Por
Giovanni
Papini
New
Parthenon, 26 abril
Cuando se supo que yo era protector de
las artes vino a ofrecérseme un músico macedonio.
Tenía una cara triangular coronada por
un gran mechón de cabellos rubios. De altísima estatura, su capa de color
ortiga apenas le llegaba a las rodillas.
-¿Qué sabe usted hacer?
-He inventado una nueva música, sin
instrumentos. La vieja música no sabe más que hacer gemir tripas, hacer pasar
el aliento por tubos de metal o percutir sobre burros muertos. Yo me he
libertado de los productores artificiales de sonidos. He escrito una sinfonía
con sonidos naturales que produce sensaciones absolutamente insospechadas y
será el principio de una revolución en este arte ahora decrépito.
-¿Qué título tiene su sinfonía?
-La Carrera de los Cometas.
-¿Cuándo podré oírla?
-Dentro de dos días.
Al tercer día me avisaron que todo
estaba dispuesto. La sala de música había sido cerrada, en el fondo, con un
telón de seda amarillo de plata. No podían verse, de este modo, ni
instrumentos, ni músicos.
Un silbido largo, gemebundo, como el que
produce el viento del Norte por las rendijas, anunció el principio del
concierto. Luego, tras el telón, se elevó un zumbido profundo y alterno,
semejante al de las colmenas. Un borbotón de agua, chorro de una fuente
invisible, le acompañó con sus rebotes sordos, y se oyó al mismo tiempo una
melopea estridente como producida por furiosas limas. Pero todo fue dominado,
de pronto, por un coro solemne de rugidos de leones evocadores del hambre
inmensa de los desiertos, de la desesperación, de la ferocidad, del terror de
los imposibles. La seda del telón se estremecía; algunos de mis compañeros se
pusieron pálidos.
De repente el silencio. Había terminado
el primer tiempo.
El segundo comenzó con un batir
precipitado de numerosos martillos sobre yunques, inmediatamente seguido de un
zurrido de veletas presas de delirio, reforzado con golpes asmáticos de un
motor. Un estrépito de vidrios en alboroto, como si alguien revolviese un
ejército de cristalería con un compás de danza, dio principio al allegro. Pero
todo se vio cubierto por un lamento gutural de voces femeninas, interrumpido a
intervalos regulares por los insultos de una risa galvánica. Un tañido seco y
pataleante, como de caballos en fuga, puso fin al segundo tiempo.
El tercero se abrió con un repiqueteo
presuroso, como si, al otro lado del telón, innumerables manos batiesen sobre
sendas máquinas de escribir; luego gradualmente se fue apaciguando corno un
chaparrón que cesa, y se elevaron rugidos inhumanos, como de lobos gigantes
enloquecidos por el hombre. Apenas hubieron terminado, un rumor como de
ventiladores llenó la sala, envuelto en un alegre estallido de sarmientos
inflamados y en un susurro crepitante que evocaba el de un pueblo de gusanos de
seda entre las hojas de las moreras. Una algarabía sorda, como de una caldera
de agua hirviente, hacía de bordón. Luego un silbar de mirlos, un arrullar de
palomas, un estridor de mochuelos y una insistencia de maderas golpeadas en
crescendo. Y entonces los martillos volvieron a golpear, los leones a rugir,
las limas a chirriar, los motores a restallar. Lentamente se fueron uniendo
silbidos de locomotoras, lamentos de sirenas, descargas de fusilería, chillidos
de claxon, estrépito de hierros revueltos, un paroxismo de tal intensidad que
ya no pudo distinguirse ningún sonido aislado, pues todo se confundió en un
ruido feroz y compacto que se dilataba contra las paredes como si quisiese
derribarlas.
El silencio repentino pareció un
refrigerio contranatural, una resurrección de la nada. La sinfonía había
terminado.
Nadie aplaudió. Después de algunos
minutos salió de detrás del telón, cauto y sudoroso, el penacho de maíz del
macedonio. Sus ojos color de pizarra parecían suplicar la limosna de una
felicitación. No tuve piedad; aquel clown balcánico carecía en absoluto de
orgullo.
Al día siguiente me propuso la audición
de una segunda sinfonía: El Delirio de los Gallos Titanes. Rehusé.
Se marchó triste, con un cheque de mil
dólares en el bolsillo, firmado por mí.
Sin embargo, una semana después,
compareció otro músico. Llegó a la puerta este del New Parthenon con un bagaje
enorme de cajas. Le hice pasar. Era un boliviano con el rostro cincelado a
cuchillo, dominado por una nariz en forma de puñal.
-He inventado -me dijo- la música del
silencio. ¿Quiere usted ser el primero en oírla? -¿La música del silencio?
-Toda música tiende al silencio y toda
su potencia está en las pausas entre uno y otro sonido. Los viejos compositores
tienen todavía necesidad de estos recursos armónicos para sacar al silencio su
secreto. He encontrado la manera de prescindir de la armazón superflua de las
notas transformadas en sonidos y le ofrezco el silencio en su estado genuino de
pureza.
Al día siguiente entré en la sala de
música. En el fondo, unos veinte ejecutantes se hallaban alineados en forma de
media luna en torno del podio. Tenían en las manos los acostumbrados
instrumentos de todas las orquestas: violines, violoncelos, flautas, trombones.
No faltaba tampoco el timbal. Todos estaban inmóviles, rígidos, fijos, tiesos,
dentro de sus vestidos negros. Miré con más atención. Sobre las pecheras
blanquísimas todas las cabezas eran iguales; cabezas enigmáticas de maniquíes
de cera, de cadáveres artificiales. Los mismos ojos de cristal, las mismas
bocas de carmín, la misma nariz rosada y ligeramente brillante.
El boliviano apareció en el podio y dio
la señal de comenzar golpeando el atril con una larga varita blanca. Nadie se
movió; no se oyó sonido alguno. Solamente el director se movía, mirando hacia
arriba como si oyese una melodía que le era revelada a él solo. Luego se volvía
a derecha e izquierda, miraba a los intérpretes espectrales y a sus rostros de
cera, y marcaba con la batuta, ahora un pianissimo, ahora un presto, con leves
sacudidas de hombros que hacían pensar en un fantasma en la agonía. Los
cuarenta ojos de porcelana le miraban fijamente con expresión unánime de odio
imponente.
Finalmente, el maestro, después de haber
tendido por última vez, con la cabeza baja, sus grandes orejas encarnadas, se
volvió hacia nosotros con una sonrisa de triunfo.
Me dirigí hacia él y arranqué de mi
talonario un cheque que no me preocupé de llenar. A la mañana siguiente se
marchó con sus cajas, muy alegre. Me dijeron que canturreaba entre dientes
estos versos:
«Para marchar yo solo por la tierra no
hay fuerzas en mi alma...»
Desde aquel día no quise más conciertos
en mi casa.
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