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sábado, 13 de septiembre de 2014

The "Priest" they called him






Por William Burroughs




The “Priest” they called him


«Fight tuberculosis, folks». Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas seals on North Park Street.
The “Priest”, they called him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray shadows on a distant wall.
It was getting late and no money to score.
He turned into a side street and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a streetlight.
Boy got out with a suitcase. Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes, maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight. Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin. Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly away with the case.
Might bring a few dollars to score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't cure it».
The buyer looked at the case with cold disfavor.
«Not even right sure he killed it, whatever it is.
Three is the best I can do and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...», he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three lousy cents.
The doctor was not pleased to see him.

«Now, what do you WANT? I TOLD you!»
The Priest laid three bills on the table. The doctor put the
money in his pocket and started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE have been around!
I may lose my LICENSE!» The Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the doctor's face.
«I can't write you a prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did not change.

The doctor added in quieter tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered by people like you».
«Is that all you have for me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out, get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back to his room, get every drop in the dropper.

He rolled up his sleeve. Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile connections, bad news in any language.
The Priest had had enough bad news in his life.
He heard the groan again, a groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he had an accident or something.
In any case, I can't enjoy my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the Preist, kid, I live next door».
He could hear someone hobbling across the floor.

A bolt slid. The boy stood there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall. The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged myself in a bicycle race,
it was then that the cramps started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest. The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G, kid». «I do not require much, señor».

The boy was sleeping when the Priest left room eighteen.
He went back to his room and sat down on the bed.
Then it hit him like heavy silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call one.




Le decían “El Cura”.


«Combatan la tuberculosis, amigos». Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis, amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante, bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el Cura,  que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio, cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí, no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.

«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa. El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico abrió de golpe el cajón 
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!», le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.

El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda, habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí, sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su pieza, a poner cada gota en el gotero.

Se arremangó. Entonces escuchó un quejido que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos, malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas, ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la puerta de la habitación dieciocho.
 «¿Quién es?[1]» «El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la habitación.

Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor, las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
 «Sólo es un cuarto, hijo». «No necesito mucho más, señor».

El chico estaba dormido cuando el Cura abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.



[1] En español en el original.