lunes, 1 de abril de 2013

Entre la escritura y la pared



Por Richard Leön




Borges dijo —o escribió, que viene a ser otra forma del decir—: «No sé hasta qué punto un escritor pueda ser revolucionario. Por lo pronto, está trabajando con el idioma, que es una tradición». Me gustaría reconocer la autenticidad de mis fuentes, pero, siendo sincero, el origen exacto de la cita de Borges me es desconocido. Pienso ahora que a lo mejor terminé encontrándomela en el caos de las publicaciones de mis “amigos” en Facebook, seguida de los consabidos y explícitos megusta, enconadas palabras de apoyo y sentidos asentimientos. En términos generales, el origen parece estar certificado por el enunciado mismo, una tajante y típica frase borgeana suavizada, como buscando conmover, con una negación dubitativa. Por supuesto, Borges no es un personaje cualquiera que emite un juicio, quizá, apresurado. Es un lector obsesivo y minucioso que ha bebido vorazmente en las fuentes de la literatura universal y, además, poseedor del preciado don de la escritura como pocos; es, también, un minucioso escritor. Por eso mismo, que la brevedad con que pretende fulminar este tema no nos engañe, un tema tan vasto como laberíntico que ha merecido una profunda (y a veces más bien superficial) reflexión: ¿Debe sentirse el escritor comprometido con algún tipo de revolución humana?
Admito que cuando me encontré con la mencionada cita, se quedó dándome vueltas en la cabeza, como me sucede casi siempre con una idea que me causa algún tipo de extrañamiento. En principio, parece aceptable, lógico, incluso hasta loable. Pero luego de un tiempo, su retórica empieza a desmoronarse y surge el centro de forma violenta. Sentí que atentaba de forma directa contra mis creencias. Pero espero se me comprenda correctamente: no contra mis creencias sociales o políticas; atentaba violentamente y de forma directa contra mis creencias literarias.
Para responder con algo de justicia, debemos empezar aceptando que Borges tiene razón por lo menos en un punto bastante evidente: el lenguaje es tradición, forma parte del acervo cultural que recibimos socialmente como herencia primigenia. Nacemos y somos recibidos en la tradición del lenguaje, está en nosotros como nosotros en él. Pero una cosa es aceptar que se hereda y se vive en una tradición y otra muy diferente es permitir que esa tradición hable por nosotros, sea nosotros. Quiero decir que como escritores, herederos de una tradición, no nos remitimos simplemente a reproducirla. Aceptar que el lenguaje es una tradición no implica que aceptemos que es también tradición lo que tratamos de construir, de comprender y de expresar con él. Si de repente no estamos dispuestos a hacer estallar el idioma en lo que de restrictivo posee, entonces es más justo el silencio que la liberación, plenamente vencidos, permitiendo que el lenguaje como una tradición impositiva sea el vehículo de expresión de algo que no sentimos. Bien escribió Alfred Jarry: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que debería haber evolucionado durante su permanencia. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Allí, precisamente, es donde empieza a trazarse el campo de acción de un escritor “comprometido”, justo sobre el punto en que la tradición del lenguaje pierde sus límites en la imposición y la limitación.
Un escritor infinitamente cómodo que despacha el tema del “compromiso” a partir de la idea del lenguaje como tradición, realmente no está observando con delicadeza que quizá el “compromiso” se encuentre justamente al alcance de su mano, de este lado del lenguaje inevitablemente, como dinamización, como revitalización, como apertura.
Si un escritor se limita a trabajar con el idioma solamente a partir de las herramientas y reglas que la academia como representante oficial de la tradición, terminará por imponerse a sí mismo el conformismo, trabajando precariamente con lo que los instrumentos le permitan hacer con ellos. El escritor no puede sencillamente sentarse como en una línea de producción y confeccionar lo que el lenguaje y la sociedad esperan y le permiten elaborar, remitirse pasivamente a lo que la sintaxis y la gramática le dejen construir. Si el lenguaje se constituye en imposición, y por tanto en limitación, entonces el escritor debe quebrarlo, aun cuando conforma —y quizá exactamente por eso— la misma razón de ser de su oficio. Este es, justamente, el único “compromiso” a que el escritor debe someterse y someter su literatura. Allí donde el lenguaje es concebido como tradición y, por tanto, limitación, el escritor debe actuar como un dinamizador que transgreda y violente a la tradición para removerla, para inyectarle nueva vida y desplazarla en algún sentido diferente e indeterminado.
Si nosotros, como escritores, comenzamos aceptando la invariabilidad de la tradición en que nos enmarcamos, considerándola sacrosanta, intocable y perenne, entonces lo mejor que podríamos hacer es renunciar, porque debemos entender de una buena vez que escribir no solamente se traduce en amor al lenguaje sino sobre todo en lucha contra el amoldamiento y la normalización ejecutados por y desde el lenguaje; escribir es una constante destrucción creativa. De esta manera, nuestra labor no se remite exclusivamente a desgastar el lenguaje hasta el punto en que éste pierda completamente su sentido, sino el de poblarlo entonces de sentidos nuevos e inadvertidos, el de poner patas arriba al lenguaje mismo, si es necesario, para que nos permita accederlo y encontrar y abrir nuevos senderos que explorar —y esto sí que contiene “compromiso”.
Así, podríamos considerar al escritor como un ser debatiéndose entre dos fuerzas contrarias —y a lo mejor complementarias—, dos fuerzas que terminan conformando sus límites y los límites mismos del lenguaje: la tradición, entendida como el acervo cultural heredado al que pertenece, una “fuerza céntrica”, representada en la inmovilidad de una pared; y una fuerza de revaluación de la tradición misma, digamos, una “fuerza excéntrica”, fielmente representada en el brillo de una espada. La fuerza del límite y la fuerza que busca llevarlo más allá del límite, la fuerza de la tradición y la fuerza de la “revolución”, entendida aquí como compromiso con su propio oficio de liberador del lenguaje, como compromiso con su escritura.
Atrapado en medio de estas fuerzas, a veces prefiriendo no estar en tan dudosa posición, el escritor debe decidirse por una: la seguridad fría e inerte de la pared nos augura una vida larga y sin ambiciones estéticas, en extendido coqueteo con los detentores de la tradición (demasiado cómodo, quizá). El acero, en cambio… Parece completamente necesario decidirse por el vértigo de la apuesta, dar el salto adelante que hunde diligente la espada en el pecho de un golpe, el consecuente derramamiento de la sangre goteando en la erosión paulatina de la pared. Será entonces inevitable guiar la mano, empezar a escribir con la sangre que brota.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Impresiones, imprecisiones, depreciaciones, demoliciones... El hablar bien, ensalzar, recomendar, lamer o -si os parece- hablar mal, denostar, reprochar, aun es bienvenido y gratuito.