A través del espacio laminado de los veintisiete pares, Faustroll evocó hacia la tercera dimensión:
De Baudelaire, el silencio de Edgar Poe, al tener la precaución de retraducir al griego la traducción de Baudelaire.
De Bergerac, el árbol precioso en el que se metamorfosearon, en el país del sol, el rey ruiseñol y sus asuntos.
De Lucas, el Calumniador que lleva a Cristo hacia un lugar elevado.
De Bloy, los negros cerdos de la Muerte, cortejo de la novia.
De Coleridge, la ballesta del viejo marino y el esqueleto flotante del barco, que, depositado en el as, fue criba sobre criba.
De Darien, las coronas de diamantes de las perforadoras de San Gotardo.
De Desbordes-Valmore, el pato que depositó el leñador a los pies de los niños y los cincuenta y tres árboles marcados en la cabeza.
De Elskamp, las liebres que, corriendo sobre las sábanas, se convirtieron en manos redondas y llevaron el universo esférico como un fruto.
De Florian, el billete de lotería de Scapin.
De las Mil y una Noches, el ojo saltado por la cola del caballo volador del tercer Kalender, hijo del rey.
De Grabbe, los trece compañeros sastres que mató, al alba, el Barón Tual por orden del caballero de la orden pontifical del Mérito Civil, y la servilleta que se anudó previamente alrededor del cuello.
De Kanh, uno de los sellos de oro de las celestes orfebrerías.
De Lautrèamont, el escarabajo, hermoso como el temblor de las manos en el alcoholismo, que desaparecía en el horizonte.
De Maeterlinck, las luces que oyó la primera hermana ciega.
De Mallarmé, el virgen, el vivaz y el hermoso hoy.
De Mendès, el viento del norte que, soplando sobre el verde mar, mezclaba a su sal el sudor del galeote que remó hasta los ciento veinte años.
De la Odisea, la marcha alegre del irreprochable hijo de Peleas por la pradera de asfódelos.
De Péladan, el reflejo, en el espejo del escudo estañado por la ceniza de los antepasados, de la sacrílega matanza de los siete planetas.
De Rabelais, los cascabeles con los que danzaron los diablos durante la tempestad.
De Rachilde, Cleopatra.
De Régnier, la llanura ahumada en donde el centauro moderno estornudó.
De Rimbaud, los carámbanos arrojados por el viento de Dios a los charcos.
De Schwob, los animales escamosos que imitaba la blancura de las manos del leproso.
De Ubú Rey, la quinta letra de la primera palabra del primer acto.
De Verhaeren, la cruz hecha por la pala en las cuatro fuentes de los horizontes.
De Verlaine, las voces asíntotas a la muerte.
De Verne, las dos leguas y media de corteza terrestre.
Sin embargo, René-Isidore Panmuphle, alguacil, comenzaba a leer el manuscrito de Faustroll en medio de una oscuridad profunda, evocando la tinta transparente de sulfato de quinina para los invisibles rayos infrarrojos de un espectro encerrado en cuanto a sus otros colores en una caja opaca; hasta que fue interrumpido por la presentación del tercer viajero.
Yo no sé...
Yo no sé si mi hermano me olvida,
Pero me siento inmensamente solo
Con la querida cabeza que palidece a lo lejos
Entre los intentos de un recuerdo que miente.
Tengo su retrato ante mí, sobre la mesa,
No sé si era feo o guapo.
Su doble es vacío y vano como una tumba.
He perdido su voz, su voz adorable,
Justa, que me parece falseada a propósito.
Acaso él lo ignore, tesoro póstumo.
Aparte de la letra ella se evoca, muy
De súbito rota y acariciante pluma.
El reloj de arena.
Cuelga tu corazón de los tres pilares,
Cuelga tu corazón con los brazos atados,
Cuelga tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
Dentro de su reflejo sobre un pantano.
Cuelga tu corazón de los pilares de gres.
Vierte tu sangre, corazón que te unes
A tu reflejo por tus dos extremos.
Los pilares negros, los pilares fríos
Abrazan tu corazón con sus tres dedos.
Cuelga tu corazón de los pilares de madera,
Los tres secos, duros, inflexibles.
En tu negro anillo, claro Saturno,
Vierte la ceniza de tu urna.
Cuelga tu corazón, aerostato, de los
Triples postes monumentales.
Que todo tu lastre vacío se deslice:
Tu pesado fantasma es tu barquilla
Que ancla sus dedos deformes
En las uñas nacaradas de tus pies.
Vierte tu alma que se estrangula
En los tres locos vientos de tu triángulo.
Muestra tu corazón en la picota
Desde donde se esparce sin tregua tu grito,
Tu llanto y tu grito solitario
Como un río eterno sobre la tierra.
Alza tus negros brazos calcinados
Por contar demasiado la hora de los condenados.
En tu frente de cuerno transparente
Satán ha colocado su tricornio.
Alza tus brazos infatigables
Como troncos de árboles podados.
Vierte el sudor de tu frente
Que sabe la hora en que morirán los cuerpos.
Vierte tu arena inagotable
Sobre su sangre indeleble.
Tu cintura de delgada avispa
Vaga sin fin en su sepulcro,
En su blanco sepulcro que enjuga
La baba de tu fría lava.
Planta un patíbulo en tres lugares,
Un patíbulo de estrechos pilares,
En donde se cuelgue un corazón en venta.
De tu corazón brota la ceniza,
De tu corazón se derrama la muerte.
La triple estaca ennegrecida lo muerde,
Muerde tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
En la criba de los vientos que vagaron
Dentro de su reflejo sobre un pantano.
El hombre del hacha.
Sobre y para Paul Gauguin.
En el horizonte, a través de la niebla,
Entre las algazaras de la fortuna,
Armamos a nuestros vagos demonios
En el hueco solapado de los montes.
En la ribera que nosotros rodeamos
Duerme un gigante sobre el cieno.
Como lagartos trepamos por sus pies.
Él, sobre su carro, igual que un César,
O sobre un pedestal de mármol,
Talla una barca con un tronco de árbol
Para, de pie sobre ella, perseguirnos
Hasta el límite verde de las leguas.
Desde la ribera sus brazos de cobre
Hacia el cielo elevan la azul hacha.
La regularidad de la urna.
I
Clara urna en donde duerme mi amor casto y querido,
En tu sombra infinita y encantadora me refugio,
En el suelo de las tumbas donde es tierra la carne...
Mas hacia tu cuerpo friolento haces volver tu manto.
¡Sueña! ¡Sueña y descansa! Oye, murmullo adormecedor,
Volar hacia el vano cielo las voces vagas de las vírgenes
Que no supieron hilar el sudario de sus hermanas...
¡Pasad, oh dedos de cera de los lívidos cirios, mano
Enflaquecida y maldita en donde amenaza la muerte!
Oh Tiempo, no derrames más la urna de las campánulas
En pesadas gotas... Aparte de la llama que muerde
Nace una nave ahogada en oscuras noches inútiles,
Pues las pulidas pilastras se yerguen como pinos
Y los hachones son lo mismo que puños de parricidas.
Y la llama temerosa oscila entre las pintadas vidrieras
Que lanzan hacia la noche sus láminas traslúcidas...
El órgano suspira, hace rugir en su trompa de bronce
Unos sonidos sordos y siniestros, unas voces como las
De los muertos que ruedan sin tregua en la corriente subterránea...
Unas sílfides hacen cantar a sus claros violoncelos.
Es el baile del abismo donde el amor no tiene fin,
Y la danza os ahoga entre el oleaje de su alcoba.
La boca de la tumba siempre abierta tiene hambre,
Pero mi mano delgada muerde el mar de muaré malva...
Pues el letargo delicioso de las noches viene a posar
Su brazo poderoso en mi cuello, y levemente me rozan
Los vuelos suaves en los muros cargados de velos negros...
Sólo las lámparas de oro abren sus llorosos ojos.
II
Presos
en el agua serena de granito gris
navegamos sobre la laguna doliente.
Nuestra góndola y sus luces de oro
lenta
duerme.
Dosel
de un cielo de ceniza finlandesa
adonde van a perderse lejos las lúgubres orillas
aún no oscurecidas, pálidos fanales
nuestros
cirios.
Nave
cuya proa cae netamente a pique,
abate tus mástiles, tus velas, oscuras tramas;
deslízate sobre las olas marchitables
sin
remos.
Después
en el aire frío como de un pozo
el órgano nos arrullará con la guata de su fanfarria.
La vidriera, escudo, nos mostrará
su
faro.
Claro,
el vuelo de un alma flota en el aire:
cuerpos aéreos transparentes, blancas túnicas,
inquietantes miradas arrojadas
por las
esfinges.
Y
acribillándolo con un juego de tejo,
finos discos, brillad en el tejado gris de los limbos
lúgubres y de los recuerdos difuntos,
azules
nimbos.
La
góndola espectro que hala
la muerte bajo los puentes de piedra en ojiva
iluminando su borda bordada
de-
riva.
Puestos
todos de pie en el fondo, dormidos,
elevamos nuestros ojos muertos a los alquitrabes
desde donde las campanas nos vierten sus
llantos
graves.
Una forma desnuda.
Una forma desnuda que tiende los brazos,
Que desea y dice: ¿Es posible?
Con los ojos iluminados por una alegría indecible,
—¿Quién puede, diamantes, contar vuestros quilates?
Brazos tan cansados cuando los abrazos rompen,
Grandes ojos tan sinceros, sobre todo cuando mienten,
—Salad menos vuestras lágrimas y me las beberé.
Erguida en el temblor está, dormida,
Una grata almohada en donde late un corazón;
Pero nada existe más dulce que su boca amiga,
Su boca amiga, que es lo mejor.
Bocas nuestras, formad una sola alcoba,
Lo mismo que se unen dos jaulas por sus extremos
Para celebrar un matrimonio silvestre en donde
Nuestras lenguas sean la esposa y el esposo.
Tal un Adán que aviva un doble aliento
Y en su despertar encuentra a su lado a Eva
Cuando mis sueños huyen yo descubro a Helena,
Viejo pero eterno nombre de la belleza
En el fondo de los tiempos por un corno se queja:
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De Eros.
Hacia Troya
La presa
Despliega
La alegría
De Argos.
El ágil
Aquiles
Mutila
La ciudad
Donde desfallece
Príamo.
La estela de su carro, que arrastra
A Héctor alrededor de las murallas,
Encuadra un espejo en donde la reina
Desnuda y con los cabellos sueltos
La reina
Helena
Se adorna
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De amor.
El viejo Príamo implora desde la torre:
—Aquiles, Aquiles, tu corazón es más duro
Que el oro, el bronce y el hierro de las armaduras,
Aquiles, Aquiles, más duro que nuestros muros,
Que las toscas piedras de nuestras defensas.
Ante su espejo helena se adorna:
—No, Príamo, no hay nada tan duro
Como el escudo de marfil de mis senos;
Su pezón se aguza con la sangre de las heridas,
Coral como el ojo de los blancos pájaros marinos:
En la pupila fría se ve el alma escarlata.
No hay nada tan duro, no, no, no, Príamo.
El arquero Paris
Como Cupido
Acaba de herir
En su talón a Aquiles.
Paris-Eros
Tan rosado y tan rubio,
El bello Paris, juez de las diosas,
Que eligió ser amante de una mujer,
El seductor de helena de Grecia,
Hijo de Príamo,
Paris el arquero es descubierto:
En su huella perdida exulta un carro de guerra,
Su sexo y sus ojos muertos son pasto de los buitres:
—Helena,
La llanura
Helena
De amor.
¡Destino, Destino, demasiado cruel Destino!
El bebedor de la sangre de los mortales está de fiesta:
Los cuerpos helenos colman la llanura de Troya,
Destinos y buitres celebran el mismo festín.
¡Demasiado cruel Destino, duro abuelo de los dioses!
Pero helena abriendo sus bellos ojos límpidos:
—Destino es sólo una palabra, y los cielos están vacíos,
Si existieran los cielos sólo serían los de mis ojos.
Mortales, atreveos a escudriñar sin palidecer
El abismo azul, en él puede leerse la sentencia:
El esposo y el amante, Menelao y Paris,
Están muertos y de muertos está cubierta la llanura
Para hacer bajo mis pies una más suave alfombra,
Una alfombra de amor que se mueve y palpita;
Y puesto que a menudo he tenido un vestido verde
No sé... estos días... me gusta el rojo.
Madrigal.
Hija mía —mía, aunque seas de todos,
Y por tanto nadie es tu verdadero dueño—,
Durmamos ya y cerremos la ventana:
La vida se cerró y estamos en nuestra casa.
El mundo se termina demasiado alto
Y lo absoluto no se puede ya negar;
Es tan grande llegar el último
Ya que ese día cansó a Mesalina.
Hete ahí sola, toda ojos y oídos,
Caer a menudo hace que se olvide descender.
El ruido terrestre está lejos, tal la ceniza
Que yace desconocida en el incienso azul de los dioses.
Como el chapoteo de las gordas carpas
En Fontainebleau
Las voces asesinas tienen
Besos en el agua.
¿Cómo se unió el doble destino?
En tanto que no pisé tu acera
Tú eras virgen y aún no habías nacido,
Como un pasado que se ahoga en un espejo.
Apenas el cielo ha besado el zapato
De tu piel infinitesimal,
Y por haber mordido en todo el mal
Te ha hecho una boca tan pura.
* * *
Alfred Jarry, mundialmente famoso por ser el autor de Ubú Rey, ha sido injustamente olvidado como poeta simbolista allegado al círculo de Mallarmé, consumido por el sombrío y excéntrico mito que se ha tejido alrededor de su vida —y eso sin hablar del total desconocimiento de la mayoría respecto del voluminoso número de novelas escritas entre 1896 y 1907. En vida no llegó a publicar más que un volumen recopilatorio de algunos de sus poemas —Les minutes de sable Mémorial— y entre los que abundaban farsas y poesías en prosa —incluyendo el premiado, por el Mercure de France, Guignol, el primer escrito impreso en que se menciona a Papá Ubú—. No obstante, en sus diversas novelas incluía una que otra producción en verso bajo la rúbrica de sus múltiples personajes.
En Líneas poéticas hemos querido brindar una ligera muestra de la lírica jarryana, una poética siempre dispuesta a encontrar caminos alternos y complementarios (¿acaso no es esa la función de toda poética?) que nos desvíen y hagan reflexionar sobre la lógica de ciertas costumbres y creencias —allí está esa otra forma de comprender el mito de la inocente belleza raptada de Helena—; una poética también dada a la evocación de contrarios, de imágenes contrapuestas que dan como resultado, sin lugar a dudas, lo que nuestro autor nominaba como monstruo.