Este interesante texto de Felipe Garrido nos
lo encontramos por casualidad en el vagabundeo cibernético propiciado por una
investigación personal. Un texto con verdades inquietantes e incómodas que
no a todo lector gustarán, y que sin embargo hacen parte de la forma como hemos
sido acostumbrados a leer, forman una costra de cultura impuesta que a lo mejor valga la pena remover. Y la mejor forma de romper con una vieja actitud
hacia la lectura no es otra más que reconocerla, comprenderla y atacarla.
Por Felipe
Garrido
Al desprevenido lector debo advertirle
que mi propósito es ponerlo en guardia contra un género de simulación
especialmente insidioso y lamentable: la simulación de la lectura. Reproduzco
en seguida la primera oración —cinco líneas y media—, la primera unidad de
significado de significado de la presentación de un libro ajeno a mis
preocupaciones habituales: La multicolinealidad en econometría.
Su autor es Octavio Luis Pineda y fue publicado, en el Distrito Federal, por
SITESA y el IPN.
El propósito del presente trabajo es
triple. En primer lugar, presentar el problema de la multicolinealidad como una
"enfermedad" estadística que acontece frecuentemente en el análisis
de regresión, y en particular en econometría; así como sus más obvias e
inmediatas consecuencias en la estimación paramétrica, inferencia estadística,
especificación funcional y predicción en modelos econométricos uniecuacionales.
Transcribo un segundo texto, de
carácter harto diferente: la primera oración, la primera unidad de significado
—24 versos— del Primero sueño de sor Juana:
Piramidal, funesta, de la Tierra
Nacida sobra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien, sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes—
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser
ostenta,
quedando sólo dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan oscuras, tan graves,
que
aun el silencio no se interrumpía.
Leo estos dos textos en voz alta. Hace
muchos años que frecuento la compañía de sor Juana; encuentro siempre un
deleite en releer El sueño. Pero debo confesar que en el otro texto, el
primero, a pesar de que he procurado modular adecuadamente la voz en cada una
de las frases, de que he seguido con cuidado la puntuación y de que creo haber
pronunciado completa y claramente todas y cada una de las palabras que lo
componen, no he comprendido, podría decir, virtualmente nada. Palabras sueltas,
si acaso. He vislumbrado o he intuido significados, cuando mucho. Es decir, en
realidad, no he leído: he simulado la lectura.
Imaginemos que me ha escuchado alguien
versado en econometría: él sí habrá, siguiendo mis palabras, cabal y
completamente leído. Imaginemos otro lector —alguno habrá— que se encuentre en
una situación recíproca a la mía respecto de los versos de sor Juana; que no
sea capaz de leerlos, sino apenas de simular su lectura. Si tengo la
oportunidad de escucharlo, allí donde él repita palabras que para él no tienen
sentido, yo podré completar una operación de lectura.
Lo que quiero decir es que sin
comprensión no hay lectura.
Quiero
insistir, estrepitosamente, en que la comprensión del texto es la condición
esencial para que podamos hablar de lectura. Lo repito, porque me interesa
vivamente subrayarlo: si no se logra dar sentido y significado1 al texto, si no se logra comprenderlo,
no se produce la lectura. (Aunque está claro, como insistiré abajo, que la
comprensión se construye y, por lo mismo, se va dando en distintos niveles, de
acuerdo con la experiencia y las circunstancias de cada lector. Cuando alguien
escucha o lee los versos de sor Juana y no alcanza a atribuirles un significado
pero se siente conmovido por su música, por su pura sonoridad, con eso está ya
dándoles un sentido, con eso comienza a comprenderlos. Esta forma de iniciarse
en el conocimiento de un texto es privilegio de la literatura.)2
La simulación es uno de los más
devastadores enemigos de la lectura. Enmascara la falta de una lectura genuina
y, detrás de esa máscara, el lector incipiente, el lector poco experto va
acumulando frustraciones —¿cuál es el beneficio de repetir palabras sin sentido
ni significado?— y se va apartando de la lectura antes de haberla conocido.
También esto voy a repetirlo: la falta
de comprensión, la incapacidad de dar sentido y significado a los textos que se
simula leer, es quizás el motivo primordial por el que la mayoría de los
millones de mexicanos que tienen acceso a la escuela no llegan a convertirse en
lectores, así terminen una licenciatura o un doctorado; así lleguen a ocupar
posiciones destacadas en actividades de toda clase incluido, naturalmente, el
campo de la educación. Creo que no es falso decir que uno de los ejes de
nuestro sistema educativo es la simulación de la lectura. En la escuela, en
todos sus niveles, aprendemos y enseñamos a simular la lectura. En la escuela
aprendemos y enseñamos a repetir, en voz alta o en silencio, palabras que
podemos pronunciar pero que no alcanzamos a comprender.
Aprendemos y enseñamos la simulación
de la lectura cuando prestamos atención a lo accesorio y dejamos de lado lo
esencial. Lo accesorio es eso que fue todo lo que yo pude poner, hace un
instante, cuando simulé leer las cinco y media líneas iniciales del libro de
econometría: la modulación de la voz, la velocidad, la articulación de las
palabras, la capacidad de seguir los signos de puntuación.3
Y no es que todo eso no deba cuidarse, sino que todo eso debe ser consecuencia
—no sustituto— de que se ha atendido lo esencial: la capacidad de identificar,
construir y seguir unidades de significado de complejidad creciente; la
capacidad de atribuir al texto sentido y significado. Para decirlo lisa y
llanamente, la capacidad de comprender, de ir más allá de lo que Julio Cortázar
llama la "corteza caltural".4
La comprensión se disfraza a veces de
memorización. Yo puedo memorizar esas líneas ya célebres que arriba transcribí,
sin que me haga falta comprenderlas.5
Cualquiera que no los entienda, con algo más de esfuerzo, me imagino, puede
memorizar los 24 versos de sor Juana. Pero memorizar no significa comprender.
No es que yo menosprecie la
memorización. Al contrario, me parece un ejercicio indispensable que
lastimosamente se ha abandonado creyéndolo enemigo del razonamiento y de la
comprensión. A veces, memorizar un texto puede ser el primer paso en el camino
de su comprensión. Porque la comprensión no es algo que se nos dé de un golpe
sino algo que construimos, en ocasiones penosamente, con enormes dificultades.
Aprendemos a construir la comprensión y, en la medida en que ejercitamos esta
habilidad la vamos facilitando y podemos perfeccionarla hasta el punto de
perder conciencia de su complejidad. Pero, insisto, memorizar no es comprender.
Lo ideal sería memorizar textos que comprendemos, y llegar a comprender textos
que hemos memorizado.
¿Qué es comprender? Comprender es la
capacidad de atribuir sentido y significado a un signo. Los signos, por ellos
mismos, carecen de significado. Atribuírselo es facultad del observador. ¿Qué
significa una estrella solitaria? Entre otras cosas, puede ser Cuba, o la
luminaria que llevó a los magos al pesebre del niño divino, o una marca de
cerveza. Todo depende de quién vea esa estrella, en dónde, en qué
circunstancias. Esos otros signos que son las palabras, y los signos que las
palabras forman al combinarse; esos otros signos que son las frases, los
párrafos, los capítulos, una obra entera, están allí frente a nosotros, en
espera de que les demos, sentido y significado. Aprender a atribuirles sentido
y significado es aprender a comprender; es decir, aprender a leer.
¿Cómo aprendemos a comprender? ¿Cómo,
un día más o menos remoto, supimos que la estrella solitaria es una marca de
cerveza, o la estrella de Belén, o la isla de Martí? ¿Cómo aprendimos a
reconocer en la calavera sobre las tibias cruzadas una señal de peligro? ¿Cómo
llegamos a apropiarnos de un sistema de signos tan complejo como el que hace
falta para seguir un juego de fútbol o de béisbol? Ciertamente no fue por medio
de esos sistemas de tortura a los que son sometidos los alumnos cuando se les
hace leer. Nunca he visto que nadie sea sujeto a un interrogatorio, ni sea
obligado a elaborar un resumen después de haber asistido a un partido de fútbol
o de haber visto una película o un programa de televisión. Y, evidentemente,
estamos mucho mejor educados para ver béisbol, cine y televisión que para leer.
Y, sin embargo, para disfrutar los deportes, el cine y la televisión, como para
gozar la lectura, lo esencial es comprender.
Comprender, cargar de sentido y de
significado un signo, es la primera condición para el placer. De alguna manera,
todo placer comienza o descansa en el placer de comprender. Una caricia, igual
que una novela, igual que una pieza musical, requiere ser comprendida. Una
caricia que no se comprende difícilmente puede ser placentera. Recuerdo una
tarde de lluvia en que yo leía algunos de mis cuentos frente a un grupo de
muchachas y muchachos, estudiantes de preparatoria. Se me ocurrió que
"Nocturno" podía interesarles. Un hombre tiene a su lado una mujer
desnuda: "Sombras sobre sombras: una línea de luz en las caderas. Sus ojos
brillaban en secreto. Comencé a besarle las axilas..."6
La carcajada fue tan unánime, tan espontánea, tan explosiva, que me sumé al
grupo: yo no sabía, hasta ese momento, los jóvenes, lo inocentes que eran; lo
lejos que estaban de comprender esa caricia. Entre otras cosas, la comprensión
es cuestión de experiencia.
La experiencia, el viejo método de
prueba y error, la confrontación de las expectativas, las anticipaciones, las
predicciones del lector contrastadas con el resultado de la lectura es uno de
los caminos hacia la comprensión.
Cuando hablo de experiencia me refiero
a la experiencia personal y, también, a la experiencia colectiva, a la
experiencia social. Pues el sentido de la lectura y el de la escritura —no
deberíamos pensar en una sin la otra—, como el de la estrella en soledad, como
el de la calavera y las tibias, como el del juego de pelota, como el de una
película o un programa de televisión, se construyen en una dimensión
eminentemente social, cultural, aunque esto muchas veces no se tome en cuenta
cuando, más allá de la indispensable alfabetización, nos ocupamos de la
formación de lectores.
Quiero decir con esto que en general no tratamos
un texto como tratamos una película o un partido de béisbol. No lo convertimos
en tema de comentarios y discusiones; no lo compartimos con la misma vitalidad
ni lo incorporamos tan profunda y vigorosamente al acervo de nuestras
experiencias comunes. Tal vez porque, en realidad, muchas veces nosotros mismos
no somos lectores tan genuinos ni tan avezados como deberíamos. Mientras los
maestros no se conviertan en lectores, en lectores auténticos, en lectores de
literatura —ningún lector está completo si no lo es también de literatura— y no
solamente de los textos que les pide su profesión —esa es una manera de ser
analfabetos por especialización— será poco lo que puedan hacer para convertir
en lector a los demás.
El diálogo, la dimensión social,
colectiva de la lectura, es esencial para construir la comprensión. Con la
ventaja de que esa dimensión se extiende en el espacio y en el tiempo al través
de la propia lectura.
¿Cómo se aprende a comprender? ¿Por qué no
alcanzo a entender aquellas cinco y media líneas en que arrancaron estas
digresiones? Si regreso a ese texto tropiezo con palabras y con combinaciones
de palabras a las que no alcanzo a atribuir ningún sentido, ningún significado;
frente a ellas soy incapaz de relacionarlas con ninguna experiencia, con
ninguna parcela de conocimiento anterior. Nada me dice multicolinealidad.
Frente a análisis de regresión, estimación paramétrica o modelos econométricos
uniecuacionales no acierto a componer ninguna imagen mental. Al llegar a este
texto mi ignorancia me desarma. No tengo modo de atribuirle significado. No lo
comprendo.
Si algún día me interesa penetrar en el mundo de
los modelos econométricos uniecuacionales y de los análisis de regresión,
necesitaré apropiarme de su lenguaje, tendré que ir construyendo una red de
referentes que les dé sentido y significado. Cada parcela de conocimiento
consiste en un espacio particular del lenguaje, en una red de referentes
particular.
¿Cómo podemos facilitar, propiciar la
comprensión? ¿Cómo pueden los maestros, por ejemplo, alentar en los alumnos la
capacidad de comprensión? Hemos hablado de una experiencia compartida. Quiero
señalar que esa experiencia deberá estar orientada a formar nuevas redes de
referentes, a enriquecer las que ya se conocen, a capacitar al lector primerizo
para que lo haga por cuenta propia. (Eso mismo es lo que hacemos en un partido
de fútbol, ante una película, una pintura, un edificio o una persona
desconocida.)
¿Qué puedo decirle a ese lector que no
comprendió los versos de sor Juana, o al que simplemente se emocionó al
escucharlos sin saber lo que dicen? ¿Cómo puedo ayudarlo para que vaya
construyendo su comprensión?
Tal vez convendría le diera aviso de
las delicias que el barroco encontró en el hipérbaton, ese gusto por dar a las
partes de la oración un orden distinto al acostumbrado. Que le hiciera ver que
allí donde sor Juana dice:
Piramidal,
funesta, de la Tierra
nacida
sombra, al Cielo encaminaba
de vanos
obeliscos punta altiva,
la
ortodoxia gramatical preferiría algo así como "Una sombra nacida de la Tierra, piramidal y
funesta, encaminaba al Cielo la punta altiva del obelisco que formaba". Y
que al verso
sumisas
sólo voces consentía
preferiría
decir "consentía sólo voces sumisas". Y no estaría mal contarle cómo
gozó y animó el siglo de oro, en toda Europa y en sus dominios trasatlánticos,
los viejos fantasmas del mundo clásico, al punto de que quien ignore la
mitología griega y latina quedará al margen de una enorme cantidad de lecturas
de esta época, en la vieja y en la Nueva España. De ese mundo procede esa diosa
que
tres veces hermosa
con
tres hermosos rostros ser ostenta,
es
decir, la Luna,
igualmente bella, misteriosa y divina en sus tres fases.
Tal vez podría pedirle que imagine a la Tierra en el espacio; que
imagine el cono —una pirámide de base circular— de sombra que, iluminada por el
Sol, la Tierra
proyecta en dirección de las estrellas, cuya altiva punta parece querer
oscurecerlas. Y que, en esa imagen mental, vea cómo las estrellas, fuera del
alcance de esa pavorosa sombra fugitiva (pasajera, fugaz, cambiante), se mantienen
siempre exentas (libres), siempre brillantes, pues el atezado ceño (la furia
sombría) de ese obelisco de sombra (vano por fracasar en su intento y por ser
intangible) no llega siquiera a traspasar la esfera de la Luna (la primera de las once
esferas concéntrica cuyo centro, en el sistema de Tolomeo, ocupaba la Tierra) y, por lo tanto, a
su convexo, a su cara exterior. Así que la pirámide de sombras quedaba dueña
solamente del aire que empeñaba, que oscurecía con un propio aliento, y
contenta (contenida, limitada) a la quietud de su imperio silencioso, admitía
solamente las voces sumisas (apagadas) de las aves nocturnas, tan graves y
oscuras que ni siquiera interrumpían el silencio.
Con esas noticias, con esta nueva red
de referentes, con la lectura de otros autores barrocos que la irá haciendo
crecer y lo irá familiarizado con los recursos literarios de aquel tiempo, con
las nuevas lecturas de la misma obra, con la frecuentación del texto, El
sueño de sor Juana irá cobrando sentido y significado —espero —para ese
imaginado lector.
Pues la lectura misma, cuando es
auténtica, cuando no es simulada; es decir, cuando su propósito esencial es dar
sentido y significado al texto, constituye un instrumento inmejorable para
construir y ampliar las redes de referentes que todo lector necesita para
construir la comprensión de un texto. Por eso un lector se hace leyendo y
compartiendo —con vivos y muertos— su lectura. Por eso la acumulación de
lecturas nos habilita para emprender otras lecturas más complejas, que demanden
más nuestra participación, que nos obliguen a ampliar nuestras redes de
referentes, nuestros conocimientos. Por eso cada lector, en la medida en que
lee más, textos más ricos, más exigentes, se va haciendo mejor lector. Porque
va haciendo crecer su capacidad de comprensión; es decir, su capacidad de
placer.
NOTAS.
* Esta plática fue
presentada en la Habana,
Cuba, en la sala José Lezama Lima, de Pabexpo, el domingo 8 de febrero de 1998,
durante la VIII Feria
internacional del libro de la Habana. Universidad de México. Revista de la Universidad nacional
autónoma de México, núm. 569, junio de 1998, pp. 55-59 (Este texto hace parte
de El buen lector se hace, no nace.
Reflexiones sobre lectura y formación de lectores).
1 Diego sentido como una forma de aprehensión más bien
emocional, intuitiva, que nos lleva a integrar a nuestra experiencia un signo,
como el sentimiento de orgullo y pertenencia que puede despertar en alguien el
himno nacional, aunque no entienda lo que dice: Con significado me refiero a
una operación más intelectual, que no excluye las emociones pero que exige el
manejo de ideas y de información.
2 Llamo en mi auxilio, para gozo del lector el
testimonio de Juan José Arreola:
Esta escuela, donde
tuve la crisis, no fue desde luego la primera de mi vida. Antes había asistido
al Colegio de San Francisco, donde no estaba formalmente inscrito, me dejaban
entrar a los salones de primero, segundo, más tarde a los de tercero o cuarto.
Por eso a los tres años ya sabía yo leer, y fue cuando me aprendí de memoria
"El Cristo de Temaca".
Hay
en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que
su rara perfección he visto.
Jurar
puedo
Que lo
pintó Dios mismo con su dedo.
En vano
corre la impiedad maldita
y ante el
portento la contienda entabla.
El Cristo
aquel parece que medita
Y parece
que habla...
[...]
No
voy a presumir con el propósito de que yo entendía algo de texto que recitaba
de memoria. Nada más afirmo que sentía mucho las palabras que iba diciendo a
media lengua. Pero lo que se dice "entender" sólo entendía
"entabla", y eso por una tablita que hacía de puentecito sobre un
hilo de agua que marcaba el límite entre un patio cubierto y uno descubierto,
al pie de un lavadero. Al ser pisada la tablita, el agua bajo ella salpicaba
levemente al tiempo que se producía un breve chasquido, mientras yo repetía,
destrozándolo, el verso del padre Plasencia: "...entabla, la contienda
entabla". (Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947)
contada a Fernando del Paso. Consejo nacional para la cultura y las artes,
México, 1994, pp. 33-34.)
3 Todo eso a lo que
se le presta atención en esos vanos y lastimosos concursos que con frecuencia
se organizan para encontrar al "niño lector del estado", o de la
escuela, o de donde sea, como si se tratara de un fenómeno de feria.
Tengo a la vista la convocatoria para un
"Concurso regional de lectura en escuela primaria", organizado por
las autoridades educativas de Guanajuato, que fue lanzada el 16 de noviembre de
1998. En su cláusula octava se especifican los aspectos que serán
calificados en las tres etapas del concurso (por escuela, por zona y por
sector): "postura, fluidez, acentuación, puntuación y pronunciación
clara". Todo eso poco tiene que ver con una genuina operación de lectura.
Como es evidente, la atención se concentra en aspectos secundarios y no en la
comprensión del texto. Este tipo de actividades favorece la simulación de la
lectura.
Que esta convocatoria proceda de
Guanajuato es un hecho meramente circunstancial; acaba de llegar a mis manos,
pero eso no revela ninguna tendencia local. Estos concursos son una tradición
nacional y se organizan en todas partes.
Entra en la liza, para nuevo regocijo
del lector, Julio Cortázar. No se refiere concretamente a la lectura, pero si
al problema que significa mantener la preocupación por las formas por encima de
la preocupación por el entendimiento:
...También cuando
estuve en Cuba me encontré con jóvenes intelectuales que se sonreían
irónicamente al recordar cómo Lezama [Lima] suele pronunciar caprichosamente el
nombre de algún poeta extranjero; la diferencia empezaba en el momento en que
esos jóvenes, puestos a decir algo sobre el poeta en cuestión, se quedaban en
la buena fonética mientras que Lezama, en cinco minutos de hablar de él, los
dejaba a todos mirando para el techo. El subdesarrollo tiene uno de sus índices
en lo quisquillosos que somos para todo lo que toca la corteza cultural, las
apariencias y chapa en la puerta de la cultura. Sabemos que Dylan se dice Dílan
y no Dáilan como dijimos la primera vez (y nos miramos irónicos o nos
corrigieron o nos olimos que algo andaba mal); sabemos exactamente cómo hay que
pronunciar Caen y Laon y Sean O'Casey y Gloucester. Está muy bien, lo mismo que
tener las uñas limpias y usar desodorantes. Lo otro empieza después, o no
empieza. Para muchos de los que con una sonrisa le perdonan la vida a Lezama,
no empieza ni antes ni después, pero las uñas, se los juro, perfectas. (La
vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, Madrid, 1972, tomo II, P. 52.)
5 Arreola lo subraya
con malicia, al recordar su confusión pueril entre el verbo entablar y el
sustantivo tabla. Véase la nota 2.
6 El cuento es tan
breve que no resisto la tentación de reproducirlo completo:
—Hace tanto tiempo—me dijo al oído, jadeante
todavía, y se acodó a mi lado, desnuda como el viento.
Sombras sobre
sombras; una línea de luz en las cadera. Sus ojos brillaban en secreto. Comencé
a besarle las axilas; bajé a mordiscos por el perfil de luna; me detuve en las
corvas; la escuche suspirar.
—Sigueme soñando —
le supliqué—. No vayas a despertar.
[La Musa y el Garabato. Fondo de
cultura económica, México, 1992, pp. 19-20.]