Por Giovanni Papini
Viena, 8 mayo
Había comprado en Londres, hacía dos meses, un
hermoso mármol griego de la época helenista, que representa, según los
arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que Freud cumplía anteayer sus setenta años
—nació el 6 de mayo de 1856— le envié como regalo la estatua, con una carta de
homenaje al «descubridor del Narcisismo».
Este regalo bien elegido me ha valido una
invitación del patriarca del Psicoanálisis. Ahora vuelvo de su casa y quiero,
inmediatamente, apuntar lo esencial de la conversación.
Me ha parecido un poco abatido y melancólico.
—Las fiestas de los aniversarios —me ha dicho—
se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte.
Me ha impresionado el corte de su boca: una
boca carnosa y sensual, un poco de sátiro, que explica visiblemente la teoría
de la «libido». Se ha mostrado contento, sin embargo, al verme y me ha dado las
gracias, con calor, por el Narciso.
—Su visita constituye para mí un gran consuelo.
Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente. Yo
vivo todo el año entre histéricos y obsesos que me cuentan sus liviandades
—casi siempre las mismas—; entre médicos que me envidian cuando no me
desprecian, y con discípulos que se dividen en papagayos crónicos y en ambiciosos
cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. He enseñado a los demás
la virtud de la confesión y no he podido nunca abrir enteramente mi alma. He
escrito una pequeña autobiografía, pero más que nada para fines de propaganda,
y si alguna vez he confesado, ha sido, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha
adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?
Contesté que había leído algunas traducciones
inglesas de sus obras y que únicamente para verle había venido a Viena.
—Todos creen —añadió— que yo me atengo al
carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la curación de
las enfermedades mentales. Es una enorme equivocación que dura desde hace
demasiados años y que no he conseguido disipar. Yo soy un hombre de ciencia por
necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es de artista. Mi héroe
secreto ha sido siempre, desde la niñez, Goethe. Hubiera querido entonces
llegar a ser un poeta y durante toda la vida he deseado escribir novelas. Todas
mis aptitudes, reconocidas incluso por los profesores del Instituto, me
llevaban a la literatura. Pero si usted tiene en cuenta las condiciones en que
se hallaba la literatura en Austria en el último cuarto del siglo pasado,
comprenderá mi perplejidad. Mi familia era pobre, y la poesía, según
testimoniaban los más célebres contemporáneos, rendía poco o demasiado tarde.
Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de manifiesta inferioridad en
una monarquía antisemita. El destierro y el mísero fin de Heine me
desalentaban. Elegí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la
Naturaleza. Pero mi temperamento continuaba siendo romántico: en 1884, para
poder ver algunos días antes a mi novia, alejada de Viena, emborroné un trabajo
sobre la coca y me dejé arrebatar por otros la gloria y las ganancias del
descubrimiento de la cocaína como anestésico.
»En 1885 y 1886 viví en París; en 1889
permanecí algún tiempo en Nancy. Estas permanencias en Francia ejercieron una
decisiva influencia sobre mi espíritu. No sólo por lo que aprendí de Charcot y
de Bernheim, sino también porque la vida literaria francesa era, en aquellos
años, riquísima y ardiente. En París, como buen romántico, pasaba horas enteras
en las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del
barrio latino y leía los libros más en boga en aquellos años. La batalla
literaria se hallaba en pleno desarrollo. El Simbolismo levantaba su bandera contra el Naturalismo. El predominio de Flaubert y de Zola se iba sustituyendo,
entre los jóvenes, por el de Mallarmé y de Verlaine. Al poco de haber llegado
yo a París apareció A rebours, de
Huysmans, discípulo de Zola, que se pasaba al decadentismo. Y me hallaba en
Francia cuando se publicó Jadis et
naguére, de Verlaine, y fueron recogidas las poesías de Mallarmé y las Illuminations, de Rimbaud. No le doy
estas noticias para alardear de mi cultura, sino porque estas tres escuelas
literarias —el Romanticismo, hacía poco tiempo muerto, el Naturalismo,
amenazado, y el Simbolismo naciente— fueron las inspiraciones de mi trabajo
ulterior.
Freud, por Juan Osborne. |
»Literato por instinto y médico a la fuerza,
concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en
literatura. Fui y soy poeta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El
Psicoanálisis no es otra cosa que la transformación de una vocación literaria
en términos de psicología y de patología.
»El primer impulso para el descubrimiento de mi
método nace, como era natural, de mi amado Goethe. Usted sabe que escribió
Werther para librarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para
él, «catarsis». ¿Y en qué consiste mi método para la curación del histerismo
sino en hacérselo contar «todo» al paciente para librarle de la obsesión? No
hice nada más que obligar a mis enfermos a proceder como Goethe. La confesión
es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos,
pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así
sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.
»Me di cuenta bien pronto de que las
confesiones de mis enfermos constituían un precioso repertorio de «documentos
humanos». Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él sacaba, de
aquellos documentos, novelas; yo me veía obligado a guardarlos para mí. La
poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y
la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis
había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de
Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las
Escuelas literarias amadas por mí.
»Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que, recogiendo las tradiciones
de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido
toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la
vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor
una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.
»El Naturalismo, y sobre todo Zola, me
acostumbró a ver los lados más repugnantes, pero más comunes y generales, de la
vida humana; la sensualidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas
maneras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descubrimientos de los
vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva
prueba del despreocupado acto de acusación de Zola.
»El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos
cosas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que
ocupan el símbolo y la alusión en el arte, esto es, en el sueño manifestado.
Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los
sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la
fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear
su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sueños, el idioma
onírico.
»Para completar el cuadro de mis fuentes
literarias, añadiré que los estudios clásicos —realizados por mí como el
primero de la clase—, me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me
enseñaron, con Platón, que el estro,
es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y
finalmente, con Artemidoro, que toda fantasía nocturna tiene su recóndito
significado.
»Que mi cultura es esencialmente literaria lo
demuestran abundantemente mis continuas citas de Goethe, de Grillparzer, de
Heine, y de otros poetas: la forma de mi espíritu se halla inclinada al ensayo,
a la paradoja, al dramatismo, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica
del verdadero hombre de ciencia. Hay una prueba irrefutable: en todos los
países en donde ha penetrado el Psicoanálisis ha sido mejor entendido y aplicado
por los escritores y por los artistas que por los médicos.
Mis libros, por otra parte, se semejan mucho
más a las obras de imaginación que a los tratados de patología. Mis estudios
sobre la vida cotidiana y sobre los movimientos del espíritu son verdadera y
genuina literatura, y en Tolera y Tabú me he ejercitado incluso en la
novela histórica. Mi más antiguo y tenaz deseo sería escribir verdaderas
novelas; poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de
cien novelistas. Pero temo que ahora sea demasiado tarde.
»De todos modos he sabido vencer,
soslayadamente, mi destino, y he logrado mi sueño: continuar siendo un literato
aun haciendo, en apariencia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia
existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno
se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones
ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se
encuentran y se compendian, expresadas en la jerga científica, las tres mayores
Escuelas literarias del siglo XIX: Reine, Zola y Mallarmé se unen en mí, bajo
el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio que
está a la vista y no lo hubiera revelado a nadie si usted no hubiese tenido la
óptima idea de regalarme una estatua de Narciso.
Al llegar a este punto, la conversación se
desvió; hablamos de América, de Keyserling y finalmente, de los vestidos de las
vienesas. Pero lo único que vale la pena de ser consignado en el papel es lo que
ya he escrito. En el momento de despedirme de Freud, éste me recomendó el
silencio acerca de su confesión:
—Usted no es escritor ni periodista por
fortuna. y estoy seguro de que no difundirá mi secreto.
Le tranquilicé, y con sinceridad: estos apuntes
no están destinados a ser impresos.