No
es completamente cierto que la mítica novela “La conjura de los necios” haya
sido rechazada por editores a diestra y siniestra sin el menor reparo, hasta
llevar a su también mítico autor a una desesperada muerte al borde del camino.
En este caso más parece ser que la obra actuara de forma caníbal sobre el
pensamiento y la acción misma de su autor, que lo consumiera en la totalidad de
su universo y ya no quedara más remedio para el escritor que lanzarse de cabeza
en la espiral de autodeglución que, en este caso, significa el proceso
creativo.
El
siguiente es un testimonio de esa espiral (carta dirigida al editor Robert
Gottlieb, de la firma Simon & Schuster), de ese proceso, en el que el mismo
John Kennedy Toole trata de explicar de alguna forma cuál había sido su experiencia a través de los confusos y
enredados senderos de la escritura de una obra que terminaría por ser su único
pasaporte a la gloria literaria, pero que en igual medida, terminaría por
consumirlo completa e irremediablemente.
* * *
Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:
He intentado meditar
con claridad desde que hablamos por teléfono pero la confusión y la depresión
me han inmovilizado. Tengo que salir de ésta, no hay duda, o nunca haré nada
provechoso. Escribir una carta puede ser un buen comienzo: espero que sea
paciente y llegue hasta el final. Si hubiera sido más articulado el otro día,
cuando hablamos, esto quizás no sería necesario; tal vez ésta es la carta que
debí haberle escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo
sirvió para prolongar las cosas.
Después de la
conversación telefónica tenía la certeza de que estaba aferrado ansiosamente al
borde del risco. Quizá aún lo estoy. Cuando me sugirió que escribiera otro
libro sentí que me estaba ofreciendo una oportunidad para retirarme con
elegancia. Mi sentimiento puede haber sido el correcto.
Cada vez que hablo
sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque
albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un
sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé
que tiene sus defectos, y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. El
peor ejemplo de todo esto fue mi difícil e incoherente encuentro con la
señorita Jollet, en el cual yo, doblegado por el servilismo, casi me hundo en
el suelo en medio de mis silencios, mis comentarios crípticos y mis absurdos
sinsentidos. Las cosas no fueron mejor por teléfono cuando usted y yo hablamos.
Pero una o dos de las pocas cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas.
Una pregunta sigue de allí: ¿por qué decidí ir a Simon & Schuster?, ¿para
qué le pedí llamarme? Esta insistencia de mi parte solo ha logrado confundirme.
No soy dado a hablar de mí mismo, pero en este punto es necesario decir un par
de cosas.
Este libro comenzó a
escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo
en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba
como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la
matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir
pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para
hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres
direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando
obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow
Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de
pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la
mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la
Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el
crudo horror de la Luisiana rural.
En el verano de 1961
tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que
Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la
escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e
irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor (algo denominado “líder del
equipo de inglés”) de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los
reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un
silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión
hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y provocadores
de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados
instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto
privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para
escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal comprensión –todo para tener
ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas
vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta
ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y por primera vez en mi vida tuve la
oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por
problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto
de vista, la Armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento,
seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en
Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de
dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado
más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos
anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente
avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había
cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para
graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre
Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de
Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte.
Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía
dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la
presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para
dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo
colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda
de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro
siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude
escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En
febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo
concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la
esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se
transformó en nada más.
Esto me lleva a su
primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado
de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios
nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía
pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación
y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir
de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en
las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas
que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los
hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó
ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy
reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso,
si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces
he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que
la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como
parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se
convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que
comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en
el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la
suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa
pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo
largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso:
todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y
como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa
tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces
he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una
fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría,
y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen: pocas cosas
de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que,
bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en
algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como
Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su
verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el
libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un
modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva
Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente
observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era
dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para
mí.
No estaba muy
convencido con la corrección que le envié: con frecuencia se trataba de más (y
puro) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en diciembre,
estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de comentarios y las
indicaciones de persistente interés, desanimado por aquello de que “el libro
podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría éxito”. ¿Se refería usted al
libro tal como está, o a su versión definitiva? La llamada telefónica tornó mis
dudas en desespero. Mi trabajo parecía haberse convertido en una nada, y allí
estaba yo, congelado del otro lado de la línea, lamentablemente ansioso,
opacado por el temor, débil, inarticulado, frustrado por mi inhabilidad para
hacer algún comentario sensato (si no me sobrepongo a todo esto, la escritura
me convertirá en un incoherente y mudo Mr. Hyde). Su carta, después de que le
solicitara el manuscrito, fue lo que más me confundió. Al final de nuestra
conversación telefónica yo estaba convencido de que la suerte y la oportunidad
para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay
Friedman cuando hablamos, en una suerte de oblicua conexión con el libro. Stern
es mi novela moderna favorita y tuve una intensa reacción frente a ella. Fue
después de leer Stern que envié mi manuscrito a su editorial, y lo hice por lo
mucho que aquella novela me gustó, porque algo en ella me causó una respuesta
muy sincera. Así, desde que recibí su primera carta, supe que había acertado.
Mientras quedaba en blanco enfrente de la señorita Jollet cuando fui a su
oficina en Nueva York, de algún modo me las ingenié para transmitir
incongruentemente estas últimas apreciaciones, que se convirtieron en el clímax
de dicha visita. Stern me conmovió por varias razones inexplicables que tenían
relación con actitud o impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si
pudiera incluirme a mí mismo en mi novela con la humanidad y la perspectiva que
logra Bruce Jay Friedman, lo intentaría. Pero no puedo escribir bien ese tipo
de cosas, al menos no ahora, y lo sé porque lo intenté antes. Hay suficiente y
aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo
que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo:
no creo ser lo suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que
este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que
he visto y vivido.
Algo ciertamente muy
atinado en su comentario sobre la revisión fue la separación de los personajes
reales de los irreales. No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a
trabajar en el libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el
manuscrito desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el
asunto no puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo
que pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este
proyecto.
¿Tendrá paciencia
conmigo?
Sinceramente,
John Toole.