jueves, 31 de enero de 2013

Los cantos de Maldoror. Canto Primero, Estrofa 11.


Supuesta fotografía de Lautréamont.
Por Conde de Lautréamont



Aquel que no sabe llorar (pues siempre rechazó el senti­miento en su interior) observó que se encontraba en No­ruega. En las islas Feroe, asistió a la búsqueda de ni­dos de aves marinas entre las grietas cortadas a pico, y se asombró de que la cuerda de trescientos metros que sostiene al explorador por encima del precipicio, la hubiesen elegido de tal solidez. Vio en ello, se diga lo que se diga, un ejemplo sorprendente de la bondad humana, y no podía creer en la visión. Si él hubiera tenido que preparar la cuerda, le hubiera hecho unos cortes en distintos sitios, a fin de que se rompiera y pre­cipitara al cazador en el mar. Una noche se dirigió al cementerio, y los adolescentes que encuentran placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres muertas, pudieron, si lo hubieran querido, oír la conversación siguiente, perdida en el cuadro de una acción que se desarrollará al mismo tiempo.
-¿No es cierto, sepulturero, que te gustaría conver­sar conmigo? Un cachalote asciende poco a poco des­de el fondo del mar y muestra su cabeza por encima de las aguas para ver la nave que pasa por estos para­jes solitarios. La curiosidad nació en el universo.
-Amigo, me es imposible cambiar ideas contigo. Hace mucho tiempo que los dulces rayos de la luna ha­cen brillar el mármol de las tumbas. Es la hora silen­ciosa en que más de un ser humano sueña que ve apa­recer mujeres encadenadas, que arrastran sus morta­jas cubiertas de manchas de sangre, como estrellas en un cielo negro. El que duerme emite gemidos semejan­tes a los de un condenado a muerte, hasta que se des­pierta y percibe que la realidad es tres veces peor que el sueño. Debo terminar de abrir esta fosa con mi pala infatigable, a fin de que esté dispuesta para mañana por la mañana. No hay que hacer dos cosas al mismo tiempo, si se quiere hacer un trabajo serio.
-¡Cree que abrir una fosa es un trabajo serio! ¿Crees que abrir una fosa es un trabajo serio?
-Cuando el salvaje pelicano se resuelve a dar su pe­cho para que lo devoren sus pequeños, sin tener otro testigo que aquel que supo crear un amor semejante, para vergüenza de los hombres, por muy grande que sea el sacrificio, ese acto es comprensible. Cuando un hombre joven ve en los brazos de un amigo a una mu­jer que idolatraba, se pone a fumar un cigarro, no sale de la casa y se une en indisoluble amistad con el dolor, ese acto es comprensible. Cuando un alumno interno en un liceo es gobernado durante años, que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana si­guiente, por un paria de la civilización que tiene cons­tantemente los ojos sobre él, siente el oleaje tumultuo­so de un odio subir como un humo espeso a su cere­bro, que parece a punto de estallar. Desde el momen­to en que fue arrojado en la prisión hasta aquel, que se acerca, en que saldrá, una intensa fiebre le amari­llea el rostro, aproxima sus cejas y le hunde los ojos. De noche, reflexiona, porque no quiere dormir. De día, su pensamiento se precipita por encima de los muros de la mansión del embrutecimiento, hasta el instante en que se escapa o lo expulsa como un apestado de ese claustro eterno; ese acto es comprensible. Abrir una fosa supera a menudo a las fuerzas de la naturale­za. Cómo quieres tú, extranjero, que la piocha re­mueva esta tierra, que primero nos alimenta y luego nos da un lecho cómodo, preservado del viento del invierno que sopla con furia en estas frías regiones, cuando el que maneja la piocha con manos temblo­rosas, después de haber palpado convulsivamente.du­rante toda la jornada las mejillas de los antiguos vivientes que retornan su reino, vea, de noche, ante sí, escrito con letras de fuego, sobre cada cruz de madera, el enunciado del espantoso problema que la humanidad todavía ~o ha resuelto: la mortalidad o la inmortali­dad del alma. Siempre he conservado mi amor por el creador del universo, pero si después de la muerte no debemos ya existir, ¿por qué veo, la mayor parte de las noches, abrirse cada tumba, y a sus habitantes le­vantar suavemente las tapas de plomo para ir a respi­rar el aire fresco?
-¡Detente en tu trabajo! La emoción te quita fuer­zas; me pareces débil como una caña; sería una gran locura continuar. Yo soy fuerte, tomaré tu sitio. Tú, apártate; me aconsejarás si no lo hago bien.
- ¡ Qué musculosos son sus brazos y qué placer verlo cavar la tierra con tanta facilidad!
-No es necesario que una duda inútil atormente tu pensamiento: todas estas tumbas, esparcidas en un ce­menterio como las flores de un prado, comparación que carece de veracidad, son dignas de ser medidas con el compás sereno del filósofo. Las alucinaciones peligro-sas pueden originarse de día, pero se originan sobre to­do de noche. Por lo tanto, no te extrañes de las fan­tásticas visiones, que parecen percibir tus ojos. Durante el día, cuando el espíritu está en reposo, pregunta a tu conciencia: ella te dirá, seguramente, que el Dios que ha creado al hombre con una parcela de su propia in­teligencia posee una bondad sin límites, y recibirá, tras la muerte terrestre, a esa obra maestra en su seno. Se­pultureró, ¿por qué lloras? ¿Por qué esas lágrimas, se­mejantes a las de una mujer? Recuérdalo bien, estamos en este barco desmantelado para sufrir. Es un mé­rito para el hombre que Dios lo haya juzgado capaz de vencer los sufrimientos más graves. Habla, y pues­to que, según tus más queridos deseos, no se debiera sufrir más, di en qué consistiría entonces la virtud, el ideal que cada uno se esfuerza en alcanzar, si tu len­gua está hecha como la de los demás hombres.
-¿Dónde estoy? ¿No he cambiado de carácter? Siento que un poderoso hálito de consuelo roza mi fren­te serenada, igual que la brisa de la primavera reani­ma la esperanza de los ancianos. ¿Qué es este hombre que con su lenguaje sublime ha dicho cosas que no hu­biera pronunciado ningún recién llegado?. ¡ Qué be­lleza musical en la melodía incomparable de su voz! Prefiero oírle hablar a él en vez de cantar a otros. Sin embargo, cuanto más lo observo, menos franco me pa­rece su rostro. La expresión general de sus rasgos con­trasta singularmente con esas palabras que sólo el amor de Dios ha podido inspirar. Su frente, arrugada por algunos pliegues, está marcada por un estigma in­deleble. Este estigma, que lo ha envejecido prema­turamente, ¿es honorable o infamante? Sus arrugas, ¿deben ser contempladas con veneración? Lo ignoro, y temo saberlo. Aunque diga lo que no piensa, creo, por lo menos, que tiene razones para proceder como lo ha hecho, excitado por los restos hechos jirones de una caridad destruida en él. Esta absorbido por medi­taciones desconocidas para mí, y su actividad se acre­cienta en un trabajo arduo que no tiene costumbre em­prender. El sudor moja su piel, pero no se da cuenta de ello. Se halla más triste que los sentimientos que ins­pira la vista de un niño en su cuna. ¡Oh, qué sombrío es! ¿De dónde sales?... Extranjero, permíteme que te toque, y que mis manos, que raramente estrechan las de los vivos, se impongan sobre la nobleza de tu cuer­po. Ocurra lo que ocurra, sabré a qué atenerme. Esos cabellos son los más hermosos que he tocado en mi vi­da. ¿Quién sería tan audaz como para poner en duda que no conozco la calidad de los cabellos?
-¿Qué quieres de mí, cuando cavo una tumba? Al león no le gusta que se le moleste cuando se alimenta. Si no lo sabes, te lo digo. Vamos, apresúrate, cumple con tus deseos.
-Lo que se estremece a mi contacto, haciendo que me estremezca yo mismo, es carne, no hay duda. Es verdad... no sueño. ¿Quién eres tú, que te inclinas ahí para cavar una tumba, mientras yo, como un hol­gazán que se come el pan de los demás, no hago nada? Es hora de dormir, o de sacrificar el reposo a la cien­cia. En todo caso, nadie está ausente de su casa, y se guarda de dejar la puerta abierta para evitar que entre los ladrones. Se encierra en su cuarto lo mejor que pue­de, mientras las cenizas de la vieja chimenea saben to­davía caldear la sala con un resto de calor. Tú no te comportas como los demás; tus vestidos denuncian al habitante de algún país lejano.
-Aunque no estoy cansado, es inútil ahondar más la fosa. Ahora, desnúdame; luego, me meterás dentro.
-La conversación que mantenemos desde hace unos instantes es tan extraña que no sé qué responderte... Creo que quieres reírte.
-Si, sí, es verdad, quería reírme; no hagas caso de lo que te dije.
Se tambaleó, y el sepulturero se apresuró a sostenerlo.
-¿Qué te ocurre?
-Sí, sí, es verdad, mentí... estaba cansado cuando dejé la piocha... es la primera vez que realizo este tra­bajo... no hagas caso de lo que dije.
-Mi opinión se hace cada vez más consistente: es alguien que sufre de espantosos pesares. Que el cielo me quite la idea de interrogarle. Me inspira tanta pie­dad, que prefiero quedar en la incertidumbre. Además, estoy seguro, tampoco querría responderme: entregar el corazón en este estado anormal es sufrir dos veces.
-Déjame salir de este cementerio; seguiré mi camino.
-Tus piernas ya no te sostienen; te perderías mien­tras caminas. Mi deber es ofrecerte un tosco lecho; no tengo otro. Ten confianza en mí, pues la hospitalidad no exigirá en modo alguno la violación de tus secretos.
-Oh piojo venerable, tú, cuyo cuerpo está desprovisto de élitros, un día me reprochaste con acritud no amar suficientemente tu sublime inteligencia, que no se deja leer; acaso tuvieras razón, puesto que no siento el menor reconocimiento hacia ésta. Fanal de Maldoror, ¿adónde conduces sus pasos?
-A mi casa. Aunque seas un criminal que no ha te­nido la precaución de lavarse la mano derecha con ja­bón después de haber cometido su delito, cosa que es facilmente deducible de la inspección de esa mano, o un hermano que ha perdido a su hermana, o algún mo­narca destituido que huye de su reino, mi palacio ver­daderamente grandioso es digno de recibirte. No fue construido con diamantes y piedras preciosas, pues no es más que una pobre choza mal edificada; pero esta célebre choza tiene un pasado histórico que el presen­te renueva y continúa sin cesar. Si ella pudiera ha­blar, te asombrarías, tú, que me parece que no te asom­bras por nada. Cuantas veces, al mismo tiempo que ella, he visto desfilar, ante mí, ataúdes que contenían huesos, más pronto apolillados que el reverso de la puerta contra la cual me apoyaba. Mis innumerables súb­ditos aumentan cada día. No tengo necesidad de ha­cer, en períodos fijos, ningún censo para darme cuen­ta. Aquí, como entre los vivos, cada uno paga un im­puesto, proporcional a la riqueza de la mansión que ha elegido; y si. algún avaro se negara a entregar su cuo­ta, tengo orden, hablándole personalmente, de hacer como los alguaciles: no faltan chacales y buitres que desearían hacer una buena comida. He visto ordenarse, bajo las banderas de la muerte, al que fue hermo­so, al que acabada su vida no se había afeado, al hom­bre, a la mujer, al mendigo, al hijo de los reyes, a las ilusiones de la juventud, a los esqueletos de los ancia­nos, al genio, a la locura, a la pereza y su contraria, al que fue falso, al que fue veraz, a la máscara del or­gulloso, a la modestia del humilde, al vicio coronado de flores y a la inocencia traicionada.
-No, en verdad no rechazo tu cama, que es digna de mí, hasta que llegue la aurora, que ya no tardará. Agradezco tu benevolencia... Sepulturero, es hermo­so contemplar las ruinas de las ciudades, pero es más hermoso todavía contemplar las ruinas de los hombres.

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