Naufragio de un carguero, por Joseph Mallord. |
Por Lautrèamont
Yo buscaba un alma que se me
asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra;
mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba
a alguien que aprobara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las
mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se elevó en el horizonte con
toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven
cuya presencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la
mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo:
«Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche
comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer,
a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia
encantadora, y me miraba con compasión; sin embargo, no se atrevía a hablarme.
Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu
rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia».
Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del césped,
en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia
han hecho su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora
admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te
arrepentirás de haberme consagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que
jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono,
con la misma confianza y abandono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza
y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué
me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de
más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido
decirlo. No estaba todavía acostumbrado a darme cuenta rigurosamente de los
fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía.
Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus
velas para alejarse del lugar: un punto imperceptible acababa de aparecer en
el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose
con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se oscurecía,
volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El
navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, para
no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde
los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos
estallaban en medio de los relámpagos, pero no podían sobrepasar al ruido de
los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo
de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero
sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha
enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espumosas masas
de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos
cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya
visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la intermitencia de los
relámpagos y de la oscuridad más profunda, mientras los que están en él se
sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los
accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso
dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temibles
ataques. Es el grito que ha hecho brotar el abandono de las fuerzas humanas.
Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las
manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de borregos. El navío en peligro
dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad.
Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzos inútiles. La
noche llegó, densa, implacable, para colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno
se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que
haga regresar a su memoria, no reconoce a ningún pez como antepasado; pero se
exhorta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar
su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la
muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra
con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una
poderosa circunvolución de olas en torno a sí mismas, que el limo cenagoso se
mezcla con las aguas turbias, y que una fuerza que viene de abajo, contragolpe
de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos movimientos
bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha
reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sentirse
feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abismo, la mitad de una
respiración normal, a fin de hacer un buen cálculo. Le será imposible, pues,
burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos
cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No
dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo.
¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas
voluptuosidades! Acababa de ser testigo de las agonías mortales de muchos de
mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias.
A veces, el bramido de alguna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel
mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pecho impedía oír las
órdenes para las maniobras. El barco estaba demasiado lejos para percibir
distintamente los gemidos que me traían las ráfagas, pero yo los aproximaba por
medio de la voluntad, y la ilusión óptica era completa. Cada cuarto de hora,
cuando un golpe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres
acentos a través del grito de los petreles asustados, dislocaba al navío con
un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos
en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un
hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al
menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles
imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y
mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y
llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano
encolerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y exhalaban su
venganza con una rabia impotente. De vez en cuando, echaba una mirada hacia
las ciudades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sospechaba que un
barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de
presa y un pedestal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo recobraba
el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían
escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi escopeta de dos
tiros, a fin de que, si algún náúfrago intentara alcanzar las rocas a nado,
para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destrozaría el
brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más furioso de la
tempestad, vi, sobrenadando en las aguas, con esfuerzos desesperados, una cabeza
enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el
abismo, balanceándose como un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con
los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a
la muerte. Era admirable su sangre fría. Una ancha herida sangrante,
ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro intrépido
y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos
que iluminaba la noche, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio.
Ahora se hallaba a doscientos metros del acantilado, y yo lo divisaba
fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡Cómo la estabilidad de su
cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos
se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía
mantenerme en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía
escapar. Esta era mi resolución, nada la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e
inmediatamente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte
no me produjo tanto placer como podría creerse, precisamente porque estaba ya
saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple
hábito que uno no puede pasar por alto, pero que sólo procura un goce muy
leve. Los sentidos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad podría sentir
con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a
ofrecerme el espectáculo de su última lucha con las olas, una vez hundido el
navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquiera el atractivo del peligro, pues
la justicia humana, mecida por el huracán de esta noche espantosa, dormitaba
en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo
con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se
ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus
perseverantes estragos durante años enteros. Entonces no conocía límites a mi
furor, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se
acercaba a mi mirada huraña, aunque perteneciera a mi raza. Si se trataba de
un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de decir?
Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos
accesos, mi razón había volado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque
mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía
perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis
semejantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final,
que me hace rascar la nuca por anticipado... Pero, ¡qué me importa el juicio
final! Mi razón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo
un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca,
mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa
fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin
estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias de ese drama,
desde el instante en que el barco echó anclas hasta el instante en que se
hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a
quienes revestía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo
tenía que mezclarme como actor en aquellas escenas de la naturaleza
trastornada. Cuando el lugar donde el barco había sostenido el combate mostró
claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del
mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas
reaparecieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a
tres; era el medio de no salvar su vida, pues sus movimientos se hacían embarazosos
y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de
monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son
vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con todos esos
seres humanos, que mueven los cuatro miembros de ese continente tan poco
estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la reparten
de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las
aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el escenario
de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el
horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo
que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de
hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta.
Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos
miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie
de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentelladas que producen
heridas mortales. Pero tres tiburones vivos le rodean y ella se ve obligada a
girar en todos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente
emoción, hasta entonces desconocida, el espectador, situado en la orilla,
sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa valerosa
hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta
al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de
un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos
tiburones que dan testimonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la
roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra
agradablemente coloreada, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no
le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tiene que habérselas con un
enemigo. Avanza hacia su adversario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en
el vientre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembaraza fácilmente del
último adversario... Se encuentran cara a cara el nadador y la hembra del
tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se
asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en
redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado
hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo,
entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha admiración, la
hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las
olas con sus brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada
uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a
tres metros de distancia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos
amantes, y se abrazaron con dignidad y reconocimiento, un abrazo tan tierno
como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cerca a
esa demostración de amistad. Dos muslos nerviosos se unieron estrechamente a
la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las
aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con
amor, mientras sus gargantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca
con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba
haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las
olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y
rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se
unieron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de
encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la
vida!... ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi primer
amor!
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