La civilización va a desaparecer
víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.
El revólver, catapulta de bolsillo,
que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad;
como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en
polvo la carne.
Gusanillo de hierro, devorador de
cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias,
mensajero de rencores, caballero alado de la muerte.
¿Qué pensará el buen obrero de ojos
sencillos, que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres
niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al
forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y
pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un
rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer
que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para
apagar la luz libertadora en el cerebro del reformador.
Y no sabrá tampoco el buen obrero que
unas y otras, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o
las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que
suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés,
sacrificado en aras de un restringido ideal patriótico y las que intentaron
matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron
a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no
lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas
van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los
ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo
florecimiento.
¡Una racha admirable y misteriosa de
locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre
y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos amigos
míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la Pistola , virgen de siete
ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad
de los pueblos que está arrasando todas las tiranías, las aristocráticas y las
democráticas, las de la sangre y las de la ambición; que está preparando el
advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen
hombre, del hombre.
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* Luis Tejada Cano apenas vivió 26
años (1898-1924), sin que esto fuese un obstáculo para hacer de su obra una de
las más importantes de la literatura nacional. Preñadas con un estilo vivo,
mordaz y terriblemente divertido, solamente comparable a las Especulaciones de Alfred Jarry, las crónicas de Tejada retratan con extrema
exactitud el crecimiento de la ciudad, así como el de las angustias y soledades
que la fueron poblando. Nacido en el seno de la tradición liberal, recorrería
un buen trecho del país en busca de ventura y nombre, terminaría curtiendo su
escritura en tal medida sobria y en la que una poética oculta termina por
cautivar al lector. Tejada, sin duda, era el poeta de los cronistas, dotando
cada página escrita de una fuerza indeterminada que terminaría por imponerla —a
pesar de lo que la etimología de crónica pueda llevarnos a pensar— en el
tiempo, constituyendo un retrato del hombre, atemporal, imperecedero.
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