles. Es como si alguien tratase de vendernos algo que no nos
sirve a un precio que no queremos pagar. El buen estilo le molestará porque es
demasiado parco para lo que le interesa, o bien porque es demasiado rico. En un
pasaje de D. H. Lawrence donde se describe un paisaje boscoso —o en otro de
Ruskin, que describe un valle rodeado de montañas— encontrará muchísimo más de
lo que es capaz de utilizar. Pero quedará insatisfecho con el siguiente pasaje
de Malory: «Llegó ante un castillo grande y espléndido, con una poterna hacia
el mar, que estaba abierta y sin guardia; en la entrada sólo había dos leones,
y la luna brillaba». Tampoco estaría satisfecho si en lugar de: «Se me heló la
sangre» leyese: «Tenía un miedo terrible». Para la imaginación del buen lector,
este tipo de enunciación escueta de los hechos suele ser más evocativa. Pero el
malo no se conforma con que la luna brille. Preferiría que le dijeran que el
castillo estaba «sumido en el plateado diluvio de la luz lunar». Esto se
explica en parte por la escasa atención que presta a las palabras. Si algo no
se destaca, si el autor no lo «adereza», lo más probable es que pase
inadvertido. Pero lo decisivo es que busca el jeroglífico: algo que desencadene
sus reacciones estereotipadas ante la luz de la luna (desde luego, tal como aparece
en los libros, las canciones y los filmes; creo que los recuerdos del mundo
real son muy tenues e influyen apenas en su lectura). Por tanto, su manera de
leer adolece paradójicamente de dos defectos. Carece de la imaginación atenta y
obediente que le habría permitido utilizar cualquier descripción completa y
detallada de una escena o de un sentimiento. Y, de otra parte, también le falta
la imaginación fecunda, capaz de construir (en el momento) la escena basándose
en los meros hechos. Por tanto, lo que pide es un decoroso simulacro de
descripción y análisis, que no requiera una lectura atenta, pero que baste para
hacerle sentir que la acción no se desarrolla en el vacío: algunas referencias
vagas a los árboles, la sombra y la hierba, en el caso de un bosque; o alguna
alusión al ruido de botellas destapadas y a mesas desbordantes, en el caso de
un banquete. Para esto, nada mejor que los clichés. Este tipo de pasajes le
impresionan tanto como el telón de fondo al aficionado al teatro: nadie le
presta realmente atención, pero todos notarían su ausencia si no estuviera
allí. Así pues, el buen estilo casi siempre molesta, de una manera u otra , a
este tipo de lector. Cuando un buen escritor nos lleva a un jardín suele darnos
una imagen precisa de ese jardín particular en ese momento particular
—descripción que no necesita ser larga, pues lo importante es saber
seleccionar—, o bien se limita a decir: «Fue en el jardín, por la mañana
temprano». Al mal lector no le gusta una cosa ni la otra. Lo primero le parece mero
«relleno»: quiere que el autor «se deje de rodeos y vaya al grano». Lo segundo
le espanta como el vacío: allí su imaginación no puede respirar.
Hemos
dicho que el interés de este tipo de lector por las palabras es tan reducido
que su uso de ellas dista mucho de ser pleno. Pero conviene señalar la
existencia de un tipo diferente de lector, que se interesa muchísimo más por
ellas, si bien no de la manera correcta. Me refiero a los que llamo «fanáticos
del estilo». Cuando cogen un libro, estas personas se concentran en lo que
llaman su «estilo» o su «lenguaje». El juicio que éste les merece no se basa en
sus cualidades sonoras ni en su capacidad expresiva, sino en su adecuación a
ciertas reglas arbitrarias. Para ellos, leer es una caza de brujas permanentemente
dirigida contra los americanismos, los galicismos, las oraciones que acaban con
una preposición y la inserción de adverbios en los infinitivos. No se preguntan
si el americanismo o el galicismo en cuestión enriquece o empobrece la
expresividad de nuestra lengua. Tampoco les importa que los mejores hablantes y
escritores ingleses lleven más de un milenio construyendo oraciones acabadas
con preposiciones. Hay muchas palabras que les desagradan por razones
arbitrarias. Una es «una palabra que siempre han odiado»; otra «siempre les
sugiere determinada cosa». Ésta es demasiado común; aquélla, demasiado rara.
Son las personas menos cualificadas para opinar sobre el estilo, porque jamás
aplican los únicos dos criterios realmente pertinentes: los que sólo toman en
cuenta (como diría Dryden) su aspecto «sonante y significante». Valoran el
instrumento por cualquiera de sus aspectos menos por su idoneidad para realizar
la función que se le ha asignado; tratan la lengua como algo que «es», no como
algo que «significa»; para criticar la lente la miran en lugar de mirar a
través de ella. Se ha dicho muchas veces que la ley sobre la obscenidad
literaria se aplicaba exclusivamente contra determinadas palabras, y que los
libros no se prohibían por su intención sino por su vocabulario; de manera que
un escritor podía administrar sin trabas a su público los afrodisíacos más
poderosos siempre y cuando fuese capaz —¿qué escritor competente no lo es?— de
evitar los vocablos interdictos. Los criterios del fanático del estilo son tan
ineficaces —aunque por otra razón— como los de esa ley; equivocan su objetivo
de la misma manera. Si la mayoría de las personas son iliteratas, él es
«antiliterato». Crea en la mente de esas personas (que, por lo general, han
tenido que soportarlo en la escuela) una aversión hasta por la palabra estilo,
y una profunda desconfianza por todo libro del que se diga que está bien
escrito. Si estilo es lo que aprecia el fanático del estilo, entonces
esa aversión y esa desconfianza están totalmente justificadas.
Como
ya he dicho, el oyente que no sabe escuchar música selecciona la melodía
principal; la utiliza para tararearla o silbarla, y para entregarse a
ensoñaciones emocionales e imaginativas. Por supuesto, las melodías que más le
gustan son las que más se prestan a ese tratamiento. Del mismo modo, el mal
lector selecciona los hechos, «lo que sucedió». Los tipos de hechos que más le
gustan concuerdan con la forma en que los utiliza. Podemos distinguir tres
tipos principales.
Le
gusta lo «emocionante»: los peligros inminentes y los escapes por un tris. El
placer consiste en la permanente excitación y distensión de la ansiedad
(indirecta). El hecho de que existan jugadores demuestra que muchas personas
encuentran placer incluso a través de la ansiedad real, o, al menos, que ésta
es un ingrediente necesario de la actividad placentera. La popularidad de que
gozan las demostraciones de los rompecoches y otros espectáculos de ese tipo
demuestra que la sensación de miedo, cuando va unida a la de un peligro
real, es placentera. Las personas de espíritu más templado buscan el peligro y
el miedo reales por mero placer. En cierta ocasión un montañero me dijo lo
siguiente: «Una ascensión sólo es realmente divertida si en algún momento uno
jura que si logra bajar con vida jamás volverá a subir a una montaña». El hecho
de que la persona que no sabe leer bien desee «emociones» no tiene nada de
asombroso. Es un deseo que todos compartimos. A todos nos gusta estar
pendientes de un final reñido.
En
segundo lugar, le gusta que su curiosidad sea excitada, exacerbada y,
finalmente, satisfecha. De ahí la popularidad de los relatos de misterio. Este
tipo de placer es universal y, por tanto, no necesita explicación. A él se debe
gran parte de la alegría que siente el filósofo, el científico o el erudito. Y
también el cotilla.
En
tercer lugar, le gustan los relatos que le permiten participar —indirectamente,
a través de los personajes— del placer o la dicha. Esos relatos son de varios
tipos. Pueden ser historias de amor, que, a su vez, pueden ser sensuales y
pornográficas o sentimentales y edificantes. Pueden ser relatos cuyo tema sea
el éxito en la vida: historias sobre la alta sociedad o, simplemente, sobre la
vida de gente rica y rodeada de lujos. Será mejor no suponer que en cualquiera
de estos casos el placer indirecto siempre es un sucedáneo del placer real. No
sólo las mujeres feas y no amadas leen historias de amor; no todos los que leen
historias sobre éxitos son unos fracasados.
Distingo
entre estas clases de historias por razones de claridad. De hecho, la mayoría
de los libros sólo pertenecen en su mayor parte pero no por completo a una u
otra de dichas clases. Los relatos de emoción o de misterio suelen incluir —a
menudo automáticamente— un «toque» de amor. La historia de amor, el idilio o el
relato sobre la alta sociedad deben tener algún ingrediente de suspense y
ansiedad, por trivial que sea.
Que
quede bien claro que el lector sin sensibilidad literaria no lee mal porque
disfrute de esta manera con los relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo
así. Lo que le impide alcanzar una experiencia literaria plena no es lo que
tiene sino lo que le falta. Bien podría haber hecho una cosa sin dejar de hacer
las otras. Porque hay buenos lectores que también disfrutan de esa manera cuando
leen buenos libros. A todos se nos corta la respiración mientras el Cíclope
tantea el cuerpo del carnero que transporta a Ulises, y nos preguntamos cómo
reaccionará Fedra (e Hipólito) ante el inesperado regreso de Teseo, o cómo
influirá la deshonra de la familia Bennet sobre el amor de Darcy por Elizabeth.
Nuestra curiosidad se excita muchísimo cuando leemos la primera parte de Confesiones
de un pecador justificado, o al enterarnos del cambio de conducta del
general Tilney. Deseamos intensamente poder descubrir quién es el desconocido
benefactor de Pip en Grandes esperanzas. Cada estrofa de The House of
Busirane de Spenser estimula nuestra curiosidad. En cuanto al goce
indirecto de la dicha imaginada, la mera existencia del género pastoril le
asegura un puesto respetable en la literatura. Y en los demás géneros, si bien
no exigimos que todo relato tenga un final feliz, cuando éste se produce, y
encaja bien y está bien hecho, disfrutamos, sin duda, de la dicha de los
personajes. Estamos dispuestos incluso a disfrutar indirectamente de la
realización de deseos totalmente irrealizables, como los de la escena de la
estatua en Cuento de invierno; porque
¿hay acaso deseo más irrealizable que el de que resucite la persona a quien
hemos tratado con crueldad e injusticia, y que ésta nos perdone, y que «todo
vuelva a ser como antes»? Quienes sólo buscan en la lectura esa felicidad
indirecta son malos lectores; pero se equivocan quienes afirman que el buen
lector nunca puede gozar también de ella.
Etiquetas:
C.S. Lewis,
Lectores,
Lectura,
Literatura
lunes, 31 de diciembre de 2012
Del leer y el escribir
Magia en las letras, por Cecilia Ferreira. |
Por
Friedrich Nietzsche
De
todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe
tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
No
es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.
Quien
conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un siglo de lectores todavía -
y hasta el espíritu olerá mal.
El
que a todo el mundo le sea lícito aprender a leer corrompe a la larga no sólo
el escribir, sino también el pensar.
En
otro tiempo el espíritu era Dios60, luego se convirtió en hombre, y
ahora se convierte incluso en plebe.
Quien
escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido
de memoria.
En
las montañas el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: mas para
ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y
aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos.
El
aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre
maldad: estas cosas se avienen bien.
Quiero
tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas
se crea sus propios duendes,- el valor quiere reír.
Yo
ya no tengo sentimientos en común con vosotros: esa nube que veo por debajo de
mí, esa negrura y pesadez de que me río, - cabalmente ésa es vuestra nube tempestuosa.
Vosotros
miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque
estoy elevado.
¿Quién
de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas
más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida61.
Valerosos,
despreocupados, irónicos, violentos - así nos quiere la sabiduría: es una mujer
y ama siempre únicamente a un guerrero62.
Vosotros
me decís: «la vida es difícil de llevar». Mas ¿para qué tendríais vuestro orgullo
por las mañanas y vuestra resignación por las tardes?
La
vida es difícil de llevar: ¡no me os pongáis tan delicados! Todos nosotros
somos guapos, borricos y pollinas de carga63.
¿Qué
tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima
de su cuerpo una gota de rocío?
Es
verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino
porque estamos habituados a amar64.
Siempre
hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la
demencia65.
Y
también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de
felicidad son las mariposas y las burbujas de jabón, y todo lo que entre los
hombres es de su misma especie.
Ver
revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, volubles - eso hace
llorar y cantar a Zaratustra.
Yo
no creería más que en un dios que supiese bailar.
Y
cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profundo, solemne: era el
espíritu de la pesadez66 - él hace caer a todas las cosas.
No
con la cólera, sino con la risa se mata 67. ¡Adelante, matemos el
espíritu de la pesadez!
He
aprendido a andar: desde entonces me dedico a correr. He aprendido a volar:
desde entonces no quiero ser empujado para moverme de un sitio.
Ahora
soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora un
dios baila por medio de mí.
Así
habló Zaratustra.
______________________
Notas:
60 Véase el Evangelio de Juan, 4, 24: «Dios
es espíritu.» En la cuarta parte, La
fiesta del asno, 1,
el papa jubilado criticará la frase «Dios es espíritu».
61 Los tres
párrafos que van desde «Vosotros miráis...» hasta aquí fueron colocados por
Nietzsche como motto al frente de la
tercera parte de esta obra.
62 El tercer tratado de La genealogía de la moral lleva a su frente, como motto, esta frase. Nietzsche dice en el prólogo que ese
tercer tratado, titulado «¿Qué significan los ideales ascéticos?», es todo él
«un comentario» del citado párrafo.
63 Reminiscencia
irónica del Evangelio de Mateo, 21, 5: «Y los discípulos... trajeron la borrica y el pollino»
(preparativos para la entrada de Jesús en Jerusalén).
64 Juego de
palabras, en alemán, entre vivir (leben) y amar (lieben).
65 Paráfrasis de Hamlet, acto II, escena 2: «Ocurrencias felices que
suele tener la demencia, y que ni la más sana razón y lucidez podrían soltar
con tanta fortuna» (palabras de Polonio a Hamlet).
66 Véase, en la
tercera parte, De la visión y del enigma, así como Del espíritu de la pesadez, donde Nietzsche
desarrolla con detalle el significado del «espíritu de la pesadez».
67 En la cuarta
parte, La fiesta del asno, el
más feo de los hombres recordará a Zaratustra esta enseñanza.
Etiquetas:
Escritura,
Filosofía,
Lectura,
Literatura,
Nietzsche
jueves, 13 de septiembre de 2012
Prólogo a La experiencia de la lectura
Por Jorge Larrosa
Estudiar:
leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Las páginas de
la lectura en el centro, las de la escritura en los márgenes. Y también:
escribir leyendo. Abriendo un espacio para la escritura en medio de una mesa
llena de libros. Leer y escribir son, en el estudio, haz y envés de una misma
pasión.
Estudiar:
lo que pasa entre el leer y el escribir. Lectura que se hace escritura y
escritura que se hace lectura. Impulsándose la una a la otra. Inquietándose la
una a la otra. Confundiéndose la una en la otra. Interminablemente.
La
lectura está al principio y al final del estudio. La lectura y el deseo de la
lectura. Lo que el estudio busca es la lectura, el demorarse en la lectura, el
extender y el profundizar la lectura, el llegar, quizá, a una lectura propia.
Estudiar: leer, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, encaminándose a
la propia lectura. Sabiendo que ese camino no tiene fin ni finalidad. Sabiendo
además que la experiencia de la lectura es infinita e inapropiable.
Interminablemente.
Y
también: la escritura y el deseo de la escritura están al principio y al final
del estudio. Lo que el estudio quiere es la escritura, el demorarse en la
escritura, el alcanzar, quizá, la propia escritura. Estudiar: escribir, en
medio de una mesa llena de libros, en camino una escritura propia. Aunque ese
camino no tenga fin ni finalidad. Sabiendo que la experiencia de la escritura
es también infinita e inapropiable. Interminablemente.
Escribes
lo que has leído, lo que, al leer, te ha hecho escribir. Lees palabras de otros
y mantienes con ellas una relación de exterioridad. Te pones en juego en
relación a un texto ajeno. Lo entiendes o no, te gusta o no, estás de acuerdo o
no. Sabes que lo más importante no es ni lo que el texto dice ni lo que tú seas
capaz de decir sobre el texto. El texto sólo dice lo que tú lees. Y lo que tú
lees no es ni lo que comprendes, ni lo que te gusta, ni lo que concuerda
contigo. En el estudio, lo que cuenta es el modo como, en relación con las
palabras que lees, tú vas a formar o a transformar tus palabras. Las que tú
leas, las que tú escribas. Tus propias palabras. Las que nunca serán tuyas.
Estudiando,
tratas de aprender a leer lo que aún no sabes leer. Y tratas de aprender a
escribir lo que aún no sabes escribir. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora
lees sin saber leer y escribes sin saber escribir. Ahora estás estudiando.
Algunas
veces tienes la impresión de leer palabras de nadie, tan de nadie que podrían
ser tuyas, de cualquiera. Se da entonces una especie de intimidad entre tú y lo
que has leído: no hay distancia, tampoco defensa. No hay exterior ni interior.
No hay diferencia entre tú y lo que lees. Dura sólo un instante. Súbitamente se
da una especie de orden, una especie de claridad. Es un instante callado y
gozoso, ensimismado. Es una sensación de lleno y vacío a la vez, una extraña mezcla
de plenitud e inocencia.
Aíslas
lo que has leído, lo repites, lo rumias, lo copias, lo varías, lo recompones,
lo dices y lo contradices, lo robas, lo haces resonar con otras palabras, con
otras lecturas. Te vas dejando habitar por ello. Le das un espacio entre tus
palabras, tus ideas, tus sentimientos. Lo haces parte de ti. Te vas dejando
transformar por ello. Y escribes.
Empiezas
a escribir y otra vez la distancia entre tú y las palabras. Lo que era silencio
se ha hecho bullicio. Lo que era luz se ha convertido en balbuceo. Pero quieres
ser fiel a aquel instante. No para expresarlo, para fijarlo o para conservarlo:
nada que tenga que ver con la apropiación. Tampoco para compartirlo. Todavía
no: no puedes compartir lo que no tienes. Ahora estás estudiando. Y escribes.
Por fidelidad, escribes.
Lees
lo que has escrito. Tus palabras te parecen ajenas, es decir, que las entiendes
o no, que te gustan o no, que estás de acuerdo o no. Como si no fueran tuyas.
Aunque a veces consigues que parezcan de nadie, tan de nadie que podrían ser de
cualquiera, tuyas también. Y sigues leyendo (con un cuaderno abierto y un lápiz
en la mano). Y escribiendo (sobre una mesa llena de libros). Sigues. Ya no hay
más separación entre el centro y los márgenes que la que tú creas en el movimiento
cada vez más rápido entre la mano y el ojo, entre el ojo y la mano.
Deslizamiento. Murmullo de voces sin voz, gotear de palabras. Las palabras
ajenas y las propias se confunden y tú tratas de mantener la raya de una
separación cada vez más imposible.
El
cuaderno se va llenando de notas: ocurrencias, series de palabras, frases
incompletas, párrafos agujerados, tachaduras, llamadas a otros textos, a veces
alguna iluminación compacta y feliz. Los libros, abiertos y marcados, casi
obscenos, se van acumulando los unos sobre los otros y ya amenazan con desbordar
la mesa.
Tienes
que imponer un orden a esa promiscuidad de libros abiertos y a ese cuaderno
abarrotado de notas y de borrones. Tienes que darle una forma a ese murmullo en
el que se oyen demasiadas cosas y, justamente por eso, no se oye nada. Tienes
que empezar a escribir. Lo más difícil es empezar.
Lees y
relees lo escrito, quitas y añades, injertas, recompones. Empiezas de nuevo
probando con otra voz, con otro tono. Empezar a escribir es crear una voz,
dejarse llevar por ella y experimentar con sus posibilidades. Sabes que todo
depende de lo que te permita esa voz que inventas. Y de las modalidades de
escucha que se sigan, quizá, de ella. Buscas, para la escritura, la voz más
generosa, la más desprendida. Anticipas, para la lectura, la escucha más abierta,
la más libre. Sabes que esa generosidad de la voz y esa libertad de la escucha
son el primer efecto del texto, el más importante, quizás el último. Por eso lo
más difícil es empezar. Por eso vuelves a empezar. Una y otra vez. Y sigues.
Vuelves a los libros desparramados sobre la mesa. Y sigues. Te afanas en tu
cuaderno de notas. Y sigues. A veces sientes que no tienes nada que decir. Y
sigues escribiendo, y leyendo, para ver si lo encuentras. El texto se te va
escapando de las manos. Y sigues.
Afuera
es de noche. Aunque sea de día, es de noche. En ocasiones llueve. Haces venir
la noche y, cuando no es suficiente, también haces venir la lluvia, para crear
una campana de vacío, un muro opaco a cualquier luz y sordo a cualquier sonido.
Necesitas de la noche y la lluvia para hacer una pantalla que contenga todo ese
barullo y lo proyecte hacia adentro. También para protegerte de la primavera. Todo
estudiante sabe que al estudio no le va la primavera. A lo mejor algún día tus
escritos sonarán a primavera y entonces podrás inventar ruidos de fiesta,
tonalidades de verde y sonrisas. Sobre todo, sonrisas. Tal vez consigas alguna
frase que a alguien le parezca luminosa. Pero ahora es de noche, llueve y la
primavera, como una amenaza, ha sido firme y dolorosamente expulsada. Ahora
estás estudiando.
Leer, escribir... soñar, por Mike Lemanski. |
Se lee
porque sí, por leer. Aunque leamos para esto o para lo otro, aunque nos vayamos
inventando motivos, utilidades obligaciones, leer es sin por qué. Algún día
empezó, y luego sigue. Como la vida.
Vivir
es sin por qué. Hacemos esto o lo otro para llenar la vida, para darle un
motivo a la vida. Pero sabemos, quizá sin saberlo, que la vida no es sino ese
sentirse vivos que a veces nos conmueve hasta las lágrimas. Vivir es sentirse
viviendo, gozosa y dolorosamente viviendo. Las ocupaciones de la vida, hasta
las más necesarias o las más hermosas, se hacen costumbre. Pero el sentimiento
de vivir se da siempre sin buscarlo y como una sorpresa. Y entonces es como si tocáramos
la vida de la vida. Lo que podría ser como su centro vivo, su entraña viva, su
latido. O quizá su exterior, lo otro de la vida, aquello que no se deja vivir,
que no se puede vivir, pero a lo que la vida algunas veces apunta, o señala,
como su afuera imposible. Un instante callado y gozoso. Lleno y vacío a la vez.
Plenitud e inocencia.
Se lee
para sentirse leer, para sentirse leyendo, para sentirse vivo leyendo. Se lee
para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o
su afuera imposible. Y para escribirlo. Se escribe por fidelidad a esas
palabras de nadie que nos hicieron sentir vivos, gratuita y sorprendentemente
vivos.
El
estudio vive de las palabras y en las palabras. Te gustan las palabras. También
la primavera, claro. Y las sonrisas, lo mejor son las sonrisas. Pero las
palabras te obsesionan. Profesas un oficio de palabras. Tienes que estar atento
a las palabras, darles vueltas y más vueltas, oírlas, mirarlas, dibujarlas
sobre el papel, llevártelas a la boca, paladearlas, decirlas, cantarlas, pasarlas
de una lengua a otra, explorar su sonoridad, su densidad, su multiplicidad, sus
relaciones, su fuerza. Tienes que tratarlas con cariño, con delicadeza, aunque
a veces sea un cariño violento, una delicadeza despiadada. A veces pierdes el
sueño por una palabra. A veces sientes la felicidad de una palabra justa,
precisa, alrededor de la cual todo se ilumina. A veces te duelen las palabras
maltratadas, pervertidas, manipuladas. Tienes que llenarte de palabras. Y
llenarlas a ellas de ti. De tu memoria, de tu sensibilidad. También de tus
oscuros, de tus abismos. Casi todo lo que sabes, lo has aprendido de las
palabras y en las palabras. Casi todo lo que eres lo eres por ellas.
Escribir
y leer es explorar todo lo que se puede hacer con las palabras y todo lo que
las palabras pueden hacer contigo. En el estudio, todo es cuestión de palabras.
Y de silencios. Sobre todo de silencios.
Quizá
recuerdes aquella noche de primavera, justo antes de la aurora. Todos los
invitados se habían ido y, todavía llenos de música y de sonrisas, abrimos de
par en par la ventana del cuarto para dejar entrar el aire de la madrugada. La
ciudad empezaba a despertar y ya se oían los ruidos propios del día. Nosotros
conservábamos aún la excitación de la fiesta y seguíamos hablando y riendo. De
pronto cantó un pájaro. Entre los bloques de viviendas, las fábricas y las
calles asfaltadas, en medio de este barrio de periferia entre industrial y
urbana, cantó un pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si se hiciese un silencio
alrededor de ese trino. Como si el canto del pájaro rebotase sobre otra cosa. Como
si sonase sobre un fondo que no era el ruido de los coches sino un silencio
perfecto. Y fue como si nuestra fatiga, nuestra intimidad recobrada, el
recuerdo de todas las alegrías de la fiesta y ese grano de nostalgia de no se
sabe qué que a veces, como una tristeza, nos atraviesa, se instalasen en ese
silencio, se hiciesen parte de ese silencio. Sólo un instante. Fue el canto del
pájaro el que nos hizo sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de
silencio en el que pudimos recogernos. Un silencio de nadie, tan de nadie que
podía ser de cualquiera, tuyo y mío, y en el que aquella noche, asomados a la ventana,
recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.
También
la lectura da ese silencio, el silencio de las palabras. También ella crea un
espacio otro y un tiempo otro, de todos y de cualquiera, en el que el vivir de
la vida se siente con particular intensidad. Y se escribe por fidelidad a esas
palabras, a esos silencios, a esa extraña forma de sentir la vida. Y se escribe
también por una cierta necesidad de compartir todo eso, de transmitirlo. Pero no
su contenido, sino su posibilidad, la posibilidad de eso que se da sin buscarlo
y siempre gratuitamente, como una sorpresa. Se escribe por fidelidad a unos
instantes de los que nunca podremos apropiarnos porque ni siquiera podemos
estar seguros de que fueron estrictamente nuestros. Pero no para repetirlos o
para producirlos, sino para afirmar su posibilidad y, quizá, para darles una
posibilidad. Una posibilidad de vida.
Se
escribe por fidelidad a lo que hemos leído y por fidelidad a la posibilidad de
la lectura, para compartir y para transmitir esa posibilidad, para acompañar a
otros hasta el umbral en el que puede darse esa posibilidad. Un umbral que no
nos está permitido franquear. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora estás
estudiando.
Biblioteca, lugar de magia y encuentros, por Pinwheel Bunny. |
Estudiar
es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y
su respiración. Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la
escritura tienen forma interrogativa. Estudiar es leer preguntando: recorrer,
interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir preguntando. Ensayar lo
que les pasa a tus propias palabras cuando las escribes cuestionándolas. Preguntándoles.
Preguntándote con ellas y ante ellas. Tratando de pulsar cuáles son las
preguntas que laten en su interior más vivo. O en su afuera más imposible.
Las
preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia
preguntando y se termina preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en
pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo que las preguntas son infinitas
e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también. Con un
cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa de libros. En la
noche y en la lluvia. Entre las palabras y sus silencios.
El
estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el
estudio es el movimiento de las preguntas, su extensión, su ahondamiento.
Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos. Tienes que darles densidad,
espesor. Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y también
más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más
osadas. Por eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las
preguntas y su desplazamiento. También su deseo. Y su esperanza. Por eso, a las
preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la que no habite,
a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De
seguir leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote,
con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles
podrían ser aún tus preguntas.
Las
preguntas apasionan el estudiar: el leer y el escribir del estudiar. Las
preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la
escritura: y la hacen incandescente.
Estudiar
es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de
las preguntas.
Las
preguntas son la salud del estudio, el vigor del estudio, la obstinación del
estudio, la potencia del estudio. Y también su no poder, su debilidad, su
impotencia. Manteniéndose en la impotencia de las preguntas, el estudio no
aspira al poder de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de saber y
fuera, también, de la voluntad de poder. Por eso el estudiante no tiene nada
que no sean sus preguntas. Nada que no sea su preguntar infinito e
inapropiable. Nada que no sea su leer y escribir preguntando. Sin fin y sin
finalidad. Interminablemente.
Las
preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no
lugar. Manteniéndose en el no lugar de las preguntas, el estudio no aspira al
lugar seguro y asegurado de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de
lugar y fuera, también, de la voluntad de pertenencia. Por eso el estudiante es
un extraño, un extranjero. Por eso no pertenece a los espacios de saber, no
tiene lugar en ellos, no busca un lugar, una posición, un territorio, no quiere
nada que no sea su leer y escribir preguntando. El estudio no tiene otro lugar
que no sean sus preguntas. Un lugar infinito e inapropiable. Sin fin y sin finalidad.
Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa llena de
libros. En la noche y en la lluvia. Interminablemente.
Noches bohemias, con lectura, por Shabah Shamshirsaz. |
Este
libro se escribió al hilo de esa relación singular con la lectura y con la
escritura que se da en el estudiar. Su escritura es el resultado de un estudiar
apasionado, muchas veces gozoso y casi siempre desordenado. Tal vez por eso
contenga entre sus páginas algo del espíritu del estudiante: la amplitud
indeterminada de la curiosidad, la alegría inocente de los descubrimientos, la
vitalidad apasionada de las preguntas, el atrevimiento osado de las
afirmaciones, la parcialidad sin complejos de los gustos, la incompletud y la
provisionalidad de los resultados. Podría decir que este libro me dio mi propia
lectura, mi propia escritura y mis propias preguntas. Pero sólo puedo llamar
mía a esa lectura, a esa escritura y a ese preguntar que son a la vez infinitos
e inapropiables, de todos y de nadie, de cualquiera, míos también.
Ahora
estos estudios son tuyos. Tómalos, si quieres, como una invitación a tu propio
estudio. Hazlos resonar, si quieres, con tus silencios y con tus pájaros
nocturnos. Pregúntales lo que quieras y déjate preguntar por ellos. Busca en
ellos, si quieres, tus propias preguntas. Yo, por mi parte, nunca sabré qué es
leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y
escribiendo sobre una mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que he
escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y nunca sabré qué es lo que tú vas
a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi escritura y
para que, desde allí, me ayudases a escribir. No seré yo el que diga si ha
valido la pena. Además, ¿qué pena? Es primavera, el aire está lleno de sonrisas
y en el interior de la cápsula del estudiante, protegida por la noche y por la
lluvia, hubo también muchos momentos de vida.
Barcelona, junio de 2003.
© Todos los derechos reservados.
Etiquetas:
Escritura,
Jorge Larrosa,
Lectura,
Literatura
Suscribirse a:
Entradas (Atom)