Por David Foster
Wallace
Traducción Javier Calvo
He visto montones de
barcos blancos e inmensos. He visto la costa norte de Jamaica. He visto y olido
a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo
Hueso, Florida. He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil.
He visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes y más de veinte
marcas distintas de sandalias de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de
caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando dentro de un
ascensor de cristal. He aprendido que hay diferentes intensidades del azul más allá
del azul muy, pero muy intenso.
He comido más comida y
más elegante que en toda mi vida, y la he comido durante una semana en la que
también he aprendido la diferencia entre «bambolearse» por culpa de la marejada
y dar cabezadas por culpa de la marejada. He visto trajes de chaqueta y pantalón
de color fucsia, cazadoras de color rojo menstrual, anoraks de
color marrón y púrpura y zapatillas deportivas blancas sin calcetines. He visto
apostadoras profesionales de blackjack tan encantadoras que te dan ganas de ir
corriendo a su mesa y gastarte hasta el último centavo jugando al blackjack. He
oído a norteamericanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención
al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si toda la tripulación duerme a
bordo y a qué hora es el Bufet de Medianoche.
En una semana he sido
objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado de
piel dos veces. He sentido el peso del cielo subtropical como si fuera una
manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo –parecido a una
flatulencia de los dioses de la sirena de un crucero–. He asimilado los
rudimentos del mah-jong, he
aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquin y he perdido al
ajedrez con una niña de nueve años. He regateado por baratijas con niños
desnutridos. Ahora conozco todas las razones y excusas imaginables para que
alguien se gaste tres mil dólares en un crucero por el Caribe. Me he mordido el
labio y he rechazado hierba jamaicana de un jamaicano de verdad. He oído música
reggae de ascensor -y no puedo describirla-. He aprendido a tenerle miedo a tu
propio lavabo. Me he acostumbrado al movimiento del barco y ahora me gustaría
desacostumbrarme. He probado caviar y he estado de acuerdo con el niño sentado
a mi lado en que es apestoso. Me han cuidado de forma absoluta, profesional y
tal como me lo habían prometido de antemano. Con humor sombrío he visto todas
las modalidades de eritema, queratinosis, lesiones premelanómicas, manchas de
la vejez, eccemas, verrugas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral,
várices, postizos de colágeno y de silicona, tintes baratos, trasplantes
capilares fallidos. Es decir, he visto casi desnuda a un montón de gente a
quien habría preferido no ver en ningún estado parecido a la desnudez.
Me embarqué en un
crucero de siete noches por el Caribe a bordo de un barco que estaba tan limpio
y blanco que parecía que lo hubieran hervido. El color azul de las Antillas
occidentales varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente: lo
mismo que el cielo. Las temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de
antemano para nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2
tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto no es
un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana de diversión.
Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se supone que esa
sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de relajación y estimulación,
de indulgencia tranquila y de turismo frenético, esa mezcla especial de
servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo
cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han
cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo
cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los
cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión
organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La
palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria
y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de
muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y
futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que
la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se
parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse
cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va
a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros
de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su
propia mortalidad ya es más que una abstracción.
La mayoría de los cuerpos que se exponían durante el
día en la cubierta estaba en diversas fases de desintegración. Y el océano en
sí (que me pareció tan salado como el infierno o como el gargarismo que se usa
para aliviar el dolor de garganta, con una espuma tan corrosiva que probablemente
voy a tener que cambiar una bisagra de mis gafas) resulta básicamente una
enorme máquina de podredumbre. El agua del mar corroe los barcos a una velocidad
asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, saca el barniz, apaga el brillo,
cubre los cascos de los barcos de percebes, algas y una mucosidad
indefinida-marinaomnipresente que parece la misma encarnación de la muerte. No
pasa lo mismo con los barcos de lujo. No es accidental que sean todos tan
blancos y limpios, porque está claro que han de representar el triunfo
calvinista del capital y de la industria sobre la putrefacción primaria del
mar. Mi crucero parecía tener un batallón entero de tipos diminutos y nervudos
del Tercer Mundo que iban de un lado a otro del barco en overoles azul marino
buscando deterioros que solventar.
Aquí está la cosa. Unas vacaciones son un respiro de
todo lo desagradable, y dado que la conciencia de la muerte y de la decadencia
son desagradables, parece extraño que la fantasía suprema de las vacaciones de
los norteamericanos consista en ser planificados en medio de una enorme máquina
primordial de muerte y putrefacción. Pero en un crucero de lujo somos
hábilmente involucrados en la construcción de diversas fantasías de triunfo. Un
método para «triunfar» pasa por los rigores de la mejora personal. Y el
mantenimiento anfetamínico de mi barco que llevaba a cabo su tripulación es un
equivalente poco sutil del acicalamiento personal: dieta, ejercicios,
suplementos de megavitaminas, cirugía plástica, seminarios de gestión del
tiempo. También hay otra forma de reaccionar frente a la muerte. No el
acicalamiento, sino la excitación. No el trabajo duro, sino la diversión dura.
Las actividades constantes, las celebraciones, las fiestas, la alegría y las
canciones. La adrenalina, la excitación, el estímulo. Hacen que te sientas
vibrante, vivo. La diversión dura promete no tanto trascender el miedo a la
muerte como ahogarlo. Los cruceros de lujo siempre empiezan y terminan un
sábado.
He llegado a la conclusión de que pasada cierta edad
los hombres no deberían llevar pantalones cortos. Tienen las piernas sin pelos,
algo que repele: parece como si a la piel le hubieran quitado la ropa a la
fuerza y estuviera pidiendo pelos a gritos. El código de indumentaria en este
sitio va desde el ejecutivo informal hasta el turista tropical. Me temo que soy
la persona más sudorosa y despeinada a la vista. De vez en cuando me quito la
gorra y voy a dar vueltas escuchando las conversaciones y charlando sobre
banalidades. Un gran porcentaje de este parloteo que oigo con disimulo consiste
en unos pasajeros explicando a otros por qué se han inscrito en este crucero.
Parece la cháchara de un hospital psiquiátrico: «Y tú, ¿por qué estás aquí?».
Ni una sola vez alguien dice que va en este crucero de lujo sólo por ir en un
crucero de lujo. Tampoco hay alguien que suelte ese rollo de que viajar
ensancha tus horizontes ni que siempre tuvo la fantasía de navegar. La palabra
que usan una y otra vez en las conversaciones informales es relajarse. Todos se
imaginan la semana que empieza, o bien como una recompensa largamente
postergada, o como un último esfuerzo por salvar su cordura.
Casi todos han venido en pareja y, cuando caminan
durante la marejada, suelen apoyarse en sus parejas como si fueran novios
adolescentes. Es evidente que les gusta hacerlo: las mujeres tienen un truco
que consiste en agarrarse fuerte de sus novios y acurrucarse al caminar,
mientras los hombres enderezan la espalda, ponen la cara seria y salta a la
vista que se sienten peculiarmente fuertes y protectores. Un crucero de lujo
está lleno de estos inesperados momentos románticos, como intentar ayudarse mutuamente
cuando el barco se bambolea: uno se da cuenta de por qué a las parejas ancianas
les gusta ir de crucero. No sé qué tal lo llevaría un claustrofóbico, pero para
el agorafóbico un crucero presenta un buen número de atractivas opciones de
encierro. El agorafóbico puede elegir entre no abandonar el barco, no salir de
la cubierta en que está su camarote o evitar salir al aire libre y a las
barandillas con bonitas vistas que hay a ambos lados de esa cubierta. O puede
no salir nunca de su camarote.
Yo, que no soy un verdadero agorafóbico de los que
ni pueden ir al supermercado, llego sin embargo a amar con locura mi camarote.
Para llegar hasta él tengo que subir por un ascensor de cristal que no hace ruido.
Allí las azafatas me sonríen ligeramente y miran a ninguna parte mientras
subimos, y hay una competencia muy reñida acerca de cuál de las azafatas huele mejor
en este espacio cerrado y frío. Ya en el camarote, noto que sus dimensiones
están en el límite exacto entre ajustadas y constreñidas. En su suelo casi
cuadrado se amontonan una cama grande, dos mesillas de noche con lámparas y un
televisor de dieciocho pulgadas con cuatro opciones de cable marítimo. También
hay una mesa de esmalte blanco que hace las veces de tocador, y una mesa
redonda de cristal sobre la cual hay una cesta que a ratos está llena de fruta
fresca y a ratos de cáscaras y cortezas. Es fruta fresca y buena y siempre hay.
No había comido tanta fruta en mi vida. Pero todo esto sigue siendo
insignificante comparado con el fascinante y potencialmente perverso retrete
del camarote.
Es una combinación armónica de formas elegantes y
funcionamiento vigoroso, flanqueada por rollos de papel tan suave que no les
hacen falta las perforaciones usuales para separar las hojas. Mi lavabo tiene
encima la siguiente inscripción: «Este retrete está conectado a un sistema de
desagüe por aspiración. Por favor, no tire nada que no sean desperdicios
corrientes y papel higiénico ». Sí, es cierto: es un retrete aspirador. Y al
igual que el ventilador del techo, no es una aspiración moderada ni suave.
Tirar de la cadena provoca un ruido breve pero traumático, una especie de
gárgara sostenida en si mayor, como un trastorno gástrico a escala cósmica.
Junto con este ruido se produce una succión contundente tan poderosa que
resulta al mismo tiempo temible y extrañamente reconfortante: tus desperdicios no
parecen tanto succionados como arrojados lejos de ti. Y arrojados con una
velocidad que te hace sentir que los desperdicios van a terminar tan lejos de
tu vida que se van a convertir en una abstracción: una especie de tratamiento
por desagüe en tu nivel existencial.
11:05. Charla sobre sistemas de navegación. El
capitán se lo explica todo sobre la sala de máquinas, el puente y los
tejemanejes básicos del funcionamiento del barco. Mi crucero puede llevar un
millón setecientos cuarenta mil litros de combustible diésel para barcos. Tiene
dos motores de turbina a cada lado, uno grande que se llama «Papá» y otro
pequeño –en comparación– que se llama «Hijo». Puede ir un poco más deprisa en ciertas
clases de mar gruesa que cuando el mar está en calma: esto se debe a razones
técnicas que no caben en la servilleta en la que estoy tomando notas. El inglés
del capitán no va a ganar ningún premio de dicción, pero es un verdadero
charlatán en lo tocante a los datos.
Resulta que estacionar en paralelo un camión con
remolque habiendo tomado LSD ni siquiera se acerca a la experiencia de atracar este
crucero. El capitán tiene mi misma altura y anda por mis treinta y pocos años,
pero es ridículamente atractivo, como un Paul Auster esbelto y bronceado en
extremo. Lleva gafas de sol Ray-Ban aunque sin cordelito fluorescente. Le hago
una pregunta inocente, y el capitán me contesta con agudeza:
–¿Cómo encendemos los motores? No con la llave de
contacto, se lo aseguro.
El público responde con una risotada estridente y bastante
cruel. El número total de mujeres de cuarenta que han venido a esta charla es
cero. Un tipo bronceado que tengo a mi lado está tomando apuntes con una pluma Mont
Blanc y un cuaderno forrado en piel. Un único momento de iluminación en el
camino desde la sala de ping pong habría evitado que yo estuviera aquí ahora tomando
apuntes en servilletas de papel con un rotulador de punta gorda de los que se
usan para subrayar.
El público de la charla consta de hombres
corpulentos, panzudos y calvos, de unos cincuenta años: todos con aspecto de
ser esa clase de tipos que ascienden a director ejecutivo saliendo del
departamento de ingeniería de la empresa en lugar de hacer algún relamido máster
en administración de empresas. En conjunto, constituyen un público muy experto
y hacen preguntas complejas acerca del calibre y la potencia de los motores, el
manejo de una fuerza de torsión multirradial, la distinción exacta entre un
capitán de clase B y otro de clase C. Son de esos hombres que parecen estar
fumando puros incluso cuando no están fumando puros. Mis intentos por tomar notas
técnicas empapan las servilletas de papel hasta que las letras amarillas
adoptan un aspecto hinchado y bobalicón como los graffiti de un
subterráneo. La velocidad máxima de un megacrucero es 21,4 nudos. De ninguna manera
voy a levantar la mano en medio de esta gente y preguntar qué es un nudo.
13:30. ¡Únanse al director del crucero para pasar un
rato de jolgorio en el concurso de las Mejores Piernas Masculinas juzgadas por
todas las damas de la piscina! Con el pelo embutido en un gorro de natación por
sugerencia del personal, tomo parte activa de estas travesuras. Es una
competencia estilo torneo donde las chicas del Equipo de Chicas y los chicos
del Equipo de Chicos tienen que treparse a una suerte de postes de teléfono de
plástico untados con vaselina, enfrentarse a otro(a) chico(a) y tratar de
hacerlo caer al agua –que es una salmuera repulsiva en la piscina– mediante golpes
propinados con una funda de almohada rellena de globos.
Resisto un par de rondas y soy derribado por un
descomunal recién casado de Milwaukee con los hombros peludos que me pega un
puñetazo, haciendo que casi se me caiga el gorro de baño y arrojándome con
fuerza hacia una piscina que ya no es sólo que tenga un alto contenido sódico
sino que, a estas alturas, está cubierta de reluciente vaselina. Emerjo
pegajoso, contrariado y bizco por culpa del gancho de derecha del tipo que
estropeó la posibilidad realmente legítima que tenía de ganar el Concurso de
las Mejores Piernas Masculinas. Aun así, termino en tercer lugar, pero me
contarían después que habría ganado de no ser por mi ceño fruncido, el ojo
izquierdo hinchado y estrábico, y mi gorro torcido, que eran un telón de fondo demasiado
ridículo como para que el jurado pudiera apreciar toda la belleza de mis
torneadas piernas.
20:45. ¡El crucero tiene el orgullo de presentarles
al hipnotizador N! Presentado por el director del crucero. Advertencia: queda estrictamente
prohibida la grabación en audio o video de todos los espectáculos. Los niños
deben permanecer con sus padres. Los niños no deben sentarse en primera fila.
Entre los espectáculos presentados esta semana se cuentan un cómico vietnamita
que hace malabares con motosierras, un dúo de marido y mujer especializado en medleys
de amor de Broadway y un cantante-imitador cuyas imitaciones resultaron tan
conmovedoras que por votación se ha programado una segunda tanda. El
hipnotizador es británico y se parece de un modo increíble a un villano de
serie B de los años cincuenta. Al presentarlo, el director del crucero dice que
ha tenido el honor de hipnotizar tanto a la reina Isabel II como al Dalái Lama.
Su actuación combina la francachela hipnótica con una palabrería bastante
convencional y bromas a costa del público. Y termina siendo un microcosmos
ridículamente simbólico de toda la experiencia en este crucero de lujo. En
primer lugar, se nos explica que no todo el mundo es susceptible de hipnosis. El
hipnotizador hace varias pruebas simples a los más de trescientos asistentes
con el fin de elegir a los que tengan el talento susceptible que les permitirá
participar de la diversión inminente.
Luego, cuando los apropiados están reunidos en el
escenario, todos inmovilizados en complejas contorsiones como resultado de las
pruebas de aptitud, el hipnotizador se pasa un buen rato asegurándoles a ellos
y a nosotros que no va a pasar nada que ellos no deseen que pase y a lo que no
se hayan sometido de forma voluntaria. Después convence a una muchacha de que
le está saliendo una voz muy fuerte con acento hispano desde la copa izquierda de
su sujetador. A otra mujer la induce a percibir un olor pestilente que emana
del hombre que tiene sentado a su lado, quien a su vez cree que el asiento de
su silla se calienta poco a poco hasta llegar a cien grados. De los otros
sujetos, uno baila flamenco, otro no sólo cree estar desnudo sino
vergonzosamente mal dotado y a otro lo hace gritar en tono lastimero: «¡Mami,
quiero pis!» cada vez que el hipnotizador pronuncia una palabra determinada. El
público se ríe muy fuerte cuando corresponde. Y en verdad es divertido ver a
estos pasajeros adultos y bien vestidos comportándose de forma extraña sin una
razón que ellos puedan entender. Es como si la hipnosis les permitiera
construir fantasías tan nítidas que ni siquiera saben que son fantasías. Como
si sus cabezas ya no les pertenecieran. Lo cual es obviamente divertido.
Tal vez el símbolo más asombroso de este crucero es
el hipnotizador. No sólo es que no disimule en absoluto su aburrimiento y su
hostilidad, sino que los incorpora de forma ingeniosa a su espectáculo: su
aburrimiento le confiere el mismo aire de individuo que está de vuelta de todo
lo que nos hace confiar en los médicos y en los policías, y su hostilidad es lo
que arranca las mayores carcajadas del público. La actitud del hipnotizador en
el escenario es en extremo hostil y mezquina. Hace imitaciones crueles de los
distintos acentos de Estados Unidos. Ridiculiza las preguntas tanto del público
como de los sujetos hipnotizados. Lanza unas miradas ardientes a lo Rasputín y
les dice a algunas personas que van a mojar la cama a las tres de la madrugada
o que van a bajarse los pantalones en su oficina exactamente dentro de dos semanas.
Los espectadores se balancean de regocijo de atrás hacia adelante y se dan
palmadas en la rodilla y se secan los ojos con pañuelos. Cada momento de
perversidad es seguido por una gesticulación con las palmas de las manos destinada
a confirmar que el hipnotizador es fabuloso, que nos quiere y que somos una
pandilla simplemente maravillosa de seres humanos que nos la estamos pasando de
muerte.