Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía. Mostrar todas las entradas

domingo, 13 de julio de 2014

La melancolía



Por Emil Cioran



Todo estado de ánimo tiende a adaptarse a un ámbito que corresponda a su condición, o, si no, a transformarlo en visión adaptada a su propia naturaleza. Porque en todos los estados profundos existe una correspondencia íntima entre los niveles subjetivo y objetivo. Sería absurdo concebir un entusiasmo desenfrenado en un ambiente anodino y obtuso; en el caso de que, a pesar de todo, se produjera, sería a causa de una plenitud excesiva capaz de subjetivar el ámbito entero. Los ojos del ser humano ven en el exterior lo que, en realidad, es una tortura interior. Y ello a causa de una proyección subjetiva, sin la cual los estados de ánimo y las experiencias intensas no pueden realizarse plenamente —el éxtasis no es nunca un fenómeno meramente interno. El éxtasis transfiere al exterior la ebriedad luminosa del interior. Basta mirar el rostro de un místico para comprender enteramente su tensión espiritual.
¿Por qué la melancolía exige una infinitud exterior? Porque su estructura implica una dilatación, un vacío, cuyas fronteras no es posible establecer. La superación de los límites puede realizarse de manera positiva o negativa. El entusiasmo, la exuberancia, la ira, etc., son estados de desahogo cuya intensidad destruye toda barrera y rompe el equilibrio habitual —impulso positivo de la vida que es el resultado de un suplemento de vitalidad y de una expansión orgánica. Cuando la vida sobrepasa sus condiciones normales, no lo hace para negarse a sí misma, sino para liberar energías latentes, que correrían el peligro de explotar. Todo estado extremo es una emanación de la vida a través de la cual ésta se defiende contra sí misma. El desbordamiento de los límites producido por estados negativos, por su parte, tiene otro sentido totalmente diferente: no procede de la plenitud, sino, por el contrario, de un vacío cuyos límites resultan indefinibles, y ello tanto más cuanto que el vacío parece surgir de las profundidades del ser para extenderse progresivamente como una gangrena. Proceso de disminución más que de crecimiento; siendo lo contrario de la expansión en la existencia, constituye un retorno hacia la vacuidad.
La sensación de vacío y de proximidad de la Nada —sensación presente en la melancolía— posee un origen más profundo aún: una fatiga característica de los estados negativos.
La fatiga separa al ser humano del mundo y de todas las cosas. El ritmo intenso de la vida se reduce, las pulsaciones viscerales y la actividad interior pierden parte de esa tensión que singulariza a la vida en el mundo y que hace de ella un momento inmanente de la existencia. La fatiga representa la primera causa orgánica del saber, pues ella produce las condiciones indispensables para una diferenciación del ser humano en el mundo: a través de ella se alcanza esa perspectiva singular que sitúa el mundo ante el hombre. La fatiga nos hace vivir por debajo del nivel normal de la vida y no nos concede más que un presentimiento de las tensiones vitales. Los orígenes de la melancolía se encuentran, por consiguiente, en una región en la que la vida es vacilante y problemática. Así se explican la fertilidad de la melancolía para el saber y su esterilidad para la vida.
Si en las experiencias corrientes domina la intimidad ingenua con los aspectos individuales de la existencia, la separación respecto a ellos engendra, en la melancolía, un sentimiento vago del mundo. Una experiencia secreta, una extraña visión anulan las formas consistentes y los yugos individuales y diferenciados, para sustituirlos por un hábito de una transparencia inmaterial y universal. El desapego progresivo de todo lo que es concreto e individualizado nos eleva a una visión total, que gana en extensión lo que pierde en precisión. No existe estado melancólico sin esta ascensión, sin una expansión hacia las cimas, sin una elevación por encima del mundo. Lejos de la producida por el orgullo o el desprecio, por la desesperación o la inclinación desenfrenada hacia la negatividad, la engendrada por la melancolía es el resultado de una larga reflexión y de un ensueño vaporoso nacidos de la fatiga. Si el hombre en estado de melancolía se halla inspirado, no es para gozar del mundo, sino para estar solo. ¿Qué sentido adquiere la soledad en la melancolía? ¿No está acaso vinculada al sentimiento de lo infinito, tanto interior como exterior? La mirada melancólica permanece inexpresiva mientras sea concebida sin la perspectiva de lo ilimitado. Lo ilimitado y la vaguedad interiores, que no deben confundirse con la infinitud fecunda del amor, exigen imperiosamente una extensión cuyos límites sean inaccesibles. La melancolía implica un estado vago, sin ninguna intención determinada. Las experiencias corrientes necesitan objetos palpables y formas cristalizadas. El contacto con la vida se realiza, en ese caso, a través de lo individual, contacto íntimo y seguro.
El desapego hacia la existencia y el abandono de sí mismo a lo ilimitado elevan al ser humano para arrancarlo de su ambiente natural. La perspectiva de lo infinito le deja solo en el mundo. Cuanto más aguda es la conciencia que tiene de la infinitud del mundo, más se intensifica el sentimiento de su propia finitud. Si en ciertos estados esa conciencia deprime y tortura, en la melancolía se vuelve mucho menos dolorosa gracias a una sublimación que hace de la soledad y el abandono, estados menos penosos, y a veces, incluso, les confiere un carácter voluptuoso.
La desproporción entre la infinitud del mundo y la finitud del ser humano es un motivo grave de desesperación; sin embargo, cuando se la considera con una perspectiva onírica —como en los estados melancólicos— deja de ser torturadora, pues el mundo adquiere una belleza extraña y enfermiza. El sentido profundo de la soledad implica una suspensión del hombre en la vida —un hombre atormentado, en su aislamiento, por el pensamiento de la muerte. Vivir solo significa no pedirle ya nada a la vida, no esperar ya nada de ella. La muerte es la única sorpresa de la soledad. Los grandes solitarios no se aislaron nunca con el fin de prepararse para la vida, sino, por el contrario, para esperar, resignados, su desenlace. Imposible traer de los desiertos y de las grutas un mensaje para la vida. ¿Acaso no condena ésta, en efecto, a todas las religiones cuyos orígenes se sitúan en ellos? ¿No hay acaso en las iluminaciones y las transfiguraciones de los grandes solitarios una visión del final y del hundimiento, opuesta a toda idea de aureola y de resplandor?
El significado de la soledad de los melancólicos, mucho menos profunda, llega a adoptar, en ciertos casos, un carácter estético. ¿No se habla de melancolía dulce y voluptuosa? La propia actitud melancólica, por su pasividad y su desapego, ¿no está teñida de esteticismo?
La actitud del esteta frente a la vida se caracteriza por una pasividad contemplativa que goza de lo real según las exigencias de la subjetividad, sin normas ni criterios, y que convierte al mundo en un espectáculo al que el ser humano asiste pasivamente. La concepción “espectacular” de la vida elimina lo trágico y las antinomias inmanentes a la existencia, las cuales, una vez reconocidas y experimentadas, nos hacen aprehender, en un doloroso vértigo, el drama del mundo. La experiencia de lo trágico supone una tensión inconcebible para un diletante, pues nuestro ser se implica en ella total y decisivamente, hasta el punto de que cada instante deja de ser una impresión para convertirse en un destino. Presente en todo estado estético, el ensueño no constituye el elemento central de lo trágico. Ahora bien, lo que de estético hay en la melancolía se manifiesta precisamente en la tendencia al ensueño, a la pasividad y al encanto voluptuoso. Sus aspectos multiformes nos impiden, sin embargo, considerar íntegramente la melancolía como un estado estético. ¿Acaso no es muy frecuente en su forma sombría?
Pero, ¿qué es, en primer lugar, la melancolía suave? ¿Quién no conoce la extraña sensación de placer que se experimenta en las tardes de verano, cuando nos abandonamos a nuestros sentidos olvidando toda problemática definida y el sentimiento de una eternidad serena procura al alma un sosiego extraordinario? Parece entonces que todas las preocupaciones de este mundo y las incertidumbres espirituales son reducidas al silencio, como ante un espectáculo de una belleza excepcional, cuyos encantos volverían todo problema inútil. Más allá de la agitación, de la confusión y de la efervescencia, un ánimo tranquilo saborea, con una voluptuosidad reservada, todo el esplendor del ambiente. Entre los elementos esenciales de los estados melancólicos figuran la tranquilidad, la ausencia de una intensidad particular, la nostalgia, parte integrante de la melancolía, explica también esa ausencia de intensidad específica. Si a veces la nostalgia persiste, nunca tiene, sin embargo, suficiente intensidad para provocar un sufrimiento profundo. La actualización de algunos acontecimientos o inclinaciones pasadas, la adición a nuestra afectividad presente de elementos ya inactivos, la relación existente entre la tonalidad afectiva de las sensaciones y el ámbito en el que se produjeron y que abandonaron luego —todo ello es esencialmente determinado por la melancolía. La nostalgia expresa en un nivel afectivo un fenómeno profundo: el progreso hacia la muerte mediante el hecho de vivir. Siento nostalgia de lo que ha muerto en mí, de la parte muerta de mí mismo. No actualizo más que el espectro de realidades y de experiencias pasadas, pero ello basta para mostrar la importancia de la parte difunta. La nostalgia revela el significado demoníaco del tiempo, el cual, a través de las transformaciones que realiza en nosotros, provoca implícitamente nuestra aniquilación.
La nostalgia vuelve al ser humano melancólico sin paralizarlo, sin hacer fracasar sus aspiraciones, pues la conciencia de lo irreparable que supone no se aplica más que al pasado, y el porvenir permanece, en cierta manera, abierto. La melancolía no es un estado de gravedad rigurosa, provocada por una afección orgánica, pues en ella no se experimenta esa terrible sensación de irreparabilidad que domina la existencia entera y que se encuentra en algunos casos de tristeza profunda. La melancolía, incluso la más sombría, es más un estado de ánimo transitorio que una disposición constitutiva, estado de ánimo que no excluye nunca totalmente el ensueño y que no permite, pues, considerar la melancolía como una enfermedad. Formalmente, la melancolía suave y voluptuosa y la melancolía sombría presentan aspectos idénticos: vacío interior, sensación de infinitud exterior, vaguedad de las sensaciones, ensueño, sublimación, etc. La diferencia sólo es evidente en lo que a la tonalidad afectiva de la visión respecta. Es posible que la multipolaridad de la melancolía dependa más de la estructura de la subjetividad que de su naturaleza. El estado melancólico adoptaría entonces, dada su vaguedad, formas diversas, según los individuos en los que se produce. Carente de intensidad dramática, es el estado que más varía y oscila. Siendo sus propiedades más poéticas que activas, posee una especie de gracia discreta (razón por la cual es más frecuente en las mujeres) que resulta imposible encontrar en la tristeza profunda.
Esa gracia aparece asimismo en los paisajes que poseen un aspecto melancólico. La amplia perspectiva del paisaje holandés o del paisaje renacentista, con sus eternidades de sombra y de luz, con sus valles cuyas ondulaciones simbolizan lo infinito y sus rayos de sol que dan al mundo un carácter de inmaterialidad, las aspiraciones y las nostalgias de los personajes que esbozan en ellos una sonrisa de comprensión y de benevolencia —todo ello refleja una gracia ligera y melancólica. En semejante ámbito el ser humano parece decir, resignado y lleno de nostalgia: “¡Qué queréis! Esto es todo lo que poseemos”. Al final de toda melancolía existe la posibilidad de un consuelo o de una resignación.

Los elementos estéticos de la melancolía contienen las virtualidades de una armonía futura que la tristeza orgánica no depara. Esta conduce irremediablemente a lo irreparable, mientras que la melancolía se abre al sueño y a la gracia.

sábado, 19 de abril de 2014

Non Sancta (V): La filosofía del ateísmo



Emma Goldman, anarquista, ferviente defensora de las libertades civiles y del feminismo, terminaría siendo considerada por el mismo J. Edgar Hoover la mujer más peligrosa de América. Activista conjurada, envuelta (directa o indirectamente) en más de un intento de asesinato a líderes políticos norteamericanos, y encarcelada múltiples veces por hacer públicas sus ideas acerca de la emancipación femenina, terminaría expulsada a las frías tierras de la Unión Soviética —de las que había huido en respuesta a las imposiciones patriarcales—, por conspiración y su evidente oposición a la guerra y la militarización. Estaríamos tentados a creer que una vez en las tierras bolcheviques se encontraría plenamente en libertad de movimientos, al ser una patria afín a sus concepciones. Pero sería una enorme equivocación. Una vez instalada en el corazón de la revolución de Octubre, la represión y la hostilidad soviéticas le llevaron a renunciar a sus esperanzas respecto del nuevo régimen y a ser una de sus primeras críticas, razones por las que terminaría radicándose en Canadá.


* * *



LA FILOSOFÍA DEL ATEÍSMO



Por Emma Goldman



Para exponer como es debido la filosofía del ateísmo, habría que abordar los cambios sufridos a lo largo de la historia por la fe en una divinidad, desde los tiempos más remotos hasta el momento actual, análisis que queda fuera del alcance de este ensayo. No estará fuera de lugar, de todos modos, señalar de pasada que el concepto de Dios, Poder Sobrenatural, Espíritu, Deidad o cualquier otro término en el que se haya plasmado la esencia del teísmo, se ha vuelto más indefinido y vago con el paso del tiempo y el progreso. La idea de Dios, por decirlo de otro modo, se está volviendo más impersonal y nebulosa a medida que la mente humana aprende a comprender los fenómenos naturales, y que la ciencia establece progresivamente una correlación entre los hechos humanos y sociales.
Hoy en día, Dios ya no representa las mismas fuerzas que al principio de su existencia; tampoco dirige los destinos humanos con la mano de hierro de otros tiempos. Lo que expresa la idea de Dios es más bien una especie de estímulo espiritualista para satisfacer los caprichos y manías de todo el abanico de flaquezas humanas. Durante el desarrollo de la humanidad, la idea de Dios se ha visto obligada a adaptarse a todas las fases del quehacer humano, algo completamente acorde, por otro lado, con los orígenes de dicha idea.
La noción de los dioses tuvo su origen en el miedo y la curiosidad. El hombre primitivo, que no entendía los fenómenos de la naturaleza, pero sufría su acoso, veía en cualquier manifestación aterradora una fuerza siniestra que se desencadenaba expresamente contra él; y como todas las supersticiones tienen como padres a la ignorancia y el miedo, la inquieta fantasía del hombre primitivo urdió la idea de Dios.
Acierta plenamente Mijaíl Bakunin, ateo y anarquista de fama mundial, cuando afirma en su gran obra Dios y el Estado: «Todas las religiones, con sus semidioses, profetas, mesías y santos, fueron creadas por la fantasía llena de prejuicios de hombres que aún no habían desarrollado del todo sus facultades, ni estaban en plena posesión de ellas. En consecuencia, el cielo religioso no es más que el espejismo en el que el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, descubrió su propia imagen, pero acrecida e invertida; esto es, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, apogeo y decadencia de los dioses que se han sucedido en la fe humana, no es otra cosa, por lo tanto, que el desarrollo de la inteligencia y la conciencia colectivas de la humanidad. A lo largo de su trayectoria históricamente progresiva, en cuanto descubrían en sí mismos, o en la naturaleza que les rodeaba, alguna cualidad, o incluso un gran defecto, fueran de la índole que fuesen, los atribuían a sus dioses, no sin antes exagerarlos y ampliarlos desmesuradamente, a la manera de los niños, siguiendo el dictado de su fantasía religiosa. [...] Sea dicho, pues, con todo respeto a los metafísicos e idealistas, filósofos, políticos o poetas religiosos: la idea de Dios comporta la abdicación de la razón y la justicia humanas; es la más rotunda negación de la libertad humana, y desemboca necesariamente en la esclavización de la humanidad, tanto en la teoría como en la práctica».
Así es como la idea de Dios (revitalizada, adaptada y ampliada o restringida en función de las necesidades de cada época) ha dominado a la humanidad, y lo seguirá haciendo hasta que el ser humano salga a la luz del Sol con la cabeza bien erguida, sin temor, con voluntad propia y despierta. Cuanto más aprende el hombre a realizarse, y a dar forma a su propio destino, más queda el teísmo como algo superfluo. La medida en la que el hombre sea capaz de hallar su relación con sus congéneres dependerá completamente del grado en que pueda dejar atrás su dependencia de Dios.
Ya se advierten señales de que el teísmo, que es la teoría de la especulación, está siendo sustituido por el ateísmo, ciencia de la demostración; si el uno flota en las nubes metafísicas del Más Allá, el otro tiene raíces fuertes en la Tierra; y es la Tierra, no el cielo, lo que debe redimir el hombre si desea alcanzar la plena salvación.
El declive del teísmo es un espectáculo de un interés enorme, sobre todo tal como se manifiesta en la inquietud de los teístas, sean de la confesión que sean. Les angustia darse cuenta de que las masas se vuelven cada vez más ateas, más antirreligiosas, y de que no tienen reparos en dejar el Más Allá y sus celestes dominios a los ángeles y los gorriones; y es que las masas se enfrascan más y más en los problemas de su existencia inmediata.
¿Cómo hacer que las masas regresen a la idea de Dios, el Espíritu, la Causa Primera, etc.? He ahí la cuestión más acuciante para todos los teístas. Podrán parecer cuestiones metafísicas, pero tienen una base física muy pronunciada, en la medida en que la religión, la «Verdad Divina», las recompensas y los castigos son los distintivos de la industria más potente y lucrativa de todo el mundo, sin exceptuar la de la fabricación de armas de fuego y municiones: la industria de nublar la mente humana y reprimir el corazón humano. En tiempos de necesidad, cualquier remedio es bueno; por eso la mayoría de los teístas pillan al vuelo cualquier tema, por carente que esté de relación con la divinidad, la revelación o el Más Allá. Tal vez intuyan que la humanidad se está cansando de las mil y una marcas de Dios.
La lucha contra este estancamiento de la fe teísta es nada menos que una cuestión de vida o muerte para todas las confesiones; de ahí su tolerancia, una tolerancia nacida no de la comprensión, sino de la debilidad, lo cual podría explicar el empeño de todas las publicaciones religiosas por aunar filosofías religiosas de lo más variopinto, y teorías teístas que se contradicen entre sí, en un solo conglomerado de la fe. Cada vez se minimiza más, con tolerancia, la diversidad de conceptos de «único Dios verdadero, único espíritu puro, única religión cierta», en un esfuerzo frenético por establecer un terreno común desde el que rescatar a las masas modernas de la influencia «perniciosa» de las ideas ateas.
Esta «tolerancia» teísta se caracteriza porque a nadie le importa lo que crea la gente mientras crea, o finja creer; y a este fin se emplean los métodos más burdos y vulgares. Acampadas, reuniones de evangelización con Billy Sunday como gran paladín... Métodos que no pueden menos de indignar a cualquier intelecto refinado, y cuyo efecto en los ignorantes y curiosos tiende a generar un moderado estado de locura que en muchos casos va de la mano de la erotomanía. Estos frenéticos esfuerzos cuentan siempre con el beneplácito, y también con el respaldo, de los poderes terrenales, desde el déspota ruso al presidente de Estados Unidos, y desde Rockefeller y Wanamaker al empresario más insignificante. Saben que el capital invertido en Billy Sunday, la YMCA, la Ciencia Cristiana y una larga serie de instituciones religiosas redundará en enormes beneficios, en forma de masas sometidas, mansas y adormiladas.
Consciente o inconscientemente, la mayoría de los teístas ven en dioses y demonios, cielos e infiernos, recompensas y castigos un látigo con el que obtener obediencia, sumisión y conformidad a base de azotes. La verdad es que hace tiempo que el teísmo se habría venido abajo sin el apoyo simultáneo del dinero y el poder. Hasta qué punto es completa su quiebra es algo que se ve ahora mismo en las trincheras y los campos de batalla de Europa.
¿No pintaban todos los teístas a su Deidad como el dios del amor y la bondad? Pues bien, tras miles de años predicando en estos términos, los dioses siguen sordos a la agonía de la especie humana. A Confucio no le importa la pobreza, la miseria y el dolor del pueblo chino. La indiferencia filosófica de Buda no cede un ápice ante el hambre y la inanición de los ultrajados hindúes. Yahvé persiste en su sordera a los amargos lloros de Israel, mientras Jesús se niega a resucitar para poner remedio a la masacre de cristianos por cristianos.
La esencia de los cánticos y alabanzas al «Altísimo» ha sido siempre presentar a Dios como el gran defensor de la justicia y la misericordia, pero cada vez hay más injusticia entre los hombres; solo con las atrocidades infligidas a las masas de este país parecería que pudieran desbordarse los mismísimos cielos. ¿Y dónde están los dioses que pongan fin a estos horrores, a estas ofensas, a este trato inhumano contra el ser humano? Pero no, no son los dioses, sino el HOMBRE quien debe levantarse con terrible cólera; él es, él, quien engañado por todas las deidades, y traicionado por sus emisarios, debe resolverse a llevar la justicia a esta Tierra.
La filosofía del ateísmo pone de manifiesto la expansión y el crecimiento de la mente humana. La filosofía del teísmo, si podemos llamarla filosofía, es estática e inamovible. Desde el punto de vista del teísmo, el mero hecho de intentar elucidar estos misterios supone no creer en la omnipotencia que todo lo abarca, y hasta negar la sabiduría de los poderes divinos que existen más allá del ser humano. Afortunadamente, sin embargo, la mente humana no se deja ni se ha dejado nunca atar por nada inamovible. De ahí que no ceje en su incansable marcha hacia el conocimiento y la vida. La mente humana empieza a comprender que «el universo no es fruto de un decreto creador por parte de una inteligencia divina, que produjo una obra maestra de la nada, en una operación perfecta», sino de fuerzas caóticas que se ejercen durante siglos y siglos, de choques y cataclismos, repulsiones y atracciones que, siguiendo el principio de selección, cristalizan en lo que llaman los teístas «el universo conducido al orden y la belleza». Como bien sostiene Joseph McCabe en La existencia de Dios, «una ley de la naturaleza no es una fórmula establecida por un legislador, sino un mero resumen de los hechos observados, un "haz de hechos". No es que las cosas funcionen de un modo determinado debido a que existe una ley, sino que nosotros formulamos la "ley" porque funcionan de ese modo».
La filosofía del ateísmo representa un concepto de la vida sin ningún Más Allá metafísico, o Regulador Divino. Es el concepto de un mundo real, existente, con sus posibilidades de liberación, crecimiento y hermoseamiento, frente a un mundo irreal que, con todos sus espíritus, oráculos y mísera conformidad, ha mantenido a la humanidad en un estado inerme de degradación.
Podría parecer el colmo de la paradoja, pero tristemente es cierto: este mundo real, y nuestra vida, han permanecido sujetos mucho tiempo a la influencia de la especulación metafísica, no a la de fuerzas físicas demostrables. Bajo el azote de la idea teísta, esta Tierra no ha servido de otra cosa que de escala temporal para poner a prueba la capacidad humana de inmolación a la voluntad de Dios. Pero bastaba con que el hombre intentase averiguar cuál era esa voluntad para que se le dijese que a la «inteligencia humana finita» no le estaba dado ir más allá de aquella voluntad omnipotente e infinita. El tremendo peso de esta omnipotencia ha doblegado al hombre hasta morder el polvo, convertido en un ser sin voluntad, roto y tiznado en la oscuridad. La victoria de la filosofía del ateísmo es liberar al hombre de la pesadilla de los dioses; significa la desaparición de los fantasmas del más allá. La luz de la razón ha disipado una y otra vez la pesadilla teísta, pero la pobreza, el dolor y el miedo recreaban siempre los fantasmas, que, por lo demás, bien poco diferían entre sí, al margen de su novedad o forma externa. En cambio, el ateísmo, en su aspecto filosófico, no solo rechaza pagar tributo a un concepto definido de Dios, sino cualquier servidumbre a la idea de Dios, y se opone al principio teísta como tal. Los dioses, en su función individual, no son ni la mitad de perniciosos que el principio del teísmo, el cual representa creer en un poder sobrenatural, e incluso omnipotente, que gobierna al mundo, y al hombre que en él vive. Es el absolutismo del teísmo, su influencia perniciosa en la humanidad y sus efectos paralizadores en el pensamiento y la acción lo que combate el ateísmo con todas sus fuerzas.
La filosofía del ateísmo hunde sus raíces en la tierra, en esta vida; su meta es emancipar a la humanidad de todos los Altísimos, sean judaicos, cristianos, mahometanos, budistas, brahmanistas o de cualquier otra denominación. Largo y duro ha sido el castigo de la humanidad por crear dioses; desde que aparecieron, para el ser humano todo ha sido dolor y persecución. Esta equivocación tiene un solo remedio posible: el hombre debe romper los grilletes que le han encadenado a las puertas del cielo y el infierno, para poder empezar a moldear un nuevo mundo en esta tierra con su conciencia despierta una vez más e iluminada.
La libertad y la belleza no podrán ser realidad mientras no triunfe la filosofía del ateísmo en las mentes y los corazones de la humanidad. Como don del cielo, la belleza ha demostrado ser inútil, pero una vez que el hombre aprenda a ver que el único cielo a su medida está en la Tierra, la belleza se convertirá en la esencia y el motor de la vida. El ateísmo ya está contribuyendo a liberar al hombre de su dependencia del castigo y de la recompensa, como baratillo para los pobres de espíritu.
¿No insisten todos los teístas en que sin la fe en un poder divino no puede haber moralidad, justicia, honradez ni fidelidad? Esta moral basada en el miedo y la esperanza siempre ha sido algo vil, compuesto a partes iguales de fariseísmo e hipocresía. En cuanto a la verdad, la justicia y la fidelidad, ¿quiénes han sido sus valerosos exponentes, sus osados defensores? Casi siempre los impíos, los ateos, que han vivido, luchado y muerto por ellos. Sabían que la justicia, la verdad y la fidelidad no son algo forjado en los cielos, sino vinculado a los enormes cambios que experimenta la vida social y material de la humanidad, e inseparable de ellos; no algo fijo y eterno, sino fluctuante como la vida misma. Nadie puede vaticinar a qué alturas llegará la filosofía del ateísmo, pero sí es posible predecir lo siguiente: que las relaciones humanas solo se purgarán de los horrores del pasado con su fuego regenerador.
Las personas reflexivas se empiezan a dar cuenta de que los preceptos morales, impuestos a la humanidad mediante el terror religioso, se han vuelto estereotipados, perdiendo con ello toda su vitalidad. Basta una simple mirada a la vida actual, a su naturaleza desintegradora, a sus conflictos de intereses, de los que se derivan odios, crímenes y codicia, para que quede demostrada la esterilidad de la moral teísta.
El ser humano debe volver a ser quien es para aprender cuál es su relación con sus congéneres. Mientras siga encadenado a la roca, Prometeo estará condenado a que hagan presa en él los buitres de la oscuridad. Desencadenadle, y desharéis la noche y sus horrores.
El ateísmo, con su negación de los dioses, es a la vez la afirmación más vigorosa del ser humano y, a través de este último, el sí eterno a la vida, al sentido y a la belleza.




miércoles, 16 de abril de 2014

Non Sancta (III): Thank goodness!



Daniel Dennett, renombrado filósofo cognitivista y director del Centro de Estudios Cognitivos de la Universidad de Tufts (Massachusetts, EEUU), es especialista en conciencia, inconciencia, intencionalidad, memética e inteligencia artificial, además de ateo consumado, como el presente texto viene a confirmarnos.


* * *

Thank goodness! *


Por Daniel C. Dennett


Según un dicho antiguo pero cuestionable, en las trincheras no hay ateos, y existen como mínimo algunas pruebas anecdóticas de ello en los casos conocidos de ateos famosos que, al salir de experiencias al borde de la muerte, anunciaron al mundo su cambio de postura. Un ejemplo bastante reciente es el filósofo británico sir A. J. Ayer, fallecido en 1989. He aquí otra anécdota a tener en cuenta.
Hace dos semanas me llevaron en ambulancia a un hospital, donde un TAC determinó que sufría «disección de la aorta»: se había roto el revestimiento del principal vaso de salida que se llevaba la sangre de mi corazón, creando un tubo de dos canales donde solo tenía que haber uno. Por suerte para mí, el hecho de que hace siete años me hicieran un bypass en la arteria coronaria probablemente me salvara la vida, porque el tejido cicatricial que había proliferado alrededor de mi corazón durante aquellos años reforzó la aorta, evitando una fuga catastrófica a través del agujero de la aorta en sí. Después de una operación de nueve horas en la que me pararon del todo el corazón y bajaron la temperatura de mi cuerpo y mi cerebro a siete grados para impedir que la falta de oxígeno provocase daños cerebrales durante el tiempo que tardasen en hacer bombear la máquina corazón-pulmón, ahora soy el orgulloso dueño de una nueva aorta y un nuevo arco aórtico, hechos de un resistente tubo de Dacron cosido en su sitio por el cirujano, y unidos a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un clic tranquilizador cada vez que late mi corazón.
Ahora que empiezo una etapa suave de recuperación, tengo mucho que reflexionar: sobre la experiencia angustiosa que he vivido, pero más aún sobre la avalancha de mensajes de ánimo que he recibido desde que corrió la voz de mi última aventura. Mis amigos tenían muchas ganas de saber si había vivido una experiencia al borde de la muerte, y en caso afirmativo, qué efecto había tenido en el ateísmo que profesaba en público desde hacía mucho tiempo. ¿Había tenido alguna epifanía? ¿Pensaba seguir los pasos de Ayer (que al cabo de unos días recuperó su aplomo y recalcó que «lo que debería haber dicho es que mis experiencias no han debilitado mi creencia de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible ante la fe), o mi ateísmo se mantenía intacto y sin cambios?
Pues sí, tuve una epifanía.Vi con más claridad que nunca que cuando digo thank goodness! no es un simple eufemismo de thank God! (Los ateos no creemos que haya ningún Dios a quien darle las gracias.) Realmente quiero decir thank goodness! En este mundo hay mucha bondad, cada día más, y este fantástico tejido de excelencia fabricado por el hombre es el verdadero responsable de que esté vivo. Es un digno destinatario de la gratitud que siento, y quiero celebrar este hecho aquí y ahora.
¿A quién debo estarle agradecido, en suma? Al cardiólogo que me ha mantenido vivito y latiendo todos estos años, y que rechazó rápidamente y con seguridad el diagnóstico inicial de una simple neumonía. A los cirujanos, neurólogos y anestesiólogos, y al perfusionista, que mantuvieron en funcionamiento mi organismo durante muchas horas en condiciones extremas. A una docena aproximadamente de auxiliares médicos, a enfermeras, terapeutas y técnicos de rayos equis, y a un pequeño ejército de flebotomistas tan habilidosos que casi no te das cuenta de que te están sacando sangre; a las personas que traían las comidas, tenían limpia mi habitación, lavaban las montañas de ropa sucia generada por un caso tan aparatoso, me llevaban y traían en silla de ruedas, etcétera. Eran gente de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas, Croacia, Rusia, China, Corea, la India... y también de Estados Unidos, claro; y nunca he visto tratarse a la gente con un respeto tan impresionante como ellos al ayudarse y controlar mutuamente su trabajo. Sin embargo, a pesar de lo bien que trabajaban en equipo, no podrían haber hecho su trabajo sin un trasfondo enorme de aportaciones de otros. Recuerdo con gratitud a mi difunto amigo Alian Cormack, físico y colega mío en Tufts, que compartió el premio Nobel por su invención del TAC. Alian, has salvado postumamente una vida más, aunque ¿hay alguien que lleve la cuenta? Lo que hiciste ha mejorado el mundo. Thank goodness. Luego está todo el sistema de la medicina, tanto en su aspecto científico como en el tecnológico, sin el cual los esfuerzos individuales servirían de muy poco, incluso los mejor intencionados. Por lo tanto, estoy agradecido a las direcciones y los comités editoriales, actuales y pasados, de Science, Nature, Journal of the American Medical Association, Lancety todas las demás instituciones científicas y médicas que siguen generando mejoras, y detectando y corrigiendo errores.
¿Venero yo la medicina moderna? ¿La ciencia es mi religión? En absoluto. No hay ningún aspecto de la medicina o la ciencia actuales al que estuviera dispuesto a eximir del más riguroso escrutinio, y no tendría reparos en enumerar toda una serie de problemas graves que aún quedan por solucionar. De hecho es muy fácil, porque los mundos de la medicina y la ciencia ya están embarcados en el proceso de autoevaluación más obsesivo, intensivo y humilde de toda la historia de las instituciones humanas, y hacen públicos cada cierto tiempo los resultados de sus autoexámenes. Diré más: esta crítica racional y abierta de miras, por imperfecta que pueda ser, constituye el secreto del éxito espectacular de estas iniciativas humanas. Cada día aporta nuevas mejoras que se pueden medir. Si a mí se me hubiera reventado la aorta hace diez años, no me habrían salvado ni rezando. Hoy en día no es que sea rutinario, pero mis probabilidades de sobrevivir, en realidad, tampoco eran tan bajas (actualmente, más o menos el 33 por ciento de los pacientes de disección aórtica mueren durante las primeras veinticuatro horas de su aparición sin tratamiento, y a partir de ahí la cosa va a peor cada hora).
Al comparar el mundo de la medicina, del que ahora depende mi vida, con las instituciones religiosas que me he dedicado a estudiar a fondo durante los últimos años, hay algo que me llamó especialmente la atención. Uno de los aspectos más dulces y consoladores que se encuentran en cualquier religión (que yo sepa) es la idea de que lo importante es el corazón de la persona: si tienes buenas intenciones, e intentas hacer lo correcto (según Dios), no se te puede pedir más. ¡En la medicina no! Si te equivocas (sobre todo con conocimiento de causa), tus buenas intenciones no cuentan prácticamente nada. Por otro lado, mientras que las religiones suelen ensalzar el salto de fe y el actuar sin previo análisis de las alternativas, en medicina se considera un pecado grave. A un médico que, llevado por la fe devota en sus revelaciones personales sobre cómo tratar el aneurisma aórtico, hiciera pruebas sin previo estudio con pacientes humanos le caería una buena bronca, o le expulsarían directamente de la profesión. Hay excepciones, por supuesto. Se tolera a unos cuantos pioneros con arrojo y poca consideración al riesgo, y a la larga pueden recibir honores (siempre que demuestren estar en lo cierto), pero solo pueden existir como raras excepciones al ideal del investigador metódico que descarta escrupulosamente las teorías alternativas antes de poner en práctica la suya. Sencillamente, no basta con las buenas intenciones y la inspiración.
Por decirlo de otro modo, aunque las religiones puedan cumplir una finalidad beneficiosa dejando que mucha gente se sienta cómoda con el grado de moralidad al que puede llegar, ninguna religión somete a sus miembros a unos criterios de responsabilidad moral tan elevados como el mundo laico de la ciencia y la medicina.Y no me refiero solo a los criterios «extremos», entre los cirujanos y médicos que toman a diario decisiones de vida o muerte, sino también a los criterios de conciencia seguidos por los técnicos de laboratorio y los que preparan la comida. Esta tradición deposita su fe en la aplicación ilimitada de la razón y de la investigación empírica, verificando todas las veces que haga falta, y preguntándose por sistema «¿Y si me equivoco?». En ningún caso se tolera apelar a la fe o al corporativismo. ¡Imaginémonos la reacción que despertaría un científico dando a entender que nadie más puede obtener los mismos resultados que él porque no tiene la misma fe que los integrantes de su laboratorio! Pero, volviendo a lo que iba, mi gratitud por estar vivo se dirige a la bondad de esta tradición de razonamiento e investigación abierta.
De acuerdo, pero ¿qué les digo a mis amigos religiosos (que los tengo, y bastantes) que han tenido el valor y la sinceridad de decirme que rezaron por mí? Les he perdonado con mucho gusto, porque hay pocas cosas tan frustrantes como no poder ayudar a un ser querido de ninguna manera más directa. Confieso que me sabe mal no haber podido rezar (sinceramente) por mis amigos y mis familiares en momentos de necesidad, y por eso valoro el impulso, aunque reconozca claramente su inutilidad. Los comentarios de mis amigos religiosos no vacilo en traducirlos a alguna versión de lo que me han estado diciendo mis colegas de ateísmo: «Pensaba en ti, y esperaba de todo corazón [otra concesión ineficaz pero irresistible] que no te pasara nada». El hecho de que estos amigos tan queridos hayan pensado en mí de esta manera, y hayan hecho el esfuerzo de comunicármelo, ya es tonificante de por sí, sin necesidad de suplementos sobrenaturales. En mi caso, estos mensajes de mi familia y mis amigos de todo el mundo me han llegado literalmente al corazón, y agradezco el subidón de moral (¡hasta extremos de verdadero frenesí, me temo!) que han producido en mí. Pero no hablo en broma cuando digo que tengo que perdonar a los amigos que han dicho que rezaron por mí. He resistido a la tentación de contestar: «Gracias, pero ¿también sacrificaste una cabra?». Me sienta igual que si uno de ellos me dijera: «Acabo de pagarle a un médico vudú para que hiciera un conjuro sobre tu salud». ¡Qué manera más crédula de malgastar un dinero que se podría haber gastado en proyectos más importantes! No esperes que sienta gratitud, o tan siquiera indiferencia. Agradezco el cariño y la generosidad que te impulsaban, pero me gustaría que hubieras encontrado una manera más razonable de expresarlos.
¿Pero esto no es de una severidad horrible? ¡Seguro que no le perjudica a nadie que recen por mí los que pueden rezar sinceramente! Pues no, no estoy tan seguro. Para empezar, si de verdad quisieran hacer algo útil, podrían aprovechar el tiempo y la energía que dedican a rezar para algún proyecto urgente en el que sí que puedan influir. Por otra parte, ya tenemos bases bastante firmes (por ejemplo, el estudio Benson de Harvard, que se ha hecho público hace poco) para creer que la oración intercesora no funciona, y punto. Cualquier persona que se desentiende de estas investigaciones mina sutilmente el respeto a la propia bondad que estoy agradeciendo. Si insistes en mantener vivo el mito de la eficacia de la oración, nos debes una justificación ante los hechos. En espera de ella, te disculparé por invocar tu tradición; sé lo reconfortante que puede ser la tradición, pero quiero que reconozcas que lo que haces, en el mejor de los casos, es problemático. Si eres capaz ni que sea de plantearte demandar a un médico que se equivocó en el tratamiento, o a una compañía farmacéutica que no hizo todos los controles de rigor antes de venderte un medicamento que te perjudicó, debes reconocer tu tácito agradecimiento a los altos criterios de investigación racional por los que se rige el mundo de la medicina. Sin embargo, sigues incurriendo en una práctica para la que no existe ninguna justificación racional conocida, y realmente crees que aportas algo. (Trata de imaginar tu indignación si la respuesta de una compañía farmacéutica a tu demanda fuera: «¡Pero si estuvimos rezando mucho por que saliera bien el medicamento! ¿Qué más quieres?».)
Lo mejor de decir «gracias a la bondad» en vez de «gracias a Dios» es que realmente hay muchas maneras de saldar nuestra deuda con la bondad, comprometiéndonos a crear más bondad en beneficio de las futuras generaciones. La bondad adopta muchas formas aparte de la medicina y de la ciencia. Gracias, por ejemplo, a la música de Randy Newman, que no podría existir sin la maravilla de tantos pianos y estudios de grabación, por no hablar de las aportaciones musicales de todos los grandes compositores, desde Bach hasta Scott Joplin y los Beatles, pasando por Wagner. Gracias porque salga agua potable del grifo, y porque tengamos comida a la mesa. Gracias por las elecciones justas y el periodismo veraz. Si quieres expresar tu gratitud a la bondad, puedes plantar un árbol, dar de comer a un niño huérfano, comprar libros para las colegialas del mundo islámico o contribuir de mil otras maneras a la manifiesta mejora de la vida en este planeta, ahora y en el futuro próximo.
También puedes darle las gracias a Dios, pero la idea de devolverle algo a Dios es ridicula. ¿Para qué puede querer tus míseras compensaciones un Ser omnisciente y omnipotente («el Hombre que lo tiene todo»)? (Además, según la tradición cristiana Dios ya ha saldado la deuda para siempre sacrificando a su propio hijo. ¡A ver cómo devuelves ese préstamo!) Sí, ya sé que no son temas que haya que interpretar literalmente; son simbólicos, lo acepto, pero entonces la idea de que dando las gracias a Dios se hace algún bien también hay que considerarla puramente simbólica. Yo prefiero el bien real al bien simbólico.
Aun así, perdono a los que rezan por mí. Los veo como científicos tenaces que se resisten a las pruebas en favor de teorías que no les gustan, mucho después de que la reacción adecuada hubiera sido un elegante reconocimiento. Aplaudo la fidelidad a vuestra propia postura, pero os recuerdo una cosa: no basta con la fidelidad a la tradición. Siempre tenéis que preguntaros: ¿Y si me equivoco? Creo que a la larga se les puede pedir a las personas religiosas que cumplan los mismos criterios morales que las personas laicas de la ciencia y de la medicina.






* Juego de palabras. En inglés Goodness! (con el signo de exclamación al final) significa ¡Dios mío!, mientras que goodness significa bondad.


jueves, 7 de noviembre de 2013

El artista y su tiempo*


Con este admirable y valiente texto de Albert Camus queremos abrir, en Revista Esperpento, una semana de conmemoración en el siglo que se cumple del nacimiento de uno de los autores más relevantes a la hora de reconocer los avatares de la condición humana.
Leído en el marco de la entrega del Premio Nobel por parte de la academia sueca, El artista y su tiempo constituye un llamado, un despertador, para todo ser humano que se precie de ser un artista. Porque el ARTE (así, con mayúsculas), no está al servicio de las ideologías, pero sí de quienes las padecen; porque el ARTE no es un ejercicio autista de un ser apartado de la realidad que le concierne; porque el ARTE es una forma de comprenderse a sí mismo con respecto de los demás, con respecto al gran trozo de historia que por Fortuna, o sin ella, hemos de vivir. Esas son algunas de las razones que hacen de este texto un documento siempre vigente, siempre al acecho.

* * *

Por Albert Camus


Un sabio oriental pedía en sus plegarias que la divinidad tuviese a bien dispensarle de vivir una época interesante. A nosotros, como no somos sabios, la divinidad no nos ha dispensado y vivimos una época interesante. En todo caso, no admite que podamos desinteresarnos de ella. Los escritores de hoy lo saben. Si hablan, se les critica y se les ataca. Si, por modestia, se callan, sólo se les hablará de su silencio, para reprochárselo ruidosamente.
En medio de tanto ruido, el escritor no puede ya esperar mantenerse al margen para perseguir las reflexiones y las imágenes que le son gratas. Hasta ahora, para bien o para mal, la abstención siempre ha sido posible en la historia. Quien no aprobaba algo, podía callarse o hablar de otra cosa. Hoy, todo ha cambiado, y hasta el silencio cobra un sentido temible. A partir del momento en que hasta la abstención es considerada como una elección, castigada o elogiada como tal, el artista, quiéralo o no, está embarcado. Embarcado me parece aquí más preciso que comprometido. Pues para el artista no se trata, en efecto, de un compromiso voluntario, sino más bien de un servicio militar obligatorio. Todo artista está hoy embarcado en la galera de su tiempo. Debe resignarse a ello, aunque estime que esa galera apesta a arenque, que los cómitres son demasiado numerosos y que, además, sigue un rumbo equivocado. Estamos en medio del mar. El artista, como los demás, debe remar a su vez, sin morir si es posible, es decir: sin dejar de seguir viviendo y creando.
A decir verdad, eso no es fácil y comprendo que los artistas añoren su antigua comodidad. El cambio es un poco brutal. Ciertamente, en el circo de la historia siempre ha existido el mártir y el león. El primero se mantenía de consuelos eternos, el segundo de alimentos históricos sangrientos. Pero el artista estaba en las gradas. Cantaba para nada, para sí mismo o, en el mejor de los casos, para animar al mártir y distraer un poco al león de su apetito. Ahora, por el contrario, el artista se encuentra en el circo. Forzosamente, su voz ya no es la misma, es mucho menos firme.
Es fácil ver todo lo que puede perder el arte en esta constante obligación. La soltura ante todo, y esa divina libertad que respira en la obra de Mozart. Se comprende mejor así el aspecto hosco y rígido de nuestras obras de arte, su frente ceñuda y sus súbitas derrotas. Así se explica que tengamos más periodistas que escritores, más boy-scouts de la pintura que Cézannes y que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar de Guerra y paz o de La cartuja de Parma. Claro es que siempre puede oponerse a este estado de cosas la lamentación humanista, o convertirse en lo que Trofimovitch, en Los posesos, quiere ser a toda costa: la encarnación del reproche. Como este personaje, se puede también tener accesos de tristeza cívica. Pero esta tristeza no cambia en nada la realidad. Más vale, en mi opinión, dar a la época lo suyo, puesto que lo reclama con tanto vigor, y reconocer tranquilamente que han pasado ya los tiempos de los caros maestros, de los eruditos a la violeta y de los genios encaramados a un sillón. Crear hoy es crear peligrosamente. Toda publicación es un acto que expone a su autor a las pasiones de un siglo que no perdona nada. El problema no estriba en saber si eso es o no perjudicial para el arte. El problema, para todos los que no pueden vivir sin el arte y lo que éste significa, estriba únicamente en saber cómo, entre las policías de tantas ideologías (¡cuántas iglesias, cuánta soledad!), sigue siendo posible la extraña libertad de la creación.
No basta decir a este respecto que el arte está amenazado por los poderes del Estado. En tal caso, en efecto, el problema para el artista sería muy sencillo: o luchar o capitular. El problema es más complejo, más mortal también, desde el momento en que se hace evidente que el combate se desarrolla en el fuero interno del propio artista. Si el odio al arte, del que nuestra sociedad ofrece tantos ejemplos, muestra hoy tanta eficacia, es porque los propios artistas lo alimentan. Las dudas de los artistas que nos precedieron concernían a su propio talento. Las de los artistas de hoy conciernen a la necesidad de su arte, es decir, a su existencia misma. En 1657, Racine pediría perdón por escribir Bérénice en vez de combatir en defensa del Edicto de Nantes.
Este cuestionamiento del arte por el artista obedece a muchas razones, de las que hay que quedarse sólo con las más elevadas. En el mejor de los casos, se explica por la impresión que puede tener el artista contemporáneo de mentir o de hablar para nada si no tiene en cuenta las miserias de la historia. Lo que caracteriza a nuestro tiempo, en efecto, es la irrupción de las masas y de su miserable condición ante la sensibilidad contemporánea. Se sabe que existen, cuando antes se tendía a olvidarlo. Y si ahora se sabe, no es porque las minorías selectas, artísticas u otras, se hayan hecho mejores, no, tranquilicémonos; es porque las masas se han hecho más fuertes y no dejan que se las olvide.
Hay más razones aún, y algunas menos nobles, para esta dimisión del artista. Pero cualesquiera que sean tales razones, todas concurren al mismo fin: a desanimar la creación libre a través del ataque a su principio esencial, que es la fe del creador en sí mismo. «La obediencia de un hombre a su propio genio —dijo magníficamente Emerson— es la fe por excelencia.» Y otro escritor norteamericano del siglo XIX añadía: «Mientras un hombre permanece fiel a sí mismo, todo —gobierno, sociedad, el sol mismo, la luna y las estrellas— abunda en su sentido.» Este prodigioso optimismo parece muerto hoy. El artista, en la mayoría de los casos, se avergüenza de sí mismo y de sus privilegios, si es que los tiene. Debe responder ante todo a la cuestión que se plantea: ¿es el arte un lujo mentiroso?

I

La primera respuesta honrada que puede darse es ésta: a veces, en efecto, el arte es un lujo mentiroso. Sabemos que siempre y en todas partes se puede cantar a las constelaciones desde la toldilla de las galeras, mientras los forzados reman y se extenúan en la cala, igual que se puede centrar la atención en la conversación mundana que se desarrolla en las gradas del circo mientras la víctima cruje bajo los dientes del león. Y es difícil objetar algo a este arte que ha conocido grandes éxitos en el pasado. Sólo que las cosas han cambiado un poco y que el número de forzados y de mártires ha aumentado prodigiosamente en toda la superficie del globo. Ante tanta miseria, si este arte quiere seguir siendo un lujo, hoy debe aceptar ser también una mentira.
¿De qué podría hablar, en efecto? Si se amolda a lo que pide la mayoría de nuestra sociedad, será puro entretenimiento sin alcance. Si lo rechaza ciegamente, si el artista decide aislarse en su sueño, no expresará otra cosa que un rechazo. Tendremos así una producción de entretenedores o de gramáticos formalistas, que, en ambos casos, conduce a un arte separado de la realidad viva. Desde hace casi un siglo, vivimos en una sociedad que ni siquiera es la sociedad del dinero (el dinero o el oro pueden suscitar pasiones carnales), sino la de los símbolos abstractos del dinero. La sociedad de los comerciantes puede definirse como una sociedad en la que las cosas desaparecen en beneficio de los signos. Cuando una clase dirigente mide sus fortunas, no ya en hectáreas de tierra ni en lingotes de oro, sino por las cifras que corresponden idealmente a un cierto número de operaciones de cambio, se obliga a la vez a instalar cierta especie de mixtificación en el centro de su experiencia y de su universo. Una sociedad basada en los signos es, en su esencia, una sociedad artificial en la que la verdad carnal del hombre está mixtificada. No puede sorprender, pues, que esta sociedad haya escogido y elevado a religión una moral de principios formales y que inscriba las palabras libertad e igualdad tanto en sus prisiones como en sus templos financieros. Sin embargo, las palabras no se dejan prostituir impunemente. El valor más calumniado hoy es el de la libertad. Hay gente de buenas intenciones (siempre he pensado que hay dos clases de inteligencia, la inteligente y la tonta) que han llegado a erigir en doctrina que la libertad no es sino un obstáculo en el camino del verdadero progreso. Tonterías tan solemnes han podido ser proferidas porque durante cien años la sociedad mercantilista ha hecho un uso exclusivo y unilateral de la libertad, la ha considerado como un derecho más bien que como un deber y no ha temido, siempre que ha podido, poner una libertad de principio al servicio de una opresión de hecho. En tales condiciones, no puede sorprender que esta sociedad no haya considerado al arte como un instrumento de liberación y sí como un ejercicio sin importancia y una simple diversión. La «buena sociedad», en la que se sufría sobre todo de aflicciones de dinero y disgustos sólo de corazón, se contentó así, durante décadas, con sus novelistas mundanos y con el arte más fútil imaginable. A propósito de ese arte, decía Oscar Wilde, pensando en sí mismo antes de conocer la prisión, que el vicio supremo es ser superficial.
Los fabricantes de arte (todavía no me he referido a los artistas) de la Europa burguesa, antes y después de 1900, aceptaron de este modo la irresponsabilidad porque la responsabilidad suponía una ruptura peligrosa con su sociedad (los que verdaderamente rompieron se llamaban Rimbaud, Nietzsche, Strindberg, y ya se sabe el precio que pagaron). De esa época data la teoría del arte por el arte, que no es sino la reivindicación de esa irresponsabilidad. El arte por el arte, la distracción de un artista solitario, es precisamente el arte artificial de una sociedad ficticia y abstracta. Su resultado lógico es el arte de los salones, o el arte puramente formal que se nutre de preciosismos y de abstracciones y que acaba destruyendo toda realidad. Algunas de estas obras encantan a algunos hombres, mientras que muchas invenciones burdas corrompen a otros muchos. Al final, el arte se constituye al margen de la sociedad y se secciona de sus raíces vivas. Poco a poco, el artista, hasta el más celebrado, va quedándose solo, o al menos es reconocido por su nación únicamente a través de la prensa o de la radío, que darán de él una idea cómoda y simplificada. En efecto, mientras más se especializa el arte, más necesaria se hace la vulgarización. Millones de hombres tendrán así la impresión de conocer a tal o cual gran artista de nuestro tiempo porque han leído en los periódicos que cría canarios o que nunca se casa por más de seis meses. La mayor celebridad consiste hoy en ser admirado o detestado sin haber sido leído. Todo artista que quiera ser célebre en nuestra sociedad debe saber que no será él quien lo consiga, sino otro bajo su nombre, que acabará emancipándose de él o tal vez matando en él al artista verdadero.
No es sorprendente, pues, que todo lo válido que se ha creado en la Europa mercantilista de los siglos XIX y XX, en literatura, por ejemplo, se haya edificado contra la sociedad de su tiempo. Puede decirse que hasta los albores de la Revolución Francesa, la literatura en funciones es globalmente una literatura de consentimiento. A partir del momento en que la sociedad burguesa, surgida de la Revolución, se encuentra estabilizada, se desarrolla, por el contrario, una literatura de rebelión. Los valores oficiales entonces pasan a ser negados, en Francia por ejemplo, sea por los portadores de valores revolucionarios, desde los románticos a Rimbaud, sea por los conservadores de los valores aristocráticos, de los que Vigny y Balzac son buenos ejemplos. En ambos casos, pueblo y aristocracia, que son las dos fuentes de toda civilización, se alzan contra la sociedad facticia de su tiempo.
Pero este rechazo, mantenido inflexiblemente durante mucho tiempo, se ha tornado facticio también y conduce a otra clase de esterilidad. El tema del poeta maldito nacido en una sociedad mercantilista (Chatterton es la mejor ilustración) se ha solidificado en un prejuicio que pretende que no se puede ser un gran artista sin enfrentarse a la sociedad de la época, cualquiera que ésta sea. Legítimo en su origen, cuando afirmaba que un verdadero artista no puede transigir con el mundo del dinero, el principio se ha tornado falso al establecer que un artista sólo puede afirmarse estando en contra de todo en general. Por eso muchos de nuestros artistas aspiran a la condición de malditos, tienen mala conciencia de no serlo y desean a la vez el aplauso y el silbido. Naturalmente, la sociedad actual, fatigada o indiferente, no aplaude o silba más que por azar. El intelectual de nuestro tiempo se empeña en resistir para engrandecerse. Pero a fuerza de rechazarlo todo, incluso la tradición de su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la ilusión de crear sus propias reglas y acaba creyéndose Dios. A la vez, cree poder crear por sí mismo su realidad. Sin embargo, alejado de su sociedad, no creará sino obras formales o abstractas, interesantes en tanto que experimentos, pero privadas de la fecundidad inherente al arte verdadero, cuya vocación es la de reunir. En suma, habrá tanta diferencia entre las sutilezas o las abstracciones contemporáneas y la obra de un Tolstoi o de un Molière como entre la letra descontada sobre un trigo invisible y la gruesa tierra del propio surco.

II

El arte puede así ser un lujo mentiroso. No es extraño, pues, que algunos hombres o algunos artistas hayan querido dar marcha atrás y volver a la verdad. Desde ese momento, negaron que el artista tuviese derecho a la soledad y le ofrecieron como tema no sus sueños, sino la realidad vivida y sufrida por todos. Seguros de que el arte, tanto por sus temas como por su estilo, escapa a la comprensión de las masas, o bien no expresa nada de su verdad, esos hombres pretendieron que el artista se propusiera, por el contrario, hablar de la mayoría y para la mayoría. Que el artista traduzca los sufrimientos y la felicidad de todos en el lenguaje de todos, y será universalmente comprendido. Como recompensa de una fidelidad absoluta a la realidad, el artista obtendrá la comunicación total entre los hombres.
Este ideal de la comunicación universal es, en efecto, el de todo gran artista. Contrariamente al prejuicio establecido, si alguien no tiene derecho a la soledad, es precisamente el artista. El arte no puede ser un monólogo. Incluso el artista solitario y desconocido que invoca a la posteridad no hace otra cosa que reafirmar su vocación profunda. Por considerar imposible el diálogo con contemporáneos sordos o distraídos, invoca un diálogo más numeroso, con las generaciones venideras.
Pero para hablar de todos y a todos, es necesario hablar de lo que todos conocen y de la realidad que nos es común. El mar, la lluvia, la necesidad, el deseo, la lucha contra la muerte, eso es lo que nos reúne a todos. Nos reunimos en lo que vemos juntos, en lo que conjuntamente sufrimos. Los sueños cambian con los hombres, pero la realidad del mundo es nuestra patria común. La ambición del realismo es, pues, legítima, dado que está profundamente ligada a la aventura artística.
Seamos, pues, realistas. O más bien tratemos de serlo, si es que es posible serlo. Pues no es seguro que la palabra tenga sentido, no es seguro que el realismo, por deseable que pueda ser, sea posible. Preguntémonos ante todo si el realismo puro es posible en el arte. De creer a los naturalistas del siglo pasado, es la reproducción exacta de la realidad. Sería, pues, al arte lo que la fotografía es a la pintura: la primera reproduce, mientras que la segunda escoge. Pero ¿qué reproduce y qué es la realidad? Después de todo, aun la mejor de las fotografías no logra ser una reproducción bastante fiel, suficientemente realista. ¿Qué hay más real en nuestro universo, por ejemplo, que la vida de un hombre, y qué medio mejor para resucitarla que una película realista? Pero ¿en qué condiciones sería posible tal película? En condiciones puramente imaginarías. En efecto, habría que suponer una cámara ideal centrada, día y noche, sobre ese hombre, cuyos menores movimientos captaría sin cesar. El resultado sería una película cuya proyección duraría la vida de un hombre y que sólo podría ser vista por espectadores resignados a perder su vida para interesarse exclusivamente por los detalles de la existencia de otro. Pero aun en tales condiciones esa película inimaginable no sería realista. Por la sencilla razón de que la realidad de la vida de un hombre no se encuentra únicamente allí donde esté. Se encuentra también en otras vidas que dan forma a la suya, las vidas de sus seres amados, que deberían filmarse a su vez, así como las vidas de hombres desconocidos, poderosos o miserables, conciudadanos, policías, profesores, compañeros invisibles de las minas y de los talleres, diplomáticos y dictadores, reformadores religiosos, artistas que crean mitos decisivos para nuestra conducta, humildes representantes, en fin, del soberano azar que reina hasta sobre las existencias más ordenadas. Así pues, sólo hay una película realista posible; la que sin cesar es proyectada ante nosotros por un aparato invisible sobre la pantalla del mundo. El único artista realista, de existir, sería Dios. Los demás artistas son forzosamente infieles a lo real.
En consecuencia, los artistas que rechazan la sociedad burguesa y su arte formal, que quieren hablar de la realidad y sólo de ella, se hallan en una dolorosa situación sin salida. Deben ser realistas y no pueden serlo. Quieren someter su arte a la realidad y no es posible describir la realidad sin realizar en ella una selección que la somete a la originalidad del arte. La hermosa y trágica producción de los primeros años de la Revolución rusa es una buena muestra de este tormento. Lo que Rusia nos dio entonces, con Blok y el gran Pasternak, Maiakovski y Essenin, Eisenstein y los primeros novelistas del cemento y del acero, fue un espléndido laboratorio de formas y de temas, una fecunda inquietud, una locura de investigaciones. Sin embargo, hubo que concluir planteándose cómo se podía ser realista cuando el realismo era imposible. En este caso, como en otros, la dictadura zanjó la cuestión cortando por lo sano: el realismo, según ella, era, en primer lugar, necesario, y luego era posible a condición de que fuera socialista.
¿Qué sentido tiene este decreto?
De hecho, reconoce francamente que no se puede reproducir la realidad sin hacer en ella una selección, y rechaza la teoría del realismo tal como había sido formulada en el siglo XIX. Sólo le queda encontrar un principio de opción en torno al cual organizar el mundo. Y lo encuentra no en la realidad que conocemos, sino en la realidad que será, es decir, en el porvenir. Para reproducir bien lo que es, hay que pintar también lo que será. Dicho de otro modo, el verdadero objeto del realismo socialista es precisamente lo que no tiene todavía realidad.
La contradicción es grandiosa. Pero, después de todo, la expresión misma de realismo socialista era contradictoria. En efecto, ¿cómo es posible un realismo socialista cuando la realidad no es enteramente socialista? No es socialista ni en el pasado ni en el presente. La respuesta es sencilla: se elegirá en la realidad de hoy o en la de ayer lo que prepare y sirva a la ciudad perfecta del futuro. Así, habrá que dedicarse, por una parte, a negar y condenar lo que en la realidad no es socialista, y, por otra, a exaltar lo que lo es o lo será. Inevitablemente, se llega así al arte de propaganda, con sus buenos y sus malos, a una biblioteca rosa, en suma, tan separada como el arte formalista de la realidad compleja y viva. El resultado final es que este arte será socialista en la medida en que no sea realista.
Esta estética que pretendía ser realista se convierte entonces en un nuevo idealismo burgués. Se da ostensiblemente a la realidad un rango soberano para liquidarla mejor. El arte queda reducido a nada. Es útil, y al utilizarlo se lo instrumentaliza. Sólo los que rehúyen describir la realidad serán llamados realistas y recibirán elogios. Los otros serán censurados a través de los aplausos a los primeros. Si en la sociedad burguesa la celebridad consiste en no ser leído o mal leído, en la sociedad totalitaria consiste en impedir a los otros que sean leídos. Una vez más, el arte verdadero será desfigurado o amordazado, y la comunicación universal se verá abortada por aquellos mismos que la deseaban apasionadamente.
Ante semejante fracaso, lo más sencillo sería reconocer que el llamado realismo socialista tiene muy poco que ver con el gran arte y que los revolucionarios, por el bien de la revolución, deberían buscar otra estética. Sabido es, por el contrario, que sus defensores proclaman que fuera del realismo socialista no hay arte posible. Lo proclaman, en efecto. Pero tengo la profunda convicción de que no lo creen y de que han decidido que los valores artísticos deben someterse a los de la acción revolucionaria. Si esto se reconociera con claridad, la discusión sería más fácil. Cabe respetar tan gran renuncia en hombres que padecen con intensidad el contraste entre la desdicha de todos y los privilegios inherentes a veces a un destino de artista, que rechazan la insoportable distancia que separa a los amordazados por la miseria de quienes tienen por vocación expresarse siempre. Se podría comprender a esos hombres, tratar de dialogar con ellos, intentar decirles, por ejemplo, que la supresión de la libertad creadora acaso no sea el buen camino para la liberación de los oprimidos y que mientras se aguarda hablar para todos, es estúpido privarse del poder de hablar, al menos, para algunos. Sí, el realismo socialista debería reconocer sus lazos de parentesco, reconocer que es el hermano gemelo del realismo político. Sacrifica el arte en nombre de una finalidad extraña al arte, pero que, en la escala de los valores, puede parecerle superior. En resumen, suprime el arte provisionalmente para instaurar primero la justicia. Cuando la justicia esté entronizada, en un futuro todavía impreciso, el arte resucitará. Se aplica así a las cosas del arte esa regla de oro de la inteligencia contemporánea que afirma que no se hace una tortilla sin romper huevos. Pero este aplastante sentido común no debe engañarnos. No basta con romper millares de huevos para hacer una buena tortilla, y la calidad del cocinero, creo yo, no se estima por la cantidad de cascaras rotas. Los cocineros artísticos de nuestro tiempo deben temer, por el contrario, romper más huevos de los que desearían y que, en consecuencia, la tortilla de la civilización no cuaje nunca, que el arte no resucite. La barbarie nunca es provisional. No se la tiene suficientemente en cuenta y es normal que se extienda del arte a las costumbres. Se ve entonces nacer, de la desdicha y de la sangre de los hombres, literaturas insignificantes, periódicos adictos, cuadros fotográficos y obras patrocinadas en las que el odio reemplaza a la religión. El arte culmina aquí en un optimismo de encargo, justamente el peor de los lujos y la más irrisoria de las mentiras.
No puede causar extrañeza. La pena de los hombres es un tema tan amplio que, al parecer, nadie es capaz de abordarlo, salvo que se sea como Keats, de quien se ha dicho que era tan sensible que habría podido tocar con sus manos el dolor mismo. Esto se hace evidente cuando una literatura dirigida se propone mitigar esa pena con consuelos oficiales. La mentira del arte por el arte fingía ignorar el mal y asumía así la responsabilidad de éste. Pero la mentira realista, aunque asuma con coraje el reconocimiento de la desdicha presente de los hombres, la traiciona también gravemente al utilizarla para exaltar una felicidad por venir de la que nadie sabe nada y que autoriza por tanto todas las mixtificaciones. Las dos estéticas que se han enfrentado durante tanto tiempo, la que recomienda el rechazo total de la actualidad y la que pretende rechazar todo lo que no sea actualidad, terminan, sin embargo, convergiendo, lejos de la realidad, en una misma mentira y en la supresión del arte. El academicismo de derecha ignora una miseria que el academicismo de izquierda utiliza. Pero en ambos casos la miseria se ve reforzada al mismo tiempo que el arte se ve negado.

III

Camus, la conciencia de una Europa devastada.
¿Debemos concluir que esta mentira es la esencia misma del arte? Muy al contrario, diré que las actitudes de las que vengo hablando no son mentiras más que en la medida en que no tienen mucho que ver con el arte. ¿Qué es, pues, el arte? Nada simple, eso es seguro. Y es aún más difícil saberlo en medio de los gritos de tantas gentes empecinadas en simplificarlo todo. Se quiere, por una parte, que el genio sea espléndido y solitario; se le conmina, por otra parte, a parecerse a todos. Pero, ¡ay!, la realidad es más compleja. Balzac lo dio a entender en esta frase: «El genio se parece a todo el mundo y nadie se le parece». Lo mismo ocurre con el arte, que no es nada sin la realidad, y sin el que la realidad es muy poca cosa. En efecto, ¿cómo podría el arte prescindir de la realidad y cómo podría someterse a ella? El artista escoge su objeto tanto como es escogido por éste. El arte, en un cierto sentido, es una rebelión contra el mundo en lo que tiene de huidizo e inacabado; no se propone, pues, otra cosa que dar otra forma a una realidad que, sin embargo, está obligado a conservar porque es la fuente de su emoción. A este respecto, todos somos realistas y nadie lo es. El arte no es ni la negación total ni el consentimiento total a lo que es. Es al mismo tiempo negación y consentimiento, y por eso no puede ser sino un desgarramiento perpetuamente renovado. El artista se encuentra siempre en esta ambigüedad, incapaz de negar lo real y, sin embargo, eternamente dedicado a negarlo en lo que tiene de eternamente inacabado. Para hacer una naturaleza muerta es preciso que se enfrenten y se corrijan recíprocamente un pintor y una manzana. Y aunque las formas no sean nada sin la luz del mundo, añaden luminosidad a su vez a esta luz. El universo real que, por su esplendor, suscita los cuerpos y las estatuas, recibe de ellos al mismo tiempo una segunda luz que fija la del cielo. El gran estilo se halla así a medio camino entre el artista y su objeto.
No se trata, pues, de saber si el arte debe rehuir lo real o someterse a ello, sino únicamente de conocer la dosis exacta de realidad con que debe lastrarse la obra para que no desaparezca en las nubes ni se arrastre, por el contrario, con suelas de plomo. Cada artista resuelve este problema como buenamente puede o entiende. Cuanto más fuerte sea la rebelión de un artista contra la realidad del mundo, mayor será el peso de lo real necesario para equilibrarla. La obra más alta será siempre, como en los trágicos griegos, en Melville, Tolstoi o Molière, la que equilibre lo real y su negación en un avivamiento mutuo semejante a ese manantial incesante que es el mismo de la vida alegre y desgarrada. Entonces surge, de tarde en tarde, un mundo nuevo, diferente del de todos los días y, sin embargo, el mismo, particular pero universal, lleno de inseguridad inocente, suscitado durante algunas horas por la fuerza y la insatisfacción del genio. Es eso y, sin embargo, no es eso, el mundo no es nada y es todo, he ahí el doble e incansable grito de cada artista verdadero, el grito que lo mantiene en pie, con los ojos siempre abiertos, y que, de tarde en tarde, despierta para todos en el seno del mundo dormido la imagen fugitiva e insistente de una realidad que reconocemos sin haberla conocido jamás.
Del mismo modo, el artista no puede ni apartarse de su siglo ni perderse en él. Si se aparta, habla en el vacío. Pero, inversamente, en la medida en que tome el siglo como objeto, el artista afirmará su propia existencia en tanto que sujeto y no podrá someterse enteramente a él. Dicho de otro modo, es en el momento mismo en que el artista opta por compartir la suerte de todos cuando afirma su individualidad. Y no podrá librarse de esta ambigüedad. El artista toma de la historia lo que puede ver y sufrir por sí mismo, directa o indirectamente, es decir, la actualidad en el más estricto sentido de la palabra, y los hombres que viven hoy, no la remisión de esa actualidad a un futuro imprevisible para el artista. Juzgar al hombre contemporáneo en nombre de un hombre que aún no existe es algo que cae de lleno en el ámbito de la profecía. El artista sólo puede apreciar los mitos que se le proponen en función de su repercusión en el hombre de su tiempo. El profeta, religioso o político, puede juzgar de forma absoluta lo que, como es sabido, hace con frecuencia. Pero el artista no puede. Si juzgara de forma absoluta, dividiría sin matices la realidad entre el bien y el mal y caería en el melodrama. El fin del arte, por el contrario, no es legislar o reinar; es, ante todo, comprender. Y ocurre que a veces, a fuerza de comprender, reina. Pero ninguna obra genial se ha basado nunca en el odio y el desprecio. Por eso es por lo que el artista, al término de su itinerario, absuelve en vez de condenar. No es juez, sino justificador. Es el abogado perpetuo de la criatura viva, porque está viva. Aboga verdaderamente por el amor al prójimo, no por ese amor remoto que degrada al humanismo contemporáneo a catecismo de tribunal. Al contrario, la gran obra acaba confundiendo a todos los jueces. A través de ella, el artista, simultáneamente, rinde homenaje a la más alta figura del hombre y se inclina ante el último de los criminales. «No hay uno solo de los desdichados encerrados conmigo en este miserable lugar —escribió Wilde en la cárcel— que no se halle en relación simbólica con el secreto de la vida.» Sí, y este secreto de la vida coincide con el del arte.
Durante ciento cincuenta años, los escritores de la sociedad mercantilista, con muy raras excepciones, creyeron poder vivir en una feliz irresponsabilidad. Vivieron, en efecto, y murieron solos, como habían vivido. Nosotros, los escritores del siglo XX, jamás estaremos solos. Debemos saber, al contrario, que no podemos evadirnos de la miseria común, y que nuestra única justificación, si es que existe alguna, es la de hablar, en la medida de nuestras posibilidades, por aquellos que no pueden hacerlo. Pero debemos hacerlo por todos los que sufren en este momento, cualesquiera que sean las grandezas, pasadas o futuras, de los Estados y de los partidos que les oprimen: para el artista no hay verdugos privilegiados. Por eso es por lo que la belleza, incluso hoy, sobre todo hoy, no puede ponerse al servicio de ningún partido; sólo está al servicio, a largo o breve plazo, del dolor y de la libertad de los hombres. El único artista comprometido es el que sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares, me refiero al francotirador. La lección que saca entonces de la belleza, si la saca con honradez, no es una lección de egoísmo, sino de dura fraternidad. Así concebida, la belleza jamás ha esclavizado a ningún hombre. Y durante milenios, cada día, cada segundo, ha aliviado, por el contrario, la esclavitud de millones de hombres y, a veces, ha liberado para siempre a algunos. Tal vez aquí, en esta perpetua tensión entre la belleza y el dolor, el amor a los hombres y la locura de la creación, la soledad insoportable y la muchedumbre abrumadora, el rechazo y el consentimiento, toquemos la grandeza del arte. El arte camina entre dos abismos, que son la frivolidad y la propaganda. En esta línea en forma de sierra por la que avanza el gran artista, cada paso es una aventura, un riesgo extremo. En este riesgo, sin embargo, y sólo en él, está la libertad del arte. Libertad difícil y que se parece más bien a una disciplina ascética. ¿Qué artista lo negaría? ¿Qué artista osaría creerse a la altura de esta tarea incesante? Esta libertad supone la salud del corazón y del cuerpo, un estilo que ha de ser como la fuerza del alma y un paciente enfrentamiento. Es, como toda libertad, un riesgo perpetuo, una aventura extenuante, y he ahí por qué se evita hoy este riesgo igual que se evita la exigente libertad para precipitarse hacia toda clase de sumisiones y obtener al menos la comodidad espiritual. Pero si el arte no es una aventura, ¿qué es entonces y dónde está su justificación? No, el artista libre, como el hombre libre, no es el hombre cómodo. El artista libre es el que, con gran trabajo, crea su orden por sí mismo. Mientras más desenfrenado sea lo que debe ordenar, más estricta será su regla y con más fuerza afirmará su libertad. Hay una frase de Gide que siempre he aprobado aunque pueda prestarse al malentendido. «El arte vive de sujeción y muere de libertad.» Eso es verdad. Pero de ahí no debe inferirse que el arte pueda ser dirigido. El arte vive sólo de las obligaciones que se impone a sí mismo; muere de las demás. En cambio, si no se impone obligaciones a sí mismo, se pone a delirar y se somete a las sombras. El arte más libre, y el más rebelde, será así el más clásico; será la coronación del mayor esfuerzo. Mientras una sociedad y sus artistas no acepten este largo y libre esfuerzo, mientras se abandonen a la comodidad de la diversión o del conformismo, a los juegos del arte por el arte o a las prédicas del arte realista, sus artistas se quedarán en el nihilismo y en la esterilidad. Decir esto es decir que el renacimiento hoy depende de nuestro valor y de nuestra voluntad de clarividencia. Sí, este renacimiento está en nuestras manos. Depende de nosotros que Occidente suscite esos contra-Alejandros que deben volver a anudar el nudo gordiano de la civilización, cortado por la fuerza de la espada. Para ello, tenemos que asumir todos los riesgos y los trabajos de la libertad. No se trata de saber si persiguiendo la justicia lograremos preservar la libertad. Se trata de saber que, sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos a la vez la justicia futura y la belleza antigua. Sólo la libertad salva a los hombres del aislamiento; la opresión, en cambio, planea sobre una muchedumbre de soledades. Y el arte, a causa de esta esencia libre que he tratado de definir, reúne allí donde la tiranía separa. Así pues, ¿cómo puede extrañar que el arte sea el enemigo declarado de todos los regímenes opresores? ¿Cómo extrañarse de que los artistas y los intelectuales hayan sido las primeras víctimas de las tiranías modernas, sean de derecha o de izquierda? Los tiranos saben que hay en la obra de arte una fuerza de emancipación que sólo es misteriosa para los que no la aprecian. Cada gran obra hace más admirable y más rica la faz humana; ahí está todo su secreto. Y nunca habrá suficientes campos de concentración ni rejas carcelarias para oscurecer este conmovedor testimonio de dignidad. Por esto es por lo que no es cierto que se pueda, ni siquiera provisionalmente, suspender la cultura para preparar otra nueva. No se puede suspender el incesante testimonio del hombre sobre su miseria y su grandeza, no se puede suspender una respiración. No hay cultura sin herencia y nosotros no podemos ni debemos rechazar nada de la nuestra, la de Occidente. Cualesquiera que sean las obras del futuro, estarán todas henchidas del mismo secreto, hecho de valor y de libertad, alimentado por la audacia de millares de artistas de todos los siglos y de todas las naciones.
Sí, cuando la tiranía moderna nos muestra que, aun refugiado en su oficio, el artista es el enemigo público, tiene razón. Pero así, a través del artista, la tiranía rinde homenaje a una figura del hombre que nada hasta hoy ha podido destruir.

Mi conclusión es muy sencilla. Consiste en decir, en medio mismo del ruido y la furia de nuestra historia: «Alegrémonos». Alegrémonos, en efecto, de haber visto morir una Europa mentirosa y confortable y de vernos confrontados a crueles verdades. Alegrémonos en tanto que hombres, puesto que una larga mixtificación se ha venido abajo y ahora vemos con claridad lo que nos amenaza. Y alegrémonos en tanto que artistas, arrancados del sueño y de la sordera, forzosamente enfrentados a la miseria, a las cárceles y a la sangre. Si ante tal espectáculo conservamos la memoria de los días y de los rostros; si, inversamente, ante la belleza del mundo, somos capaces de no olvidar a los humillados, el arte occidental recobrará poco a poco su fuerza y su majestad. Ciertamente, en la historia hay pocos ejemplos de artistas enfrentados a tan duros problemas. Pero precisamente cuando las palabras y las frases, hasta las más sencillas, se pagan al precio de la libertad y de la sangre, el artista aprende a manejarlas con mesura. El peligro vuelve clásico, y toda grandeza, en suma, tiene sus raíces en el riesgo. Ha pasado ya el tiempo de los artistas irresponsables. Podemos añorarlo por nuestras pequeñas satisfacciones. Pero tendremos que reconocer que esta prueba nos depara al mismo tiempo nuestras posibilidades de autenticidad, y aceptaremos el reto. La libertad del arte no vale gran cosa cuando no tiene otro sentido que asegurar la comodidad del artista. Para que un valor, o una virtud, arraigue en una sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por ellos siempre que se pueda. Que la libertad se haya tornado peligrosa indica que está en camino de no dejarse prostituir. Y yo no estoy de acuerdo, por ejemplo, con los que se quejan actualmente del ocaso de la sabiduría. Aparentemente, tienen razón. Pero, en verdad, la sabiduría jamás decayó tanto como en los tiempos en que constituía sólo el placer sin riesgos de algunos humanistas librescos. Hoy, cuando se enfrenta por fin a peligros reales, hay posibilidades de verla alzarse de nuevo, de que sea respetada de nuevo.
Se dice que Nietzsche, tras su ruptura con Lou Salomé, sumido en una soledad definitiva, abrumado y exaltado a la vez por la perspectiva de esa obra inmensa que debía realizar sin ayuda alguna, paseaba de noche por las montañas que dominan el golfo de Génova, y miraba consumirse las hojas y ramas con las que encendía grandes hogueras. He meditado a menudo en esos fuegos y he colocado mentalmente ante ellos a algunos hombres y algunas obras para ponerlos a prueba. Pues bien, nuestra época es uno de esos fuegos cuya quemadura insoportable reducirá sin duda a cenizas muchas obras. Pero en las que queden su metal permanecerá intacto y, con ellas, podremos entregarnos sin reservas a esa alegría suprema de la inteligencia que se llama «admiración».
Puede desearse, sin duda, y yo también lo deseo, una llama menos intensa, una tregua, la pausa propicia a la ensoñación. Pero tal vez no haya otra paz para el artista que la que se halla en lo más ardiente del combate. «Todo muro es una puerta», dijo Emerson acertadamente. No busquemos la puerta, y la salida, en otra parte que en el muro contra el que vivimos. Al contrario, busquemos el reposo allí donde se halla, es decir, en medio del combate. Pues, en mi opinión, y con esto voy a terminar, es ahí donde se encuentra. Se ha dicho que las grandes ideas vienen al mundo en patas de paloma. Si es así, y si aguzamos el oído, tal vez podamos oír, entre el fragor de imperios y naciones, un débil rumor de alas, el suave bullicio de la vida y de la esperanza. Unos dirán que esta esperanza la lleva un pueblo, otros que un hombre. Yo, por el contrario, creo que la despiertan, la reaniman y la mantienen millones de solitarios, cuyas obras y acciones niegan cada día las fronteras y las más burdas apariencias de la historia, para hacer resplandecer fugitivamente la verdad siempre amenazada que cada uno, por encima de sus sufrimientos y alegrías, eleva para todos.






* Esta conferencia, fue pronunciada en el gran anfiteatro de la Universidad de Upsala, Suecia.