Mostrando entradas con la etiqueta Cinéfilis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cinéfilis. Mostrar todas las entradas

jueves, 24 de mayo de 2012

Exit through the gift shop, por Banksy

Por Richard León

Exit through the gift shop constituye una de las bromas críticas (en su sentido más profundo, ¿qué broma no lo sería?) más características de Banksy respecto al boom del street art. Este inquieto y prolífico artista inglés ha demostrado que los límites no existen, ha demostrado que su capacidad crítica y de burla lo incluye todo, incluso su propia forma de vida, su quehacer artístico. Para él no sólo no existen los límites, sino que prácticamente no existen los pedestales que aseguren su justo lugar al ídolo o la moda del momento, ni siquiera las convicciones sociales que nos aseguran como especie. Todo debe ser destruido, es decir, burlado, pasado por un arsenal de cinismo absoluto que lo termine corroyendo hasta mostrar su rostro verdadero y último, escondido bajo el ornamento y el maquillaje que nos pretende decir todo está bien, no se preocupen, todo anda perfectamente bien, ustedes nomás déjense tratar bien, déjense vaciar los bolsillos y las cabezas, crean en la justa retribución, en las modas juveniles, en la perfección de una vida comodísima, los gobernantes somos los buenos, los medios de información masiva no exhibimos mentiras ni medias partes, la verdad pura, ustedes tranquilos que aquí no se engaña a nadie.
Por supuesto, las bromas en Banksy siempre resultan reveladoras del gran vacío, de la gran falta, del absurdo que terminan representando nuestras creencias y nuestros consentimientos. Detrás de sus chistes, detrás de sus bromas, siempre queda la realidad desenmascarada, cruda, esta vez ya no inadmisible sino insoportable, porque nos refriega en nuestra cara, como si de una comida putrefacta y olorosa se tratase, el cómodo sinsentido, nuestro insípido letargo.
Si Mister Brainwash es una copia, deberíamos creer que es una copia desde el lado del vacío de sentido, desde el lado de la economía, produciendo obras en masa en el sentido más vulgar y espantoso de la industria cultural. El Anti-Banksy por antonomasia, representación absoluta de la vaciedad de sentido propia de la vida moderna y mercantilizada. Sí, MBW es una copia, un fracasado en el más estricto significado de la palabra. “Los malos artistas copian, los buenos roban”, leía alguna vez en el portal de Banksy. Cita de Picasso, cuyo nombre aparece tachado y en su lugar la rúbrica de Banksy, en una de las tan acertadas bromas del artista. MBW es un fenómeno de la naturaleza, pero no de la naturaleza del arte sino de la naturaleza del mercado, de la naturaleza de la moda, está allí para producir en el sentido que la sociedad desea y busca y propicia: no está comprometido con absolutamente nada, a no ser con la producción por la producción, sin más; para él el arte no es más que una pantomima, una caricatura, un medio para llenarse los bolsillos de dinero. Mientras Banksy toma un ícono y lo transforma despojándolo del lenguaje en que se encuentra enmarcado social, política y culturalmente, dotándolo de uno nuevo o, mejor, de uno quizá menos explícito, un lenguaje casi extinto bajo la piel del lenguaje oficial, mucho más profundo y diciente que nos permite también darle una nueva interpretación, siempre más terrible y desenmascaradora, MBW no sale de la trampa que llegó a creer comprender y sus nuevos íconos no escapan del estereotipo —a no ser por accidente—, no logran hacer estallar el lenguaje en que se encuentran enclavados, no logran encontrar ese otro lenguaje oculto que nos permita leer las obras más allá de sí mismas.
Exit through the gift shop no es ni más ni menos el manifiesto apoteósico de un movimiento urbano detestado y criticado durante años, es más bien la fiel muestra de cómo la sociedad termina absorbiendo incluso a sus más encarnizados enemigos, encauzándolos en su propia lógica, deglutiéndolos y expulsándolos de nuevo al mundo ya bajo la lógica de su propia maquinaria. Constituye entonces una denuncia de sí misma, valga la paradoja. Como un graffiti, una obra artística, que se pensase a sí misma, que criticara su propia ejecución y finalidad, al mismo ejecutante y sus instrumentos. Una obra que se deconstruye a sí misma, fijándose muy bien en su propio funcionamiento y los mecanismos que operan en ella y de esta manera fijarse entonces en los mecanismos que operan en quien observa y lee a la obra misma, desmontando el funcionamiento de la interacción misma. Este es el arte del futuro, el verdadero arte. Bienvenido sea.


martes, 15 de noviembre de 2011

Yo soy otro, por Oscar Campo.

Título original: Yo soy otro.
Guión: Óscar Campo.
Dirección: Óscar Campo.
Reparto: Héctor García, Yenni Navarrete, Patricia Castañeda, Ramsés Ramos, Miguel Ángel Giraldo.
País: Colombia.
Año: 2006.
Duración: 78 minutos.


Recuerdo perfectamente cómo se generó un gran nivel de expectativas respecto a esta cinta, puesto que su director y guionista, además de ser un reconocido documentalista, resultaba ser el formador y maestro de algunos reconocidos cineastas del panorama colombiano actual —el más renombrado, sin duda, el director de Perro como perro, Moreno—. Sin embargo, las opiniones, una vez lanzada al teatro, fueron encontradas y en su mayoría negativas. Muy pocos, entre los críticos autorizados de cine, salieron al paso defendiendo la actualidad y la necesidad del giro dado por Óscar Campo —y, como es de suponer, muchos no siquiera se dieron cuenta de giro alguno—.

Pues bien, esta cinta representa una suerte de exploración de la violencia, pero ya no entrando, digamos, de forma directa a la zona de guerra que es el campo colombiano, ni explorando en los actores más explícitos de la misma —el otro gran bastión de nuestro cine— o sus víctimas, sino explotándolo en la piel misma de las silentes masas aglomeradas en la metrópolis como su gran refugio —tanto víctimas como victimarios—. Debiéramos recordar que el mismo año dos producciones colombianas dieron la vuelta al mundo con gran estrépito: Perro come perro y PVC-1, ambas examinando el rostro de la violencia que nos ha consumido. Sin embargo, eran dos caras de una misma moneda, puesto que sus protagonistas se encuentran como en los extremos del terror en que vivimos. Yo soy otro se enfrentó a la intimidante labor de tantear los bordes, de ver la violencia desde una ficción que, como es el caso de las grandes ficciones, termina por cuestionar la realidad.

José es un programador medianamente exitoso de una empresa especializada en servicios informáticos —prácticamente un donnadie, un cualquiera, un todos—. Su vida transcurre habitualmente entre un trabajo tedioso y una vida nocturna de consumo televisivo, drogas y sexo. Pero un día un misterioso brote aparece en su cuerpo, una enfermedad proveniente de las selvas, que consume los tejidos a su paso. Entonces, su mundo empieza a fracturarse: empieza a tener lo que juzga como alucinaciones, constantes quebrantos de salud, miedo a la muerte ulcerosa. Todo apenas un síntoma de lo que sigue. Después de la detonación de una bomba en el centro de Cali, empieza a ver personas exactamente iguales a él, dobles en su sentido más exacto: un paramilitar víctima del atentado, otro hablando por celular, un mendigo mostrando sus miembros purulentos en la calle. Más tarde conocerá otros dobles más, uno guerrillero y el otro homosexual. Es el espacio de la ficción: cada doble tiene sus obsesiones, pero de forma general atienden las órdenes de los representantes de la guerrilla y el paramilitarismo respectivamente. José, el programador, está en medio del fuego cruzado, de la gran guerra, y todos le obligan a tomar posición en un extremo. Pero no es el único, quienes le rodean deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a los habitantes de la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de su país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en contadas ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.




Y la enfermedad no es más que la metáfora de nuestra desinteresada forma de vida, una úlcera que empieza a crecer imparable al interior y carcome cada uno de nuestros sentidos: la televisión, la Internet, la masturbación, el sexo, el alcoholismo, el tabaco, las drogas, la farándula, Facebook, Myspace, Twitter, el chisme, las relaciones instantáneas, el Ipod, Jotamario Valencia, la negra Candela, los medios de des-información masiva, el Mundial de fútbol Sub-20, el Joe y su leyenda, los realities, y un interminable etcétera.guerra, y todos le obligan a polarizar su posición. Pero no es el único, todos los demás quienes le rodean, deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a las personas aglomeradas en la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de un país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en raras ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.



sábado, 5 de febrero de 2011

PVC-1





Por Lenard Örich.
Imágenes Fotogramas extraídos de la película,
propiedad de Kosmokrator Sinema.


Título original: PVC-1.
Dirección: Spiros Stathoulopoulos.
Guión: Spiros Stathoulopoulos, Dwight Istanbulian.
Reparto: Mérida Urquía, Daniél Páez, Alberto Zornoza, Hugo Pereira, Christian Lamus, Liz Pulido.
País: Colombia.
Año: 2008.
Género: Drama.
Duración: 85 min. aproximadamente.



Cuando hacia mediados del 2008 me enteré de la
existencia de una película sin cortes de ningún tipo, quedé absolutamente fascinado con la idea. Para mí, incipiente cinéfilo, era una forma
completamente novedosa dentro del plano cinematográfico que apenas conocía. Valga reconocer que por la época en que se estrenó en Colombia este filme, me encontraba bastante alejado —y aún hoy siento que lo estoy— de lo que se debe considerar un cinéfilo, por lo que desconocía los orígenes de lo que después vendría a conocer como plano secuencia, la dichosa forma en que la narrativa visual corre en tiempo real sin ninguna adulteración temporal. Y en ello radica, a la vez, la fuerza y la debilidad de la cinta.

Primero, tracemos a grandes rasgos la historia que retrata el filme.

Spiros Stathoulopoulos nos da su versión —arriesgada, como toda versión— de uno de los hechos más infames que hayan tenido lugar en el territorio colombiano, lo que no excluye el que hayan podido suceder en cualquier otro lugar del mundo en el que la violencia y la ambición hagan su festín. Hecha esta ínfima defensa del filme —que bien se defiende solo—, entremos en la historia.

Esta inicia con un grupo de cinco personas (niño incluido) transportándose en un jeep a través de una accidentada carretera. De entre los cinco, uno de ellos lleva un misterioso paquete, del que cuida con recelo. Hacen una parada, mientras el jefe del grupo (don Benjamín) los prepara mediante amenazas e imprecaciones. Se encapuchan antes de llegar a destino y luego bajan del auto mientras la cámara sigue sus movimientos. Entonces, es cuando empieza la violencia: la familia se ve asaltada en la tranquilidad de su hogar por este grupo de personas sin explícita filiación política y táctica con algún grupo armado. El objetivo del grupo, claro e irrevocable, no es otro más que la extorsión. El método emerge del misterioso paquete cuidado con recelo: se trata de un complejo aparato hecho de tubos de PVC y explosivos, lo que desde entonces reconocemos como collar bomba. Puesto que a Simón el collar no le habría quedado (según medidas tomadas por los delincuentes a su cuello), el aparato termina alrededor del cuello de Ofelia, su esposa. La demanda es inapelable, 15 millones de pesos son pedidos para la desactivación del artefacto. Como buenos seres humanos que somos, la primera reacción por parte de las víctimas es la de la incredulidad: la familia se une en un esfuerzo vano por liberar a Ofelia del aparato. Al desesperar en lo infructuoso de esto, y después de escuchar un cassette que los delincuentes han dejado para ellos, deciden avisar a la policía de lo sucedido. A partir de aquí, acompañamos a Ofelia en una angustiosa travesía a contratiempo a través de una geografía, si bien limitada, tortuosa y accidentada. Y en ese mismo camino deben encontrarse con la iniquidad humana que hace burla (“¿Ésa es la nueva moda?”) y desaire (“¡Se bajan ya de mi carro!”), por el bien infundado temor. Y, también, encontrarse con la particular forma en que hacemos frente los seres humanos a nuestros problemas (dentro de lo que podríamos citar el artesanal “equipo” de trabajo del “experto” antiexplosivos).

El resultado del titánico esfuerzo del director, guionista, productor y camarógrafo —todos estos roles encarnados en la misma persona de Spiros Stathoulopoulos—, además de los actores, no podría ser más interesante y experimental. Desde La soga, de Alfred Hitchcock, no se había hecho una película íntegramente filmada siguiendo el plano secuencia (al menos, no que yo sepa). En PVC-1 no solamente encontramos el ímpetu de la narrativa visual, sino un intento por aproximarnos a la violencia que vivimos de una forma diametralmente diferente a la que venía usándose en el cine contemporáneo de nuestro país. Sin necesidad —ni ganas— de recurrir a una personalidad atractiva desde el plano visual —Flora Martínez, por ejemplo, personificando a una desarraigada joven de comuna, los innumerables personajes que abundan en el cine colombiano enclavados entre el gracioso y el feo y el pusilánime—, sin recurrir a la figura ambigua del victimario que se ha erigido como tal debido a un pasado lleno de oscuridad e injusticias, y que busca redimirse por algún medio —y al que en cierta forma terminamos admirando, cuando no idolatrando de forma ciega—, PVC-1 va del otro lado, del lado no solamente de la víctima, sino
del lado del silencio, del lado de una violencia mucho más cruda y menos sofisticada y maquillada lightmente (disculpen el neologismo) como lo han hecho otros filmes de esta nuestra época.




No obstante, quedan algunas cosas que no nos dejan un buen sabor de boca. La primera, me parece, es la elección de la actriz cubana Mérida Urquía como protagonista del filme. No es que esté dudando de las dotes actorales de la señora Urquía, sino que simplemente me pareció demasiado obvio su acento al interior de la historia, me sonó extranjero y, en cierta medida, no permitió que me conectara de una forma más directa con la historia. En una entrevista, el director afirmó que el papel de doña Ofelia era tan extenuante que prefería confiarle su desempeño a un actor de teatro, acostumbrado a estar en escena por horas. Sin embargo en nuestro país existen buenas actrices cultivadas en el teatro que bien podrían haber personificado a la protagonista. Claro que no puedo demeritar el desempeño de Mérida Urquía —casi podemos sentir la angustia y el peso del collar sobre nuestros hombros.

Sin duda, esta es una de las pocas películas de las que conocemos perfectamente el final —claro, cuando no son pretenciosamente predecibles—. Y, aún más indudable, una de esas historias cuyo final quisiéramos fuera diferente o que, por lo menos, fuera irrepetible. Y, también, una de esas películas que después de vista no podremos olvidar —en parte gracias al ritmo frenético y sin pausa de la cámara, al tiempo que corre en contra de todo—. Precisamente por esto, el crudo relato de Spiros Stathoulopoulos desemboca en un ejercicio necesario e implacable para nuestra memoria, para no olvidar de dónde venimos y hacia dónde deberíamos pretender ir.


domingo, 29 de agosto de 2010

Fahrenheit 451, por François Truffaut.



Por Lenard Örich.
Imágenes Propiedad de Universal.



Título original: Fahrenheit 451.
Dirección: François Truffaut.
Guión: François Truffaut y Jean-Louis Richard.
Reparto: Julie Christie, Oskar Werner, Cyril Cusack, Anton Driffring, Jeremy Spencer, Alex Scott.
País: Francia-Reino Unido.
Año: 1966.
Género: Ciencia ficción.
Duración: 107 min. aproximadamente.


Aunque nunca he sido fanático de observar las temidas adaptaciones de la literatura a la pantalla grande, tuve que admitir tardíamente que había observado, sin saberlo claramente, un millar de películas de este tipo, desde mi niñez a la actualidad. Sin embargo, como más tarde pude darme cuenta, tal prevención frente a la producción cinematográfica basada en libros era infundada, puesto que un filme, a pesar de encontrarse basado en una obra literaria, constituye una obra artística con un lenguaje propio y, de esta manera, se erige como una obra particular, propia, sin importar las semejanzas de argumento o de diálogo. Así que entonces, dejando las prevenciones y prejuicios, acerquémonos a esta obra del reconocido director François Truffaut.

Basada en la reconocida obra literaria homónima del escritor inglés Ray Bradbury, Fahrenheit 451 constituye una mirada a un futuro verosímil dominado por el totalitarismo, el miedo y unos medios de comunicación cuya finalidad principal es someter y reproducir.

En una fecha indeterminada del futuro se ha decretado que los libros deben ser condenados a la hoguera puesto que conducen a la infelicidad de las personas, ya que lo que en éstos se narra no representa la verdad. El cuerpo de bomberos parece ser el más indicado para encargarse de tan noble misión, por lo que se ve investido de cierto poder judicial que le permite procesar y ser el guardián de la seguridad y la felicidad de las personas. Al interior de este cuerpo de bomberos conocemos en las primeras escenas a Montag, un bombero que, debido a sus frías facultades y trabajo intachable, se encuentra próximo a ser ascendido en su cargo. El encuentro pretendidamente casual con Clarisse, vecina desconocida, viene a ser el detonante que propicia en Montag una serie de cuestionamientos a la razón de su trabajo, de su propia vida y de la vida de quienes le rodean (“¡Claro que soy feliz!”, responde a Clarisse con un gesto que parece contradecir lo que dice sentir). Sin embargo, algo anda mal, algo en él parece indicarle que existe un desajuste entre la sensibilidad de las personas (cada vez más perdida) y el control arbitrario ejercido por las instituciones sociales. Su relación marital, por ejemplo, no es precisamente como la imaginaríamos nosotros, debido a que entre ellos se ha alzado una barrera, por así decirlo, en la que apenas se preocupan el uno por la existencia del otro (especialmente Linda, su esposa, quien se encuentra embebida en la televisión y el consumo de estimulantes y calmantes).

Entonces, inicia el cambio en su personalidad. Al tiempo que se empieza a derrumbar en él la personalidad del bombero, aquel que quema libros que jamás ha leído, surge una personalidad que, por peligrosa, no habría imaginado llegar a encarnar: el lector, y no cualquier lector, un lector voraz que examina cuanto libro caiga entre sus manos, escondiéndolos recelosamente en su propia casa. Por supuesto, un bombero lector es un hecho completamente inaceptable en este contexto, por lo que esta labor se ve aliada a la noche, a lo oculto, a lo clandestino. Trata que estas personalidades no entren en conflicto, pero resulta cada vez más complejo (los aparatos eléctricos no le funcionan, la barra de bomberos no sirve cuando él se propone a usarla), puesto que el acercamiento a la lectura es también en él el acercamiento a la condición humana, a su condición como ser humano en una sociedad que busca corroer la subjetividad a cualquier precio.

Existen dos momentos que marcarán para siempre la vida de Montag y propiciarán su huída del cuerpo de bomberos. El primero de ellos ocurre cuando una anciana profesora se niega a dejar sus libros y, en un acto de absoluta libertad como el mismo acto de lectura, se prende fuego junto a su biblioteca, mostrando hasta qué punto la libertad de decisión descansa en sus manos y no en otras; el segundo llega cuando se da cuenta que los bomberos han ido a casa de Clarisse y se han llevado a su tío, mientras ella permanece desaparecida. En ese instante Montag se da cuenta que no puede sostener más la mentira, que no puede esconderse más tras la manguera de queroseno y el lanzallamas, por lo que toma una decisión tan heroica como estúpida: infiltrarse en cada una de las casas de sus compañeros bomberos y dejar allí libros para que el sistema se destruya a sí mismo. No obstante su interés por

acabar con la fuerza totalitaria que limita la libertad de leer, se encuentra con un imprevisto: ha sido denunciado al cuerpo de bomberos por su propia esposa, quien sentía un temor extremo frente a las páginas impresas que Montag coleccionaba.


No es de mi interés llevar más lejos la trama fílmica, puesto que la idea principal que guía este segmento de UDistritopía es apenas la de impulsar, la de dar un ligero bocado de la película para que los virtuales lectores se sientan atraídos o no hacia la misma. Baste decir que en Fahrenheit 451 encontramos una sociedad arbitrariamente dividida entre los felices y los lectores, entre personas de bien y terroristas, que es apenas una de las categorías posibles de leer en el filme. Igualmente, y esto es mucho más interesante, encontramos una cierta señal de alarma frente a los medios audiovisuales, encargados de mostrar la cara bella y verdadera de la realidad, una verdad apenas sostenida por su endeble entramado psicológico que ordena qué se debe pensar y decir y cuándo debe decirse (como en el episodio de La Familia en que Linda cree estar invitada especialmente, mientras sus respuestas se encuentran completamente preestablecidas, a pesar que ella crea que piensa y responde por sí misma).