martes, 18 de septiembre de 2012

Doce argumentos sobre teatro


 
Por Alfred Jarry
Fotografía Nadar



1. El dramaturgo, como todo artista, busca la verdad, pero ésta no es única. Y como las primeras columbradas han llegado a ser denunciadas como falsas, resulta verosímil que el teatro de estos últimos años haya descubierto —o creado, que es lo mismo— numerosos instantes novedosos de la eternidad. Y cuando no ha descubierto ninguno, ha vuelto a hallar y abrazar lo antiguo.

2. El arte dramático renace —o quizá nace en Francia— desde hace bastantes años, no habiendo dado todavía más que Las artimañas de Scapin —y Bergerac, como se sabe— y Los Burgraves. Disponemos también de un dramaturgo poseedor de terrores y compasiones nuevos, si bien piensa que es inútil expresarlos de otra forma que mediante silencio: Maurice Maeterlink. Asimismo, Charles van Lerberghe y otros nombres que citaremos. Creemos estar seguros de asistir a un amanecer del teatro porque, por primera vez, se da en Francia —o en Bélgica, en Gante, pues no consideramos que Francia se reduzca a un territorio inanimado, sino que se extiende al ámbito de un idioma, y, así, Maeterlink es tan propiamente nuestro como repudiamos a Mistral—; se da, decimos, un teatro ABSTRACTO, y podemos por fin leer sin el esfuerzo de una traducción, piezas tan eternamente trágicas como las de Ben Johnson, Marlowe, Shakespeare, Cyril Tourneur o Goethe. No nos falta más que una comedia tan loca como la única de Dietrich Grabbe, que nunca ha sido traducida.
Los teatros d’Art, Libre y de l’OEuvre, además de versiones de piezas extranjeras de las que no vamos a hablar y que resultaban nuevas puesto que expresaban sentimientos nuevos —Ibsen traducido por el conde Prozor y las curiosas adaptaciones hindúes de A. F. Herold y Barrucand—, han podido descubrir, errores aparte —como Theodás, etc.—, a dramaturgos como Rachilde, Pierre Quillard, Jean Lorrain, E. Sée, Henry Bataille, Maurice Beauborg, Paul Adam, Francis James, varios de los cuales han escrito obras que alcanzan casi la condición de maestras, y quienes, en todo caso, han vislumbrado lo nuevo y se han manifestado creadores.
Ellos y algunos otros, así como maestros clásicos a los que se traducirá —Marlowe, por G. E.—, serán representados durante esta temporada en l’OEuvre, lo mismo que el Odéon se traduce a Esquilo, habiéndose comprendido que, dado que el pensamiento evoluciona de manera circular, por decirlo de algún modo, no hay nada que resulte tan actual como las piezas más antiguas.
Algunas brillantes tentativas se han hecho, con respecto a decoraciones, por artistas de los diversos teatros independientes. Sobre tal particular me remito a un artículo de M. Lugné-Poe aparecido el primero de octubre en el Mercure y que trata de un no irrealizable proyecto de Elisabethan Theater.

3. ¿Qué es una obra de teatro? ¿Una fiesta ciudadana? ¿Una lección? ¿Una distracción?
Parece, en primer lugar, que la obra de teatro deba ser una fiesta ciudadana, puesto que es un espectáculo que se ofrece a ciudadanos reunidos. Pero observemos que hay numerosos tipos de público de teatro o, como mínimo, dos: la minoría de inteligentes, y la gran mayoría. Para esta última, las obras espectaculares —espectáculos a base de decorados, cuerpos de baile y emociones primarias y accesibles, como las que se ofrecen en el Châtelet, Gaîté, Ambigu y Opéra-Comique— son entretenimiento sobre todo, quizá un poco lección —en cuanto que su recuerdo dura—, pero lección de falso sentimentalismo y falsa estética; falsos sentimentalismo y estética que son para ella los únicos verdaderos, ya que le parece incomprensible lata el teatro de minorías. En cuanto a éste, ni es fiesta para su público, ni lección, ni entretenimiento, sino actividad pura y simplemente. La élite participa en la realización de la creación de uno de los suyos, quien ve nacer de sí mismo y de esa misma élite al ser creado por él, activo placer que es el único de Dios y del que la masa de ciudadanos solamente dispone de una caricatura en la relación carnal.
Incluso la masa disfruta un poco de dicho placer de creación; quede anotado dejando a salvo toda relatividad. (Véase a tal respecto los párrafos tercero y cuarto del artículo «De la inutilidad del teatro en el teatro»).

4. Cualquier cosa es buena para ser llevada a l teatro, si es que todavía se está de acuerdo en llamar teatros a esas salas empachadas de decoraciones de odiosa apariencia y especialmente construidas, así como las piezas que en ellas se representan, para la multitud. Pero una vez esta cuestión dejada al margen, no debe escribir para el teatro más que el autor que desde el principio piense de una manera dramática. Se podrá sacar a continuación una novela de su obra, si se quiere, pues toda acción puede ser narrada; pero lo inverso no resulta casi nunca cierto. Si una novela fuera dramática, su autor habría empezado por concebirla —y escribirla— en forma de drama.
El teatro que anima máscaras impersonales sólo es accesible a quien se siente lo bastante viril como para crear vida: un conflicto de pasiones más sutil que los ya conocidos o un personaje que realmente sea un nuevo ser. Todos admiten que Hamlet, por ejemplo, está más vivo que cualquier hombre que pasa por la calle, pues es más complicado y reúne en sí más síntesis; incluso que es el único verdaderamente vivo, al ser una abstracción perdurable. A tal respecto diremos que resulta más difícil para la inteligencia crear un personaje que para la naturaleza crear un hombre. Así pues, quien carezca en absoluto de la capacidad de crear, es decir, de hacer nacer un ser nuevo, más vale que se quede en su casa.

5. La moda mundana y la moda escénica se influyen recíprocamente, y no sólo en lo referente a las obras modernas. Pero no resulta demasiado útil que el público vaya al teatro con traje de fiesta. En el fondo, la cosa es indiferente, mas no deja de ser enervante ver curiosear con gemelos a los espectadores. ¿Acaso no se va a Beyreuth con traje de viaje? ¡Cómo se arreglaría todo no iluminando más que la escena!

6. Una conocida novela ha magnificado la idea del «teatro a las diez». Pero siempre habrá personas que adornen las primeras escenas con los ruidos de su retraso. La hora actualmente escogida para el levantamiento del telón es buena, y bastará con adoptar la costumbre de cerrar las puertas no sólo de la sala, sino también de los pasillos, inmediatamente después de sonar los tres avisos.

7. El sistema que consiste en escribir un papel con vistas a las características personales de tal artista, tiene muchas posibilidades de convertirse en causa de efímeras piezas: cuando el destinatario muere, resulta difícil encontrar otro exactamente semejante. Tal sistema ofrece, al autor que no sabe crear, la ventaja de procurarle un maniquí del que se limita a exagerar simplemente tales o cuales rasgos. Sería igual, en definitiva, que el actor hablase de sí mismo —con un mínimo de educación, claro está— y dijese cualquier cosa. La debilidad de ese procedimiento se pone de relieve en tragedias de Racine, que no son obras teatrales, sino retahílas de papeles. Las «estrellas» no sirven para nada; lo necesario es una homogeneidad de máscaras sin brillo propio, de dóciles siluetas.

8. Los ensayos generales tienen la ventaja de resultar teatro gratuito para algunos artistas y para los amigos del autor. Teatro en el que, por una velada, se está libre de personas carentes de delicadeza.

9. El papel de los teatros marginales no ha terminado, pero como duran desde hace algunos años, se ha cesado de encontrarlos «locos» y se han convertido en los teatros habituales de la minoría. Dentro de pocos años, nos habremos acercado más a la verdad artística, o —si la verdad no existe, y sí la moda— habremos descubierto otra. Para entonces, dichos teatros serán estables en el peor sentido del término, si es que no se dan cuenta a tiempo de que su esencia no es ser, sino evolucionar.

10. Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que tendría que haber evolucionado durante su duración. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma «conservada».

11. Que se reserven las enseñanzas del Conservatorio, si se quiere, a la interpretación de reposiciones. Y aún así, si el pensamiento del público evoluciona con algunos años de retraso respecto al de los creadores, ¿no sería indispensable que la expresión evolucionase del mismo modo? Las piezas clásicas se representan, hasta ahora, con vestuario de época. Empecemos a hacer como esos antiguos pintores que veían las escenas de otros tiempos como contemporáneos.
Toda «historia» es tan enojosa, es decir, tan inútil...

12. Los derechos de los herederos derivan de la institución de la familia, cuestiones respecto a las cuales me siento incompetente. ¿Es mejor que los herederos cobren derechos de autor y puedan decidir, si se les antoja, hacer desaparecer una obra, o que, una vez muerto el autor, la obra maestra se convierta en propiedad de todos? La actual reglamentación me parece la más adecuada. Lo mismo pienso en cuanto a las giras por provincias. En cuanto a la claque, se dice que permite al autor hacer comprender al público cómo ve él mismo su drama, y que es una válvula de seguridad que evita el estallido de entusiasmos desmañados cuando es preciso guardar silencio. Pero la claque implica una dirección de la masa. Y en un teatro que sea un teatro y en el que se represente una obra que sea una obra, no creemos, después del señor Maeterlink, en más aplauso que el del silencio.


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