Por Charles Baudelaire
…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: «¡Nunca! ¡Nunca más!»
Edgar
A. Poe, El cuervo
En
su trono de bronce el Destino se burla,
de
amarga hiel empapando su esponja,
y la
Necesidad es para ellos tenaza.
Théophile
Gautier, Tinieblas
I
En estos últimos tiempos compareció
ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y
singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta
de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño
rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos,
verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en
caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego
de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para
ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes,
gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las
lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y
qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia
diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación
naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los
circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir
hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla
de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan,
en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas;
perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas
contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la
cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad
superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el
águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire
soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito
en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus
gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de
nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía
encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática,
no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha
sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en
apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la
historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y
pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el
rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la
vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con
su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de
que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría
con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado
que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual,
de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir
de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la
opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni
indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos
múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la
libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia,
que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo
nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber
querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera
más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de
dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello
que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el
talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y
revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que
se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo
demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de
Maistre.
Algunos se han atrevido a
más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la
ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su
repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el
señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor
George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá
el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los
señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar
su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un
enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición
póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba
a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha
demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de
consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que
es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un
americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de
él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os
hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera
ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un
ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde
Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a
Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el
corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a
entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser
difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de
soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—,
entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo
doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa,
su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte,
he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo
nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso,
naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material,
anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe
ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos
desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá
un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada
hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus
muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que,
por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia
racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello
sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus
conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal
gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran
idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los
perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones
rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más
que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio
en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo
Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del
desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el
infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno
por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de
seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la
guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras
correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja
inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el
elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad,
auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de
sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que
todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello,
que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un
hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os
admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
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