David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más. El compromiso autoimpuesto por DFW buscaba y pretendía presentarle al lector una salida, una expectativa, una esperanza por mínima que esta fuera. En una entrevista, sostenía:
… probablemente la mayoría de nosotros estamos de
acuerdo en que vivimos en tiempos oscuros, y además estúpidos, pero ¿de verdad
necesitamos un tipo de ficción que no haga sino dramatizar lo oscuro y lo
estúpido que es todo? En épocas oscuras, la definición del buen arte debería
ser: aquel que se dedica a localizar y aplicar técnicas de reanimación
cardiopulmonar a aquellos elementos de lo que es humano y mágico que aún
sobreviven y resplandecen a pesar de la oscuridad de los tiempos.
Por ello se esforzaba en considerar y construir una
literatura que se conformara como un entretenimiento
fallido (subtítulo no aceptado, por propósitos editoriales, de su colosal La broma Infinita), en el sentido en que
no cayera en el mismo juego consumista que pretendía deconstruir.
En el presente texto, de título nutrido como podrá
juzgar el lector, Foster Wallace nos habla acerca del desconocido humor
kafkiano que se esconde tras su hermética obra, contrastando con el sentido y experiencia
que concebimos nosotros (o que no ha llevado a concebir como tal el sistema de
entretenimiento en que nos encontramos enmarcados) y en qué medida éste nos
impide una comprensión de la obra de Kafka bajo la mirada del humor bien
comprendido.
*
* *
ALGUNOS
COMENTARIOS SOBRE LO GRACIOSO QUE ES KAFKA, DE LOS CUALES PROBABLEMENTE NO HE
QUITADO BASTANTE
Por David Foster Wallace
Traducción Javier Calvo
Una de las
razones de que esté dispuesto a hablar en público sobre un tema para el que estoy
extremadamente poco cualificado es que me otorga la oportunidad de leer para
ustedes un relato de Kafka que ya he dejado de enseñar en las clases de
literatura y que echo de menos poder leer en voz alta. Se titula «Una pequeña
fábula»:
—Caramba —dijo el ratón—, el mundo
se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que me daba miedo. Yo
corrí y corrí sin parar y me alegré de ver por fin las paredes lejanas a un
lado y a otro. Pero esas largas paredes se han estrechado tan deprisa que ya estoy
en el último cuarto, y ahí en el rincón está la trampa en la que tengo que
meterme.
—Solamente tienes que cambiar de
dirección —dijo el gato, y se lo comió.
Algo
que a mí me frustra rotundamente cuando estoy intentando leer a Kafka ante estudiantes
universitarios es que me resulta casi imposible hacerles ver que Kafka es gracioso.
O apreciar la forma en que el humor está entremezclado con la poderosa fuerza
de sus relatos. Porque, por supuesto, los grandes relatos y los grandes chistes
tienen mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la
comunicación llaman a veces «exformación», que es cierta cantidad de
información vital eliminada de una comunicación pero evocada por la misma de
tal manera que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor[1]. A
esto se debe probablemente el hecho de que el efecto tanto de los relatos como
de los chistes a menudo resulte repentino y percusivo, como la apertura de una
válvula que lleva tiempo atascada. No es casual que Kafka hablara de la literatura
como de «un hacha con la que cortamos los mares congelados que tenemos dentro».
Tampoco es accidental que el logro técnico de los grandes relatos se denomine a
menudo «compresión», ya que tanto la presión como la liberación se encuentran
de antemano dentro del lector. Lo que Kafka parece capaz de hacer mejor que
cualquier otro es orquestar el aumento de la presión de tal forma que se vuelve
intolerable en el momento preciso en que se libera.
La
psicología de los chistes ayuda a explicar una parte del problema que supone
enseñar a Kafka. Todos sabemos que no hay mejor manera de vaciar un chiste de
su magia peculiar que intentar explicarlo: señalar, por ejemplo, que Lou
Costello está confundiendo el nombre propio Who por el pronombre
interrogativo inglés who, etcétera. Y todos sabemos la extraña antipatía
que producen en nosotros esas explicaciones, una sensación no tanto de aburrimiento
como de ofensa, como si se hubiera pronunciado una blasfemia. Esto se parece mucho
a lo que siente un profesor cuando pasa un relato de Kafka por los engranajes
del análisis crítico estándar de un curso de licenciatura: hay que seguir
atentamente la trama, decodificar símbolos, exfoliar los temas, etcétera.
Kafka, por supuesto, estaría en una maquinaria crítica de elevada eficacia, el
equivalente literario a arrancar los pétalos y molerlos y pasar el mejunje
resultante por un espectrómetro para explicar por qué una rosa huele tan bien.
Franz
Kafka, al fin y al cabo, es el escritor de relatos cuyo «Poseidón» imagina a un
dios del mar tan abrumado por el papeleo administrativo que nunca consigue
navegar ni nadar, y cuyo «En la colonia penitenciaria» concibe la descripción
como un castigo y la tortura como edificante y al crítico supremo como un
rastrillo de púas cuyo golpe de gracia es una estaca en la frente.
Otro
obstáculo, hasta para los buenos estudiantes, es que —a diferencia, por
ejemplo, de lo que pasa con Joyce o Pound— las asociaciones exformativas que
crea la obra de Kafka no son intertextuales ni siquiera históricas. Las evocaciones
de Kafka son más bien inconscientes y casi más bien subarquetípicas, esas cosas
primordiales e infantiles de las que derivan los mitos. Es por eso por lo que
solemos calificar sus relatos más extraños de «pesadillescos» más que
«surrealistas». Las asociaciones exformativas en Kafka también son a la vez
simples y extremadamente ricas, y a menudo resulta casi imposible elaborar discursos
sobre las mismas: imaginen, por ejemplo, pedirle a un estudiante que despliegue
y organice las diversas redes de significados que hay detrás de ratón,
mundo, correr, paredes, estrecharse, cuarto, ratonera, gato y gato se come a
ratón.
Por
no mencionar el hecho de que la clase particular de humor que Kafka despliega
es profundamente ajeno a los estudiantes cuyas resonancias neurales son
americanas[2]. Lo
cierto es que el humor de Kafka no usa casi ninguna de las formas y códigos
particulares del entretenimiento americano contemporáneo. No hay juegos de
palabras recurrentes ni acrobacias aéreas verbales, y casi nada que tenga que
ver con chistes ni con sátira mordaz. En Kafka no hay humor sobre funciones
corporales, ni dobles sentidos sexuales, ni intentos estilizados de rebelarse
ofendiendo a las convenciones. Nada de bufonadas pynchonianas con pieles de
plátano ni adenoides traviesos. No hay priapismo a lo Philip Roth ni metaparodia
a lo John Barth ni quejas continuas como las de Woody Allen. No hay ninguna de
las inversiones de opereta de las modernas comedias de situación. Tampoco hay
niños precoces ni abuelos malhablados ni compañeros de trabajo cínicamente
insurgentes. Y tal vez lo más extraño de todo, las figuras de autoridad de
Kafka nunca son simples bufones huecos a los que ridiculizar, sino que resultan
siempre absurdos y temibles y tristes, todo al mismo tiempo, como el teniente
de «En la colonia penitenciaria».
Lo
que quiero decir no es que su ingenio sea demasiado sutil para los estudiantes americanos.
De hecho, la única estrategia medio eficaz que se me ha ocurrido para explorar el
humor de Kafka pasa por sugerirles a los estudiantes que gran parte del mismo
en realidad es poco sutil, o más bien antisutil. Lo que afirmo es que la gracia
de Kafka se basa en una especie de literalización radical de verdades que
solemos tratar en forma de metáforas. Les transmito mi opinión de que algunas
de nuestras intuiciones colectivas más profundas parecen expresables únicamente
como figuras retóricas, y les digo que es por eso por lo que a esas figuras
retóricas las llamamos «expresiones». Respecto a La metamorfosis, entonces,
puedo invitar a los estudiantes a reflexionar sobre lo que estamos expresando realmente
cuando nos referimos a alguien como «asqueroso» o «repulsivo» o decimos que alguien
está obligado a «comer mierda» como parte de su trabajo. O a releer «En la
colonia penitenciaria» a la luz de expresiones inglesas como tongue-lashing [«echar
bronca», literalmente «azotar con la lengua»] o tore him a new asshole [«le
dio una buena tunda», literalmente «le perforó un agujero nuevo en el culo»], o
el refrán «Al llegar la mediana edad, todo el mundo tiene la cara que se
merece». O a abordar «Un artista del hambre» basándose en tropos del estilo
«hambriento de atención» o «hambriento de amor», o al doble sentido de la
expresión «negación de uno mismo», o hasta basándose a un dato tan inocente como
el hecho de que resulta que la raíz etimológica de la palabra «anorexia» es la
palabra griega que significa «nostalgia».
Esto
suele acabar interesando a los estudiantes, lo cual es genial; pero la culpa
deja al profesor un poco tembloroso, porque la táctica de la comedia entendida
como la literalización de la metáfora no logra contener ni de lejos la alquimia
más profunda por la cual la comedia de Kafka es siempre también tragedia, y
esta tragedia es siempre también un placer inmenso y reverente. Esto
normalmente conduce a una hora atroz durante la cual doy marcha atrás y aviso a
los estudiantes de que, pese a todo su ingenio y su voltaje exformativo, los
relatos de Kafka no son fundamentalmente chistes, y que el humor negro más
bien simple y lúgubre que enmascara tantas de las declaraciones personales de
Kafka —cosas como «Hay esperanza, pero no para nosotros»— no es lo que conforma
el eje de sus historias.
Lo
que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente
moderna complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente
inclusiva del, entre comillas, «inconsciente», que yo personalmente creo que no
es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka —que no
solo no es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo— es, en
última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y
Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la
gracia sanguinaria de la señora O'Connor parece un poco fácil, y las almas en
juego prefabricadas.
Y
es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos
niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como
entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante[3]. No
es que los estudiantes no «pillen» el humor de Kafka, sino que los hemos
enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les
enseñamos que el «yo» es algo que se tiene sin más. No es de extrañar
que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la
horrible pugna por establecer un «yo» humano resulta en un «yo» cuya humanidad
es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e
imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con
palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los
alumnos que tal vez sea bueno que no «pillen» a Kafka. Se les puede pedir que
imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos
imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando
y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo;
no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación total por entrar, por
llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia
fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das
ist komisch.
1999
NOTAS
[1]
Comparen por ejemplo, en este sentido, toda la conversación «¿Por que estaba
desesperado el anciano? Por nada» que hay en las primeras páginas de «Un lugar
limpio y bien iluminado» de Hemingway con coñas de oficina del tipo «La
principal diferencia entre una becaria de la Casa Blanca y un Cadillac es que
no todo el mundo ha estado dentro de un Cadillac». O piensen en la palabra
solitaria «Adiós» con que se cierra «Report on the Barnhouse Effect» de
Vonnegut en comparación con la función de «¡El pez!» como respuesta de «¿Cuántos
surrealistas hacen falta para cambiar una bombilla?».
[2]
No me estoy refiriendo aquí a las cosas que se pierden en la traducción. Pese a
la naturaleza del evento* de esta noche, tengo que confesar que no hablo mucho
alemán, y que el Kafka que conozco y enseño es el Kafka del señor y la señora
Muir, y aunque solamente Dios sabe cuánto más me estoy perdiendo, el humor del
que hablo es un humor que está presente en las viejas versiones inglesas de los
Muir.
* [=Un evento
del Centro Americano del PEN Club dedicado a una nueva e importante traducción
de El castillo hecha por un tipo de Princeton, creo. En caso de que no
sea obvio, eso es lo que es este documento: el texto de una conferencia muy
rápida.]
[3]
Probablemente se podrían escribir libros enteros de la Johns Hopkins University
Press sobre la función tranquilizadora que el humor desempeña en la psique
americana de hoy día. Una forma tosca de explicar todo este asunto es que
nuestra cultura es, tanto a nivel histórico como de desarrollo, adolescente. Y
como es sabido que la adolescencia es el período más estresante y temible del
desarrollo humano —esa fase en que la condición adulta que aseguramos poseer
empieza a presentarse como un sistema real y cada vez más estrecho de
responsabilidades y limitaciones (los impuestos, la muerte) y en que ansiamos
interiormente un retorno a la misma paz infantil de la que fingíamos burlarnos—,
no resulta difícil ver por qué en tanto que cultura somos tan susceptibles a un
arte y a un ocio cuya función primaria es la evasión, es decir, la
fantasía, la adrenalina, el espectáculo, el romance, etcétera. Los chistes son
una forma de arte, y debido a que la mayoría de los americanos llegamos hoy día
al arte para escapar de nosotros mismos -para fingir durante un rato que no
somos ratones y que las paredes son paralelas y que podemos dejar atrás al
gato-, es comprensible que la mayoría de nosotros vayamos a considerar «Una pequeña
fábula» como algo que no es gracioso en absoluto, o que tal vez incluso lo
veamos como un ejemplo repulsivo de esa misma clase de realidad deprimente
compuesta por los impuestos y la muerte de la que el humor «de verdad» sirve
como respiro.
*
(¿Creen ustedes que es coincidencia que la universidad sea el sitio donde
muchos americanos dediquen más tiempo en sus vidas a follar y caerse borracho y
montar fiestas extáticas de tipo dionisíaco? No lo es. Los estudiantes
universitarios son adolescentes, y están aterrados, y están afrontando su
terror de una forma distintivamente americana. Esos chicos desnudos que cuelgan
cabeza abajo de las ventanas de los edificios de sus fraternidades los viernes
por la noche están simplemente intentando comprar unas cuantas horas de evasión
de esas lúgubres cosas de adultos en las que cualquier facultad decente lleva
toda la semana obligándoles a pensar).
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