Por William Burroughs
The “Priest” they called him
«Fight tuberculosis, folks».
Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas
seals on North Park Street.
The “Priest”, they called
him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray
shadows on a distant wall.
It was getting late and no
money to score.
He turned into a side street
and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a
streetlight.
Boy got out with a suitcase.
Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest
told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a
long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into
his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and
turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes,
maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight.
Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked
up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the
case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The
Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and
dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He
turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the
case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin.
Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs
had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the
case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly
away with the case.
Might bring a few dollars to
score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about
it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't
cure it».
The buyer looked at the case
with cold disfavor.
«Not even right sure he
killed it, whatever it is.
Three is the best I can do
and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...»,
he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The
Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents
didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie
croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I
owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three
lousy cents.
The doctor was not pleased
to see him.
«Now, what do you WANT? I
TOLD you!»
The Priest laid three bills
on the table. The doctor put the
money in his pocket and
started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE
have been around!
I may lose my LICENSE!» The
Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the
doctor's face.
«I can't write you a
prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across
the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take
it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did
not change.
The doctor added in quieter
tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered
by people like you».
«Is that all you have for
me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out,
get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm
going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby
street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the
Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the
bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his
works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back
to his room, get every drop in the dropper.
He rolled up his sleeve.
Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican
kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid
was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile
connections, bad news in any language.
The Priest had had enough
bad news in his life.
He heard the groan again, a
groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he
had an accident or something.
In any case, I can't enjoy
my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin
walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and
knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the
Preist, kid, I live next door».
He could hear someone
hobbling across the floor.
A bolt slid. The boy stood
there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall.
The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's
my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could
see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark
shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged
myself in a bicycle race,
it was then that the cramps
started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest.
The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head
as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G,
kid». «I do not require much, señor».
The boy was sleeping when
the Priest left room eighteen.
He went back to his room and
sat down on the bed.
Then it hit him like heavy
silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the
immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call
one.
Le decían “El Cura”.
«Combatan la tuberculosis, amigos».
Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en
North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis,
amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared
lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar
plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del
lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante,
bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con
ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el
Cura, que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El
chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del
pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El
chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el
bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a
buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso
y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece
al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura
no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio,
cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln
Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas
humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra
resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la
mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El
comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero
mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría
desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté
muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me
duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por
debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció
en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un
bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de
Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí,
no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.
«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa.
El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando
vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura
permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados
en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico
abrió de golpe el cajón
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es
lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!»,
le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.
El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después
de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a
joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero
cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la
policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que
hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda,
habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí,
sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos
por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas
de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su
pieza, a poner cada gota en el gotero.
Se arremangó. Entonces escuchó un quejido
que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano
vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con
abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos,
malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas
noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido
que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo
un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina
sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas,
ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la
puerta de la habitación dieciocho.
«¿Quién es?[1]»
«El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la
habitación.
Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en
calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a
acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor,
las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las
convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos
brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una
carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora
volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El
viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un
rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
«Sólo es un cuarto, hijo». «No
necesito mucho más, señor».
El chico estaba dormido cuando el Cura
abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y
silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y
como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.