sábado, 14 de abril de 2012

El opio


Sorbiendo con mis labios ardientes de fiebre el biberón espeso en donde duerme el olvido, mis manos de cadáver se crisparon sobre la butaca embobada, y mis ojos, gafas del augurio, desorbitados echaron a volar hacia el blanco cielo, en donde las cabalgantes valquirias dan vueltas entre las espirales sonoras de las chotacabras.

Mi cuerpo astral, golpeando con el tacón mi cuerpo terrestre, se fue de peregrino, dejando en mis nervios un temblor de guitarra.

Entonces entré en una inmensa morgue en donde los muertos dormían con posturas extrañas: los brazos cruzados, la pantorrilla derecha en el talón izquierdo, la cabeza doblada sobre el pecho. Uno obreros —¿sé yo si estaban también muertos?— muy activos, admirablemente, los lavaban. Sus gruesas esponjas eran cerebros por donde gateaban unas redes venosas. Y el agua se congelaba sobre los helados muertos como un denso barniz de donde emergían los cabellos como algas de estanque; el agua se congelaba sobre las infinitas losas y resbalaba sobre las paredes transparentes formando escaparates. Y aunque estaba congelada, siempre, siempre corría.

Mi cuerpo astral se apresuraba tras ella con sus pies de silencio. Pero ella corría sin cesar, subiendo o bajando, sin preocuparse de las leyes de la gravedad, amontonándose en grandes masas. Vi un lugar en donde, unas sobre otras, las olas subían y se desplomaban después en dislocadas escaleras glaucas. Yo subía los escalones dando codazos a una ingente multitud, una multitud alegre o una multitud amotinada, sin resbalar, como si el hielo llevara lágrimas verdes por la escalera vertical que los abrazaba como escala. Arriba se aplanaba el agua perpetuamente profunda donde unas nutrias silenciosas y unas ratas de agua hacía girar las hélices de sus colas. Volví a descender, disgustado de que la multitud me impidiese verlas; volví a descender para abrazar a los grados de hielo. Semejante frío penetró hasta el fondo de mis huesos. Tanto que los muertos, a mis pies, abajo de los escalones, me parecieron cálidos, como si estuviesen vivos, a pesar de sus pestañas pegadas, de sus labios babeantes y de sus narices de caracoles cerradas; a pesar de que por el lejano horizonte mi cuerpo me pareciera que tiritaba y, sin poder calentarlas, estrechaba en sus brazos sus costillas de estalactitas. Cuando hube descendido, la escalera de peldaños de lente me cegó con su resplandor amarillo.

Un empleado muy fino que lavaba a los muertos me dijo: «No se queje, hace ya cien años que no existimos; siga por el corredor de frente, contando los años. Treinta años más allá encontrará una morgue en donde los poetas roncan, en donde los teléfonos hablan a los muertos, en donde tras unas ventanillas especiales se reconocen a los asesinos».

Treinta años más allá, haciendo girar, haciendo girar el pasamano de cobre, entré en una sala —semejante a una oficina de telégrafos— en donde un hombre, con la pluma en la oreja, al preguntarme qué deseaba, a la aventura respondí: «Vengo por el muerto número 4».

«—¿Tiene la prueba de que usted lo mató? ¿No tiene papeles? ¿Ni el cuchillo sellado? No importa, me fío de su honrado aspecto; en la sexta ventanilla; tome el dinero que llevaba encima».

Y, metido en el casillero un papel azul, tintineando el bolsillo del chaleco, subí a uno de los autobuses del país del opio,

que desapareció bajo mí ante una enorme jaula con los barrotes como una avenida bordeada de pinos. Allí una gran águila volaba y bendecía a su vez, mientras extendía a los vientos que no soplaban sus alas infinitas y excavaba en las inmundicias del fondo de su jaula unos surcos con sus plumas iguales a navajas de afeitar. También hacía virar incesantemente sus ojos de nuez de coco en relieve, semejante a los de los camaleones. Jamás vi su alcándara, estaba tan hundida en las plumas de su vientre que parecía hallarse encaramada sobre sus alas como sobre unas muletas.

Mi vista, al descender de su jaula de palomar, iluminó con un rayo, en un nicho inferior, a un reno que brincaba de manera irrisoria y trataba de aferrarse a una percha por medio de sus cuatro cascos hendidos. Sus astas como penachos amarillos se elevaban lo mismo que el moño de una cacatúa, y de su percha, atado por el cuello, pendía un borracho encargado de explicar al público el uso del animal y sus propiedades. A intervalos regulares, pidiendo de beber, caía al suelo y roncaba con los ojos abiertos, despreocupado de sus pupilas, de sus pies hendidos y de sus cuernos afilados.

Yo, indiferente a este espectáculo banal, apenas miré los setos que bordeaban el camino y sus fructíferos troncos musgosos cargados de simétricas lechuzas, negras con ribetes blancos.

Además, yo tenía en las manos —¿desde cuándo?— un libro —escrito por mí, estoy seguro, pero ¿cuándo y cómo?, no tengo idea— en donde estaba previsto y relatado en letra gótica azul celeste todo lo que yo debía ver y todo lo que debía pensar a continuación. Las letras eran rostros.

Luego me encontré bajo las bóvedas de las catedrales declamando sortilegios báquicos, pero los augustos cardenales me reprocharon tal inconveniencia. Y para confundirme más, he aquí que de pronto obispos y cardenales, diáconos y subdiáconos formaron una orquesta. El papa marcaba el compás, mientras rugían los cobres y se suavizaban las cuerdas para dar entrada a los arcos des los desmesurados contrabajos. Y el himno infernal comenzó:


¡Pueblo, oye mi vocal angélica!

¡Abre tus auditivos canales!


Las paredes se separaron, las bóvedas se elevaron como globos cuyo interior se contemplara, y las columnas crecieron veloces para sostener el espacio que hacía aumentar sin cesar la arquitectura titánica.


¡Presta tu oído a los escándalos infernales!


Este grito ¿lo he emitido yo? Siempre que se elabora una acusación a toda orquesta soy yo el condenado, y antes de que me aprese la innumerable orquesta se me eructa la sentencia. Los arcos apuntaban hacía mí y los trombones rugían contra mi tímpano:


¡Abre tus auditivos canales!
Y como estaba soldado a la balaustrada del coro, vinieron a apresarme. Mis guantes, mi sombrero y mi bastón, ¿dónde están? ¿Y mi abrigo? Bueno, he aquí en tierra mi cuerpo terrestre. Una manga, después la otra, y heme aquí vestido. Ya no estoy helado. A voluntad, los pies uno delante del otro se colocan. Heme aquí de regreso a mi butaca primordial, todas las cosas están en condiciones, salvo la pipa de opio que acabo de cargar.

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