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viernes, 28 de junio de 2013

De otra máquina célibe

Hoy se cumplen 50 años de la publicación de la ambiciosa novela Rayuela de Julio Cortázar, que vendría a constituir un punto de quiebra en la narrativa del siglo pasado, y que aún hoy en día constituye una apuesta estética pocas veces igualada, ya no solamente en Latinoamerica, sino en el mundo entero. A este propósito, extraemos del libro La vuelta al día en 80 mundos (en clara referencia a ese otro Julio que tanto habría fascinado al autor) el siguiente texto que narra la también ambiciosa estructura creada por el infalible Juan Esteban Fassio para leer Rayuela: El Rayuel-o-matic.




Por Julio Cortázar



















Michel Sanouillet, Marchand du sel. La terrain Vague, París, 1958, p. 7.



























Jean Schuster, Marcel Duchamp, vite, en Bizarre, No. 34/5, 1964.





































































































































































































En una nota complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato.









Fabriquées à partir du langage, les machines sont cette fabrication en acte; elles sont leur propre naissance répétée en elles-mêmes; entre leurs tubes, leurs roues dentées, leurs systèmes de métal, I'écheveau de leurs fils, elles emboîtent le procedé dans lequel elles sont emboîtés.
Michel Foucault, Raymond Roussel

N'est-ce pas des Indes que Raymond Roussel envoya un radiateur électrique à une amie qui lui demandait un souvenir rare de là-bas?
Roger Vitrac, Raymond Roussel


No tengo a mano los medios de comprobarlo, pero en el libro de Michel Sanouillet sobre Marcel Duchamp se afirma que el marchand du sel estuvo en Buenos Aires en 1918. Por misterioso que parezca, ese viaje debió responder a la legislación de lo arbitrario cuyas cloves seguimos indagando algunos irregulares de la literatura, y por mi parte estoy seguro de que su fatalidad la prueba la primera página de las Impressions d'Afrique: "El 15 de marzo de 19..., con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de la América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée, rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Entre los pasajeros que llenarían con la poesía de lo excepcional el libro incomparable de Raymond Roussel, no podía faltar Duchamp que debió viajar de incógnito pues jamás se habla de él, pero que sin duda jugó al ajedrez con Roussel y habló con la bailarina Olga Tchewonenkoff cuyo primo, establecido desde joven en la República Argentina, acababa de morir dejándole una pequeña fortuna amasada con plantaciones de (sic) café. Tampoco cube dudar de que Duchamp trabara amistad con personas tales como Balbet, campeón de pistola y esgrima, con La Ballandière-Maisonnial, inventor de un florete mecánico, y con Luxo, pirotécnico que iba a Buenos Aires para lanzar en las bodas del joven barón Ballesteros un fuego artificial que desplegaría la imagen del novio en el espacio, idea que según Roussel denunciaba el rastacuerismo del millonario argentino pero que, agrega, no carecía de originalidad. Menos probable me parece que se relacionara con los miembros de la compañía de operetas o con la trágica italiana Adinolfa, pero es seguro que habló largamente con el escultor Fuxier, creador de imágenes de humo y de bajorrelieves líquidos; en resumen, no es difícil deducir que buena parte de los pasajeros del Lyncée debieron interesar a Duchamp y beneficiarse a su vez del contacto con alguien que de alguna manera los contenía virtualmente a todos.
Como es lógico, la crítica seria sabe que todo esto no es posible, primero porque el Lyncée era un navío imaginario, y segundo porque Duchamp y Roussel no se conocieron nunca (Duchamp cuenta que vio una sola vez a Roussel en el café de La Régence, el del poema de César Vallejo, y que el autor de Locus Solus jugaba al ajedrez con un amigo. "Creo que omití presentarme", agrega Duchamp). Pero hay otros para quienes esos inconvenientes físicos no desmienten una realidad más digna de fe. No solamente Duchamp y Roussel viajaron a Buenos Aires, sino que en esta ciudad habría de manifestarse una réplica futura enlazada con ellos por razones que tampoco la crítica seria tomaría demasiado en cuenta. Juan Esteban Fassio abrió el terreno preparatorio inventando en pleno Buenos Aires una máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique en la misma época en que yo, sin conocerlo, escribía los primeros monólogos de Persio en Los premios apoyándome en un sistema de analogías fonéticas inspirado por el de Roussel; años más tarde Fassio se aplicaría a crear una nueva máquina destinada a la lectura de Rayuela, completamente ajeno al hecho de que mis trabajos más obsesionantes de esos años en París eran los raros textos de Duchamp y las obras de Roussel. Un doble impulso abierto convergía poco a poco hacia el vértice austral donde Roussel y Duchamp volverían a encontrarse en Buenos Aires cuando un inventor y un escritor que quizá años atrás también se habían mirado de lejos en algún café del centro, omitiendo presentarse, coincidieran en una máquina concebida por el primero para facilitar la lectura del segundo. Si el Lyncée naufragó en las costas africanas, algunos de sus prodigios llegaron a estas tierras y la prueba está en lo que sigue, que se explicará como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros.

Cronopios, vino tinto y cajoncitos

Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnand y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación:



Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los cientificos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretes de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie:



Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un aflténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra (juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería):



Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, temperamento que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina:



No hay que ser Werner von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes:

A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo73 (sale la gaveta 73 ); al cerrarse ésta se abre la No. l, y así sucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, por ejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el botón antes de cerrar esta gaveta.
B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partir del momento en que se ha interrumpido, bastará apretar este botón y reaparecerá la gaveta No. 16, continuándose el proceso.
C — Suelta todos los resortes, de manera que pueda elegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Deja de funcionar el sistema eléctrico.
D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro, es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la gaveta No. 1, se abre la No. 2, y así sucesivamente.
E — Botón para interrumpir el funcionamiento en el momento que se quiera, una vez llegado al circuito final: 58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera.
F — En el modelo con cama, este botón abre la parte inferior, quedando la cama preparada.

Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón F. Atento a las previsibles exigencias estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI.


En la imposibilidad de enviarme la máquina por razones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que el Colegio de Patafisíca no está en condiciones ni en ánimo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un gráfico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado).


La interpretación general no es difícil: se indican claramente los puntos capitales comenzando por el de partida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulos del ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyección gráfica bastante parecida a un garabato, aunque quizá los técnicos puedan explicarme algún día por qué los pesos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. El análisis estructural utilizará con provecho estas proyecciones de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte.

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*Texto tomado de La vuelta al día en ochenta mundos. Julio Cortázar, Siglo XXI, Buenos Aires, 1968.

jueves, 20 de junio de 2013

Testimonios para una "conjura".


No es completamente cierto que la mítica novela “La conjura de los necios” haya sido rechazada por editores a diestra y siniestra sin el menor reparo, hasta llevar a su también mítico autor a una desesperada muerte al borde del camino. En este caso más parece ser que la obra actuara de forma caníbal sobre el pensamiento y la acción misma de su autor, que lo consumiera en la totalidad de su universo y ya no quedara más remedio para el escritor que lanzarse de cabeza en la espiral de autodeglución que, en este caso, significa el proceso creativo.
El siguiente es un testimonio de esa espiral (carta dirigida al editor Robert Gottlieb, de la firma Simon & Schuster), de ese proceso, en el que el mismo John Kennedy Toole trata de explicar de alguna forma cuál había sido su experiencia a través de los confusos y enredados senderos de la escritura de una obra que terminaría por ser su único pasaporte a la gloria literaria, pero que en igual medida, terminaría por consumirlo completa e irremediablemente.

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Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:

He intentado meditar con claridad desde que hablamos por teléfono pero la confusión y la depresión me han inmovilizado. Tengo que salir de ésta, no hay duda, o nunca haré nada provechoso. Escribir una carta puede ser un buen comienzo: espero que sea paciente y llegue hasta el final. Si hubiera sido más articulado el otro día, cuando hablamos, esto quizás no sería necesario; tal vez ésta es la carta que debí haberle escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo sirvió para prolongar las cosas.
Después de la conversación telefónica tenía la certeza de que estaba aferrado ansiosamente al borde del risco. Quizá aún lo estoy. Cuando me sugirió que escribiera otro libro sentí que me estaba ofreciendo una oportunidad para retirarme con elegancia. Mi sentimiento puede haber sido el correcto.
Cada vez que hablo sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos, y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. El peor ejemplo de todo esto fue mi difícil e incoherente encuentro con la señorita Jollet, en el cual yo, doblegado por el servilismo, casi me hundo en el suelo en medio de mis silencios, mis comentarios crípticos y mis absurdos sinsentidos. Las cosas no fueron mejor por teléfono cuando usted y yo hablamos. Pero una o dos de las pocas cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas. Una pregunta sigue de allí: ¿por qué decidí ir a Simon & Schuster?, ¿para qué le pedí llamarme? Esta insistencia de mi parte solo ha logrado confundirme. No soy dado a hablar de mí mismo, pero en este punto es necesario decir un par de cosas.
Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo horror de la Luisiana rural.
En el verano de 1961 tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor (algo denominado “líder del equipo de inglés”) de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal comprensión –todo para tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la Armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento, seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.
Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para mí.
No estaba muy convencido con la corrección que le envié: con frecuencia se trataba de más (y puro) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en diciembre, estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de comentarios y las indicaciones de persistente interés, desanimado por aquello de que “el libro podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría éxito”. ¿Se refería usted al libro tal como está, o a su versión definitiva? La llamada telefónica tornó mis dudas en desespero. Mi trabajo parecía haberse convertido en una nada, y allí estaba yo, congelado del otro lado de la línea, lamentablemente ansioso, opacado por el temor, débil, inarticulado, frustrado por mi inhabilidad para hacer algún comentario sensato (si no me sobrepongo a todo esto, la escritura me convertirá en un incoherente y mudo Mr. Hyde). Su carta, después de que le solicitara el manuscrito, fue lo que más me confundió. Al final de nuestra conversación telefónica yo estaba convencido de que la suerte y la oportunidad para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay Friedman cuando hablamos, en una suerte de oblicua conexión con el libro. Stern es mi novela moderna favorita y tuve una intensa reacción frente a ella. Fue después de leer Stern que envié mi manuscrito a su editorial, y lo hice por lo mucho que aquella novela me gustó, porque algo en ella me causó una respuesta muy sincera. Así, desde que recibí su primera carta, supe que había acertado. Mientras quedaba en blanco enfrente de la señorita Jollet cuando fui a su oficina en Nueva York, de algún modo me las ingenié para transmitir incongruentemente estas últimas apreciaciones, que se convirtieron en el clímax de dicha visita. Stern me conmovió por varias razones inexplicables que tenían relación con actitud o impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si pudiera incluirme a mí mismo en mi novela con la humanidad y la perspectiva que logra Bruce Jay Friedman, lo intentaría. Pero no puedo escribir bien ese tipo de cosas, al menos no ahora, y lo sé porque lo intenté antes. Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he visto y vivido.
Algo ciertamente muy atinado en su comentario sobre la revisión fue la separación de los personajes reales de los irreales. No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a trabajar en el libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el manuscrito desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el asunto no puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo que pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este proyecto.
¿Tendrá paciencia conmigo?

Sinceramente,

John Toole.


viernes, 26 de abril de 2013

Sobre las mujeres (de Planilandia)



Por Edwin A. Abbott


Si ESOS TRIÁNGULOS nuestros tan puntiagudos de la clase militar son temibles, fácilmente se puede deducir que lo son mucho más nuestras mujeres. Porque si un soldado es una cuña, una mujer es una aguja, ya que es, como si dijéramos, toda punta, por lo menos en las dos extremidades. Añádase a esto el poder de hacerse prácticamente invisible a voluntad, y comprenderéis que una mujer es, en Planilandia, una criatura con la que no se puede jugar.
Es posible, sin embargo, que algunos de mis lectores más jóvenes se pregunten cómo puede hacerse invisible una mujer en Planilandia. Esto debería resultar evidente para todos, creo yo, sin ninguna necesidad de explicación. Añadiré, no obstante, unas palabras aclaratorias para los menos reflexivos.
Poned una aguja en una mesa. Luego, con la vista al nivel de la mesa, miradla de lado, y veréis toda su longitud; pero miradla por los extremos y no veréis más que un punto, se ha hecho prácticamente invisible. Lo mismo sucede con una de nuestras mujeres. Cuando tiene un lado vuelto hacia nosotros, la vemos como una línea recta; cuando el extremo contiene su ojo o boca (pues entre nosotros esos dos órganos son idénticos) esa es la parte que encuentra nuestra vista, con lo que no vemos nada más que un punto sumamente lustroso; pero cuando se nos ofrece a la vista la espalda, entonces (al ser sólo sublustrosa y casi tan mate, en realidad, como un objeto inanimado) su extremidad posterior le sirve como una especie de tope invisible.
Los peligros a los que estamos expuestos en Planilandia por causa de nuestras mujeres deben resultar ya evidentes hasta para el menos perspicaz. Si ni siquiera el ángulo de un respetable triángulo de clase media está libre de riesgos, si tropezar con un trabajador significa un corte profundo, si la colisión con un oficial de la clase militar produce necesariamente una herida grave, si el simple roce del vértice de un soldado raso entraña peligro de muerte... ¿Qué puede significar tropezar con una mujer, salvo destrucción absoluta e inmediata? Y cuando una mujer resulta invisible, o visible sólo como un punto mate sublustroso, ¡qué difícil es siempre, hasta para el más cauto, evitar la colisión!
Se han promulgado muchas leyes en diferentes épocas, en los diversos estados de Planilandia, con el fin de reducir al mínimo este peligro. Y en los climas meridionales y menos templados, donde la fuerza de la gravedad es mayor y los seres humanos, más proclives a movimientos casuales e involuntarios, las leyes relativas a las mujeres son, como es natural, mucho más estrictas. Pero el resumen siguiente permitirá hacerse una idea general del código:

1. Las casas tienen que tener todas una entrada en el lado este para uso exclusivo de las mujeres; todas las mujeres han de entrar por ella «de una forma apropiada y respetuosa»[1] y no por la puerta oeste o de los hombres.
2. Ninguna mujer entrará en un lugar público sin emitir de forma continua su «grito de paz» bajo pena de muerte.
3. Toda mujer de la que se certifique oficialmente que padece del baile de san Vito, de ataques, de catarro crónico acompañado de estornudos violentos, será inmediatamente destruida.

En algunos estados hay una ley suplementaria que prohíbe a las mujeres, bajo pena de muerte, andar o estar paradas en un lugar público sin mover la espalda constantemente de derecha a izquierda, para indicar su presencia a los que están detrás de ellas; en otros estados se obliga a las mujeres a que vayan seguidas, cuando viajan, de uno de sus hijos, o de algún criado, o de su marido; otros las confinan completamente a sus casas, salvo durante las festividades religiosas. Pero los más sabios de nuestros círculos, es decir, de nuestros estadistas, han descubierto que multiplicar las restricciones que se aplican a las mujeres no sólo lleva al debilitamiento y la disminución de la especie sino que incrementa también el número de asesinatos domésticos, hasta tal punto que el estado pierde más de lo que gana con un código demasiado represivo.
Pues siempre que se exasperan los ánimos de las mujeres de ese modo con el confinamiento en el hogar o con normas obstaculizadoras fuera de él, éstas tienden a desahogar su irritación con sus maridos e hijos; y en los climas menos templados ha resultado destruido a veces el total de la población masculina de una aldea en una o dos horas de estallido simultáneo de violencia femenina. Por eso las tres leyes que hemos mencionado se consideran suficientes en los estados mejor regulados y pueden ser aceptadas como una ejemplificación aproximada de nuestro código femenino.
Después de todo, nuestra principal salvaguardia se halla, no en el legislativo, sino en los intereses de las propias mujeres. Pues, aunque puedan infligir la muerte instantánea con un movimiento retrógrado, si no pueden sacar enseguida su extremidad punzante del cuerpo forcejeante de su víctima en el que se ha clavado, pueden acabar destrozados también sus propios cuerpos.
Obra en favor nuestro así mismo el poder de la moda. Ya señalé que en algunos estados menos civilizados no se permite que una mujer esté parada en un lugar público sin menear la espalda de derecha a izquierda. Esta práctica ha sido universal, entre damas con alguna pretensión de buena crianza, en todos los estados bien gobernados, hasta donde alcanza el recuerdo de las figuras. Los estados consideran todos ellos una desgracia que tenga que imponerse por ley lo que debería ser, y es en toda mujer respetable, un instinto natural. La ondulación rítmica y bien armonizada, si se nos permite decirlo, de la parte de atrás de nuestras damas de rango circular la envidia e imita la esposa del vulgar equilátero, que únicamente puede conseguir un mero balanceo monótono, como el vaivén de un péndulo; y el tictac regular del equilátero es admirado e imitado en grado semejante por la esposa del isósceles progresista y con aspiraciones, en las mujeres de cuya familia ningún «movimiento trasero» de ningún género se ha convertido hasta ahora en una necesidad de la vida. Debido a ello el «movimiento trasero» está tan presente, en todas las familias que gozan de posición y consideración, como lo está el tiempo; y maridos e hijos gozan en esos hogares de inmunidad, al menos de ataques invisibles.
No hay que pensar, sin embargo, ni por un momento, que nuestras mujeres estén desprovistas de afecto. Pero predomina, desgraciadamente, la pasión del momento en el sexo débil por encima de cualquier otra consideración. Se trata, claro, de una necesidad que surge de su desdichada conformación. Pues, como no tienen pretensión alguna de ángulo, siendo inferiores a este respecto a los más bajos isósceles, se hallan totalmente desprovistas de capacidad cerebral, y no tienen ni reflexión ni juicio ni previsión y apenas si disponen de memoria. Por ello, en sus ataques de furia, no recuerdan ningún derecho ni aprecian ninguna diferenciación. Yo he conocido concretamente un caso en que una mujer exterminó a todos los habitantes de su hogar y, media hora después, cuando se había disipado su furia y se habían barrido los fragmentos, preguntó qué había sido de su marido y de sus hijos.
Es evidente, pues, que no se debe irritar a una mujer cuando se halle en una posición en la que pueda girarse. Cuando se encuentran en sus apartamentos (que están construidos con vistas a privarlas de ese poder) podéis decir y hacer lo que gustéis, pues allí les es completamente imposible efectuar tropelías, y no recordarán al cabo de unos minutos el incidente por el que pueden estar en ese momento amenazándoos con la muerte, ni las promesas que pueda haberos parecido necesario hacer para calmar su furia.
En términos generales, nuestras relaciones domésticas son bastante fluidas, salvo entre las capas más bajas de las clases militares. Entre ellas la falta de tacto y discreción por parte de los maridos produce a veces desastres indescriptibles. Estas criaturas insensatas, confiando demasiado en las armas ofensivas de sus ángulos agudos, en vez de en los órganos defensivos del buen sentido y las simulaciones oportunas, desdeñan con demasiada frecuencia la norma prescrita en la construcción de los apartamentos de las mujeres, o irritan a sus esposas fuera de casa con expresiones mal aconsejadas, de las que se niegan a retractarse inmediatamente. Además, un respeto obtuso y necio a la verdad literal les impide hacer esas espléndidas promesas con las que el círculo, más juicioso, puede pacificar en un momento a su consorte. El resultado es una matanza; lo que no deja de tener, por otra parte, sus ventajas, ya que elimina a los isósceles más brutales y problemáticos; y muchos de nuestros círculos consideran la destructibilidad del sexo más fino una de las muchas circunstancias providenciales que permiten eliminar población sobrante y cortar de raíz la revolución.
Sin embargo, no puedo decir que ni siquiera en nuestras familias mejor regidas y más cercanas a la circularidad sea tan elevado el ideal de vida de familia como lo es entre vosotros en Espaciolandia. Hay paz, en la medida en que puede aplicarse ese nombre a la ausencia de carnicería, pero hay inevitablemente poca armonía de gustos o actividades; y la cauta prudencia de los círculos ha garantizado la seguridad a costa del confort doméstico. En todo hogar circular o poligonal ha habido desde tiempo inmemorial la costumbre (que se ha convertido ya en una especie de instinto entre las mujeres de nuestras clases superiores) de que las madres y las hijas tengan que mantener siempre los ojos y la boca dirigidos hacia sus maridos y amistades del sexo masculino; y si una dama de una familia distinguida le diese la espalda a su marido se consideraría como una especie de presagio, que entrañaría pérdida de estatus. Pero, como mostraré en breve, esta costumbre, aunque tenga la ventaja de la seguridad, no deja de tener sus inconvenientes.
En la casa del trabajador o del comerciante respetable (en que se permite a la esposa dar la espalda a su marido, mientras realiza sus tareas domésticas) hay al menos intervalos de calma, en que no se ve ni se oye a la esposa, salvo por el rumor tarareante de su «grito de paz» continuado; pero en los hogares de las clases superiores es demasiado frecuente que no haya paz alguna. Allí la boca voluble y el ojo penetrante y luminoso están siempre dirigidos hacia el amo de la casa; y ni la misma luz es más insistente que la corriente del discurso femenino. El tacto y la habilidad necesarios para eludir el aguijón de una mujer no bastan para completar la tarea de cerrarle la boca; y como la esposa no tiene absolutamente nada que decir, y absolutamente ninguna traba de ingenio, sentido común o conciencia que le impida decirlo, no pocos cínicos han llegado a asegurar que prefieren el peligro del aguijón inaudible y mortífero de la mujer a la firme sonoridad de su otro extremo.
A mis lectores de Espaciolandia es posible que les parezca verdaderamente deplorable la condición de nuestras mujeres, y lo es, sin duda. Un varón del tipo más inferior de los isósceles puede albergar la esperanza de que se produzca una cierta mejora en su ángulo, y de un ascenso final de la totalidad de su casta degradada; pero ninguna mujer puede albergar la menor esperanza para su sexo. «La mujer siempre será mujer», es un decreto de Naturaleza; y hasta las propias leyes de la evolución parecen suspenderse en perjuicio suyo. Podemos admirar, de todos modos, ese prudente acuerdo previo según el cual, ya que las mujeres no tienen ninguna esperanza, no tengan tampoco recuerdos, ni previsión alguna que les permita anticipar las desgracias y humillaciones que son al mismo tiempo una necesidad de su existencia y la base de la constitución de Planilandia.


[1] Cuando estuve en Espaciolandia comprobé que algunos de vuestros círculos sacerdotales tienen también una entrada independiente para aldeanos, campesinos y profesores de internados (El Espectador, sept. 1884, p. 1255) por las que deben entrar «de una forma apropiada y respetuosa».



martes, 18 de septiembre de 2012

Doce argumentos sobre teatro


 
Por Alfred Jarry
Fotografía Nadar



1. El dramaturgo, como todo artista, busca la verdad, pero ésta no es única. Y como las primeras columbradas han llegado a ser denunciadas como falsas, resulta verosímil que el teatro de estos últimos años haya descubierto —o creado, que es lo mismo— numerosos instantes novedosos de la eternidad. Y cuando no ha descubierto ninguno, ha vuelto a hallar y abrazar lo antiguo.

2. El arte dramático renace —o quizá nace en Francia— desde hace bastantes años, no habiendo dado todavía más que Las artimañas de Scapin —y Bergerac, como se sabe— y Los Burgraves. Disponemos también de un dramaturgo poseedor de terrores y compasiones nuevos, si bien piensa que es inútil expresarlos de otra forma que mediante silencio: Maurice Maeterlink. Asimismo, Charles van Lerberghe y otros nombres que citaremos. Creemos estar seguros de asistir a un amanecer del teatro porque, por primera vez, se da en Francia —o en Bélgica, en Gante, pues no consideramos que Francia se reduzca a un territorio inanimado, sino que se extiende al ámbito de un idioma, y, así, Maeterlink es tan propiamente nuestro como repudiamos a Mistral—; se da, decimos, un teatro ABSTRACTO, y podemos por fin leer sin el esfuerzo de una traducción, piezas tan eternamente trágicas como las de Ben Johnson, Marlowe, Shakespeare, Cyril Tourneur o Goethe. No nos falta más que una comedia tan loca como la única de Dietrich Grabbe, que nunca ha sido traducida.
Los teatros d’Art, Libre y de l’OEuvre, además de versiones de piezas extranjeras de las que no vamos a hablar y que resultaban nuevas puesto que expresaban sentimientos nuevos —Ibsen traducido por el conde Prozor y las curiosas adaptaciones hindúes de A. F. Herold y Barrucand—, han podido descubrir, errores aparte —como Theodás, etc.—, a dramaturgos como Rachilde, Pierre Quillard, Jean Lorrain, E. Sée, Henry Bataille, Maurice Beauborg, Paul Adam, Francis James, varios de los cuales han escrito obras que alcanzan casi la condición de maestras, y quienes, en todo caso, han vislumbrado lo nuevo y se han manifestado creadores.
Ellos y algunos otros, así como maestros clásicos a los que se traducirá —Marlowe, por G. E.—, serán representados durante esta temporada en l’OEuvre, lo mismo que el Odéon se traduce a Esquilo, habiéndose comprendido que, dado que el pensamiento evoluciona de manera circular, por decirlo de algún modo, no hay nada que resulte tan actual como las piezas más antiguas.
Algunas brillantes tentativas se han hecho, con respecto a decoraciones, por artistas de los diversos teatros independientes. Sobre tal particular me remito a un artículo de M. Lugné-Poe aparecido el primero de octubre en el Mercure y que trata de un no irrealizable proyecto de Elisabethan Theater.

3. ¿Qué es una obra de teatro? ¿Una fiesta ciudadana? ¿Una lección? ¿Una distracción?
Parece, en primer lugar, que la obra de teatro deba ser una fiesta ciudadana, puesto que es un espectáculo que se ofrece a ciudadanos reunidos. Pero observemos que hay numerosos tipos de público de teatro o, como mínimo, dos: la minoría de inteligentes, y la gran mayoría. Para esta última, las obras espectaculares —espectáculos a base de decorados, cuerpos de baile y emociones primarias y accesibles, como las que se ofrecen en el Châtelet, Gaîté, Ambigu y Opéra-Comique— son entretenimiento sobre todo, quizá un poco lección —en cuanto que su recuerdo dura—, pero lección de falso sentimentalismo y falsa estética; falsos sentimentalismo y estética que son para ella los únicos verdaderos, ya que le parece incomprensible lata el teatro de minorías. En cuanto a éste, ni es fiesta para su público, ni lección, ni entretenimiento, sino actividad pura y simplemente. La élite participa en la realización de la creación de uno de los suyos, quien ve nacer de sí mismo y de esa misma élite al ser creado por él, activo placer que es el único de Dios y del que la masa de ciudadanos solamente dispone de una caricatura en la relación carnal.
Incluso la masa disfruta un poco de dicho placer de creación; quede anotado dejando a salvo toda relatividad. (Véase a tal respecto los párrafos tercero y cuarto del artículo «De la inutilidad del teatro en el teatro»).

4. Cualquier cosa es buena para ser llevada a l teatro, si es que todavía se está de acuerdo en llamar teatros a esas salas empachadas de decoraciones de odiosa apariencia y especialmente construidas, así como las piezas que en ellas se representan, para la multitud. Pero una vez esta cuestión dejada al margen, no debe escribir para el teatro más que el autor que desde el principio piense de una manera dramática. Se podrá sacar a continuación una novela de su obra, si se quiere, pues toda acción puede ser narrada; pero lo inverso no resulta casi nunca cierto. Si una novela fuera dramática, su autor habría empezado por concebirla —y escribirla— en forma de drama.
El teatro que anima máscaras impersonales sólo es accesible a quien se siente lo bastante viril como para crear vida: un conflicto de pasiones más sutil que los ya conocidos o un personaje que realmente sea un nuevo ser. Todos admiten que Hamlet, por ejemplo, está más vivo que cualquier hombre que pasa por la calle, pues es más complicado y reúne en sí más síntesis; incluso que es el único verdaderamente vivo, al ser una abstracción perdurable. A tal respecto diremos que resulta más difícil para la inteligencia crear un personaje que para la naturaleza crear un hombre. Así pues, quien carezca en absoluto de la capacidad de crear, es decir, de hacer nacer un ser nuevo, más vale que se quede en su casa.

5. La moda mundana y la moda escénica se influyen recíprocamente, y no sólo en lo referente a las obras modernas. Pero no resulta demasiado útil que el público vaya al teatro con traje de fiesta. En el fondo, la cosa es indiferente, mas no deja de ser enervante ver curiosear con gemelos a los espectadores. ¿Acaso no se va a Beyreuth con traje de viaje? ¡Cómo se arreglaría todo no iluminando más que la escena!

6. Una conocida novela ha magnificado la idea del «teatro a las diez». Pero siempre habrá personas que adornen las primeras escenas con los ruidos de su retraso. La hora actualmente escogida para el levantamiento del telón es buena, y bastará con adoptar la costumbre de cerrar las puertas no sólo de la sala, sino también de los pasillos, inmediatamente después de sonar los tres avisos.

7. El sistema que consiste en escribir un papel con vistas a las características personales de tal artista, tiene muchas posibilidades de convertirse en causa de efímeras piezas: cuando el destinatario muere, resulta difícil encontrar otro exactamente semejante. Tal sistema ofrece, al autor que no sabe crear, la ventaja de procurarle un maniquí del que se limita a exagerar simplemente tales o cuales rasgos. Sería igual, en definitiva, que el actor hablase de sí mismo —con un mínimo de educación, claro está— y dijese cualquier cosa. La debilidad de ese procedimiento se pone de relieve en tragedias de Racine, que no son obras teatrales, sino retahílas de papeles. Las «estrellas» no sirven para nada; lo necesario es una homogeneidad de máscaras sin brillo propio, de dóciles siluetas.

8. Los ensayos generales tienen la ventaja de resultar teatro gratuito para algunos artistas y para los amigos del autor. Teatro en el que, por una velada, se está libre de personas carentes de delicadeza.

9. El papel de los teatros marginales no ha terminado, pero como duran desde hace algunos años, se ha cesado de encontrarlos «locos» y se han convertido en los teatros habituales de la minoría. Dentro de pocos años, nos habremos acercado más a la verdad artística, o —si la verdad no existe, y sí la moda— habremos descubierto otra. Para entonces, dichos teatros serán estables en el peor sentido del término, si es que no se dan cuenta a tiempo de que su esencia no es ser, sino evolucionar.

10. Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que tendría que haber evolucionado durante su duración. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma «conservada».

11. Que se reserven las enseñanzas del Conservatorio, si se quiere, a la interpretación de reposiciones. Y aún así, si el pensamiento del público evoluciona con algunos años de retraso respecto al de los creadores, ¿no sería indispensable que la expresión evolucionase del mismo modo? Las piezas clásicas se representan, hasta ahora, con vestuario de época. Empecemos a hacer como esos antiguos pintores que veían las escenas de otros tiempos como contemporáneos.
Toda «historia» es tan enojosa, es decir, tan inútil...

12. Los derechos de los herederos derivan de la institución de la familia, cuestiones respecto a las cuales me siento incompetente. ¿Es mejor que los herederos cobren derechos de autor y puedan decidir, si se les antoja, hacer desaparecer una obra, o que, una vez muerto el autor, la obra maestra se convierta en propiedad de todos? La actual reglamentación me parece la más adecuada. Lo mismo pienso en cuanto a las giras por provincias. En cuanto a la claque, se dice que permite al autor hacer comprender al público cómo ve él mismo su drama, y que es una válvula de seguridad que evita el estallido de entusiasmos desmañados cuando es preciso guardar silencio. Pero la claque implica una dirección de la masa. Y en un teatro que sea un teatro y en el que se represente una obra que sea una obra, no creemos, después del señor Maeterlink, en más aplauso que el del silencio.