martes, 15 de noviembre de 2011

Yo soy otro, por Oscar Campo.

Título original: Yo soy otro.
Guión: Óscar Campo.
Dirección: Óscar Campo.
Reparto: Héctor García, Yenni Navarrete, Patricia Castañeda, Ramsés Ramos, Miguel Ángel Giraldo.
País: Colombia.
Año: 2006.
Duración: 78 minutos.


Recuerdo perfectamente cómo se generó un gran nivel de expectativas respecto a esta cinta, puesto que su director y guionista, además de ser un reconocido documentalista, resultaba ser el formador y maestro de algunos reconocidos cineastas del panorama colombiano actual —el más renombrado, sin duda, el director de Perro como perro, Moreno—. Sin embargo, las opiniones, una vez lanzada al teatro, fueron encontradas y en su mayoría negativas. Muy pocos, entre los críticos autorizados de cine, salieron al paso defendiendo la actualidad y la necesidad del giro dado por Óscar Campo —y, como es de suponer, muchos no siquiera se dieron cuenta de giro alguno—.

Pues bien, esta cinta representa una suerte de exploración de la violencia, pero ya no entrando, digamos, de forma directa a la zona de guerra que es el campo colombiano, ni explorando en los actores más explícitos de la misma —el otro gran bastión de nuestro cine— o sus víctimas, sino explotándolo en la piel misma de las silentes masas aglomeradas en la metrópolis como su gran refugio —tanto víctimas como victimarios—. Debiéramos recordar que el mismo año dos producciones colombianas dieron la vuelta al mundo con gran estrépito: Perro come perro y PVC-1, ambas examinando el rostro de la violencia que nos ha consumido. Sin embargo, eran dos caras de una misma moneda, puesto que sus protagonistas se encuentran como en los extremos del terror en que vivimos. Yo soy otro se enfrentó a la intimidante labor de tantear los bordes, de ver la violencia desde una ficción que, como es el caso de las grandes ficciones, termina por cuestionar la realidad.

José es un programador medianamente exitoso de una empresa especializada en servicios informáticos —prácticamente un donnadie, un cualquiera, un todos—. Su vida transcurre habitualmente entre un trabajo tedioso y una vida nocturna de consumo televisivo, drogas y sexo. Pero un día un misterioso brote aparece en su cuerpo, una enfermedad proveniente de las selvas, que consume los tejidos a su paso. Entonces, su mundo empieza a fracturarse: empieza a tener lo que juzga como alucinaciones, constantes quebrantos de salud, miedo a la muerte ulcerosa. Todo apenas un síntoma de lo que sigue. Después de la detonación de una bomba en el centro de Cali, empieza a ver personas exactamente iguales a él, dobles en su sentido más exacto: un paramilitar víctima del atentado, otro hablando por celular, un mendigo mostrando sus miembros purulentos en la calle. Más tarde conocerá otros dobles más, uno guerrillero y el otro homosexual. Es el espacio de la ficción: cada doble tiene sus obsesiones, pero de forma general atienden las órdenes de los representantes de la guerrilla y el paramilitarismo respectivamente. José, el programador, está en medio del fuego cruzado, de la gran guerra, y todos le obligan a tomar posición en un extremo. Pero no es el único, quienes le rodean deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a los habitantes de la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de su país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en contadas ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.




Y la enfermedad no es más que la metáfora de nuestra desinteresada forma de vida, una úlcera que empieza a crecer imparable al interior y carcome cada uno de nuestros sentidos: la televisión, la Internet, la masturbación, el sexo, el alcoholismo, el tabaco, las drogas, la farándula, Facebook, Myspace, Twitter, el chisme, las relaciones instantáneas, el Ipod, Jotamario Valencia, la negra Candela, los medios de des-información masiva, el Mundial de fútbol Sub-20, el Joe y su leyenda, los realities, y un interminable etcétera.guerra, y todos le obligan a polarizar su posición. Pero no es el único, todos los demás quienes le rodean, deben asumir la misma decisión. ¿Acaso no es esta la radiografía de la persona del común, del tantas veces mentado ciudadano de a pie, que a falta de compromisos asume la evasión? Y son muy pocas las cintas que se han atrevido a explorar esta clase de aspectos de la violencia, que se han arriesgado a ir más allá de los estereotipos comunes y complacientes del cine convencional. Y el giro al que me refería anteriormente no es otro más que ése: el tema, sí, es la violencia, pero vista desde otro punto de vista, desde las prácticas que han hecho a las personas aglomeradas en la metrópolis indiferentes a lo que sucede en el resto de un país, aun cuando los toque de forma lejana, y que no despiertan más que al son de las bombas y los atentados que llegan hasta ellos en raras ocasiones. El tema sigue siendo el trasfondo de violencia en el que necesariamente vivimos inmersos, pero porque es una violencia que nos toca a todos, y en ese caso es perfectamente comprensible y nada casual que José se multiplique tanto en mendigo como en paramilitar u homosexual y guerrillero, el es todos y cada uno de los rostros de la guerra.



Cuestiones de teatro, por Alfred Jarry

Publicado exactamente el primer día del año 1897 —¿como un saludo de año nuevo?—, Cuestiones de teatro es uno de los tres textos que vendrían a conformar el manifiesto teatral de Alfred Jarry (los otros dos son De la inutilidad del teatro en el teatro y Doce argumentos sobre teatro), necesariamente ligado a la representación de Ubú Rey. Como se podrá juzgar, este texto es una réplica al vulgo que juzgó la representación de Ubú como una farsa carente de delicadeza y, en cambio, desproporcionadamente provista de insultos y blasfemias. Pero como el mismo Jarry reconoce, el grueso de las personas no está acostumbrado a observar su caricatura sin ruborizarse y proyectar su descontento en forma de indignación. La forma del esperpento nos parece irreconocible cuando buscamos en el espejo nuestra figura y cuando más se niega el hombre común en reconocerse en la imagen, con más empeño arremete Jarry en su éste, con una sinceridad aterradora, nos devuelve una imagen infame y desfigurada. Pero, contra, demostrándole su doble hipocresía: fingirse espectador conocedor y desviar irritado la mirada del espejo. Si, como cabe suponer, el teatro no está para hacer sentir mejor al público asistente ni mucho menos para darles una lección cívica (¡ni que fuera un desusado Manual de Carreño!), entonces el camino debe ser el de la sorpresa y el ataque a un público mentidamente culto —y, dicho sea de paso, de ideales estéticos anticuados y envejecidos— que busca en la escena lo que en sus grises vidas raras veces encuentra —la cultura, en el sentido más excluyente de la palabra—. Por esto, Jarry no habla a la fementida élite cultural aristocrática, a pesar de sus serias reticencias, sino a los jóvenes que no se sienten reflejados en la cultura de sus antepasados, que sienten que el lenguaje y la expresión heredados no pueden constituir ni condensar los nuevos sentimientos que inflaman sus pechos. Es por esto que el argumento número 10 de los Doce argumentos sobre teatro reza: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que tendría que haber evolucionado durante su duración. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Jarry, como dramaturgo y creador, buscaba la evolución del teatro de su época: el resultado no fue otro que la irrupción de una verdadera estética del absurdo, una estética sistemáticamente deformada —justo antecesor de Valle-Inclán—, una valiosa búsqueda de las nuevas formas, que singularmente influiría en el teatro de la modernidad y los movimientos de vanguardia.

A. A. Vidal.

Cuestiones de teatro*.

¿Cuáles son las condiciones esenciales del teatro? Creo que ya no se trata de saber si ha de haber en él tres unidades o sólo la unidad de acción la cual resulta suficientemente observada si todo gravita alrededor de un personaje cualquiera. Si lo que debe respetarse son, por otra parte, los pudores del público, no cabría basarse ni, por ejemplo, en Aristófanes, muchas de cuyas ediciones llevan notas del siguiente tenor al pie de cada página: «todo este pasaje está plagado de alusiones obscenas»; ni tampoco en Shakespeare, de quien basta releer determinadas palabras de Ofelia o la célebre escena, con mucha frecuencia cortada, en que cierta reina toma lecciones de francés. Sí, en cambio, cabría aceptar como modelos a los señores Augier, Dumas hijo, Labiche, etc., a quienes tuvimos la desdicha de leer con profundo hastío, y de los que, verosímilmente, no ha conservado la nueva generación, después de haberlos leído, memoria alguna. En realidad, pienso que no hay ninguna clase de razón para escribir una obra en forma dramática, a menos que se haya tenido la visión de un personaje que resulte más cómodo soltar sobre un escenario que analizar en un libro.
En otro orden de cosas, ¿por qué el público, por definición ignorante, se complace en esgrimir comparaciones y citas? A Ubú Rey se le ha acusado de ser una grosera imitación de Shakespeare y Rabelais,
«porque los decorados se sustituyen económicamente por un cartel» y porque determinada palabra se repite en ella constantemente. A estas alturas no debería ignorarse que está casi definitivamente probado que, al menos en el tiempo de Shakespeare, nunca se representaron sus dramas de otra manera que sobre un escenario relativamente perfeccionado y con sus correspondientes decoraciones. Además, hay gente que han visto en Ubú una obra escrita «en francés arcaico», y ello porque nos divirtió imprimirla con caracteres antiguos, y porque se ha tomado phinanza por una ortografía del siglo XVI. Cuánto más exacta encuentro la reflexión de uno de los figurantes polacos, quien juzgaba la pieza del siguiente modo: «Se parece en todo a Musset, porque cambia a menudo de decorados».
Fácil hubiera sido adaptar Ubú al gusto del público parisino con sólo las ligeras modificaciones que siguen: la palabra inicial debería haber sido ¡bah! (o ¡brah!); la escobilla repugnante, un pañal de jovencita; los uniformes militares, del tiempo del Primer Imperio. Ubú hubiera tenido que darse el abrazo con el Zar, y más de un personaje acabar con los cuernos puestos... Todo lo cual considero que, en conjunto, resulta más sucio.
Lo que pretendí fue que, al levantarse el telón, la escena resultase para el público como ese espejo de los cuentos de madame Leprince de Beaumont en que el vicioso se ve con cuerpo de dragón y testuz de toro, según la exageración de sus principales vicios. Y, de tal manera, no es asombroso que el público quedase estupefacto a la vista de su inmundo doble, formado, como ha dicho excelentemente Catulle Mendès, «de la eterna imbecilidad humana, de la eterna lujuria, de la eterna glotonería, de la bajeza de instintos erigida en tiranía, de pudores, virtudes, patriotismo e ideales de gente bien comida»; de un doble que, hasta entonces, no se le había presentado por completo. En realidad, no había por qué esperar una pieza divertida, y ya las máscaras explicaban suficientemente que, a lo sumo, lo cómico debería ser entendido en el sentido macabro de un clown inglés o de una danza de la muerte. Antes de que contáramos con Gémier, Lugné-Poe se había aprendido el papel y quería representarlo a la manera trágica... Y lo que sobre todo no se ha comprendido —a pesar de estar bastante claro y venir continuamente recordado por las réplicas de la Madre Ubú: “¡qué idiota de hombre... qué triste imbécil!”—, es que Ubú no debía decir «palabras ingeniosas», como algunos ubuescos reclamaban, sino frases estúpidas, y ello con todo el desparpajo del grosero. Téngase en cuenta, además, que ese vulgo que con fingido desdén exclama: «¡Ni un ápice de ingenio en todo esto!», comprende todavía mucho menos cualquier enunciado medianamente profundo. Nos lo dice la experiencia de nuestra observación del público durante los cuatro años de l’OEuvre: si se tiene verdadera necesidad de que el vulgo entrevea algo, hay que explicárselo previamente.
La masa no entiende Peer Gynt, que es una de las obras más claras que existen. Tampoco comprende la prosa de Baudelaire, ni la precisa sintaxis de Mallarmé. Ignora a Rimbaud, se entera de la existencia de Verlaine una vez que éste ha muerto y queda aterrorizada escuchando Rastreadores o Peleas y Melisande. Simula considerar a los literatos y artistas como un grupito de enajenados y, en opinión de muchos de sus componentes, será preciso limpiar la obra de arte de todo lo que es azar y quintaesencia —expresiones del alma superior—, hasta dejarla castrada, tal y como podría haberla escrito la masa en colaboración. Tales son sus puntos de vista, y también los de algunos plagiarios y divulgadores. Y dado que el vulgo nos considera alienados por exceso, porque de sentidos exacerbados obtenemos sensaciones en su opinión alucinatorias, ¿no tendremos por nuestra parte el derecho de considerar a sus integrantes alienados por defecto —idiotas en sentido científico—, provistos de una sensibilidad tan rudimentaria que no percibe más que impresiones inmediatas? ¿En qué consiste verdaderamente el progreso? ¿En hacerse cada vez más semejante a los animales o en ir desarrollando poco a poco las circunvalaciones cerebrales embrionarias?
Siendo el arte y la comprensión de la multitud cosas tan distintas, tal vez se piense que hicimos mal atacando directamente al vulgo en Ubú Rey. De hecho, si se enfadó, es porque se dio por aludido, diga lo que diga. La lucha contra el “gran tortuoso”, en Ibsen, pasó, por el contrario, casi desapercibida. Pero, en mi opinión, el vulgo es una masa inerte, irracional y pasiva, a la que hay que golpear de vez en cuando para saber por sus gruñidos de oso en dónde está y en qué se ocupa. Por lo demás, resulta bastante inofensiva, pese a ser mayoritaria, porque se enfrenta a la inteligencia y, por fortuna, Ubú nunca podrá descerebrar a todos los aristócratas. Semejante al Animal Carámbano, de Cyrano de Bergerac, en su lucha contra la Bestia de Fuego, acabará por derretirse antes de triunfar. Y si triunfara, tan sólo conseguiría llegar a sentirse honrada de poder colgar en su chimenea el cadáver del Animal Sol, y de poder alumbrar su materia adiposa con los rayos de esa forma tan diferente de ella como distinta es, en otro plano, el alma del cuerpo.

La luz es activa, la sombra pasiva; y aquella no está separada de ésta, sino que acaba por penetrarla s se le da el tiempo suficiente. Revistas que publicaron las novelas de Loti, imprimen en la actualidad dice páginas de versos de Verhaeren y numerosos dramas de Ibsen.
Hace falta que pase tiempo, como decimos. Quienes son mayores que nosotros —título en base al cual les respetamos— han conocido en su vida ciertas obras que conservan para ellos el encanto de los objetos habituales, y nacieron con un alma ajustada a esas obras y garantizada para durar hasta el año mil ochocientos ochenta... y tantos. Como ya no estamos en el siglo XVII, no les daremos el empujón definitivo. Antes bien, esperaremos a que su alma, consecuente consigo misma y con los simulacros que rodearon su vida, acabe por extinguirse —en realidad, no hemos esperado—, e iremos convirtiéndonos, a nuestra vez, en hombres graves y barrigudos, como Ubú cualesquiera. Y después de publicar algunos libros que acabarán por convertirse en clásicos, terminaremos muy probablemente de alcaldes de pequeñas ciudades en las que los bomberos nos regalarán jarrones de Sèvres cuando se nos nombre académicos, y a nuestros nietos sus bigotes dentro de aterciopelados almohadones. Entonces, levantarán la voz nuevos jóvenes que nos encontrarán muy anticuados y que compondrán baladas en las que abominarán de nosotros. Ninguna razón hay para que no suceda.



*Aparecido en La Revue Blanche del 1º de enero de 1897.

martes, 27 de septiembre de 2011

"Yo llamo monstruo a toda original inagotable belleza". Breve selección poética de Alfred Jarry

Del pequeño número de elegidos.

A través del espacio laminado de los veintisiete pares, Faustroll evocó hacia la tercera dimensión:
De Baudelaire, el silencio de Edgar Poe, al tener la precaución de retraducir al griego la traducción de Baudelaire.
De Bergerac, el árbol precioso en el que se metamorfosearon, en el país del sol, el rey ruiseñol y sus asuntos.
De Lucas, el Calumniador que lleva a Cristo hacia un lugar elevado.
De Bloy, los negros cerdos de la Muerte, cortejo de la novia.
De Coleridge, la ballesta del viejo marino y el esqueleto flotante del barco, que, depositado en el as, fue criba sobre criba.
De Darien, las coronas de diamantes de las perforadoras de San Gotardo.
De Desbordes-Valmore, el pato que depositó el leñador a los pies de los niños y los cincuenta y tres árboles marcados en la cabeza.
De Elskamp, las liebres que, corriendo sobre las sábanas, se convirtieron en manos redondas y llevaron el universo esférico como un fruto.
De Florian, el billete de lotería de Scapin.
De las Mil y una Noches, el ojo saltado por la cola del caballo volador del tercer Kalender, hijo del rey.
De Grabbe, los trece compañeros sastres que mató, al alba, el Barón Tual por orden del caballero de la orden pontifical del Mérito Civil, y la servilleta que se anudó previamente alrededor del cuello.
De Kanh, uno de los sellos de oro de las celestes orfebrerías.
De Lautrèamont, el escarabajo, hermoso como el temblor de las manos en el alcoholismo, que desaparecía en el horizonte.
De Maeterlinck, las luces que oyó la primera hermana ciega.
De Mallarmé, el virgen, el vivaz y el hermoso hoy.
De Mendès, el viento del norte que, soplando sobre el verde mar, mezclaba a su sal el sudor del galeote que remó hasta los ciento veinte años.
De la Odisea, la marcha alegre del irreprochable hijo de Peleas por la pradera de asfódelos.
De Péladan, el reflejo, en el espejo del escudo estañado por la ceniza de los antepasados, de la sacrílega matanza de los siete planetas.
De Rabelais, los cascabeles con los que danzaron los diablos durante la tempestad.
De Rachilde, Cleopatra.
De Régnier, la llanura ahumada en donde el centauro moderno estornudó.
De Rimbaud, los carámbanos arrojados por el viento de Dios a los charcos.
De Schwob, los animales escamosos que imitaba la blancura de las manos del leproso.
De Ubú Rey, la quinta letra de la primera palabra del primer acto.
De Verhaeren, la cruz hecha por la pala en las cuatro fuentes de los horizontes.
De Verlaine, las voces asíntotas a la muerte.
De Verne, las dos leguas y media de corteza terrestre.
Sin embargo, René-Isidore Panmuphle, alguacil, comenzaba a leer el manuscrito de Faustroll en medio de una oscuridad profunda, evocando la tinta transparente de sulfato de quinina para los invisibles rayos infrarrojos de un espectro encerrado en cuanto a sus otros colores en una caja opaca; hasta que fue interrumpido por la presentación del tercer viajero.

Yo no sé...
Yo no sé si mi hermano me olvida,
Pero me siento inmensamente solo
Con la querida cabeza que palidece a lo lejos
Entre los intentos de un recuerdo que miente.
Tengo su retrato ante mí, sobre la mesa,
No sé si era feo o guapo.
Su doble es vacío y vano como una tumba.
He perdido su voz, su voz adorable,
Justa, que me parece falseada a propósito.
Acaso él lo ignore, tesoro póstumo.
Aparte de la letra ella se evoca, muy
De súbito rota y acariciante pluma.


El reloj de arena.
Cuelga tu corazón de los tres pilares,
Cuelga tu corazón con los brazos atados,
Cuelga tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
Dentro de su reflejo sobre un pantano.
Cuelga tu corazón de los pilares de gres.
Vierte tu sangre, corazón que te unes
A tu reflejo por tus dos extremos.
Los pilares negros, los pilares fríos
Abrazan tu corazón con sus tres dedos.
Cuelga tu corazón de los pilares de madera,
Los tres secos, duros, inflexibles.
En tu negro anillo, claro Saturno,
Vierte la ceniza de tu urna.
Cuelga tu corazón, aerostato, de los
Triples postes monumentales.
Que todo tu lastre vacío se deslice:
Tu pesado fantasma es tu barquilla
Que ancla sus dedos deformes
En las uñas nacaradas de tus pies.
Vierte tu alma que se estrangula
En los tres locos vientos de tu triángulo.
Muestra tu corazón en la picota
Desde donde se esparce sin tregua tu grito,
Tu llanto y tu grito solitario
Como un río eterno sobre la tierra.
Alza tus negros brazos calcinados
Por contar demasiado la hora de los condenados.
En tu frente de cuerno transparente
Satán ha colocado su tricornio.
Alza tus brazos infatigables
Como troncos de árboles podados.
Vierte el sudor de tu frente
Que sabe la hora en que morirán los cuerpos.
Vierte tu arena inagotable
Sobre su sangre indeleble.
Tu cintura de delgada avispa
Vaga sin fin en su sepulcro,
En su blanco sepulcro que enjuga
La baba de tu fría lava.
Planta un patíbulo en tres lugares,
Un patíbulo de estrechos pilares,
En donde se cuelgue un corazón en venta.
De tu corazón brota la ceniza,
De tu corazón se derrama la muerte.
La triple estaca ennegrecida lo muerde,
Muerde tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
En la criba de los vientos que vagaron
Dentro de su reflejo sobre un pantano.


El hombre del hacha.

Sobre y para Paul Gauguin.

En el horizonte, a través de la niebla,
Entre las algazaras de la fortuna,
Armamos a nuestros vagos demonios
En el hueco solapado de los montes.
En la ribera que nosotros rodeamos
Duerme un gigante sobre el cieno.
Como lagartos trepamos por sus pies.
Él, sobre su carro, igual que un César,
O sobre un pedestal de mármol,
Talla una barca con un tronco de árbol
Para, de pie sobre ella, perseguirnos
Hasta el límite verde de las leguas.
Desde la ribera sus brazos de cobre
Hacia el cielo elevan la azul hacha.


La regularidad de la urna.

I
Clara urna en donde duerme mi amor casto y querido,
En tu sombra infinita y encantadora me refugio,
En el suelo de las tumbas donde es tierra la carne...
Mas hacia tu cuerpo friolento haces volver tu manto.
¡Sueña! ¡Sueña y descansa! Oye, murmullo adormecedor,
Volar hacia el vano cielo las voces vagas de las vírgenes
Que no supieron hilar el sudario de sus hermanas...
¡Pasad, oh dedos de cera de los lívidos cirios, mano
Enflaquecida y maldita en donde amenaza la muerte!
Oh Tiempo, no derrames más la urna de las campánulas
En pesadas gotas... Aparte de la llama que muerde
Nace una nave ahogada en oscuras noches inútiles,
Pues las pulidas pilastras se yerguen como pinos
Y los hachones son lo mismo que puños de parricidas.
Y la llama temerosa oscila entre las pintadas vidrieras
Que lanzan hacia la noche sus láminas traslúcidas...
El órgano suspira, hace rugir en su trompa de bronce
Unos sonidos sordos y siniestros, unas voces como las
De los muertos que ruedan sin tregua en la corriente subterránea...
Unas sílfides hacen cantar a sus claros violoncelos.
Es el baile del abismo donde el amor no tiene fin,
Y la danza os ahoga entre el oleaje de su alcoba.
La boca de la tumba siempre abierta tiene hambre,
Pero mi mano delgada muerde el mar de muaré malva...
Pues el letargo delicioso de las noches viene a posar
Su brazo poderoso en mi cuello, y levemente me rozan
Los vuelos suaves en los muros cargados de velos negros...
Sólo las lámparas de oro abren sus llorosos ojos.

II
Presos
en el agua serena de granito gris
navegamos sobre la laguna doliente.
Nuestra góndola y sus luces de oro
lenta
duerme.
Dosel
de un cielo de ceniza finlandesa
adonde van a perderse lejos las lúgubres orillas
aún no oscurecidas, pálidos fanales
nuestros
cirios.
Nave
cuya proa cae netamente a pique,
abate tus mástiles, tus velas, oscuras tramas;
deslízate sobre las olas marchitables
sin
remos.
Después
en el aire frío como de un pozo
el órgano nos arrullará con la guata de su fanfarria.
La vidriera, escudo, nos mostrará
su
faro.
Claro,
el vuelo de un alma flota en el aire:
cuerpos aéreos transparentes, blancas túnicas,
inquietantes miradas arrojadas
por las
esfinges.
Y
acribillándolo con un juego de tejo,
finos discos, brillad en el tejado gris de los limbos
lúgubres y de los recuerdos difuntos,
azules
nimbos.
La
góndola espectro que hala
la muerte bajo los puentes de piedra en ojiva
iluminando su borda bordada
de-
riva.
Puestos
todos de pie en el fondo, dormidos,
elevamos nuestros ojos muertos a los alquitrabes
desde donde las campanas nos vierten sus
llantos
graves.


Una forma desnuda.

Una forma desnuda que tiende los brazos,
Que desea y dice: ¿Es posible?
Con los ojos iluminados por una alegría indecible,
—¿Quién puede, diamantes, contar vuestros quilates?
Brazos tan cansados cuando los abrazos rompen,
Carne de otro cuerpo plegada a mi deseo,
Grandes ojos tan sinceros, sobre todo cuando mienten,
—Salad menos vuestras lágrimas y me las beberé.
Erguida en el temblor está, dormida,
Una grata almohada en donde late un corazón;
Pero nada existe más dulce que su boca amiga,
Su boca amiga, que es lo mejor.
Bocas nuestras, formad una sola alcoba,
Lo mismo que se unen dos jaulas por sus extremos
Para celebrar un matrimonio silvestre en donde
Nuestras lenguas sean la esposa y el esposo.
Tal un Adán que aviva un doble aliento
Y en su despertar encuentra a su lado a Eva
Cuando mis sueños huyen yo descubro a Helena,
Viejo pero eterno nombre de la belleza
En el fondo de los tiempos por un corno se queja:
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De Eros.
Hacia Troya
La presa
Despliega
La alegría
De Argos.
El ágil
Aquiles
Mutila
La ciudad
Donde desfallece
Príamo.
La estela de su carro, que arrastra
A Héctor alrededor de las murallas,
Encuadra un espejo en donde la reina
Desnuda y con los cabellos sueltos
La reina
Helena
Se adorna
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De amor.
El viejo Príamo implora desde la torre:
—Aquiles, Aquiles, tu corazón es más duro
Que el oro, el bronce y el hierro de las armaduras,
Aquiles, Aquiles, más duro que nuestros muros,
Que las toscas piedras de nuestras defensas.
Ante su espejo helena se adorna:
—No, Príamo, no hay nada tan duro
Como el escudo de marfil de mis senos;
Su pezón se aguza con la sangre de las heridas,
Coral como el ojo de los blancos pájaros marinos:
En la pupila fría se ve el alma escarlata.
No hay nada tan duro, no, no, no, Príamo.
El arquero Paris
Como Cupido
Acaba de herir
En su talón a Aquiles.
Paris-Eros
Tan rosado y tan rubio,
El bello Paris, juez de las diosas,
Que eligió ser amante de una mujer,
El seductor de helena de Grecia,
Hijo de Príamo,
Paris el arquero es descubierto:
En su huella perdida exulta un carro de guerra,
Su sexo y sus ojos muertos son pasto de los buitres:
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De amor.
¡Destino, Destino, demasiado cruel Destino!
El bebedor de la sangre de los mortales está de fiesta:
Los cuerpos helenos colman la llanura de Troya,
Destinos y buitres celebran el mismo festín.
¡Demasiado cruel Destino, duro abuelo de los dioses!
Pero helena abriendo sus bellos ojos límpidos:
—Destino es sólo una palabra, y los cielos están vacíos,
Si existieran los cielos sólo serían los de mis ojos.
Mortales, atreveos a escudriñar sin palidecer
El abismo azul, en él puede leerse la sentencia:
El esposo y el amante, Menelao y Paris,
Están muertos y de muertos está cubierta la llanura
Para hacer bajo mis pies una más suave alfombra,
Una alfombra de amor que se mueve y palpita;
Y puesto que a menudo he tenido un vestido verde
No sé... estos días... me gusta el rojo.


Madrigal.

Hija mía —mía, aunque seas de todos,
Y por tanto nadie es tu verdadero dueño—,
Durmamos ya y cerremos la ventana:
La vida se cerró y estamos en nuestra casa.
El mundo se termina demasiado alto
Y lo absoluto no se puede ya negar;
Es tan grande llegar el último
Ya que ese día cansó a Mesalina.
Hete ahí sola, toda ojos y oídos,
Caer a menudo hace que se olvide descender.
El ruido terrestre está lejos, tal la ceniza
Que yace desconocida en el incienso azul de los dioses.
Como el chapoteo de las gordas carpas
En Fontainebleau
Las voces asesinas tienen
Besos en el agua.
¿Cómo se unió el doble destino?
En tanto que no pisé tu acera
Tú eras virgen y aún no habías nacido,
Como un pasado que se ahoga en un espejo.
Apenas el cielo ha besado el zapato
De tu piel infinitesimal,
Y por haber mordido en todo el mal
Te ha hecho una boca tan pura.

* * *

Alfred Jarry, mundialmente famoso por ser el autor de Ubú Rey, ha sido injustamente olvidado como poeta simbolista allegado al círculo de Mallarmé, consumido por el sombrío y excéntrico mito que se ha tejido alrededor de su vida —y eso sin hablar del total desconocimiento de la mayoría respecto del voluminoso número de novelas escritas entre 1896 y 1907. En vida no llegó a publicar más que un volumen recopilatorio de algunos de sus poemas —Les minutes de sable Mémorial— y entre los que abundaban farsas y poesías en prosa —incluyendo el premiado, por el Mercure de France, Guignol, el primer escrito impreso en que se menciona a Papá Ubú—. No obstante, en sus diversas novelas incluía una que otra producción en verso bajo la rúbrica de sus múltiples personajes.

En Líneas poéticas hemos querido brindar una ligera muestra de la lírica jarryana, una poética siempre dispuesta a encontrar caminos alternos y complementarios (¿acaso no es esa la función de toda poética?) que nos desvíen y hagan reflexionar sobre la lógica de ciertas costumbres y creencias —allí está esa otra forma de comprender el mito de la inocente belleza raptada de Helena—; una poética también dada a la evocación de contrarios, de imágenes contrapuestas que dan como resultado, sin lugar a dudas, lo que nuestro autor nominaba como monstruo.


Juan P. Castel.