Y finalmente, y contra todo pronóstico,
llegamos a la entrada (o post, como os parezca) número 100. Más bien poco, o
nada, dirán nuestros implacables verdugos, que a este Esperpento nunca le daban más de diez post de vida. Apenas tres
años, dos insignificantes números de una revista virtual (ilegible e
insignificante), 100 post, y una toalla siempre a punto de caer en el centro
del ring. ¿Qué nos resta? Un par de números extra-ordinarios de Revista
Esperpento que más bien tarde que temprano verán la luz cibernética… Y a lo
mejor, después, vendrá el silencio.
Por ahora, celebramos quedo el
centésimo post, cómo no, con esta pieza máxima del panteón ubuesco, publicada
en el Almanaque Ilustrado del Padre Ubú,
en enero de 1901, en pleno auge de la fiebre expansionista europea que había
decidido extender sus blancos tentáculos sobre las tierras vírgenes del África
ardiente.
UBÚ COLONIAL
Por Alfred Jarry
Imágenes Pierre Bonard
Traducción Jesús Benito Alique
(PADRE UBÚ, MADRE UBÚ, DOCTOR FOGÓN)
PADRE UBÚ. ¡Ah! ¿Es usted, doctor Fogón? Nos
sentimos encantado de que haya venido a nuestro encuentro ahora que acabamos de
desembarcar del paquebote que nos ha traído de nuestra ruinosa expedición
colonial a expensas del gobierno francés. En el trayecto de aquí a nuestra
mansión, si es que insiste en venir a compartir nuestra comida a pesar de que
no tengamos lo suficiente para nos y la Madre Ubú (si es que lo que tenemos
llega a ser ni siquiera divisible por dos), le pondremos al corriente de cuanto
nos ha acontecido en el transcurso de nuestra misión… La primera dificultad estribó en que ni siquiera pudimos pensar en
procurarnos esclavos, dado que, desgraciadamente, habían abolido la esclavitud.
Así, nos tuvimos que limitar a establecer relaciones diplomáticas con
determinados negros bien armados, que estaba a la greña con otros negros
desprovistos por completo de medios de defensa. Cuando los primeros hubieron
capturado a los segundos, nos, nos hicimos con todos en calidad de trabajadores
libres. Y ello por pura filantropía, como es práctica habitual en las
factorías de París, y para evitar que los vencedores se comieran a los
vencidos… Deseoso de procurar su felicidad y mantenerles en el bien, les prometimos,
si no se portaban mal, y una vez transcurridos diez años de trabajo libre a
nuestro servicio –previo informe favorable de nuestro capataz– otorgarles la
condición de electores y el derecho de hacer por sí mismos sus propios hijos…
Para asegurar su seguridad, reorganizamos el cuerpo de policía, es decir,
suprimimos los comisariados que, por decirlo todo, todavía no se habían
establecido. En su lugar pusimos a una vidente, quien se ocupaba de
denunciarnos a los delincuentes con la condición, claro está, de que los
carceleros tomasen la precaución de no consultarla más que en sus momentos de
trance.
FOGÓN. Esa sí que fue una
buena ocurrencia, Padre Ubú. Sobre todo si la vidente se ponía en trance a
menudo.
PADRE UBÚ. Lo hacía
bastante a menudo, sí. Por lo menos cuando no estaba borracha.
FOGÓN. ¡Ah! ¿Pero también
se emborrachaba de vez en cuando?
PADRE UBÚ.
¡Continuamente…! ¡Oh, doctor Fogón! Trataría usted de burlarse de mí si
intentase induciré a contarle tan sólo cosas divertidas. Escuche, escuche por
el contrario. Entérese de cómo, gracias a nuestros conocimientos de medicina y
a nuestra presencia de ánimo, conseguimos acabar con una terrible epidemia que
se nos declaró a bordo, afectando a todo nuestro cargamento de trabajadores
libres. Entérese, sí, y díganos si usted hubiera sido capaz de llevar a cabo
semejante cura… El caso es que los negros son, según hemos podido descubrir,
individuos muy proclives a contraer una extraordinaria enfermedad. Sin motivo
que lo justifique, pero más especialmente cuando se les exhorta al trabajo, se
quejan de tener «tatana», se tumban en el suelo, y es imposible levantarles del
sitio que han elegido hasta que no están completamente muertos. Evidencia no
obstante la cual, y recordando que la afusión con agua fría resulta muy
recomendable para casos de delirium tremens, se me ocurrió echar por la
borda al más enfermo de todos, quien al instante resultó devorado por un
inmenso bacalao… Tal sacrificio expiatorio debió resultar propicio a los dioses
marinos, pues, de repente, todos los demás negros se pusieron a bailar en señal
de súbita curación, y para mostrar alegría por nuestro eficaz remedio. Y así,
uno de los que estaban más graves, llegó hasta a convertirse en un magnífico y
libre semental.
FOGÓN. ¿Lo habéis traído con vos, Padre Ubú? Si es
así, se lo presentaré a mi mujer, que siempre se está quejando de que la
especie se haya extinguido.
PADRE UBÚ. ¡Lo siento, ay…! Dado que nos debía la
vida y que a nos no nos gustan las deudas que se tienen con nuestra caja de phinanzas,
no fuimos capaces de encontrar reposo hasta que no dimos con la ocasión de
dejar saldado tamaño crédito. Y, la verdad, no tardamos mucho en dar con ella.
Cierto día, aquel desgraciado llevó su malicia hasta el punto de echar a un
pequeño malabar al interior de nuestra gran turbina de azúcar, que funciona a
dos mil revoluciones por minuto y que, en un abrir y cerrar de ojos, convierte
en dulce polvo cualquier pedrusco o chatarra que se le quiera confiar. Cierto
que aquel cachorro de malabar no crecía lo suficientemente de prisa para llegar
a ser en poco tiempo un verdadero trabajador libre. Pero, a pesar de todo, no
dudamos ni un segundo en ordenar la ejecución del criminal, considerando
principalmente que teníamos un testigo presencial de su fechoría. Y es que,
después de sufrirla, el pequeño malabar vino en persona ante nos a presentarnos
la queja.
FOGÓN. Eso quiere decir, si no os he entendido mal,
que el pequeño malabar no fue arrojado a la turbina, dado que espero que,
cuando se presentó ante vos, no estaría convertido en azúcar…
PADRE UBÚ. Sí. Seguramente no fue arrojado. Pero
para justificar nuestro acto de justicia era suficiente con que el otro hubiera
tenido la intención de arrojarle. Y además, si el pequeño no murió, no es menos
cierto que a partir de aquel momento se vio atacado por una grave y dolorosa
indolencia.
FOGÓN. Creo que no sabéis lo que decís, Padre Ubú.
PADRE UBÚ. ¿Cómo que no, señor…? Bueno, dado que se
considera tan inteligente, ¿podría explicarme lo que significa la palabra oos?
FOGÓN. ¿Se trata de griego o de idioma negro, Padre
Ubú?
PADRE UBÚ. Traduzca, traduzca. Cuando lo haya hecho,
ya se enterará.
FOGÓN. ¿Oos…?
Hay una palabra griega que se parece mucho y que quiere decir huevo… También
conozco el término os, que significa
hueso, en francés. Los libros que tratan de los huesos se llaman tratados de
osteología…
PADRE UBÚ. ¡Bien demostrado queda que es usted un
burro, señor doctor! Oos o l’oos significa «el agua crece», «el
agua sube», y no en idioma negro, sino en puro y simple francés[1]. El
agua sube, sí, pero nunca alcanzará el escalofriante nivel del perpetuo estiaje
de su inteligencia, señor.
FOGÓN. La vuestra, Padre Ubú, puede contemplarlo
todo desde la desmedida estatura de su canijez.
PADRE UBÚ. ¡¡Oh…!! Más vale que dejemos el tema,
señor, o acabará usted pereciendo tan miserablemente como aquellos tres tiburones
a los que pusimos en fuga valiéndonos únicamente de nuestro temible valor.
FOGÓN. ¿Disteis caza a tres tiburones, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. En efecto, señor. A tres ni más ni menos,
y ello ante todo el mundo, en plena calle. Pero dado lo ignorante que es, tendré
que partir de la base de que sus conocimientos de mineralogía no son los
suficientes como para saber lo que es un tiburón… Sí, señor, como lo oye.
Conseguí salir con la barriga intacta de entre las patas de tres tiburones a
los que sometí a implacable persecución caminando delante de ellos y volviendo
la cabeza de vez en cuando, modo del que seguí, si no a tan peludas piezas de
caza, sí, por lo menos las costumbres del país. Pues debe usted saber que en él
se acostumbra llamar tiburones, o tiburones, a las mujeres negras de mala vida.
FOGÓN. (Escandalizado)
¡Oh, Padre Ubú!
PADRE UBÚ. Sí, creo que se trata de un nombre de
pájaro… Ellas, por su parte, se complacían en llamarme «mi pequeña ballena», a
pesar de que tan amoroso diminutivo siempre me pareció irreverente, dado que,
comparadas a nos, las ballenas suelen ser muy inferiores en cuanto a
dimensiones. Por eso considero que esa forma de llamarme era un diminutivo,
pues tengo que decir que, para enterarnos de lo que en realidad era ese bicho,
tuvimos que inventar el microscopio para ballenas… Aparte de lo cual, tenemos
que reconocer que aquellas damas no estaban del todo mal, así como que solían
hacer gala de sentido común y de una muy exquisita educación. Nuestras
conversaciones con ellas venían a desarrollarse más o menos, de la manera que
sigue:
—¿O sá que tó va asá asá? —le preguntábamos, por ejemplo, a una de
ellas.
—Asá asá, más má que bí —respondía la negra—. Esta mañá me sién tris-tris. No ten ni gán de hacer na-na.
—Pos na gas ná.
—Haré todó lo que ma pé.
—¿Mujé ser vos de senador o diputá? —aventurábamos, seducido por sus
maneras exquisitas.
—No, mi marí, vendé café, ron y maní.
—¿Podré yo a tú volver a ver?
—Si quié comprá produc exó, podrá podrá. Pero cuidá, cuna no é una
cual-cual.
FOGÓN. ¡Nunca os hubiera creído tan mujeriego, Padre
Ubú!
PADRE UBÚ. Le mostraré a qué se debe, señor. (Busca en el bolsillo izquierdo de su
pantalón) ¿Ve esta botella? ¿Adivina qué tipo de licor contiene…? Pues nada
más que extracto de tangá.
FOGÓN. ¡Por Dios! ¿Y esa mirífica bestezuela que
flota en su interior?
PADRE UBÚ. ¡Cómo! ¿Llegáis a ver el animal…? ¡Pues
sí, es cierto! No se ha llegado a disolver por completo en el alcól. Oséase,
que disponemos de una disolución sobresaturada como la acostumbramos llamar…
Para su conocimiento le diré, señor, que la tangá
no es más que una rata, una muy humilde rata. Como quizá sepa, dos clases hay
de ratas, la de ciudad y la de campo. ¿Quién se puede atrever a insinuar que no
somos un gran entendido en entomología? La rata de campo es más prolífica
porque dispone de más espacio para educar a sus descendientes. Y por esa causa,
los indígenas del país del que venimos, la comen, a fin de tener muchos hijos.
Y de ese modo, asimilado que han sus propiedades, puede, por ejemplo, decir:
—Leván tatel mandí, mujé.
—No ten gogá.
—Come tangá.
—No sás pesá. Tú comerás tambié y querrás lo hacé otras quincevé.
FOGÓN. ¿No sería más decente que
cambiáramos de conversación, Padre Ubú?
PADRE UBÚ. Como quiera, señor.
Vemos que le falta competencia en este tpo de temas. Pero, para darle gusto, le
contaremos la manera de la que construimos puertos en las colonias… En primer
lugar le diremos que nuestros puertos siguen conservándose en excelentes
condiciones, y ello porque no funcionan jamás. Así, el único trabajo que dan es
el de tener que quitarles el polvo cada mañana, pues en su interior no entra ni
una gota de agua.
FOGÓN. ¡¿… ?!
PADRE UBÚ. Sí, señor, como se lo
digo. Cada vez que deseábamos construir un puerto, determinadas personas
interesadas en que lo hiciéramos en sus posesiones, nos procuraban la phinanza
necesaria. Cuando teníamos en nuestro poder las phinanzas de todo el mundo, y
sólo en ese momento, téngalo en cuenta, procedíamos a pedir al gobierno la
concesión de la mayor ayuda posible. A continuación, convencíamos a aquellas
personas de que se nos habían concedido créditos solamente para un puerto.
Entonces, por fin, construíamos dicho puerto en un lugar suficientemente
alejado y que no fuera propiedad de ninguno de los estafados. Y, como es
lógico, situado también tierra adentro, pues, en definitiva, no se trataba de
que a él vinieran barcos, sino de que todos aquellos propietarios se avinieran
a razones y de que la discusión sobre los derechos de cada cual a tener la obra
en su tierra, no dejara de llegar a buen puerto.
FOGÓN. ¡Pero Padre Ubú! ¿Y no
acabasteis peleado con todo el mundo?
PADRE UBÚ. ¡En absoluto! Por el contrario, se nos
invitaba a todos los bailes, y tengo que reconocer que lo pasábamos muy bien.
Excepto, claro está, la primera vez, porque, para congraciarnos con los
colonos, me vestí de fiesta con mi gran traje colonial d explorador perfecto,
mi chaqueta blanca y mi casco de tapones de botella. Tal indumentaria resultaba
muy cómoda, pues en aquella tierra llega a hacer hasta cuarenta grados de
temperatura por las noches. Pero todos aquellos propietarios, movidos por una
gentileza recíproca hacia la metrópolis representada por mi persona, se habían
puesto sus trajes oscuros y sus abrigos de pieles. Y, al verme, me llamaron
malcriado, y se liaron a patadas conmigo.
FOGÓN. Y, dígame, ¿también los
negros se ponen de vez en cuando trajes oscuros?
PADRE UBÚ. Sí, señor. Pero cuando
lo hacen, no se nota demasiado, lo que no deja de tener sus ventajas y sus
inconvenientes. Aunque hablando de ventajas e inconvenientes, tengo que decirle
que el negro en general resulta poco visible por las noches, ya que por más que
lo intentamos no conseguimos que entrara en vigor, aplicado a los negros, el
reglamentos de los ciclistas, es decir, timbre y luz de dínamo obligatorios. Y
le digo que es molesto porque a menudo se tropieza con ellos; y al mismo tiempo
agradable, porque así se les puede pisotear mejor. Los negros de baja
extracción, a los que se puede distinguir un poco en la oscuridad porque llevan
chalecos de tela blanca de color, no
se quejan en modo alguno, sino que, al contrario, dicen: «Perdón, blanco mío».
Pero a los negros elegantes, por completo vestidos de oscuro, no se les puede
ver de ninguna manera. Y así, caen sobre uno como si una chimenea se le cayese
a uno en la cabeza, le aplastan los dedos gordos de los pies y le hunden para
dentro la barriga, después de todo lo cual, todavía les queda cara dura para
gritar: «¡Sucio negro…!». Para conseguir que nos respetaran un poco, tomamos la
decisión de hacernos acompañar siempre por el más negro y económico de todos
los negros, es decir, por nuestra propia sombra, a la que encargamos que,
llegado el caso, se pegase con ellos. Pero a partir de ese momento nos vimos
obligado a caminar por el mismo centro de la calzada, pues, si no, el
mencionado negro, tan indisciplinado como volátil, se dedicaba a huir de
nuestra compañía so pretexto de irse a jugar al trompo con las sombras de los
faroles de gas y otros negros de las aceras… Lo que le digo, esos negros
invisibles son el principal inconveniente del país, el cual podría llegar a ser
incluso delicioso con sólo algunas mejoras. Entre otras ventajas, por ejemplo,
está lleno de corrientes de agua y de niños negros, cosas ambas que permitirían
aclimatar y alimentar cocodrilos en él sin apenas gasto. Ningún cocodrilo
llegue a ver en la isla, lo que es una pena, pues allí podrían pasárselo muy
bien. Mas en mi próximo viaje cuento con importar, a fin de que se reproduzcan,
una pareja de especímenes jóvenes, a ser posible formada por dos machos, para
que las crías resulten más vigorosas… En revancha, el avestruz abunda mucho, y
quedamos asombrado de no poder capturar ninguno a pesar de haber observado
estrictamente las reglas contenidas sobre el particular en nuestros libros de
cocina. Principalmente la que consiste en ocultar la cabeza debajo de una
piedra.
FOGÓN. ¿En los libros de cocina
decís? Dudo mucho de que en ellos se hable de la caza de avestruces. A lo sumo
llegarán a decir cómo poner en remojo, en una cazuela, altramuces.
PADRE UBÚ. ¡Silencio, señor! Sepa
que nada ocurre en aquel país como usted tiene el candor de imaginar. Por
ejemplo, nunca podíamos encontrar nuestra mansión cuando regresábamos a ella. Y
ello debido a que allí, cuando alguien se cambia de casa, se lleva la placa
donde está escrito el número de la calle que le corresponde, y hasta la placa
del nombre de ésta, o incluso de dos calles, cuando viven en una esquina.
Costumbre gracias a la cual los números de las casas siguen allí el mismo orden
que los de los premios de la lotería, y llega a haber calles que disfrutan
hasta de tres o cuatro nombres superpuestos, mientras que otras no tienen
ninguno. No obstante lo cual siempre acabábamos por encontrar el camino de
regreso gracias a los negros, pues cometimos la imprudencia de pintar con
grandes letras sobre nuestra fachada: «Prohibido verter basuras». Y como a los
negros les encanta desobedecer, acudían a hacerlo desde todos los rincones de
la ciudad. Incluso me acuerdo de un negrazo que todos los días venía desde muy
lejos a vaciar el orinal de su dueña bajo las ventanas de nuestro comedor, y
que antes de hacerlo, mostrándonos su contenido, decía: mirá, mirá, vosté, mirá: el negro hacer caca amarilla, y su dueña, que
es blanquilla, hacerla color de café.
FOGÓN. Lo que como máximo vendría a
demostrar que el blanco no es otra cosa que un negro al que se le ha dado la
vuelta como a un guante.
PADRE UBÚ. Me asombra, señor, que
haya llegado por usted mismo a tan certera conclusión. Si sigue sacando tanto
provecho de nuestras conversaciones, acabaremos por conseguir que llegue a ser
alguien en la vida. Incluso puede llegar a ser, vuelto del revés por ese método
del guante, el espécimen de esclavo negro que no nos atrevimos a traer, considerando
excesivo el coste de los fletes.
Llegados
a este punto, los interlocutores se encuentran frente a la casa del Padre Ubú.
La Madre Ubú sale a su encuentro. Efusiones conyugales, pero, ¡oh sorpresa!, durante
la ausencia del Padre Ubú, de su virtuosa esposa ha nacido un niño negro. El
Padre Ubú se pone escarlata y se dispone a castigarla como merece. Pero ella se
lo impide al tiempo que grita:
MADRE UBÚ. ¡Miserable! ¡Me has estado engañando con
una negra!
[1] Ubú se
refiere aquí a la pronunciación figurada de las palabras francesas l’eau hausse, que suenan, más o menos,
como l’oos.
Brindo con botella de "hada verde" por el post 100
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