Publicado exactamente el primer día del año 1897 —¿como un saludo de año nuevo?—, Cuestiones de teatro es uno de los tres textos que vendrían a conformar el manifiesto teatral de Alfred Jarry (los otros dos son De la inutilidad del teatro en el teatro y Doce argumentos sobre teatro), necesariamente ligado a la representación de Ubú Rey. Como se podrá juzgar, este texto es una réplica al vulgo que juzgó la representación de Ubú como una farsa carente de delicadeza y, en cambio, desproporcionadamente provista de insultos y blasfemias. Pero como el mismo Jarry reconoce, el grueso de las personas no está acostumbrado a observar su caricatura sin ruborizarse y proyectar su descontento en forma de indignación. La forma del esperpento nos parece irreconocible cuando buscamos en el espejo nuestra figura y cuando más se niega el hombre común en reconocerse en la imagen, con más empeño arremete Jarry en su éste, con una sinceridad aterradora, nos devuelve una imagen infame y desfigurada. Pero, contra, demostrándole su doble hipocresía: fingirse espectador conocedor y desviar irritado la mirada del espejo. Si, como cabe suponer, el teatro no está para hacer sentir mejor al público asistente ni mucho menos para darles una lección cívica (¡ni que fuera un desusado Manual de Carreño!), entonces el camino debe ser el de la sorpresa y el ataque a un público mentidamente culto —y, dicho sea de paso, de ideales estéticos anticuados y envejecidos— que busca en la escena lo que en sus grises vidas raras veces encuentra —la cultura, en el sentido más excluyente de la palabra—. Por esto, Jarry no habla a la fementida élite cultural aristocrática, a pesar de sus serias reticencias, sino a los jóvenes que no se sienten reflejados en la cultura de sus antepasados, que sienten que el lenguaje y la expresión heredados no pueden constituir ni condensar los nuevos sentimientos que inflaman sus pechos. Es por esto que el argumento número 10 de los Doce argumentos sobre teatro reza: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que tendría que haber evolucionado durante su duración. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Jarry, como dramaturgo y creador, buscaba la evolución del teatro de su época: el resultado no fue otro que la irrupción de una verdadera estética del absurdo, una estética sistemáticamente deformada —justo antecesor de Valle-Inclán—, una valiosa búsqueda de las nuevas formas, que singularmente influiría en el teatro de la modernidad y los movimientos de vanguardia.
A. A. Vidal.
Cuestiones de teatro*.
¿Cuáles son las condiciones esenciales del teatro? Creo que ya no se trata de saber si ha de haber en él tres unidades o sólo la unidad de acción la cual resulta suficientemente observada si todo gravita alrededor de un personaje cualquiera. Si lo que debe respetarse son, por otra parte, los pudores del público, no cabría basarse ni, por ejemplo, en Aristófanes, muchas de cuyas ediciones llevan notas del siguiente tenor al pie de cada página: «todo este pasaje está plagado de alusiones obscenas»; ni tampoco en Shakespeare, de quien basta releer determinadas palabras de Ofelia o la célebre escena, con mucha frecuencia cortada, en que cierta reina toma lecciones de francés. Sí, en cambio, cabría aceptar como modelos a los señores Augier, Dumas hijo, Labiche, etc., a quienes tuvimos la desdicha de leer con profundo hastío, y de los que, verosímilmente, no ha conservado la nueva generación, después de haberlos leído, memoria alguna. En realidad, pienso que no hay ninguna clase de razón para escribir una obra en forma dramática, a menos que se haya tenido la visión de un personaje que resulte más cómodo soltar sobre un escenario que analizar en un libro.
En otro orden de cosas, ¿por qué el público, por definición ignorante, se complace en esgrimir comparaciones y citas? A Ubú Rey se le ha acusado de ser una grosera imitación de Shakespeare y Rabelais,
«porque los decorados se sustituyen económicamente por un cartel» y porque determinada palabra se repite en ella constantemente. A estas alturas no debería ignorarse que está casi definitivamente probado que, al menos en el tiempo de Shakespeare, nunca se representaron sus dramas de otra manera que sobre un escenario relativamente perfeccionado y con sus correspondientes decoraciones. Además, hay gente que han visto en Ubú una obra escrita «en francés arcaico», y ello porque nos divirtió imprimirla con caracteres antiguos, y porque se ha tomado phinanza por una ortografía del siglo XVI. Cuánto más exacta encuentro la reflexión de uno de los figurantes polacos, quien juzgaba la pieza del siguiente modo: «Se parece en todo a Musset, porque cambia a menudo de decorados».
Fácil hubiera sido adaptar Ubú al gusto del público parisino con sólo las ligeras modificaciones que siguen: la palabra inicial debería haber sido ¡bah! (o ¡brah!); la escobilla repugnante, un pañal de jovencita; los uniformes militares, del tiempo del Primer Imperio. Ubú hubiera tenido que darse el abrazo con el Zar, y más de un personaje acabar con los cuernos puestos... Todo lo cual considero que, en conjunto, resulta más sucio.
Lo que pretendí fue que, al levantarse el telón, la escena resultase para el público como ese espejo de los cuentos de madame Leprince de Beaumont en que el vicioso se ve con cuerpo de dragón y testuz de toro, según la exageración de sus principales vicios. Y, de tal manera, no es asombroso que el público quedase estupefacto a la vista de su inmundo doble, formado, como ha dicho excelentemente Catulle Mendès, «de la eterna imbecilidad humana, de la eterna lujuria, de la eterna glotonería, de la bajeza de instintos erigida en tiranía, de pudores, virtudes, patriotismo e ideales de gente bien comida»; de un doble que, hasta entonces, no se le había presentado por completo. En realidad, no había por qué esperar una pieza divertida, y ya las máscaras explicaban suficientemente que, a lo sumo, lo cómico debería ser entendido en el sentido macabro de un clown inglés o de una danza de la muerte. Antes de que contáramos con Gémier, Lugné-Poe se había aprendido el papel y quería representarlo a la manera trágica... Y lo que sobre todo no se ha comprendido —a pesar de estar bastante claro y venir continuamente recordado por las réplicas de la Madre Ubú: “¡qué idiota de hombre... qué triste imbécil!”—, es que Ubú no debía decir «palabras ingeniosas», como algunos ubuescos reclamaban, sino frases estúpidas, y ello con todo el desparpajo del grosero. Téngase en cuenta, además, que ese vulgo que con fingido desdén exclama: «¡Ni un ápice de ingenio en todo esto!», comprende todavía mucho menos cualquier enunciado medianamente profundo. Nos lo dice la experiencia de nuestra observación del público durante los cuatro años de l’OEuvre: si se tiene verdadera necesidad de que el vulgo entrevea algo, hay que explicárselo previamente.
La masa no entiende Peer Gynt, que es una de las obras más claras que existen. Tampoco comprende la prosa de Baudelaire, ni la precisa sintaxis de Mallarmé. Ignora a Rimbaud, se entera de la existencia de Verlaine una vez que éste ha muerto y queda aterrorizada escuchando Rastreadores o Peleas y Melisande. Simula considerar a los literatos y artistas como un grupito de enajenados y, en opinión de muchos de sus componentes, será preciso limpiar la obra de arte de todo lo que es azar y quintaesencia —expresiones del alma superior—, hasta dejarla castrada, tal y como podría haberla escrito la masa en colaboración. Tales son sus puntos de vista, y también los de algunos plagiarios y divulgadores. Y dado que el vulgo nos considera alienados por exceso, porque de sentidos exacerbados obtenemos sensaciones en su opinión alucinatorias, ¿no tendremos por nuestra parte el derecho de considerar a sus integrantes alienados por defecto —idiotas en sentido científico—, provistos de una sensibilidad tan rudimentaria que no percibe más que impresiones inmediatas? ¿En qué consiste verdaderamente el progreso? ¿En hacerse cada vez más semejante a los animales o en ir desarrollando poco a poco las circunvalaciones cerebrales embrionarias?
Siendo el arte y la comprensión de la multitud cosas tan distintas, tal vez se piense que hicimos mal atacando directamente al vulgo en Ubú Rey. De hecho, si se enfadó, es porque se dio por aludido, diga lo que diga. La lucha contra el “gran tortuoso”, en Ibsen, pasó, por el contrario, casi desapercibida. Pero, en mi opinión, el vulgo es una masa inerte, irracional y pasiva, a la que hay que golpear de vez en cuando para saber por sus gruñidos de oso en dónde está y en qué se ocupa. Por lo demás, resulta bastante inofensiva, pese a ser mayoritaria, porque se enfrenta a la inteligencia y, por fortuna, Ubú nunca podrá descerebrar a todos los aristócratas. Semejante al Animal Carámbano, de Cyrano de Bergerac, en su lucha contra la Bestia de Fuego, acabará por derretirse antes de triunfar. Y si triunfara, tan sólo conseguiría llegar a sentirse honrada de poder colgar en su chimenea el cadáver del Animal Sol, y de poder alumbrar su materia adiposa con los rayos de esa forma tan diferente de ella como distinta es, en otro plano, el alma del cuerpo.
La luz es activa, la sombra pasiva; y aquella no está separada de ésta, sino que acaba por penetrarla s se le da el tiempo suficiente. Revistas que publicaron las novelas de Loti, imprimen en la actualidad dice páginas de versos de Verhaeren y numerosos dramas de Ibsen.
Hace falta que pase tiempo, como decimos. Quienes son mayores que nosotros —título en base al cual les respetamos— han conocido en su vida ciertas obras que conservan para ellos el encanto de los objetos habituales, y nacieron con un alma ajustada a esas obras y garantizada para durar hasta el año mil ochocientos ochenta... y tantos. Como ya no estamos en el siglo XVII, no les daremos el empujón definitivo. Antes bien, esperaremos a que su alma, consecuente consigo misma y con los simulacros que rodearon su vida, acabe por extinguirse —en realidad, no hemos esperado—, e iremos convirtiéndonos, a nuestra vez, en hombres graves y barrigudos, como Ubú cualesquiera. Y después de publicar algunos libros que acabarán por convertirse en clásicos, terminaremos muy probablemente de alcaldes de pequeñas ciudades en las que los bomberos nos regalarán jarrones de Sèvres cuando se nos nombre académicos, y a nuestros nietos sus bigotes dentro de aterciopelados almohadones. Entonces, levantarán la voz nuevos jóvenes que nos encontrarán muy anticuados y que compondrán baladas en las que abominarán de nosotros. Ninguna razón hay para que no suceda.
*Aparecido en La Revue Blanche del 1º de enero de 1897.
En qué libro puedo encontrar publicado el artículo Cuestiones de teatros de Jarry
ResponderEliminarEste texto lo puedes encontrar en la traducción que Jesús Benito Alique hace del Tout Ubu de Alfred Jarry, de Editorial Bruguera, así como en algunas ediciones de Ubú rey.
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