viernes, 10 de diciembre de 2021

La naturaleza de la diversión

 

¿Es el acto creativo un acto de diversión o de trabajo? ¿Un entretenimiento o una disciplina? Estas parecen ser parte de las preguntas que se planteó David Foster Wallace al iniciar la escritura de este breve y bello texto en el que aborda, de una manera personal, la raíz de toda escritura, la raíz de todo arte. La fuerza de este texto radica precisamente en esa mirada personal sobre la propia obra que nos ofrece DFW, descarnadamente narrada en Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace. Una biografía, de D.T. Max, de quien apenas tuvimos tres novelas, una de ellas significativamente caníbal y póstuma [The pale king].

Para toda persona que se haya entregado alguna vez al ejercicio de escritura, a la creación de personajes, espacios y hechos, no resultará desconocido el sentimiento descrito por el autor norteamericano acerca de la propia escritura, sus fallas y posibilidades, la inquisitiva inseguridad del autor en ciernes. Esperamos que este texto los impulse un poco más.

 

 

* * *

 

Por David Foster Wallace

 

La mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.

El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella… una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción… sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias —lo odias— porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles… de manera que lo quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre el riesgo de morirse.

Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola —es una relación genuina, por decirlo así—, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo. De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.

Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso). Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que  has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a ti mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.

Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea más divertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual —puesto que toda masturbación es solitaria y vacía— probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegando a este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversión de la escritura.

La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto de Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a ti mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.

El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentado evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

 

Nota general: Ensayo publicado, en 1998, en la revista Fiction Writer Magazine, e incluido posteriormente en la antología Why I Write: Thoughts on the Craft of Fiction. A nosotros ha llegado mediante En cuerpo y en lo otro (2013), colección de ensayos publicada por Mondadori, en traducción de Javier Calvo.

 

lunes, 13 de septiembre de 2021

Megamelomanías: Awesome mix Vol. 1


Lado A

  • Leviathan, Sinister.
  • From the dark past, version de Immortal.
  • Funeral fog, versión de Emperor.
  • Extenso diálogo entre Lucho Barrera y dos invitados a El final de los tiempos, en torno a Emperor y la producción discográfica Creative killings, de la agrupación holandesa Sinister.
  • Agressive measures (Sinister).

Fin del lado A.

 

Lado B

  • Pure fucking Armageddon (versión en vivo), Mayhem.
  • ?-? (Death metal vieja escuela de compleja identificación -¿Será también Sinister?)
  • ?-? (Otra canción por el estilo)
  • ?-Sinister (probablemente del Creative killings)
  • ?-? (Death metal puro y duro de difícil identificación)
  • ?-? (Ídem.)
  • ?-? (Probablemente un grupo de black metal)

Fin del Lado B.

 

Tomado al azar de entre varias decenas que estaban enmoheciendo, abandonados a su propia fortuna, he iniciado con la escucha de un cassette blanco, cuyo origen concreto desconozco plenamente.

En aquellos días hoy lejanos, que al lector menor de 25 años le parecerán ajenos e incluso cursis, los jóvenes rockeros/metaleros sufríamos de melomanía, una melomanía tan extravagante que difícilmente encontrábamos manera de satisfacerla. No nos complacía solamente el tener a la mano una producción discográfica completa de una agrupación, no. Teníamos que extenderla a toda aquella música que pudiera ser audible, a todas aquellas agrupaciones que tuvieran algo que decirnos.

La manía de grabar y crear mezclas reproducibles en el futuro, de grabar toda aquella música que fuera susceptible de ser grabada, no siempre podía ser satisfecha con absoluta calidad debido al recortado presupuesto de la época que nos imposibilitaba contar con cintas de calidad (mis favoritas siempre fueron las TDK), interminables y al alcance de la mano, razón por la cual yo terminaba grabando en cintas de segunda mano que robaba a mi papá, cassettes presumiblemente originales (de allí el color blanco de esta primera mezcla), de música que no me gustaba y que mi papá no parecía echar de menos.

Por supuesto, aquello no jugaba a favor de la calidad de la cinta, calidad que iría disminuyendo con el pasar del tiempo. Aquella cuestión vendría a ser una de mis grandes prevenciones con el formato en cassette, prevención que se sigue manteniendo hasta el día de hoy. La insobornable cuestión de su conservación es compleja y aparatosa, cuando no se cuenta con un espacio adecuado. Si no hay buenas condiciones de almacenamiento, es posible que sufra averías con el paso del tiempo, de lo que es un excelente ejemplo la presente cinta.

También habría que recordar el hecho de que por la época habían empezado a escasear los equipos con cassetteras. Mi instinto de coleccionista pirata dependía principalmente de un equipo de sonido Sony, comprado a finales de los noventas por mi papá, que contaba con dos cassetteras, lo que facilitaba hacer copias de cassette a cassette, además de una suerte de rockola con espacio para cien discos compactos, lo que incentivaba el copiar discos prestados en cassettes, costumbre ésta que no parecía animar demasiado a algunos de mis amigos a prestarme materiales discográficos —la pura, corrosiva y cochina envidia—.

No obstante, existía otra fuente más que importante para un recién llegado a los géneros del rock y el metal: los programas especializados en emisoras nacionales.

Para la época, la internet apenas empezaba a dar sus primeros pasos en el mundo de la cultura pop colombiana, por lo que no habíamos descubierto el alcance de sus fuentes aparentemente ilimitadas. Por entonces, según recuerdo —hablamos de aquel atropellado inicio de siglo colombiano—, había solamente dos programas en funcionamiento (luego se les sumaría un tercero): El final de los tiempos, por la 99.1 FM, dirigido por el reconocido locutor Lucho Barrera, emitido los domingos desde las diez de la noche y hasta la una de la mañana, y Psicosis, programa transmitido por la emisora de la Universidad Nacional de Colombia, cuya emisión era realizada los miércoles, de seis a siete de la noche. Después llegó, como competencia a El final de los tiempos, un programa transmitido en Radioacktiva, cuyo nombre se me escapa, presentado por Carlos Oñoro, guitarrista de la agrupación de heavy metal Warriors of the light.

Cabe confesar, no sin cierta nostalgia, que los días entre una emisión y otra se pasaban lentamente mientras el furor juvenil apenas daba espera para regresar a los programas radiales, en los que se podía conocer algunos datos más acerca de las agrupaciones y sus producciones discográficas, información que era recibida por nosotros con un cierto carácter místico. Casi podría compararse con una suerte de rito iniciático, por medio del cual nos introducíamos al mundo de las guitarras, las estridencias y los sonidos extremos. Nosotros, los continuadores del fuego de la música rock.

El disco en sí es un desperdicio, por la pésima calidad de sonido que posee, pues todas las canciones grabadas en él carecen de la calidad suficiente como para que uno se tome el trabajo de escucharlo nuevamente después de esta primera reproducción. Sin embargo, y no creo que ningún melómano se niegue a admitirlo, es un artículo pleno de nostalgia, que funciona a la manera de una máquina del tiempo. Si uno tiene la paciencia suficiente, los recuerdos del contexto en que fue grabada cada una de las canciones que lo componen empiezan a ser recordados: la oscuridad de la habitación, el esfero Bic en caso de tener que rebobinar manualmente, las conversaciones del locutor y sus invitados, los detalles en torno a la grabación.

Incluso uno podría remontar más la corriente y rememorar las circunstancias en torno al proceso de grabación en sí mismo, el estado de ánimo dominante, los pensamientos más íntimos y preciados.

Posiblemente sea esta la principal razón del porqué los sigo conservando en una vieja caja: no hay nada más difícil que deshacerse de los recuerdos de tiempos, quizá no mejores, pero sí más llevaderos que los presentes. La felicidad es, también, una pequeña caja de plástico con una cinta magnética en su interior. Una pequeña máquina del tiempo al alcance de la mano.





domingo, 6 de septiembre de 2020

El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, por David Foster Wallace.


Considerado uno de los autores más prominentes de la narrativa norteamericana de fin de siglo, Foster Wallace es también reconocido como uno de los analistas más profundos de la naturaleza del comportamiento estadounidense.

De ello da buena cuenta el fragmento que nos hemos tomado la libertad de titular El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, perteneciente a la novela La broma infinita, en el que el escritor norteamericano nos narra los avatares de la videocomunicación y las enormes problemáticas suscitadas a partir de su adopción y apogeo, dentro de su universo narrativo. Sin embargo, nos vemos tentados a decir que dicha situación, junto con su respectivo análisis, funciona como espejo de nuestra situación actual, al tener que desplazar de forma abrupta el grueso de nuestras actividades diarias hacia una pantalla, cambiando con ello la forma como nos relacionamos con el otro y la forma como nos concebimos a nosotros mismos como individuos.


Descarga directa:

https://bit.ly/2GvWGvn



domingo, 12 de julio de 2020

Quiero sentirme como si hubiera sido engendrado (Entrevista incorpórea a Sergio de la Pava)


Contactar a Sergio de la Pava ha sido, posiblemente, una de las cosas más complejas que haya tratado de hacer durante mi existencia académica: sin información demasiado detallada acerca de su vida y con unos datos de contacto mínimos, resultó ser un autor huidizo.

Después de realizar una sesuda investigación en la internet —quizá no tan sesuda, pero sí bastante problemática—, logré encontrar su web personal, en cuya parte inferior hay una casilla minimalista por medio de la cual se puede ‘contactar’ al escritor. El primer intento, fue un tímido correo en el que expresaba mi interés de realizar una entrevista vía correo electrónico, como parte de los compromisos adquiridos para una asignatura en la que trabajaría una de sus novelas, la desmesurada Una singularidad desnuda. ¿Sobrará decir que este primer intento fue fallido? No hubo ningún tipo de respuesta en un lapso cercano a dos semanas, a pesar de que mi mantra no sería otro que el de revisar constantemente mi correo, en caso de que la notificación emergente en mi smartphone hubiera sido pasada por alto.

viernes, 9 de octubre de 2015

Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante


David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.