Por Arthur Machen
Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester,
distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja
enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después,
Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera
excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un
ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era
un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama
placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la
alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la
gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado. Al
principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde que el primer
rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde permanecía
encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente
conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar
un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta
dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad
de sus libros de texto, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir,
y creció el número de horas diarias de estudio. Hablé seriamente con él, le
sugerí que ocasionalmente tomara un descanso, aunque fuera sólo pasarse una
tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él se rió y dijo que, cuando tenía
ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de
la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía
buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo
terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó
en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba
bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por
las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas
espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin
hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y garabateando
tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré
bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba,
sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento,
y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que
tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la nerviosa
irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en contra suya,
lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó,
de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y
vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es
que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema
nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he
recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la
receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada
coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los escaparates y
estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha simpatía al
anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas.
La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba
regularmente después de la comida y la cena.
Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un
vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el
agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el
cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió
de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había
perdido el tiempo.
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