Extinción, s. Materia prima con que la teología creó el estado futuro.
Ambrose Bierce.
The devil’s dictionary.
Y finalmente ha llegado el cabalístico 2012, cargado con toda la mala fortuna que los profetas y sacerdotes de la Gran Orden del Final de los Tiempos y los Últimos Santos han podido y sabido insuflarle. Y si por una fortuna innombrable logramos sobrevivir a este cataclísmico y tórrido fin del mundo, cosa de no perderse demasiado entre los escombros últimos de la civilización occidental, entonces podemos darnos por bien servidos. Sin embargo, debemos decir que desgraciadamente ya hemos asistido al menos a tres grandes conflagraciones y apocalipsis anunciados si no con vehemencia, ya con llamamientos al arrepentimiento y al abrazo, por supuesto qué más podríamos esperar, de la fe cristiana, única fe verdadera. El primero, si mal no recuerdo, en el año 1996, con nacimiento de la Bestia incluido. El segundo, en 1999, con Bestia y exterminio masivo —además del presagio de un Y2K que solamente Dios, en su infinita sabiduría técnica, sabrá que le habría causado a las máquinas y comunicaciones mundiales—. Y ahora este tercero, que se proyecta definitivo e inaplazable gracias a la complicidad de las alineaciones planetarias y efectos secundarios de una estrella en pleno desarrollo.
Sin ser aguafiestas respecto a los finalmundistas, que creen ver los presagios de la hecatombe futura en los diversos sucesos que ocurren en el mundo (guerras en el Medio Oriente, cataclismos devastadores en Asia, temblores destructivos en el hemisferio austral, tsunamis, hambruna, destrucción masiva, exterminio indiscriminado), solamente diremos que nos fijemos muy bien en la historia de la humanidad.
Desde que el ser humano pisó la Tierra, no ha habido la más mínima posibilidad de paz. Y no es que ésta existiera antes. Al fin de cuentas, la paz es otro de los tantos términos abstractos creados por el hombre para comprender los fenómenos que no comprende. Existía, y eso es lo que el hombre primitivo no alcanzaba a entender, el equilibrio entre los seres vivos y el planeta que poblaban, el justo equilibrio entre un ser y su entorno, pero no la paz como nosotros la concebimos. La guerra humana no empezó cuando a los unos les pareció que los otros ocupaban tierras que a ellos, eso suponían, les pertenecían o cuando sintieron que su sola existencia era una ofensa para ellos, sino desde el mismo instante en que la naturaleza entró en conflicto con la vida humana de forma directa, desde que al hombre se le ocurrió que la naturaleza constituía un obstáculo para su comodidad... Y aquí estamos, cómodamente ajustados después de 202.012 años de evolución (o de acomodación por la vía de la fuerza, que viene a ser lo mismo) y seguimos siendo los mismos depredadores que al principio, los mismos animales (sí, animales, aunque se ofendan los creacionistas) que consumen su entorno sin importarles demasiado el futuro.
Ah, pero ahora sí nos importa nuestro futuro, ¿no? Y nos persignamos ante la inminente extinción masiva con que las religiones apocalípticas nos asustan y conminan a la aceptación de su credo. Por supuesto, nuestras preocupaciones son ya cosa de ADN, heredadas por un miedo natural e instintivo a través de las cadenas de nucleótidos heredadas de nuestros ancestros los monos. Lo malo, es que por andar creyendo que los dioses están enfurecidos con su creación y no tardarán en tomar represalias tajantes y extremas, andamos más que desprevenidos ante nuestro innegable suicidio como especie. Porque no podemos negar que si el final inevitable de la civilización llega, como ha llegado a todas y cada una de las grandes civilizaciones conocidas, llegará de nuestra mano y no de un rayo exterminador lanzado desde las alturas de la bóveda celeste, hogar de los dioses. Que si los dioses tuvieron el empeño de lanzar una plaga sobre la Tierra, esta plaga no posee otro nombre que el del Hombre. ¿Las siete plagas de Egipto que son comparadas con el empeño autodestructivo de la Humanidad, vista en conjunto? Adónde llegamos, arrastramos junto con nosotros un rastro de destrucción y muerte, de extinción y miseria —aunque pretendamos ocultarnos tras el falso lujo de una prosperidad aparente—.
Pero, ¿qué importa? Sigamos alzando nuestras manos al cielo y preguntándonos por qué tanta destrucción y miseria, por qué tanta muerte y guerra, y lavémonos las manos tranquilamente después de nuestra plegaria a la Nada. ¡Ya todo estará saldado y nuestra responsabilidad asumida por ese otro inexistente, por el dios inmisericorde que habita fuera del orbe! No, claro que no. Igual, así queramos creer que no, la responsabilidad es nuestra, somos nosotros quienes ejecutamos la acción, nadie más. Es el dictador quien decide la muerte de miles de personas, por no pertenecer a su credo o etnia; es el estadista quien decide dejar morir a unos pocos en beneficio de la mayoría; es el hombre moderno quien decide deforestar para crear viviendas; soy yo quien decide engañar al prójimo y sacar provecho; es el prójimo quien decide vengarse implacablemente; son las multinacionales que deciden infectar el planeta con desechos tóxicos; son ellos los que deciden pelear por un pedazo de tierra económicamente lucrativo; es el tirano quien decide que sus vecinos no son iguales y ofenden su existencia y, por eso, hay que exterminarlos; somos nosotros quienes preferimos guardar silencio...
Sí, alcemos las manos al cielo y roguemos... Pero roguemos que el Universo se apiade de nuestra miseria y nos envíe la extinción masiva de la mano de una hermosa estrella azul, de un cometa celeste, de una fría roca sideral. Aunque es muy probable que, desgraciadamente, no seamos escuchados.
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