sábado, 13 de septiembre de 2014

The "Priest" they called him






Por William Burroughs




The “Priest” they called him


«Fight tuberculosis, folks». Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas seals on North Park Street.
The “Priest”, they called him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray shadows on a distant wall.
It was getting late and no money to score.
He turned into a side street and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a streetlight.
Boy got out with a suitcase. Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes, maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight. Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin. Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly away with the case.
Might bring a few dollars to score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't cure it».
The buyer looked at the case with cold disfavor.
«Not even right sure he killed it, whatever it is.
Three is the best I can do and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...», he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three lousy cents.
The doctor was not pleased to see him.

«Now, what do you WANT? I TOLD you!»
The Priest laid three bills on the table. The doctor put the
money in his pocket and started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE have been around!
I may lose my LICENSE!» The Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the doctor's face.
«I can't write you a prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did not change.

The doctor added in quieter tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered by people like you».
«Is that all you have for me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out, get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back to his room, get every drop in the dropper.

He rolled up his sleeve. Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile connections, bad news in any language.
The Priest had had enough bad news in his life.
He heard the groan again, a groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he had an accident or something.
In any case, I can't enjoy my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the Preist, kid, I live next door».
He could hear someone hobbling across the floor.

A bolt slid. The boy stood there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall. The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged myself in a bicycle race,
it was then that the cramps started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest. The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G, kid». «I do not require much, señor».

The boy was sleeping when the Priest left room eighteen.
He went back to his room and sat down on the bed.
Then it hit him like heavy silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call one.




Le decían “El Cura”.


«Combatan la tuberculosis, amigos». Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis, amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante, bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el Cura,  que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio, cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí, no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.

«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa. El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico abrió de golpe el cajón 
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!», le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.

El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda, habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí, sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su pieza, a poner cada gota en el gotero.

Se arremangó. Entonces escuchó un quejido que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos, malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas, ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la puerta de la habitación dieciocho.
 «¿Quién es?[1]» «El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la habitación.

Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor, las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
 «Sólo es un cuarto, hijo». «No necesito mucho más, señor».

El chico estaba dormido cuando el Cura abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.



[1] En español en el original.



sábado, 23 de agosto de 2014

Los cantos de Maldoror, II, 9



Naufragio de un carguero,
por Joseph Mallord.



Por Lautrèamont



Yo buscaba un alma que se me asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tie­rra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no po­día permanecer solo. Necesitaba a alguien que apro­bara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se ele­vó en el horizonte con toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven cuya pre­sencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia encantadora, y me miraba con compa­sión; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia». Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del cés­ped, en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia han hecho su residen­cia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme con­sagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono, con la misma confianza y aban­dono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido decirlo. No estaba todavía acostumbra­do a darme cuenta rigurosamente de los fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus velas para ale­jarse del lugar: un punto imperceptible acababa de apa­recer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se os­curecía, volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, pa­ra no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estalla­ban en medio de los relámpagos, pero no podían so­brepasar al ruido de los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espu­mosas masas de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya visto zozobrar un barco en medio del hu­racán, de la intermitencia de los relámpagos y de la os­curidad más profunda, mientras los que están en él se sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temi­bles ataques. Es el grito que ha hecho brotar el aban­dono de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de bo­rregos. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Es­fuerzos inútiles. La noche llegó, densa, implacable, pa­ra colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que haga regresar a su memoria, no re­conoce a ningún pez como antepasado; pero se exhor­ta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una poderosa circun­volución de olas en torno a sí mismas, que el limo ce­nagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuer­za que viene de abajo, contragolpe de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos mo­vimientos bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sen­tirse feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abis­mo, la mitad de una respiración normal, a fin de ha­cer un buen cálculo. Le será imposible, pues, burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo. ¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades! Aca­baba de ser testigo de las agonías mortales de muchos de mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de al­guna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pe­cho impedía oír las órdenes para las maniobras. El bar­co estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidos que me traían las ráfagas, pero yo los aproximaba por medio de la voluntad, y la ilusión óp­tica era completa. Cada cuarto de hora, cuando un gol­pe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles asus­tados, dislocaba al navío con un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano en­colerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y exhalaban su venganza con una rabia impoten­te. De vez en cuando, echaba una mirada hacia las ciu­dades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sos­pechaba que un barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de presa y un pe­destal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo re­cobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi esco­peta de dos tiros, a fin de que, si algún náúfrago in­tentara alcanzar las rocas a nado, para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destroza­ría el brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más furioso de la tempestad, vi, sobrenadan­do en las aguas, con esfuerzos desesperados, una ca­beza enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, balanceándose co­mo un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Era admirable su san­gre fría. Una ancha herida sangrante, ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro in­trépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos que iluminaba la no­che, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio. Ahora se hallaba a doscientos metros del acan­tilado, y yo lo divisaba fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡Cómo la estabilidad de su cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía mantener­me en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía escapar. Esta era mi resolución, na­da la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e inmediata­mente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte no me produjo tanto placer como po­dría creerse, precisamente porque estaba ya saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple hábito que uno no puede pasar por al­to, pero que sólo procura un goce muy leve. Los senti­dos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad po­dría sentir con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a ofrecerme el es­pectáculo de su última lucha con las olas, una vez hun­dido el navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquie­ra el atractivo del peligro, pues la justicia humana, me­cida por el huracán de esta noche espantosa, dormita­ba en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus perseverantes estragos duran­te años enteros. Entonces no conocía límites a mi fu­ror, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se acercaba a mi mirada huraña, aunque per­teneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de de­cir? Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos accesos, mi razón había vo­lado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis seme­jantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final, que me hace rascar la nuca por antici­pado... Pero, ¡qué me importa el juicio final! Mi ra­zón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con ac­titud triunfante, todas las peripecias de ese drama, des­de el instante en que el barco echó anclas hasta el ins­tante en que se hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a quienes reves­tía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo tenía que mezclarme como actor en aque­llas escenas de la naturaleza trastornada. Cuando el lu­gar donde el barco había sostenido el combate mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas reapare­cieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a tres; era el medio de no salvar su vida, pues sus movimientos se hacían embarazosos y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con to­dos esos seres humanos, que mueven los cuatro miem­bros de ese continente tan poco estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la re­parten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el es­cenario de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta. Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentella­das que producen heridas mortales. Pero tres tiburo­nes vivos le rodean y ella se ve obligada a girar en to­dos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente emoción, hasta entonces desconocida, el es­pectador, situado en la orilla, sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa va­lerosa hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos tiburones que dan tes­timonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente colorea­da, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tie­ne que habérselas con un enemigo. Avanza hacia su ad­versario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en el vien­tre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembara­za fácilmente del último adversario... Se encuentran ca­ra a cara el nadador y la hembra del tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha ad­miración, la hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las olas con sus brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a tres metros de distan­cia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconoci­miento, un abrazo tan tierno como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cer­ca a esa demostración de amistad. Dos muslos ner­viosos se unieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con amor, mientras sus gar­gantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se unie­ron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella te­nía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi pri­mer amor!