Por Richard Leön
Borges dijo —o
escribió, que viene a ser otra forma del decir—: «No sé hasta qué punto un
escritor pueda ser revolucionario. Por lo pronto, está trabajando con el
idioma, que es una tradición». Me gustaría reconocer la autenticidad de mis
fuentes, pero, siendo sincero, el origen exacto de la cita de Borges me es
desconocido. Pienso ahora que a lo mejor terminé encontrándomela en el caos de
las publicaciones de mis “amigos” en Facebook, seguida de los consabidos y
explícitos megusta, enconadas
palabras de apoyo y sentidos asentimientos. En términos generales, el origen
parece estar certificado por el enunciado mismo, una tajante y típica frase
borgeana suavizada, como buscando conmover, con una negación dubitativa. Por
supuesto, Borges no es un personaje cualquiera que emite un juicio, quizá, apresurado.
Es un lector obsesivo y minucioso que ha bebido vorazmente en las fuentes de la
literatura universal y, además, poseedor del preciado don de la escritura como
pocos; es, también, un minucioso escritor. Por eso mismo, que la brevedad con
que pretende fulminar este tema no nos engañe, un tema tan vasto como
laberíntico que ha merecido una profunda (y a veces más bien superficial)
reflexión: ¿Debe sentirse el escritor comprometido con algún tipo de revolución
humana?
Admito que cuando me
encontré con la mencionada cita, se quedó dándome vueltas en la cabeza, como me
sucede casi siempre con una idea que me causa algún tipo de extrañamiento. En
principio, parece aceptable, lógico, incluso hasta loable. Pero luego de un
tiempo, su retórica empieza a desmoronarse y surge el centro de forma violenta.
Sentí que atentaba de forma directa contra mis creencias. Pero espero se me
comprenda correctamente: no contra mis creencias sociales o políticas; atentaba
violentamente y de forma directa contra mis creencias literarias.
Para responder con algo
de justicia, debemos empezar aceptando que Borges tiene razón por lo menos en
un punto bastante evidente: el lenguaje es tradición, forma parte del acervo cultural
que recibimos socialmente como herencia primigenia. Nacemos y somos recibidos
en la tradición del lenguaje, está en nosotros como nosotros en él. Pero una
cosa es aceptar que se hereda y se vive en una tradición y otra muy diferente
es permitir que esa tradición hable por nosotros, sea nosotros. Quiero decir
que como escritores, herederos de una tradición, no nos remitimos simplemente a
reproducirla. Aceptar que el lenguaje es una tradición no implica que aceptemos
que es también tradición lo que tratamos de construir, de comprender y de
expresar con él. Si de repente no estamos dispuestos a hacer estallar el idioma
en lo que de restrictivo posee, entonces es más justo el silencio que la
liberación, plenamente vencidos, permitiendo que el lenguaje como una tradición
impositiva sea el vehículo de expresión de algo que no sentimos. Bien escribió
Alfred Jarry: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar
el pensamiento, que debería haber evolucionado durante su permanencia. Y es
insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma
“conservada”». Allí, precisamente, es donde empieza a trazarse el campo de
acción de un escritor “comprometido”, justo sobre el punto en que la tradición
del lenguaje pierde sus límites en la imposición y la limitación.
Un escritor
infinitamente cómodo que despacha el tema del “compromiso” a partir de la idea
del lenguaje como tradición, realmente no está observando con delicadeza que
quizá el “compromiso” se encuentre justamente al alcance de su mano, de este
lado del lenguaje inevitablemente, como dinamización, como revitalización, como
apertura.
Si un escritor se
limita a trabajar con el idioma solamente a partir de las herramientas y reglas
que la academia como representante oficial de la tradición, terminará por
imponerse a sí mismo el conformismo, trabajando precariamente con lo que los
instrumentos le permitan hacer con ellos. El escritor no puede sencillamente
sentarse como en una línea de producción y confeccionar lo que el lenguaje y la
sociedad esperan y le permiten elaborar, remitirse pasivamente a lo que la
sintaxis y la gramática le dejen construir. Si el lenguaje se constituye en
imposición, y por tanto en limitación, entonces el escritor debe quebrarlo, aun
cuando conforma —y quizá exactamente por eso— la misma razón de ser de su
oficio. Este es, justamente, el único “compromiso” a que el escritor debe
someterse y someter su literatura. Allí donde el lenguaje es concebido como
tradición y, por tanto, limitación, el escritor debe actuar como un dinamizador
que transgreda y violente a la tradición para removerla, para inyectarle nueva
vida y desplazarla en algún sentido diferente e indeterminado.
Si nosotros, como
escritores, comenzamos aceptando la invariabilidad de la tradición en que nos
enmarcamos, considerándola sacrosanta, intocable y perenne, entonces lo mejor
que podríamos hacer es renunciar, porque debemos entender de una buena vez que
escribir no solamente se traduce en amor al lenguaje sino sobre todo en lucha
contra el amoldamiento y la normalización ejecutados por y desde el lenguaje;
escribir es una constante destrucción creativa. De esta manera, nuestra labor
no se remite exclusivamente a desgastar el lenguaje hasta el punto en que éste
pierda completamente su sentido, sino el de poblarlo entonces de sentidos
nuevos e inadvertidos, el de poner patas arriba al lenguaje mismo, si es
necesario, para que nos permita accederlo y encontrar y abrir nuevos senderos
que explorar —y esto sí que contiene “compromiso”.
Así, podríamos
considerar al escritor como un ser debatiéndose entre dos fuerzas contrarias —y
a lo mejor complementarias—, dos fuerzas que terminan conformando sus límites y
los límites mismos del lenguaje: la tradición, entendida como el acervo
cultural heredado al que pertenece, una “fuerza céntrica”, representada en la
inmovilidad de una pared; y una fuerza de revaluación de la tradición misma,
digamos, una “fuerza excéntrica”, fielmente representada en el brillo de una
espada. La fuerza del límite y la fuerza que busca llevarlo más allá del
límite, la fuerza de la tradición y la fuerza de la “revolución”, entendida
aquí como compromiso con su propio oficio de liberador del lenguaje, como
compromiso con su escritura.
Atrapado en medio de
estas fuerzas, a veces prefiriendo no estar en tan dudosa posición, el escritor
debe decidirse por una: la seguridad fría e inerte de la pared nos augura una
vida larga y sin ambiciones estéticas, en extendido coqueteo con los detentores
de la tradición (demasiado cómodo, quizá). El acero, en cambio… Parece completamente
necesario decidirse por el vértigo de la apuesta, dar el salto adelante que
hunde diligente la espada en el pecho de un golpe, el
consecuente derramamiento de la sangre goteando en la erosión paulatina de la
pared. Será entonces inevitable guiar la mano, empezar a escribir con la sangre
que brota.
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