David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
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viernes, 9 de octubre de 2015
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante
David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
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miércoles, 13 de agosto de 2014
En plena noche o El bluff surrealista
En tiempos de hondas polarizaciones, ¿es realmente deber del escritor
comprometer su acción anunciando su incorporación a una de las facciones en
disputa? ¿Es necesario que marque, exaltado, sus correspondencias políticas?
En 1927 André Breton y sus más fieles cofrades surrealistas terminarían
adhiriendo al credo comunista de forma abierta. En lo que concluiría por
convertirse en una caza de brujas típicamente revolucionaria, excomulgaron del
movimiento a todo aquel que osara negarse a compartir tan loable empresa.
Artaud, como algunos otros, prefirió abstenerse ante semejantes términos. Expulsado,
el divorcio entre el poeta y quienes se consideraban a sí mismos la máxima
expresión y voz del movimiento artístico estaba consumado. Sin embargo, Artaud
jamás dejaría de ser un espíritu absolutamente surrealista. Allí radica,
precisamente, el poder de su propia revolución interior, búsqueda última del
surrealismo más visceral. Ese “no” pronunciado es una forma también de tomar
posición, pero atrincherándose en la defensa del propio yo, campo de batalla en
que las fuerzas íntimas del sujeto toman cuerpo. ¿Existe, acaso, acto más
revolucionario que el compromiso incondicional con las fuerzas y los límites
que nos condicionan como seres humanos y proceder de acuerdo a ello?
*
* *
Por Antonin Artaud
Que
los surrealistas me hayan expulsado o que yo mismo me haya alejado de sus grotescos
simulacros, hace mucho que no es ésa la cuestión[1].
Me
retiré porque estaba harto de una mascarada que había durado demasiado, por otra
parte estaba muy seguro de que en la nueva posición que habían elegido, no
menos que en cualquier otra, los surrealistas no harían nada.
Y
el tiempo y los hechos no tardaron en darme la razón.
Uno
se pregunta qué puede importarle al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución
o que la Revolución deba hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista,
cuando se considera la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las
costumbres y las ideas de esta época.
Además,
hay todavía una aventura surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo el día
en que Breton y sus adeptos creyeron que debían adherir al comunismo y buscar
en el terreno de los hechos y de la materia inmediata el resultado de una
acción que normalmente sólo podía desarrollarse dentro de los marcos íntimos de
la mente.
Creen
poder permitirse echarme cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones interiores
del alma[2],
como si yo entendiera el alma en el sentido infecto en que ellos mismos la
entienden y como si desde el punto de vista de lo absoluto pudiera tener el menor
interés ver cambiar la estructura social del mundo o ver pasar el poder de
manos de la burguesía a las del proletariado.
Si
los surrealistas realmente buscaran eso, al menos tendrían una excusa. Su objetivo
sería banal y restringido pero al menos existiría. ¿Pero tienen acaso algún
objetivo hacia el que lanzar una acción y cuándo fueron capaces de formularlo?
¿Acaso
trabajamos con una meta? ¿Trabajamos con móviles? ¿Creen los surrealistas poder
justificar su expectativa por el simple hecho de la conciencia que tienen?
La
expectativa no es un estado de ánimo. Cuando no se hace nada no se corre el riesgo
de romperse la cara. Pero no es razón suficiente para que hablen de uno.
Desprecio
demasiado la vida para pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de
las apariencias, pueda cambiar algo de mi detestable condición.
Lo
que me separa de los surrealistas es que aman tanto la vida como yo la desprecio.
Disfrutar
en toda ocasión y por todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el
ascetismo no coincide con la verdadera magia, incluso la más sucia, incluso la
más negra. Incluso el gozador diabólico tiene aspectos ascéticos, un cierto
espíritu de mortificación.
No
hablo de sus escritos que son brillantes aunque vanos desde el punto de vista que
ellos sostienen. Hablo de su actitud central, del ejemplo de toda su vida. Yo
no tengo odio individual. Los rechazo y los condeno en bloque rindiendo a cada
uno de ellos toda la estima e incluso toda la admiración que merecen por sus
obras o por su inteligencia. En todo caso y desde ese punto de vista no
cometeré, como ellos, el infantilismo de darle vuelta la cara a ese tema, y de
negarles talento porque han dejado de ser mis amigos. Pero felizmente no se
trata de eso.
Se
trata de una ruptura del centro espiritual del mundo, de un desacuerdo de las apariencias,
de una transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar.
Toda materia comienza por un desarreglo espiritual. Confiar en las cosas, en
sus transformaciones, en el cuidado al conducirnos es un punto de vista de
torpe obsceno, de aprovechador de la realidad. Nadie ha comprendido nada nunca
y los surrealistas no comprenden y no pueden prever adonde los llevará su
voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución
que no evolucione dentro de los desesperantes marcos de la materia, se
resguardan en la fatalidad, en cierto azar de debilidad y de impotencia que les
es propio, del trabajo de explicar su inercia, su eterna esterilidad.
El
surrealismo siempre ha sido para mí una nueva forma de magia. La imaginación,
el sueño, toda esta intensa liberación del inconsciente que tiene por finalidad
hacer aflorar a la superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido,
debe necesariamente introducir profundas transformaciones en la escala de las
apariencias, en el valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo
concreto cambia completamente de vestido, de corteza, no se aplica más a los
mismos gestos mentales. El más allá, lo invisible rechaza la realidad. El mundo
ya no se sostiene.
Entonces
se puede comenzar a calibrar los fantasmas, a rechazar las falsas apariencias.
Que
la muralla espesa de lo oculto se hunda de una vez sobre todos esos impotentes
charlatanes que consumen su vida en admoniciones y vanas amenazas, sobre esos
revolucionarios que no revolucionan nada.
Esos
torpes tratan de convertirme[3].
Ciertamente tendré mucha necesidad. Pero al menos yo me reconozco inválido y
sucio. Aspiro después a otra vida. Y bien pensado, prefiero estar en mi lugar y
no en el suyo[4].
¿Qué
queda de la aventura surrealista? Poca cosa además de una gran esperanza decepcionada,
pero en el terreno de la literatura misma tal vez hayan aportado algo.
Esa
cólera, ese disgusto quemante volcado sobre la cosa escrita constituye una actitud
fecunda y que tal vez un día, más tarde, sirva. La literatura ha sido
purificada por ella, próxima a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo.
Conquistas positivas al margen de la literatura, de las imágenes, no ha habido
y sin embargo era el único hecho importante. De la buena utilización de los
sueños podía nacer una nueva forma de conducir el pensamiento, de mantenerse en
medio de las apariencias.
La
verdad psicológica estaba despojada de toda excrecencia parasitaria, inútil, aproximada
mucho más de cerca. Entonces se vivía con seguridad, pero tal vez es una ley de
la inteligencia que el abandono de la realidad sólo puede conducir a fantasmas.
En el marco exiguo de nuestro dominio palpable estamos apurados, exigidos de
todas partes. Lo hemos visto bien en esa aberración que llevó a revolucionarios
en el plano más alto posible, a literalmente abandonar ese plano, a dar a la
palabra revolución su sentido utilitario práctico, el sentido social que se
quiere pretender el único válido, porque nadie quiere contentarse con palabras
vanas. Extraña vuelta sobre sí mismos, extraño nivelamiento.
¿Quién
puede creer que anteponer una simple actitud moral bastará, si esta actitud está
enteramente marcada por la inercia? El interior del surrealismo lo conduce
hasta la Revolución. Ese es el hecho positivo. La única conclusión eficaz
posible (según dicen ellos) y a la que un gran número de surrealistas se ha rehusado
a adherir; pero, a los otros, ¿qué les ha dado y qué les ha hecho dar su
adhesión al comunismo?
No
los hizo dar ni un paso. En el círculo cerrado de mi persona nunca sentí la necesidad
de esta moral del devenir que, parece, revelaría la Revolución. Yo coloco por encima
de toda necesidad real las exigencias lógicas de mi propia realidad. Es la
única lógica que me parece válida y no una lógica superior cuyas irradiaciones
no me afectan sino en tanto tocan mi sensibilidad. No hay disciplina a la que
me sienta forzado a someterme por riguroso que sea el razonamiento que me lleva
a aceptarla.
Dos
o tres principios de muerte y de vida están para mí por encima de toda sumisión
precaria. Y cualquier lógica siempre me parecerá prestada.
*
El
surrealismo ha muerto por el sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda es
una especie de montón híbrido al cual los mismos surrealistas son incapaces de
ponerle nombre. Perpetuamente cerca de las apariencias, incapaz de hacer pie en
la vida, el surrealismo todavía está buscando su salida, pisoteando sus propias
huellas. Impotente para elegir para decidirse ya sea totalmente hacia la
mentira, ya sea totalmente hacia la verdad (verdadera mentira de lo espiritual
ilusorio, falsa verdad de lo real inmediato, pero destruible), el surrealismo
busca este insondable, este indefinible intersticio de la realidad donde apoyar
su palanca, antes poderosa, hoy en manos de castrados. Pero mi debilidad mental,
mi cobardía bien conocidas se rehúsan a encontrar el menor interés en las convulsiones
que sólo afectan ese lado exterior, inmediatamente perceptible de la realidad. Para
mí, la metamorfosis exterior es algo que sólo puede estar dado por añadidura.
El programa social, el programa material hacia el que los surrealistas dirigen
sus pobres veleidades de acción, sus odios jamás virtuales a todo, son para mí
sólo una representación inútil y sobrentendida.
Sé
que en el debate actual tengo de mi lado a todos los hombres libres, a todos los
verdaderos revolucionarios que piensan que la libertad individual es un bien
superior al de cualquier conquista obtenida en un plano relativo.
*
¿Mis
escrúpulos hacia toda acción real? Estos escrúpulos son absolutos y de dos
clases. Hablando absolutamente, apuntan a ese sentido enraizado de la profunda
inutilidad de cualquier acción espontánea o no espontánea.
Es
el punto de vista del pesimismo integral. Pero una cierta forma de pesimismo lleva
en sí su lucidez. La lucidez de la desesperación, de los sentidos exacerbados y
como en las orillas de los abismos. Y al lado de la horrible relatividad de
cualquier acción humana, esta espontaneidad inconsciente que pese a todo
impulsa a la acción.
Y
también en el terreno equívoco, insondable del inconsciente, de las señales, de
las perspectivas, de las percepciones, toda una vida que crece cuando se
establece y se revela aún capaz de turbar el espíritu.
Estos
son pues nuestros escrúpulos comunes. Pero al parecer ellos se decidieron por
la acción. Pero una vez reconocida la necesidad de esta acción, se apresuran a declararse
incapaces de ella. La configuración de su pensamiento los aleja para siempre de
este terreno. Y en lo que a mí concierne ¿dije alguna vez otra cosa? En mi
favor, de todos modos, circunstancias psicológicas y fisiológicas
desesperadamente anormales y en las que ellos no podrían prevalecer.
[1] Insistiré
apenas sobre el hecho de que los surrealistas no hayan encontrado nada mejor
para tratar de destruirme que servirse de mis propios escritos. Es necesario
que se sepa que la nota que figura al pie de las páginas 6 y 7 del artículo «Au
grand jour» y que apunta a arruinar los
fundamentos de mi actividades es apenas una reproducción pura y simple, la
copia apenas disfrazada de fragmentos tomados de textos que yo les destinaba y
donde me ocupaba de poner a la luz su actividad, embutida de odios miserables y
de veleidades sin futuro. Esos fragmentos constituían la materia de un artículo
que me rechazaron sucesivamente dos o tres revistas, entre ellas la N.R.F, por
demasiado comprometedor. Poco importa saber por los oficios de qué soplón llegó
este artículo a sus manos. Lo esencial es que lo hayan encontrado tan molesto como
para sentir la necesidad de neutralizar su efecto. En cuanto a las acusaciones
que les destinaba y que me devuelven, dejo a la gente que me conoce bien, no ya
según su innoble manera, el trabajo de clasificarnos. En el fondo, todas las
exasperaciones de nuestra pelea giran alrededor de la palabra Revolución.
[2]
Como si un hombre que ha sentido de una vez por todas los límites de su acción,
que rehúsa comprometerse más allá de lo que él cree que son esos límites, fuera
menos digno de interés, desde el punto de vista revolucionario, que el gritón
imaginario que en el mundo asfixiante en el que vivimos, mundo cerrado y para
siempre inmóvil, en atención a no sé qué estado insurreccional del cuidado de
clasificar los actos y los gestos que todos saben bien que no haré.
Exactamente
eso es lo que me ha hecho vomitar el surrealismo: la consideración de la impotencia
nativa, de la debilidad congénita de esos señores, opuesta a su actitud
perpetuamente ostentatoria, a sus amenazas en el vacío, a sus blasfemias en la nada.
¿Y
hoy, qué hacen ellos para desplegar una vez más su impotencia, su invencible esterilidad?
Es por haber rehusado a comprometerme más allá de mí mismo, por haber reclamado
silencio alrededor mío y por ser fiel en pensamiento y en acto a lo que sentía
ser mi profunda, mi irremisible impotencia que esos señores han juzgado mi
presencia inoportuna entre ellos. Pero lo que les pareció por encima de todo condenable
y blasfematorio fue que no quisiera comprometerme sino conmigo mismo acerca de
la determinación de mis límites, que exigiera ser dejado libre y dueño de mi
propia acción.
¿Pero
qué me importa toda la Revolución del mundo si sé permanecer eternamente doloroso
y miserable en el interior de mi propio osario? Que cada hombre no quiera considerar
nada más allá de su sensibilidad profunda, de su yo íntimo, es para mí el punto
de vista de la revolución integral. No hay mejor revolución que la que me
beneficia a mí y a la gente como yo. Las fuerzas revolucionarias de un
movimiento cualquiera son aquellas capaces de desarticular el fundamento actual
de las cosas, de cambiar el ángulo de la realidad.
Pero
en una carta escrita a los comunistas, ellos confiesan su absoluta falta de
preparación en el terreno en el que acaban de comprometerse. Más aún, que el tipo
de actividad que se les pide es inconciliable con su propio espíritu. Y es aquí
que ellos y yo, sea lo que sea, nos volvemos a reunir al menos en parte en una
inhibición esencialmente similar aunque debida a causas graves en otro sentido,
en otro sentido significativas para mí que para ellos. Se reconocen finalmente incapaces
de hacer lo que yo siempre me rehusé a intentar. En cuanto a la acción
surrealista misma, estoy tranquilo. Casi no pueden sino pasar sus días
condicionándola. Hacer el balance, hacer el balance en ellos como cualquier
Stendhal, esos Amiel de la Revolución comunista. La idea de la Revolución
siempre será para ellos una idea, sin que esta idea, a fuerza de envejecer adquiera
una sombra de eficacia.
¿Pero
acaso no ven que revelan la inanidad del movimiento surrealista, del
surrealismo intacto de toda contaminación, cuando sienten la necesidad de romper
su desarrollo interno, su verdadero desarrollo para apuntalarlo por una
adhesión de principio o de hecho al Partido Comunista Francés? ¿Era esto aquel
movimiento de revuelta, aquel incendio en la base de la realidad? ¿Acaso el
surrealismo, para vivir, tenía necesidad de encarnarse en una revuelta de
hecho, de confundirse con reivindicaciones concernientes a la jornada de ocho
horas, o al reajuste de los salarios o la lucha contra la vida cara? ¡Qué
chiste o qué bajeza de alma! Sin embargo es lo que parecen decir, ¡¡¡que esta
adhesión al Partido Comunista Francés les parecía la continuación lógica del
desarrollo de la idea surrealista y su única salvaguarda ideológica!!!
Pero
yo niego que el desarrollo lógico del surrealismo lo haya llevado hasta esta
forma definida de revolución que se entiende bajo el nombre de Marxismo.
Siempre pensé que un movimiento tan independiente como el surrealismo no se
justificaba con los procedimientos de la lógica ordinaria. Además es una
contradicción que no perturba a los surrealistas, dispuestos a no perder nada
de todo lo que pueda ser una ventaja para ellos, de todo lo que momentáneamente
pueda servirles. Háblenles con su Lógica, responderán Ilógico, pero digan
Ilógico, Desorden, Incoherencia, Libertad, responderán Necesidad, Ley,
Obligación, Rigor. Esta mala fe esencial es la base de sus maniobras.
[3] Ces brutes
qu’ils me convient de me convertir. Frase muy oscura, de difícil
traducción. (N. de la T)
[4] Esta
bestialidad de la que hablo y que tanto los subleva es sin embargo lo que los
caracteriza mejor. Su amor al placer inmediato, es decir a la materia, les ha
hecho perder su primitiva orientación, ese magnífico poder de evasión cuyo
secreto creímos nos iban a dispensar. Un espíritu de desorden, de mezquina
chicana, los impulsa a desgarrarse unos a otros. Ayer, Soupault y yo nos fuimos
descorazonados. Antes de ayer, Roger Vitrac, cuya exclusión fue de una de sus
primeras cochinadas.
Por más que griten en su rincón y
digan que no es así, les responderé que para mí el surrealismo siempre ha sido
una insidiosa extensión de lo invisible, el inconsciente al alcance de la mano.
Los tesoros del inconsciente invisible vueltos palpables, conduciendo la lengua
directamente, de un solo golpe.
A mí, Rusbroeck, Martínez de
Pasqualis, Boehme, me justifican suficientemente. Cualquier acción espiritual
si es justa se materializa cuando es necesario.
¡Las condiciones interiores del
alma! Pero éstas llevan en sí su investidura de piedra, de verdadera acción. Es
un hecho adquirido y adquirido por sí mismo, irremisiblemente sobreentendido.
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sábado, 9 de noviembre de 2013
El exilio de Helena*
¿Qué nos acerca o nos aleja de los
griegos? Camus explora lo que de plano el hombre moderno ha pretendido ver
entre sus pertenencias culturales como herencia directa de la cultura griega,
pero que en el fondo es una contradicción y una forma de alejarse de los
ideales y valores representados por la cúspide del pensamiento helenístico.
Puesto que creímos heredado algo que a todas luces no hacía parte de nuestro
patrimonio y, muy al contrario, hemos dilapidado, sin comprenderlo, nuestro
verdadero legado, la única opción que nos queda es rehacer los pasos y tratar
de entender en dónde han quedado esos valores e ideales.
* * *
Por
Albert
Camus
El Mediterráneo tiene un sentido trágico
solar, que no es el mismo que el de las brumas. Ciertos atardeceres —en el mar,
al pie de las montañas—, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña
bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En
esos lugares se puede comprender que si los griegos han tocado la desesperación
ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En
esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha
alimentado su desesperación en la fealdad y en las convulsiones. Y por esa
razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la belleza; los
griegos tomaron las armas por ella. Primera diferencia, pero que viene de
lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de límite. No
ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque no ha
negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha repartido todo, equilibrando la
sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de
la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que
niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no exalta más que
una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace retroceder los
límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias
se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza,
Némesis vigila. Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado
castigo.
Los griegos, que se interrogaron durante
siglos acerca de lo justo, no podrían entender nada de nuestra idea de la
justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras que nuestro
continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende total. Ya en la
aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba que la justicia pone límites
al propio universo físico. «El sol no rebasará sus límites, y si lo hace, las
Erinias, defensoras de la justicia, darán con él». Nosotros, que hemos
desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza. Encendemos en
un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los límites
existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más locos extravíos, soñamos con
un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que volveremos
a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que justifica
que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy en día nuestra
historia.
La inmortal y legendaria belleza de Helena, según la visión de Evelyn de Morgan. |
Un fragmento, también atribuido a Heráclito,
enuncia simplemente: «Presunción, regresión del progreso». Y muchos siglos
después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no
reconocía más superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida
y el pensamiento más ejemplares de estos siglos concluyen con una orgullosa
confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos olvidado nuestra nobleza. Hemos
preferido el poderío que remeda la grandeza: primero, Alejandro, y después los
conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, por una incomparable
bajeza de alma, nos enseñan a admirar. También nosotros hemos conquistado,
hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha
hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto. ¿Cómo
poder imaginarnos, pues, ese equilibrio superior en el que la naturaleza
mantenía la historia, la belleza, el bien, y que llevaba la música de los
números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros volvemos la espalda a la
naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras miserables tragedias
arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene color de tinta de
imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar hoy que
somos hijos de Grecia. A menos que seamos hijos renegados. Colocando la
historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían
aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las
aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la diferencia, hay que volverse
hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón. «Solo la
ciudad moderna —se atreve a escribir Hegel— ofrece al espíritu el terreno en el
que puede adquirir conciencia de sí mismo». Vivimos, así pues, en el tiempo de
las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de aquello que
constituye su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de
los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles, porque solo en las calles
hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia, nuestras obras más
significativas dan fe de esa misma elección. Desde Dostoievski, buscar paisajes
en la gran literatura europea es inútil. La historia no explica ni el universo
natural que había antes de ella ni la belleza que está por encima de ella. Ha
decidido ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía todo —el sinsentido, la
razón y el mito—, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la
razón, porque han cerrado los ojos al resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que empezó a
sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero al menos se
refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba cierta
seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde hace
mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no han ido dirigidos
más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la
antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el movimiento implacable
de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la voluntad los límites de la
razón, nosotros hemos puesto, como broche, el impulso de la voluntad en el
centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para los griegos, los valores
eran preexistentes a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. La
filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. No están, sino que
se hacen, y no los conoceremos del todo más que cuando la historia concluya.
Con ellos, desaparecen también los límites, y, como las concepciones acerca de
lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como no hay lucha que, sin el freno
de esos mismos valores, no se prolongue indefinidamente, hoy los mesianismos se
enfrentan y sus clamores se funden con el choque de los imperios. Según
Heráclito, la desmesura es un incendio. El incendio se extiende, Nietzsche ha
sido superado. Europa no filosofa a martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está siempre
ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres.
Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el triunfo de
la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el
límite no pudiera franquearse. Dijeron que existía y que quien osaba franquearlo
era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.
Tanto el espíritu histórico como el
artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza,
conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de
este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad.
Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la
belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí misma. La
belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su
grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más
volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco
puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta querer
ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar
el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga
lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con Calipso entre la
inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte.
Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de
humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes a esos
bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban
por exhibir su miseria en el primer lugar público, a nosotros lo único que nos
falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor
clarividente de su condición.
«Odio mi época», escribía antes de su
muerte Saint-Exupéry, por razones que no están demasiado alejadas de las que he
expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito viniendo precisamente de
alguien como él —que amó a los hombres por lo que tienen de admirable—, no
vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, ¡qué tentador puede resultarnos, en
ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y descarnado! Pero esta
época es la nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha caído así de bajo tanto
por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Lucharemos
por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. ¿Qué virtud? Los caballos de
Patroclo lloran a su dueño muerto en la batalla. Todo se ha perdido. Pero se
reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria llega al final, porque la
amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del
fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en
fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los griegos. En
cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree.
Está en la lucha entre la creación y la inquisición. Pese al precio que hayan
de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una
vez más, la filosofía de las tinieblas se disparará por encima del mar
destellante. ¡Oh pensamiento del Mediterráneo! ¡La guerra de Troya se libra
lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de la
ciudad moderna caerán para entregar, «alma serena como la calma de los mares»,
la belleza de Helena.
1948.
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Helena
martes, 21 de mayo de 2013
La industria de la Poesía
Por
Giovanni Papini
New
Parthenon, 27 mayo
He renunciado, desde
hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para
comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la
libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple
millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente
libres que viven en la Tierra.
Pero cuando uno se ha entregado
al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que
éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una
pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a
ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y
que no exigiese demasiado capital.
Se me ocurrió entonces
la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de
líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo
cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado,
sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha
sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta
negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética,
aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la
dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de
consumo de los productos.
Para mí no se trataba
de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era
mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir,
para esta nueva empresa, a skilled
workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me
dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis
ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un
jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una
recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de
lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos
de las Escuelas más modernas.
Instalé el pequeño
taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas;
hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi
iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban
de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento
sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable
para igual período de tiempo.
En los primeros meses
ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió
que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le
bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los
cinco obreros no la dejaban en paz;' otro poeta me pidió una pequeña orquesta
para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un
gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de
vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había
quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos
en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.
Transcurridos seis
meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de
la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.
El primero que se
presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés,
disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en
Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy
reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien
que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de
provincias.
—Nos recomendó usted, a
mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado
internacional. Je me flatte d'avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su
musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una
sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una
sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para
obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica
pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre
las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan
para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas
conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido.
Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato
estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en
diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en
jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma
vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso.
y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilà
mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.
Y al decir esto,
Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa
y una reverencia. El título de la primera poesía decía:
Gesang
of a perduto amour,
Y leí los primeros
versos:
Beloved
carinha, mein Wettschmerz Egorge mon time en estas soledades, Muy tired heart,
Raju presvétlyj Muore di gioia, tel un démon au ciel. Lieber himmel, castillo
de los Dioses, Quaris quot, durerd this fun desespére? Aquadrvak Chic drévo
zizni...
Mi ignorancia
lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta
Cocardasse.
—¿Tal vez no le parece
equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una
cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia
demográfica y política...
Comprendí que era
inútil discutir con semejante imbécil.
—Continúe su trabajo
—le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible
de una amplia venta.
Despedido Cocardasse,
fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de
doscientos metros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre
la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido
del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía
rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und
Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de
poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el
conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre
tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin
un revólver en el bolsillo.
—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire
solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice
exactamente así: S'il y a un homme
tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans una page, toute
una page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c'est moi. De
este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico.
El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más
que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía
debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa
enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a
este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que
debía contener no sólo mi Weltanschauung,
sino de paso, la revolución histórica de la Humanidad en torno al mito central
de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado
largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el
profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los
treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial
estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los
cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta,
cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y
ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi
epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica,
quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado
de mis treinta años de fatigante forcejeo en el camino de la perfección.
Y al decir eso puso
sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una
elegante escritura bastarda, había esta palabra:
Entbindung
Nada más. El resto de
la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi
perplejidad.
—¿No encuentra usted
tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que
resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la
esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos
de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro
aspecto del drama cósmico. Entbindung
es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento
milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada,
al fin, de los mitos y de las leyes Aquí está comprendida la doble respiración
del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la
Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!
Los ojos de Muttermann
comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta
esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente
transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.
El tercer poeta era
uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era
jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente
resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.
—Yo también —me dijo—
he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía
pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético
reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del
sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más
allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad,
un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas
únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento
lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo,
este madrigal.
No pude menos de leer:
Lienzo,
sombra, suspiro
Amarillas,
misterios, desierto Huella, palabra, doliente, Tiro Faraón, corazón, labios,
huerto.
Mi paciencia, puesta a
prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.
—¿Y cree usted, señor
Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero
a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de
escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero
aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no
pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!
El pobre Cañamaque bajó
sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:
—Así han sido tratados
siempre los descubridores de mundos nuevos.
Y dignamente salió, sin
ni siquiera saludarme.
El cuarto poeta que se
me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por
Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y
de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco
años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había
envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de
los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire
premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre las manos, por el terror de
una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka,
decían sus amigos.
—Señor Gog —comenzó—,
no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de
comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá
escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta
y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad
personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin
esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos
para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender
algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se
dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y
violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan
sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el
mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han
conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado
aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.
Era un pequeño volumen
encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba,
en la parte superior, un título Lo demás estaba vacío.
—Vea —añadió
Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía
mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación
individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera
poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta
del ruiseñor abandonado» Hay todos los elementos para la eflorescencia
poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda
la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas
eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este
título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que
yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente,
gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los
lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta
mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.
No tuve ni siquiera
fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado,
que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto
poeta.
La misma noche me
marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue
licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi
olfato en el business. Y comienzo a
comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república.
En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares.
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jueves, 24 de mayo de 2012
Exit through the gift shop, por Banksy
Por
Richard León
Exit through the gift shop
constituye una de las bromas críticas (en su sentido más profundo, ¿qué broma
no lo sería?) más características de Banksy respecto al boom del street art. Este
inquieto y prolífico artista inglés ha demostrado que los límites no existen,
ha demostrado que su capacidad crítica y de burla lo incluye todo, incluso su
propia forma de vida, su quehacer artístico. Para él no sólo no existen los
límites, sino que prácticamente no existen los pedestales que aseguren su justo
lugar al ídolo o la moda del momento, ni siquiera las convicciones sociales que
nos aseguran como especie. Todo debe ser destruido, es decir, burlado, pasado
por un arsenal de cinismo absoluto que lo termine corroyendo hasta mostrar su
rostro verdadero y último, escondido bajo el ornamento y el maquillaje que nos
pretende decir todo está bien, no se
preocupen, todo anda perfectamente bien, ustedes nomás déjense tratar bien,
déjense vaciar los bolsillos y las cabezas, crean en la justa retribución, en
las modas juveniles, en la perfección de una vida comodísima, los gobernantes
somos los buenos, los medios de información masiva no exhibimos mentiras ni
medias partes, la verdad pura, ustedes tranquilos que aquí no se engaña a nadie.
Por supuesto, las
bromas en Banksy siempre resultan reveladoras del gran vacío, de la gran falta,
del absurdo que terminan representando nuestras creencias y nuestros
consentimientos. Detrás de sus chistes, detrás de sus bromas, siempre queda la
realidad desenmascarada, cruda, esta vez ya no inadmisible sino insoportable,
porque nos refriega en nuestra cara, como si de una comida putrefacta y olorosa
se tratase, el cómodo sinsentido, nuestro insípido letargo.
Si Mister
Brainwash es una copia, deberíamos creer que es una copia desde el lado del
vacío de sentido, desde el lado de la economía, produciendo obras en masa en el
sentido más vulgar y espantoso de la industria
cultural. El Anti-Banksy por antonomasia, representación absoluta de la
vaciedad de sentido propia de la vida moderna y mercantilizada. Sí, MBW es una
copia, un fracasado en el más estricto significado de la palabra. “Los malos artistas copian, los buenos roban”,
leía alguna vez en el portal de Banksy. Cita de Picasso, cuyo nombre aparece
tachado y en su lugar la rúbrica de Banksy, en una de las tan acertadas bromas
del artista. MBW es un fenómeno de la naturaleza, pero no de la naturaleza del
arte sino de la naturaleza del mercado, de la naturaleza de la moda, está allí
para producir en el sentido que la sociedad desea y busca y propicia: no está
comprometido con absolutamente nada, a no ser con la producción por la
producción, sin más; para él el arte no es más que una pantomima, una
caricatura, un medio para llenarse los bolsillos de dinero. Mientras Banksy
toma un ícono y lo transforma despojándolo del lenguaje en que se encuentra
enmarcado social, política y culturalmente, dotándolo de uno nuevo o, mejor, de
uno quizá menos explícito, un lenguaje casi extinto bajo la piel del lenguaje
oficial, mucho más profundo y diciente que nos permite también darle una nueva
interpretación, siempre más terrible y desenmascaradora, MBW no sale de la
trampa que llegó a creer comprender y sus nuevos íconos no escapan del
estereotipo —a no ser por accidente—, no logran hacer estallar el lenguaje en
que se encuentran enclavados, no logran encontrar ese otro lenguaje oculto que
nos permita leer las obras más allá
de sí mismas.
Exit through the gift shop
no es ni más ni menos el manifiesto apoteósico de un movimiento urbano
detestado y criticado durante años, es más bien la fiel muestra de cómo la
sociedad termina absorbiendo incluso a sus más encarnizados enemigos,
encauzándolos en su propia lógica, deglutiéndolos y expulsándolos de nuevo al
mundo ya bajo la lógica de su propia maquinaria. Constituye entonces una
denuncia de sí misma, valga la paradoja. Como un graffiti, una obra artística,
que se pensase a sí misma, que criticara su propia ejecución y finalidad, al
mismo ejecutante y sus instrumentos. Una obra que se deconstruye a sí misma,
fijándose muy bien en su propio funcionamiento y los mecanismos que operan en
ella y de esta manera fijarse entonces en los mecanismos que operan en quien
observa y lee a la obra misma,
desmontando el funcionamiento de la interacción misma. Este es el arte del
futuro, el verdadero arte. Bienvenido sea.
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