Publicado en
1942, en una París ocupada, Sísifo, uno de esos encantadores truhanes que la
mitología griega nos ha legado, es recobrado aquí por Camus como la representación
de la condición humana en su máxima expresión. Pero ya no como una figura trágica
en la que el destino del hombre se encuentre cifrado, como el mismo autor señalara,
sino como la figura de una naturaleza absurda que debe tomar conciencia de sí
misma y actuar de acuerdo a ello. Recordemos una vez más a Camus con este bello
texto.
*
* *
Por
Albert Camus
Sísifo, por Franz von Stuck. |
Los dioses habían condenado a
Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la
piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento
que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero,
Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra
tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción.
Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el
trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza
con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada
por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este,
que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición
de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a
los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Hornero
nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo
soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de
la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo,
cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de
su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza
pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una
obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para
volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver
el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y
del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras
y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva
del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un
decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el
cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde
estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo
es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su
desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le
valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar
nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos
dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la
imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo
de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a
subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla
pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de
arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad
enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo
esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se
alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos
instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta
las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo
me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de
las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso
lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es
como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora
de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se
hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es
más fuerte que su roca.
Si
este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría,
en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su
propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las
mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los
raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses,
impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella
piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento
consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el
desprecio.
Por
lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también
con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo
hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra
se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad
se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del
hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es
demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní.
Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente
al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe.
Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que
le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada:
“A pesar de tantas pruebas, mi avanzada
edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo
de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria
absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.
No
se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la
felicidad. “¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?” Pero no hay más que un mundo.
La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería
un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede
también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y esta palabra es sagrada.
Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha
sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la
insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto
humano, que debe ser arreglado entre los hombres.
Toda
la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca
es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento,
hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su
silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes
y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario
y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche.
El hombre absurdo dice “sí” y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino
personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que
juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese
instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia
su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se
convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y
pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de
todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene
fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo
a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo
enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también
juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril
ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta
montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar
a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo
dichoso.