—¿Qué
es? —repitió alarmado— ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? —acabó,
bajando la voz instintivamente.
La
selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de
los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más
allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de
ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó
caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de
causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había
palpitado otra vida... y había desaparecido.
Défago
se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un
gris repugnante.
—Yo
no he dicho que he oído... o he olido nada —dijo despacioso y enfático, con voz
singularmente alterada—. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así
decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y
añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
—¿Tiene
cerillas, jefe?
Y
procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a
cantar.
Sin
más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de
forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era
elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y
oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de
espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había
alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
—Se
me han quitado las ganas de cantar —explicó espontáneamente—. Esa clase de
canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar,
¿sabe?
Se
notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba
profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto,
que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente
que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror
lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y
nada —ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente— podría
devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó,
fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a
su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no
hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven,
se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba.
Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían
nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin
embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante
el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico
campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber
retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson
hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza
salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación
de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido,
ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un
terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación
que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al
encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a
la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de
explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del
fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda.
Simpson era escocés.
Cuando
desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena
de argumentos para explicarla a
posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato
para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella
risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de
que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre
seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En
cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres
permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos,
antes de marcharse a dormir.
Eran
las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
—¿En
qué piensa usted? —preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
—En
este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí —balbuceó
Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente
dominaba su pensamiento— y los comparaba con todo esto —añadió, haciendo un
gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo
una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
—De
todos modos, yo que usted no me reiría —exclamó Défago, mirando las sombras por
encima del hombro de Simpson—. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto
jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El
tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
—¿Tan
grande es?
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