Con este admirable y valiente texto de
Albert Camus queremos abrir, en Revista Esperpento, una semana de conmemoración
en el siglo que se cumple del nacimiento de uno de los autores más relevantes
a la hora de reconocer los avatares de la condición humana.
Leído en el marco de la entrega del
Premio Nobel por parte de la academia sueca, El artista y su tiempo constituye un llamado, un despertador, para
todo ser humano que se precie de ser un artista. Porque el ARTE (así, con
mayúsculas), no está al servicio de las ideologías, pero sí de quienes las
padecen; porque el ARTE no es un ejercicio autista de un ser apartado de la
realidad que le concierne; porque el ARTE es una forma de comprenderse a sí
mismo con respecto de los demás, con respecto al gran trozo de historia que
por Fortuna, o sin ella, hemos de vivir. Esas son algunas de las razones que
hacen de este texto un documento siempre vigente, siempre al acecho.
* * *
Por
Albert Camus
Un sabio oriental pedía en sus plegarias
que la divinidad tuviese a bien dispensarle de vivir una época interesante. A
nosotros, como no somos sabios, la divinidad no nos ha dispensado y vivimos una
época interesante. En todo caso, no admite que podamos desinteresarnos de ella.
Los escritores de hoy lo saben. Si hablan, se les critica y se les ataca. Si,
por modestia, se callan, sólo se les hablará de su silencio, para reprochárselo
ruidosamente.
En medio de tanto ruido, el escritor no
puede ya esperar mantenerse al margen para perseguir las reflexiones y las imágenes
que le son gratas. Hasta ahora, para bien o para mal, la abstención siempre ha
sido posible en la historia. Quien no aprobaba algo, podía callarse o hablar de
otra cosa. Hoy, todo ha cambiado, y hasta el silencio cobra un sentido temible.
A partir del momento en que hasta la abstención es considerada como una
elección, castigada o elogiada como tal, el artista, quiéralo o no, está
embarcado. Embarcado me parece aquí más preciso que comprometido. Pues para el
artista no se trata, en efecto, de un compromiso voluntario, sino más bien de
un servicio militar obligatorio. Todo artista está hoy embarcado en la galera
de su tiempo. Debe resignarse a ello, aunque estime que esa galera apesta a
arenque, que los cómitres son demasiado numerosos y que, además, sigue un rumbo
equivocado. Estamos en medio del mar. El artista, como los demás, debe remar a
su vez, sin morir si es posible, es decir: sin dejar de seguir viviendo y
creando.
A
decir verdad, eso no es fácil y comprendo que los artistas añoren su antigua
comodidad. El cambio es un poco brutal. Ciertamente, en el circo de la historia
siempre ha existido el mártir y el león. El primero se mantenía de consuelos
eternos, el segundo de alimentos históricos sangrientos. Pero el artista estaba
en las gradas. Cantaba para nada, para sí mismo o, en el mejor de los casos,
para animar al mártir y distraer un poco al león de su apetito. Ahora, por el
contrario, el artista se encuentra en el circo. Forzosamente, su voz ya no es
la misma, es mucho menos firme.
Es
fácil ver todo lo que puede perder el arte en esta constante obligación. La
soltura ante todo, y esa divina libertad que respira en la obra de Mozart. Se
comprende mejor así el aspecto hosco y rígido de nuestras obras de arte, su
frente ceñuda y sus súbitas derrotas. Así se explica que tengamos más
periodistas que escritores, más boy-scouts de la pintura que Cézannes y
que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar de Guerra
y paz o de La cartuja de Parma. Claro es que siempre puede
oponerse a este estado de cosas la lamentación humanista, o convertirse en lo
que Trofimovitch, en Los posesos, quiere ser a toda costa: la
encarnación del reproche. Como este personaje, se puede también tener accesos
de tristeza cívica. Pero esta tristeza no cambia en nada la realidad. Más vale,
en mi opinión, dar a la época lo suyo, puesto que lo reclama con tanto vigor, y
reconocer tranquilamente que han pasado ya los tiempos de los caros maestros,
de los eruditos a la violeta y de los genios encaramados a un sillón. Crear hoy
es crear peligrosamente. Toda publicación es un acto que expone a su autor a
las pasiones de un siglo que no perdona nada. El problema no estriba en saber
si eso es o no perjudicial para el arte. El problema, para todos los que no
pueden vivir sin el arte y lo que éste significa, estriba únicamente en saber
cómo, entre las policías de tantas ideologías (¡cuántas iglesias, cuánta
soledad!), sigue siendo posible la extraña libertad de la creación.
No
basta decir a este respecto que el arte está amenazado por los poderes del
Estado. En tal caso, en efecto, el problema para el artista sería muy sencillo:
o luchar o capitular. El problema es más complejo, más mortal también, desde el
momento en que se hace evidente que el combate se desarrolla en el fuero
interno del propio artista. Si el odio al arte, del que nuestra sociedad ofrece
tantos ejemplos, muestra hoy tanta eficacia, es porque los propios artistas lo
alimentan. Las dudas de los artistas que nos precedieron concernían a su propio
talento. Las de los artistas de hoy conciernen a la necesidad de su arte, es
decir, a su existencia misma. En 1657, Racine pediría perdón por escribir Bérénice
en vez de combatir en defensa del Edicto de Nantes.
Este
cuestionamiento del arte por el artista obedece a muchas razones, de las que
hay que quedarse sólo con las más elevadas. En el mejor de los casos, se
explica por la impresión que puede tener el artista contemporáneo de mentir o
de hablar para nada si no tiene en cuenta las miserias de la historia. Lo que
caracteriza a nuestro tiempo, en efecto, es la irrupción de las masas y de su
miserable condición ante la sensibilidad contemporánea. Se sabe que existen,
cuando antes se tendía a olvidarlo. Y si ahora se sabe, no es porque las
minorías selectas, artísticas u otras, se hayan hecho mejores, no,
tranquilicémonos; es porque las masas se han hecho más fuertes y no dejan que
se las olvide.
Hay
más razones aún, y algunas menos nobles, para esta dimisión del artista. Pero
cualesquiera que sean tales razones, todas concurren al mismo fin: a desanimar
la creación libre a través del ataque a su principio esencial, que es la fe del
creador en sí mismo. «La obediencia de un hombre a su propio genio —dijo magníficamente
Emerson— es la fe por excelencia.» Y otro escritor norteamericano del siglo XIX
añadía: «Mientras un hombre permanece fiel a sí mismo, todo —gobierno,
sociedad, el sol mismo, la luna y las estrellas— abunda en su sentido.» Este
prodigioso optimismo parece muerto hoy. El artista, en la mayoría de los casos,
se avergüenza de sí mismo y de sus privilegios, si es que los tiene. Debe
responder ante todo a la cuestión que se plantea: ¿es el arte un lujo
mentiroso?
I
La
primera respuesta honrada que puede darse es ésta: a veces, en efecto, el arte
es un lujo mentiroso. Sabemos que siempre y en todas partes se puede cantar a
las constelaciones desde la toldilla de las galeras, mientras los forzados reman
y se extenúan en la cala, igual que se puede centrar la atención en la
conversación mundana que se desarrolla en las gradas del circo mientras la
víctima cruje bajo los dientes del león. Y es difícil objetar algo a este arte
que ha conocido grandes éxitos en el pasado. Sólo que las cosas han cambiado un
poco y que el número de forzados y de mártires ha aumentado prodigiosamente en
toda la superficie del globo. Ante tanta miseria, si este arte quiere seguir
siendo un lujo, hoy debe aceptar ser también una mentira.
¿De
qué podría hablar, en efecto? Si se amolda a lo que pide la mayoría de nuestra
sociedad, será puro entretenimiento sin alcance. Si lo rechaza ciegamente, si
el artista decide aislarse en su sueño, no expresará otra cosa que un rechazo.
Tendremos así una producción de entretenedores o de gramáticos formalistas,
que, en ambos casos, conduce a un arte separado de la realidad viva. Desde hace
casi un siglo, vivimos en una sociedad que ni siquiera es la sociedad del
dinero (el dinero o el oro pueden suscitar pasiones carnales), sino la de los
símbolos abstractos del dinero. La sociedad de los comerciantes puede definirse
como una sociedad en la que las cosas desaparecen en beneficio de los signos.
Cuando una clase dirigente mide sus fortunas, no ya en hectáreas de tierra ni
en lingotes de oro, sino por las cifras que corresponden idealmente a un cierto
número de operaciones de cambio, se obliga a la vez a instalar cierta especie
de mixtificación en el centro de su experiencia y de su universo. Una sociedad
basada en los signos es, en su esencia, una sociedad artificial en la que la
verdad carnal del hombre está mixtificada. No puede sorprender, pues, que esta
sociedad haya escogido y elevado a religión una moral de principios formales y
que inscriba las palabras libertad e igualdad tanto en sus prisiones como en
sus templos financieros. Sin embargo, las palabras no se dejan prostituir impunemente.
El valor más calumniado hoy es el de la libertad. Hay gente de buenas
intenciones (siempre he pensado que hay dos clases de inteligencia, la
inteligente y la tonta) que han llegado a erigir en doctrina que la libertad no
es sino un obstáculo en el camino del verdadero progreso. Tonterías tan
solemnes han podido ser proferidas porque durante cien años la sociedad
mercantilista ha hecho un uso exclusivo y unilateral de la libertad, la ha
considerado como un derecho más bien que como un deber y no ha temido, siempre
que ha podido, poner una libertad de principio al servicio de una opresión de
hecho. En tales condiciones, no puede sorprender que esta sociedad no haya considerado
al arte como un instrumento de liberación y sí como un ejercicio sin
importancia y una simple diversión. La «buena sociedad», en la que se sufría
sobre todo de aflicciones de dinero y disgustos sólo de corazón, se contentó
así, durante décadas, con sus novelistas mundanos y con el arte más fútil
imaginable. A propósito de ese arte, decía Oscar Wilde, pensando en sí mismo
antes de conocer la prisión, que el vicio supremo es ser superficial.
Los
fabricantes de arte (todavía no me he referido a los artistas) de la Europa
burguesa, antes y después de 1900, aceptaron de este modo la irresponsabilidad
porque la responsabilidad suponía una ruptura peligrosa con su sociedad (los
que verdaderamente rompieron se llamaban Rimbaud, Nietzsche, Strindberg, y ya
se sabe el precio que pagaron). De esa época data la teoría del arte por el
arte, que no es sino la reivindicación de esa irresponsabilidad. El arte por el
arte, la distracción de un artista solitario, es precisamente el arte
artificial de una sociedad ficticia y abstracta. Su resultado lógico es el arte
de los salones, o el arte puramente formal que se nutre de preciosismos y de
abstracciones y que acaba destruyendo toda realidad. Algunas de estas obras encantan
a algunos hombres, mientras que muchas invenciones burdas corrompen a otros
muchos. Al final, el arte se constituye al margen de la sociedad y se secciona
de sus raíces vivas. Poco a poco, el artista, hasta el más celebrado, va
quedándose solo, o al menos es reconocido por su nación únicamente a través de
la prensa o de la radío, que darán de él una idea cómoda y simplificada. En
efecto, mientras más se especializa el arte, más necesaria se hace la
vulgarización. Millones de hombres tendrán así la impresión de conocer a tal o
cual gran artista de nuestro tiempo porque han leído en los periódicos que cría
canarios o que nunca se casa por más de seis meses. La mayor celebridad
consiste hoy en ser admirado o detestado sin haber sido leído. Todo artista que
quiera ser célebre en nuestra sociedad debe saber que no será él quien lo
consiga, sino otro bajo su nombre, que acabará emancipándose de él o tal vez
matando en él al artista verdadero.
No
es sorprendente, pues, que todo lo válido que se ha creado en la Europa
mercantilista de los siglos XIX y XX, en literatura, por ejemplo, se haya
edificado contra la sociedad de su tiempo. Puede decirse que hasta los albores
de la Revolución Francesa, la literatura en funciones es globalmente una
literatura de consentimiento. A partir del momento en que la sociedad burguesa,
surgida de la Revolución, se encuentra estabilizada, se desarrolla, por el
contrario, una literatura de rebelión. Los valores oficiales entonces pasan a
ser negados, en Francia por ejemplo, sea por los portadores de valores
revolucionarios, desde los románticos a Rimbaud, sea por los conservadores de
los valores aristocráticos, de los que Vigny y Balzac son buenos ejemplos. En ambos
casos, pueblo y aristocracia, que son las dos fuentes de toda civilización, se
alzan contra la sociedad facticia de su tiempo.
Pero
este rechazo, mantenido inflexiblemente durante mucho tiempo, se ha tornado
facticio también y conduce a otra clase de esterilidad. El tema del poeta
maldito nacido en una sociedad mercantilista (Chatterton es la mejor
ilustración) se ha solidificado en un prejuicio que pretende que no se puede
ser un gran artista sin enfrentarse a la sociedad de la época, cualquiera que
ésta sea. Legítimo en su origen, cuando afirmaba que un verdadero artista no
puede transigir con el mundo del dinero, el principio se ha tornado falso al
establecer que un artista sólo puede afirmarse estando en contra de todo en
general. Por eso muchos de nuestros artistas aspiran a la condición de
malditos, tienen mala conciencia de no serlo y desean a la vez el aplauso y el
silbido. Naturalmente, la sociedad actual, fatigada o indiferente, no aplaude o
silba más que por azar. El intelectual de nuestro tiempo se empeña en resistir
para engrandecerse. Pero a fuerza de rechazarlo todo, incluso la tradición de
su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la ilusión de crear sus
propias reglas y acaba creyéndose Dios. A la vez, cree poder crear por sí mismo
su realidad. Sin embargo, alejado de su sociedad, no creará sino obras formales
o abstractas, interesantes en tanto que experimentos, pero privadas de la fecundidad
inherente al arte verdadero, cuya vocación es la de reunir. En suma, habrá
tanta diferencia entre las sutilezas o las abstracciones contemporáneas y la
obra de un Tolstoi o de un Molière como entre la letra descontada sobre un
trigo invisible y la gruesa tierra del propio surco.
II
El
arte puede así ser un lujo mentiroso. No es extraño, pues, que algunos hombres
o algunos artistas hayan querido dar marcha atrás y volver a la verdad. Desde
ese momento, negaron que el artista tuviese derecho a la soledad y le
ofrecieron como tema no sus sueños, sino la realidad vivida y sufrida por
todos. Seguros de que el arte, tanto por sus temas como por su estilo, escapa a
la comprensión de las masas, o bien no expresa nada de su verdad, esos hombres pretendieron
que el artista se propusiera, por el contrario, hablar de la mayoría y para la
mayoría. Que el artista traduzca los sufrimientos y la felicidad de todos en el
lenguaje de todos, y será universalmente comprendido. Como recompensa de una
fidelidad absoluta a la realidad, el artista obtendrá la comunicación total
entre los hombres.
Este
ideal de la comunicación universal es, en efecto, el de todo gran artista.
Contrariamente al prejuicio establecido, si alguien no tiene derecho a la
soledad, es precisamente el artista. El arte no puede ser un monólogo. Incluso
el artista solitario y desconocido que invoca a la posteridad no hace otra cosa
que reafirmar su vocación profunda. Por considerar imposible el diálogo
con contemporáneos sordos o distraídos, invoca un diálogo más numeroso, con las
generaciones venideras.
Pero
para hablar de todos y a todos, es necesario hablar de lo que todos conocen y
de la realidad que nos es común. El mar, la lluvia, la necesidad, el deseo, la
lucha contra la muerte, eso es lo que nos reúne a todos. Nos reunimos en lo que
vemos juntos, en lo que conjuntamente sufrimos. Los sueños cambian con los
hombres, pero la realidad del mundo es nuestra patria común. La ambición del
realismo es, pues, legítima, dado que está profundamente ligada a la aventura
artística.
Seamos,
pues, realistas. O más bien tratemos de serlo, si es que es posible serlo. Pues
no es seguro que la palabra tenga sentido, no es seguro que el realismo, por
deseable que pueda ser, sea posible. Preguntémonos ante todo si el realismo
puro es posible en el arte. De creer a los naturalistas del siglo pasado, es la
reproducción exacta de la realidad. Sería, pues, al arte lo que la fotografía
es a la pintura: la primera reproduce, mientras que la segunda escoge. Pero ¿qué
reproduce y qué es la realidad? Después de todo, aun la mejor de las
fotografías no logra ser una reproducción bastante fiel, suficientemente
realista. ¿Qué hay más real en nuestro universo, por ejemplo, que la vida de un
hombre, y qué medio mejor para resucitarla que una película realista? Pero ¿en
qué condiciones sería posible tal película? En condiciones puramente
imaginarías. En efecto, habría que suponer una cámara ideal centrada, día y
noche, sobre ese hombre, cuyos menores movimientos captaría sin cesar. El resultado
sería una película cuya proyección duraría la vida de un hombre y que sólo
podría ser vista por espectadores resignados a perder su vida para interesarse
exclusivamente por los detalles de la existencia de otro. Pero aun en tales condiciones
esa película inimaginable no sería realista. Por la sencilla razón de que la
realidad de la vida de un hombre no se encuentra únicamente allí donde esté. Se
encuentra también en otras vidas que dan forma a la suya, las vidas de sus
seres amados, que deberían filmarse a su vez, así como las vidas de hombres desconocidos,
poderosos o miserables, conciudadanos, policías, profesores, compañeros invisibles
de las minas y de los talleres, diplomáticos y dictadores, reformadores
religiosos, artistas que crean mitos decisivos para nuestra conducta, humildes
representantes, en fin, del soberano azar que reina hasta sobre las existencias
más ordenadas. Así pues, sólo hay una película realista posible; la que sin
cesar es proyectada ante nosotros por un aparato invisible sobre la pantalla
del mundo. El único artista realista, de existir, sería Dios. Los demás
artistas son forzosamente infieles a lo real.
En
consecuencia, los artistas que rechazan la sociedad burguesa y su arte formal,
que quieren hablar de la realidad y sólo de ella, se hallan en una dolorosa
situación sin salida. Deben ser realistas y no pueden serlo. Quieren someter su
arte a la realidad y no es posible describir la realidad sin realizar en ella
una selección que la somete a la originalidad del arte. La hermosa y trágica
producción de los primeros años de la Revolución rusa es una buena muestra de
este tormento. Lo que Rusia nos dio entonces, con Blok y el gran Pasternak,
Maiakovski y Essenin, Eisenstein y los primeros novelistas del cemento y del
acero, fue un espléndido laboratorio de formas y de temas, una fecunda
inquietud, una locura de investigaciones. Sin embargo, hubo que concluir planteándose
cómo se podía ser realista cuando el realismo era imposible. En este caso, como
en otros, la dictadura zanjó la cuestión cortando por lo sano: el realismo,
según ella, era, en primer lugar, necesario, y luego era posible a condición de
que fuera socialista.
¿Qué
sentido tiene este decreto?
De
hecho, reconoce francamente que no se puede reproducir la realidad sin hacer en
ella una selección, y rechaza la teoría del realismo tal como había sido
formulada en el siglo XIX. Sólo le queda encontrar un principio de opción en torno
al cual organizar el mundo. Y lo encuentra no en la realidad que conocemos,
sino en la realidad que será, es decir, en el porvenir. Para reproducir bien lo
que es, hay que pintar también lo que será. Dicho de otro modo, el verdadero objeto
del realismo socialista es precisamente lo que no tiene todavía realidad.
La
contradicción es grandiosa. Pero, después de todo, la expresión misma de realismo
socialista era contradictoria. En efecto, ¿cómo es posible un realismo
socialista cuando la realidad no es enteramente socialista? No es socialista ni
en el pasado ni en el presente. La respuesta es sencilla: se elegirá en la
realidad de hoy o en la de ayer lo que prepare y sirva a la ciudad perfecta del
futuro. Así, habrá que dedicarse, por una parte, a negar y condenar lo que en
la realidad no es socialista, y, por otra, a exaltar lo que lo es o lo será.
Inevitablemente, se llega así al arte de propaganda, con sus buenos y sus
malos, a una biblioteca rosa, en suma, tan separada como el arte formalista de
la realidad compleja y viva. El resultado final es que este arte será
socialista en la medida en que no sea realista.
Esta
estética que pretendía ser realista se convierte entonces en un nuevo idealismo
burgués. Se da ostensiblemente a la realidad un rango soberano para liquidarla
mejor. El arte queda reducido a nada. Es útil, y al utilizarlo se lo
instrumentaliza. Sólo los que rehúyen describir la realidad serán llamados
realistas y recibirán elogios. Los otros serán censurados a través de los
aplausos a los primeros. Si en la sociedad burguesa la celebridad consiste en
no ser leído o mal leído, en la sociedad totalitaria consiste en impedir a los otros
que sean leídos. Una vez más, el arte verdadero será desfigurado o amordazado,
y la comunicación universal se verá abortada por aquellos mismos que la
deseaban apasionadamente.
Ante
semejante fracaso, lo más sencillo sería reconocer que el llamado realismo
socialista tiene muy poco que ver con el gran arte y que los revolucionarios,
por el bien de la revolución, deberían buscar otra estética. Sabido es, por el contrario,
que sus defensores proclaman que fuera del realismo socialista no hay arte
posible. Lo proclaman, en efecto. Pero tengo la profunda convicción de que no
lo creen y de que han decidido que los valores artísticos deben someterse a los
de la acción revolucionaria. Si esto se reconociera con claridad, la discusión
sería más fácil. Cabe respetar tan gran renuncia en hombres que padecen con
intensidad el contraste entre la desdicha de todos y los privilegios inherentes
a veces a un destino de artista, que rechazan la insoportable distancia que
separa a los amordazados por la miseria de quienes tienen por vocación
expresarse siempre. Se podría comprender a esos hombres, tratar de dialogar con
ellos, intentar decirles, por ejemplo, que la supresión de la libertad creadora
acaso no sea el buen camino para la liberación de los oprimidos y que mientras
se aguarda hablar para todos, es estúpido privarse del poder de hablar, al
menos, para algunos. Sí, el realismo socialista debería reconocer sus lazos de
parentesco, reconocer que es el hermano gemelo del realismo político. Sacrifica
el arte en nombre de una finalidad extraña al arte, pero que, en la escala de
los valores, puede parecerle superior. En resumen, suprime el arte
provisionalmente para instaurar primero la justicia. Cuando la justicia esté
entronizada, en un futuro todavía impreciso, el arte resucitará. Se aplica así
a las cosas del arte esa regla de oro de la inteligencia contemporánea que afirma
que no se hace una tortilla sin romper huevos. Pero este aplastante sentido
común no debe engañarnos. No basta con romper millares de huevos para hacer una
buena tortilla, y la calidad del cocinero, creo yo, no se estima por la cantidad
de cascaras rotas. Los cocineros artísticos de nuestro tiempo deben temer, por
el contrario, romper más huevos de los que desearían y que, en consecuencia, la
tortilla de la civilización no cuaje nunca, que el arte no resucite. La barbarie
nunca es provisional. No se la tiene suficientemente en cuenta y es normal que
se extienda del arte a las costumbres. Se ve entonces nacer, de la desdicha y
de la sangre de los hombres, literaturas insignificantes, periódicos adictos,
cuadros fotográficos y obras patrocinadas en las que el odio reemplaza a la
religión. El arte culmina aquí en un optimismo de encargo, justamente el peor
de los lujos y la más irrisoria de las mentiras.
No
puede causar extrañeza. La pena de los hombres es un tema tan amplio que, al
parecer, nadie es capaz de abordarlo, salvo que se sea como Keats, de quien se
ha dicho que era tan sensible que habría podido tocar con sus manos el dolor
mismo. Esto se hace evidente cuando una literatura dirigida se propone mitigar
esa pena con consuelos oficiales. La mentira del arte por el arte fingía
ignorar el mal y asumía así la responsabilidad de éste. Pero la mentira
realista, aunque asuma con coraje el reconocimiento de la desdicha presente de
los hombres, la traiciona también gravemente al utilizarla para exaltar una
felicidad por venir de la que nadie sabe nada y que autoriza por tanto todas
las mixtificaciones. Las dos estéticas que se han enfrentado durante tanto tiempo,
la que recomienda el rechazo total de la actualidad y la que pretende rechazar
todo lo que no sea actualidad, terminan, sin embargo, convergiendo, lejos de la
realidad, en una misma mentira y en la supresión del arte. El academicismo de
derecha ignora una miseria que el academicismo de izquierda utiliza. Pero en
ambos casos la miseria se ve reforzada al mismo tiempo que el arte se ve
negado.
III
Camus, la conciencia de una Europa devastada. |
¿Debemos
concluir que esta mentira es la esencia misma del arte? Muy al contrario, diré
que las actitudes de las que vengo hablando no son mentiras más que en la
medida en que no tienen mucho que ver con el arte. ¿Qué es, pues, el arte? Nada
simple, eso es seguro. Y es aún más difícil saberlo en medio de los
gritos de tantas gentes empecinadas en simplificarlo todo. Se quiere, por una
parte, que el genio sea espléndido y solitario; se le conmina, por otra parte,
a parecerse a todos. Pero, ¡ay!, la realidad es más compleja. Balzac lo dio a
entender en esta frase: «El genio se parece a todo el mundo y nadie se le
parece». Lo mismo ocurre con el arte, que no es nada sin la realidad, y sin el
que la realidad es muy poca cosa. En efecto, ¿cómo podría el arte prescindir de
la realidad y cómo podría someterse a ella? El artista escoge su objeto tanto
como es escogido por éste. El arte, en un cierto sentido, es una rebelión
contra el mundo en lo que tiene de huidizo e inacabado; no se propone,
pues, otra cosa que dar otra forma a una realidad que, sin embargo, está
obligado a conservar porque es la fuente de su emoción. A este respecto, todos
somos realistas y nadie lo es. El arte no es ni la negación total ni el
consentimiento total a lo que es. Es al mismo tiempo negación y consentimiento,
y por eso no puede ser sino un desgarramiento perpetuamente renovado. El
artista se encuentra siempre en esta ambigüedad, incapaz de negar lo real y,
sin embargo, eternamente dedicado a negarlo en lo que tiene de eternamente
inacabado. Para hacer una naturaleza muerta es preciso que se enfrenten y se corrijan
recíprocamente un pintor y una manzana. Y aunque las formas no sean nada sin la
luz del mundo, añaden luminosidad a su vez a esta luz. El universo real que,
por su esplendor, suscita los cuerpos y las estatuas, recibe de ellos al mismo
tiempo una segunda luz que fija la del cielo. El gran estilo se halla así a
medio camino entre el artista y su objeto.
No
se trata, pues, de saber si el arte debe rehuir lo real o someterse a ello,
sino únicamente de conocer la dosis exacta de realidad con que debe lastrarse
la obra para que no desaparezca en las nubes ni se arrastre, por el contrario, con
suelas de plomo. Cada artista resuelve este problema como buenamente puede o
entiende. Cuanto más fuerte sea la rebelión de un artista contra la realidad
del mundo, mayor será el peso de lo real necesario para equilibrarla. La obra
más alta será siempre, como en los trágicos griegos, en Melville, Tolstoi o
Molière, la que equilibre lo real y su negación en un avivamiento mutuo
semejante a ese manantial incesante que es el mismo de la vida alegre y
desgarrada. Entonces surge, de tarde en tarde, un mundo nuevo, diferente del de
todos los días y, sin embargo, el mismo, particular pero universal, lleno de
inseguridad inocente, suscitado durante algunas horas por la fuerza y la
insatisfacción del genio. Es eso y, sin embargo, no es eso, el mundo no es nada
y es todo, he ahí el doble e incansable grito de cada artista verdadero, el
grito que lo mantiene en pie, con los ojos siempre abiertos, y que, de tarde en
tarde, despierta para todos en el seno del mundo dormido la imagen fugitiva e
insistente de una realidad que reconocemos sin haberla conocido jamás.
Del
mismo modo, el artista no puede ni apartarse de su siglo ni perderse en él. Si
se aparta, habla en el vacío. Pero, inversamente, en la medida en que tome el
siglo como objeto, el artista afirmará su propia existencia en tanto que sujeto
y no podrá someterse enteramente a él. Dicho de otro modo, es en el momento
mismo en que el artista opta por compartir la suerte de todos cuando afirma su
individualidad. Y no podrá librarse de esta ambigüedad. El artista toma de la
historia lo que puede ver y sufrir por sí mismo, directa o indirectamente, es
decir, la actualidad en el más estricto sentido de la palabra, y los hombres
que viven hoy, no la remisión de esa actualidad a un futuro imprevisible para
el artista. Juzgar al hombre contemporáneo en nombre de un hombre que aún no
existe es algo que cae de lleno en el ámbito de la profecía. El artista sólo
puede apreciar los mitos que se le proponen en función de su repercusión en el hombre
de su tiempo. El profeta, religioso o político, puede juzgar de forma absoluta
lo que, como es sabido, hace con frecuencia. Pero el artista no puede. Si
juzgara de forma absoluta, dividiría sin matices la realidad entre el bien y el
mal y caería en el melodrama. El fin del arte, por el contrario, no es legislar
o reinar; es, ante todo, comprender. Y ocurre que a veces, a fuerza de
comprender, reina. Pero ninguna obra genial se ha basado nunca en el odio y el
desprecio. Por eso es por lo que el artista, al término de su itinerario, absuelve
en vez de condenar. No es juez, sino justificador. Es el abogado perpetuo de la
criatura viva, porque está viva. Aboga verdaderamente por el amor al prójimo,
no por ese amor remoto que degrada al humanismo contemporáneo a catecismo de
tribunal. Al contrario, la gran obra acaba confundiendo a todos los jueces. A
través de ella, el artista, simultáneamente, rinde homenaje a la más alta
figura del hombre y se inclina ante el último de los criminales. «No hay uno
solo de los desdichados encerrados conmigo en este miserable lugar —escribió
Wilde en la cárcel— que no se halle en relación simbólica con el secreto de la
vida.» Sí, y este secreto de la vida coincide con el del arte.
Durante
ciento cincuenta años, los escritores de la sociedad mercantilista, con muy
raras excepciones, creyeron poder vivir en una feliz irresponsabilidad.
Vivieron, en efecto, y murieron solos, como habían vivido. Nosotros, los escritores
del siglo XX, jamás estaremos solos. Debemos saber, al contrario, que no
podemos evadirnos de la miseria común, y que nuestra única justificación, si es
que existe alguna, es la de hablar, en la medida de nuestras posibilidades, por
aquellos que no pueden hacerlo. Pero debemos hacerlo por todos los que sufren
en este momento, cualesquiera que sean las grandezas, pasadas o futuras, de los
Estados y de los partidos que les oprimen: para el artista no hay verdugos privilegiados.
Por eso es por lo que la belleza, incluso hoy, sobre todo hoy, no puede ponerse
al servicio de ningún partido; sólo está al servicio, a largo o breve plazo, del
dolor y de la libertad de los hombres. El único artista comprometido es el que
sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares,
me refiero al francotirador. La lección que saca entonces de la belleza, si la saca
con honradez, no es una lección de egoísmo, sino de dura fraternidad. Así
concebida, la belleza jamás ha esclavizado a ningún hombre. Y durante milenios,
cada día, cada segundo, ha aliviado, por el contrario, la esclavitud de
millones de hombres y, a veces, ha liberado para siempre a algunos. Tal vez
aquí, en esta perpetua tensión entre la belleza y el dolor, el amor a los
hombres y la locura de la creación, la soledad insoportable y la muchedumbre
abrumadora, el rechazo y el consentimiento, toquemos la grandeza del arte. El
arte camina entre dos abismos, que son la frivolidad y la propaganda. En esta
línea en forma de sierra por la que avanza el gran artista, cada paso es una
aventura, un riesgo extremo. En este riesgo, sin embargo, y sólo en él, está la
libertad del arte. Libertad difícil y que se parece más bien a una disciplina
ascética. ¿Qué artista lo negaría? ¿Qué artista osaría creerse a la altura de
esta tarea incesante? Esta libertad supone la salud del corazón y del cuerpo,
un estilo que ha de ser como la fuerza del alma y un paciente enfrentamiento. Es,
como toda libertad, un riesgo perpetuo, una aventura extenuante, y he ahí por
qué se evita hoy este riesgo igual que se evita la exigente libertad para
precipitarse hacia toda clase de sumisiones y obtener al menos la comodidad espiritual.
Pero si el arte no es una aventura, ¿qué es entonces y dónde está su
justificación? No, el artista libre, como el hombre libre, no es el hombre
cómodo. El artista libre es el que, con gran trabajo, crea su orden por sí
mismo. Mientras más desenfrenado sea lo que debe ordenar, más estricta será su
regla y con más fuerza afirmará su libertad. Hay una frase de Gide que siempre
he aprobado aunque pueda prestarse al malentendido. «El arte vive de sujeción y
muere de libertad.» Eso es verdad. Pero de ahí no debe inferirse que el arte
pueda ser dirigido. El arte vive sólo de las obligaciones que se impone a sí
mismo; muere de las demás. En cambio, si no se impone obligaciones a sí mismo, se
pone a delirar y se somete a las sombras. El arte más libre, y el más rebelde,
será así el más clásico; será la coronación del mayor esfuerzo. Mientras una
sociedad y sus artistas no acepten este largo y libre esfuerzo, mientras se abandonen
a la comodidad de la diversión o del conformismo, a los juegos del arte por el
arte o a las prédicas del arte realista, sus artistas se quedarán en el
nihilismo y en la esterilidad. Decir esto es decir que el renacimiento hoy depende
de nuestro valor y de nuestra voluntad de clarividencia. Sí, este renacimiento
está en nuestras manos. Depende de nosotros que Occidente suscite esos
contra-Alejandros que deben volver a anudar el nudo gordiano de la
civilización, cortado por la fuerza de la espada. Para ello, tenemos que asumir
todos los riesgos y los trabajos de la libertad. No se trata de saber si
persiguiendo la justicia lograremos preservar la libertad. Se trata de saber
que, sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos a la vez la justicia
futura y la belleza antigua. Sólo la libertad salva a los hombres del
aislamiento; la opresión, en cambio, planea sobre una muchedumbre de soledades.
Y el arte, a causa de esta esencia libre que he tratado de definir, reúne allí
donde la tiranía separa. Así pues, ¿cómo puede extrañar que el arte sea el
enemigo declarado de todos los regímenes opresores? ¿Cómo extrañarse de que los
artistas y los intelectuales hayan sido las primeras víctimas de las tiranías
modernas, sean de derecha o de izquierda? Los tiranos saben que hay en la obra
de arte una fuerza de emancipación que sólo es misteriosa para los que no la
aprecian. Cada gran obra hace más admirable y más rica la faz humana; ahí está
todo su secreto. Y nunca habrá suficientes campos de concentración ni rejas
carcelarias para oscurecer este conmovedor testimonio de dignidad. Por esto es
por lo que no es cierto que se pueda, ni siquiera provisionalmente, suspender
la cultura para preparar otra nueva. No se puede suspender el incesante
testimonio del hombre sobre su miseria y su grandeza, no se puede suspender una
respiración. No hay cultura sin herencia y nosotros no podemos ni debemos
rechazar nada de la nuestra, la de Occidente. Cualesquiera que sean las obras del
futuro, estarán todas henchidas del mismo secreto, hecho de valor y de
libertad, alimentado por la audacia de millares de artistas de todos los siglos
y de todas las naciones.
Sí,
cuando la tiranía moderna nos muestra que, aun refugiado en su oficio, el
artista es el enemigo público, tiene razón. Pero así, a través del artista, la
tiranía rinde homenaje a una figura del hombre que nada hasta hoy ha podido destruir.
Mi
conclusión es muy sencilla. Consiste en decir, en medio mismo del ruido y la furia
de nuestra historia: «Alegrémonos». Alegrémonos, en efecto, de haber visto
morir una Europa mentirosa y confortable y de vernos confrontados a crueles
verdades. Alegrémonos en tanto que hombres, puesto que una larga mixtificación
se ha venido abajo y ahora vemos con claridad lo que nos amenaza. Y alegrémonos
en tanto que artistas, arrancados del sueño y de la sordera, forzosamente
enfrentados a la miseria, a las cárceles y a la sangre. Si ante tal espectáculo
conservamos la memoria de los días y de los rostros; si, inversamente, ante la belleza
del mundo, somos capaces de no olvidar a los humillados, el arte occidental
recobrará poco a poco su fuerza y su majestad. Ciertamente, en la historia hay
pocos ejemplos de artistas enfrentados a tan duros problemas. Pero precisamente
cuando las palabras y las frases, hasta las más sencillas, se pagan al precio
de la libertad y de la sangre, el artista aprende a manejarlas con mesura. El
peligro vuelve clásico, y toda grandeza, en suma, tiene sus raíces en el
riesgo. Ha pasado ya el tiempo de los artistas irresponsables. Podemos añorarlo
por nuestras pequeñas satisfacciones. Pero tendremos que reconocer que esta
prueba nos depara al mismo tiempo nuestras posibilidades de autenticidad, y aceptaremos
el reto. La libertad del arte no vale gran cosa cuando no tiene otro sentido
que asegurar la comodidad del artista. Para que un valor, o una virtud,
arraigue en una sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por
ellos siempre que se pueda. Que la libertad se haya tornado peligrosa indica
que está en camino de no dejarse prostituir. Y yo no estoy de acuerdo, por
ejemplo, con los que se quejan actualmente del ocaso de la sabiduría.
Aparentemente, tienen razón. Pero, en verdad, la sabiduría jamás decayó tanto
como en los tiempos en que constituía sólo el placer sin riesgos de algunos
humanistas librescos. Hoy, cuando se enfrenta por fin a peligros reales, hay
posibilidades de verla alzarse de nuevo, de que sea respetada de nuevo.
Se
dice que Nietzsche, tras su ruptura con Lou Salomé, sumido en una soledad
definitiva, abrumado y exaltado a la vez por la perspectiva de esa obra inmensa
que debía realizar sin ayuda alguna, paseaba de noche por las montañas que dominan
el golfo de Génova, y miraba consumirse las hojas y ramas con las que encendía
grandes hogueras. He meditado a menudo en esos fuegos y he colocado mentalmente
ante ellos a algunos hombres y algunas obras para ponerlos a prueba. Pues bien,
nuestra época es uno de esos fuegos cuya quemadura insoportable reducirá sin
duda a cenizas muchas obras. Pero en las que queden su metal permanecerá intacto
y, con ellas, podremos entregarnos sin reservas a esa alegría suprema de la
inteligencia que se llama «admiración».
Puede
desearse, sin duda, y yo también lo deseo, una llama menos intensa, una tregua,
la pausa propicia a la ensoñación. Pero tal vez no haya otra paz para el
artista que la que se halla en lo más ardiente del combate. «Todo muro es una
puerta», dijo Emerson acertadamente. No busquemos la puerta, y la salida, en
otra parte que en el muro contra el que vivimos. Al contrario, busquemos el
reposo allí donde se halla, es decir, en medio del combate. Pues, en mi
opinión, y con esto voy a terminar, es ahí donde se encuentra. Se ha dicho que
las grandes ideas vienen al mundo en patas de paloma. Si es así, y si aguzamos
el oído, tal vez podamos oír, entre el fragor de imperios y naciones, un débil
rumor de alas, el suave bullicio de la vida y de la esperanza. Unos dirán que
esta esperanza la lleva un pueblo, otros que un hombre. Yo, por el contrario,
creo que la despiertan, la reaniman y la mantienen millones de solitarios,
cuyas obras y acciones niegan cada día las fronteras y las más burdas
apariencias de la historia, para hacer resplandecer fugitivamente la verdad
siempre amenazada que cada uno, por encima de sus sufrimientos y alegrías,
eleva para todos.