Por Jorge Larrosa
Estudiar:
leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Las páginas de
la lectura en el centro, las de la escritura en los márgenes. Y también:
escribir leyendo. Abriendo un espacio para la escritura en medio de una mesa
llena de libros. Leer y escribir son, en el estudio, haz y envés de una misma
pasión.
Estudiar:
lo que pasa entre el leer y el escribir. Lectura que se hace escritura y
escritura que se hace lectura. Impulsándose la una a la otra. Inquietándose la
una a la otra. Confundiéndose la una en la otra. Interminablemente.
La
lectura está al principio y al final del estudio. La lectura y el deseo de la
lectura. Lo que el estudio busca es la lectura, el demorarse en la lectura, el
extender y el profundizar la lectura, el llegar, quizá, a una lectura propia.
Estudiar: leer, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, encaminándose a
la propia lectura. Sabiendo que ese camino no tiene fin ni finalidad. Sabiendo
además que la experiencia de la lectura es infinita e inapropiable.
Interminablemente.
Y
también: la escritura y el deseo de la escritura están al principio y al final
del estudio. Lo que el estudio quiere es la escritura, el demorarse en la
escritura, el alcanzar, quizá, la propia escritura. Estudiar: escribir, en
medio de una mesa llena de libros, en camino una escritura propia. Aunque ese
camino no tenga fin ni finalidad. Sabiendo que la experiencia de la escritura
es también infinita e inapropiable. Interminablemente.
Escribes
lo que has leído, lo que, al leer, te ha hecho escribir. Lees palabras de otros
y mantienes con ellas una relación de exterioridad. Te pones en juego en
relación a un texto ajeno. Lo entiendes o no, te gusta o no, estás de acuerdo o
no. Sabes que lo más importante no es ni lo que el texto dice ni lo que tú seas
capaz de decir sobre el texto. El texto sólo dice lo que tú lees. Y lo que tú
lees no es ni lo que comprendes, ni lo que te gusta, ni lo que concuerda
contigo. En el estudio, lo que cuenta es el modo como, en relación con las
palabras que lees, tú vas a formar o a transformar tus palabras. Las que tú
leas, las que tú escribas. Tus propias palabras. Las que nunca serán tuyas.
Estudiando,
tratas de aprender a leer lo que aún no sabes leer. Y tratas de aprender a
escribir lo que aún no sabes escribir. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora
lees sin saber leer y escribes sin saber escribir. Ahora estás estudiando.
Algunas
veces tienes la impresión de leer palabras de nadie, tan de nadie que podrían
ser tuyas, de cualquiera. Se da entonces una especie de intimidad entre tú y lo
que has leído: no hay distancia, tampoco defensa. No hay exterior ni interior.
No hay diferencia entre tú y lo que lees. Dura sólo un instante. Súbitamente se
da una especie de orden, una especie de claridad. Es un instante callado y
gozoso, ensimismado. Es una sensación de lleno y vacío a la vez, una extraña mezcla
de plenitud e inocencia.
Aíslas
lo que has leído, lo repites, lo rumias, lo copias, lo varías, lo recompones,
lo dices y lo contradices, lo robas, lo haces resonar con otras palabras, con
otras lecturas. Te vas dejando habitar por ello. Le das un espacio entre tus
palabras, tus ideas, tus sentimientos. Lo haces parte de ti. Te vas dejando
transformar por ello. Y escribes.
Empiezas
a escribir y otra vez la distancia entre tú y las palabras. Lo que era silencio
se ha hecho bullicio. Lo que era luz se ha convertido en balbuceo. Pero quieres
ser fiel a aquel instante. No para expresarlo, para fijarlo o para conservarlo:
nada que tenga que ver con la apropiación. Tampoco para compartirlo. Todavía
no: no puedes compartir lo que no tienes. Ahora estás estudiando. Y escribes.
Por fidelidad, escribes.
Lees
lo que has escrito. Tus palabras te parecen ajenas, es decir, que las entiendes
o no, que te gustan o no, que estás de acuerdo o no. Como si no fueran tuyas.
Aunque a veces consigues que parezcan de nadie, tan de nadie que podrían ser de
cualquiera, tuyas también. Y sigues leyendo (con un cuaderno abierto y un lápiz
en la mano). Y escribiendo (sobre una mesa llena de libros). Sigues. Ya no hay
más separación entre el centro y los márgenes que la que tú creas en el movimiento
cada vez más rápido entre la mano y el ojo, entre el ojo y la mano.
Deslizamiento. Murmullo de voces sin voz, gotear de palabras. Las palabras
ajenas y las propias se confunden y tú tratas de mantener la raya de una
separación cada vez más imposible.
El
cuaderno se va llenando de notas: ocurrencias, series de palabras, frases
incompletas, párrafos agujerados, tachaduras, llamadas a otros textos, a veces
alguna iluminación compacta y feliz. Los libros, abiertos y marcados, casi
obscenos, se van acumulando los unos sobre los otros y ya amenazan con desbordar
la mesa.
Tienes
que imponer un orden a esa promiscuidad de libros abiertos y a ese cuaderno
abarrotado de notas y de borrones. Tienes que darle una forma a ese murmullo en
el que se oyen demasiadas cosas y, justamente por eso, no se oye nada. Tienes
que empezar a escribir. Lo más difícil es empezar.
Lees y
relees lo escrito, quitas y añades, injertas, recompones. Empiezas de nuevo
probando con otra voz, con otro tono. Empezar a escribir es crear una voz,
dejarse llevar por ella y experimentar con sus posibilidades. Sabes que todo
depende de lo que te permita esa voz que inventas. Y de las modalidades de
escucha que se sigan, quizá, de ella. Buscas, para la escritura, la voz más
generosa, la más desprendida. Anticipas, para la lectura, la escucha más abierta,
la más libre. Sabes que esa generosidad de la voz y esa libertad de la escucha
son el primer efecto del texto, el más importante, quizás el último. Por eso lo
más difícil es empezar. Por eso vuelves a empezar. Una y otra vez. Y sigues.
Vuelves a los libros desparramados sobre la mesa. Y sigues. Te afanas en tu
cuaderno de notas. Y sigues. A veces sientes que no tienes nada que decir. Y
sigues escribiendo, y leyendo, para ver si lo encuentras. El texto se te va
escapando de las manos. Y sigues.
Afuera
es de noche. Aunque sea de día, es de noche. En ocasiones llueve. Haces venir
la noche y, cuando no es suficiente, también haces venir la lluvia, para crear
una campana de vacío, un muro opaco a cualquier luz y sordo a cualquier sonido.
Necesitas de la noche y la lluvia para hacer una pantalla que contenga todo ese
barullo y lo proyecte hacia adentro. También para protegerte de la primavera. Todo
estudiante sabe que al estudio no le va la primavera. A lo mejor algún día tus
escritos sonarán a primavera y entonces podrás inventar ruidos de fiesta,
tonalidades de verde y sonrisas. Sobre todo, sonrisas. Tal vez consigas alguna
frase que a alguien le parezca luminosa. Pero ahora es de noche, llueve y la
primavera, como una amenaza, ha sido firme y dolorosamente expulsada. Ahora
estás estudiando.
Leer, escribir... soñar, por Mike Lemanski. |
Se lee
porque sí, por leer. Aunque leamos para esto o para lo otro, aunque nos vayamos
inventando motivos, utilidades obligaciones, leer es sin por qué. Algún día
empezó, y luego sigue. Como la vida.
Vivir
es sin por qué. Hacemos esto o lo otro para llenar la vida, para darle un
motivo a la vida. Pero sabemos, quizá sin saberlo, que la vida no es sino ese
sentirse vivos que a veces nos conmueve hasta las lágrimas. Vivir es sentirse
viviendo, gozosa y dolorosamente viviendo. Las ocupaciones de la vida, hasta
las más necesarias o las más hermosas, se hacen costumbre. Pero el sentimiento
de vivir se da siempre sin buscarlo y como una sorpresa. Y entonces es como si tocáramos
la vida de la vida. Lo que podría ser como su centro vivo, su entraña viva, su
latido. O quizá su exterior, lo otro de la vida, aquello que no se deja vivir,
que no se puede vivir, pero a lo que la vida algunas veces apunta, o señala,
como su afuera imposible. Un instante callado y gozoso. Lleno y vacío a la vez.
Plenitud e inocencia.
Se lee
para sentirse leer, para sentirse leyendo, para sentirse vivo leyendo. Se lee
para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o
su afuera imposible. Y para escribirlo. Se escribe por fidelidad a esas
palabras de nadie que nos hicieron sentir vivos, gratuita y sorprendentemente
vivos.
El
estudio vive de las palabras y en las palabras. Te gustan las palabras. También
la primavera, claro. Y las sonrisas, lo mejor son las sonrisas. Pero las
palabras te obsesionan. Profesas un oficio de palabras. Tienes que estar atento
a las palabras, darles vueltas y más vueltas, oírlas, mirarlas, dibujarlas
sobre el papel, llevártelas a la boca, paladearlas, decirlas, cantarlas, pasarlas
de una lengua a otra, explorar su sonoridad, su densidad, su multiplicidad, sus
relaciones, su fuerza. Tienes que tratarlas con cariño, con delicadeza, aunque
a veces sea un cariño violento, una delicadeza despiadada. A veces pierdes el
sueño por una palabra. A veces sientes la felicidad de una palabra justa,
precisa, alrededor de la cual todo se ilumina. A veces te duelen las palabras
maltratadas, pervertidas, manipuladas. Tienes que llenarte de palabras. Y
llenarlas a ellas de ti. De tu memoria, de tu sensibilidad. También de tus
oscuros, de tus abismos. Casi todo lo que sabes, lo has aprendido de las
palabras y en las palabras. Casi todo lo que eres lo eres por ellas.
Escribir
y leer es explorar todo lo que se puede hacer con las palabras y todo lo que
las palabras pueden hacer contigo. En el estudio, todo es cuestión de palabras.
Y de silencios. Sobre todo de silencios.
Quizá
recuerdes aquella noche de primavera, justo antes de la aurora. Todos los
invitados se habían ido y, todavía llenos de música y de sonrisas, abrimos de
par en par la ventana del cuarto para dejar entrar el aire de la madrugada. La
ciudad empezaba a despertar y ya se oían los ruidos propios del día. Nosotros
conservábamos aún la excitación de la fiesta y seguíamos hablando y riendo. De
pronto cantó un pájaro. Entre los bloques de viviendas, las fábricas y las
calles asfaltadas, en medio de este barrio de periferia entre industrial y
urbana, cantó un pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si se hiciese un silencio
alrededor de ese trino. Como si el canto del pájaro rebotase sobre otra cosa. Como
si sonase sobre un fondo que no era el ruido de los coches sino un silencio
perfecto. Y fue como si nuestra fatiga, nuestra intimidad recobrada, el
recuerdo de todas las alegrías de la fiesta y ese grano de nostalgia de no se
sabe qué que a veces, como una tristeza, nos atraviesa, se instalasen en ese
silencio, se hiciesen parte de ese silencio. Sólo un instante. Fue el canto del
pájaro el que nos hizo sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de
silencio en el que pudimos recogernos. Un silencio de nadie, tan de nadie que
podía ser de cualquiera, tuyo y mío, y en el que aquella noche, asomados a la ventana,
recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.
También
la lectura da ese silencio, el silencio de las palabras. También ella crea un
espacio otro y un tiempo otro, de todos y de cualquiera, en el que el vivir de
la vida se siente con particular intensidad. Y se escribe por fidelidad a esas
palabras, a esos silencios, a esa extraña forma de sentir la vida. Y se escribe
también por una cierta necesidad de compartir todo eso, de transmitirlo. Pero no
su contenido, sino su posibilidad, la posibilidad de eso que se da sin buscarlo
y siempre gratuitamente, como una sorpresa. Se escribe por fidelidad a unos
instantes de los que nunca podremos apropiarnos porque ni siquiera podemos
estar seguros de que fueron estrictamente nuestros. Pero no para repetirlos o
para producirlos, sino para afirmar su posibilidad y, quizá, para darles una
posibilidad. Una posibilidad de vida.
Se
escribe por fidelidad a lo que hemos leído y por fidelidad a la posibilidad de
la lectura, para compartir y para transmitir esa posibilidad, para acompañar a
otros hasta el umbral en el que puede darse esa posibilidad. Un umbral que no
nos está permitido franquear. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora estás
estudiando.
Biblioteca, lugar de magia y encuentros, por Pinwheel Bunny. |
Estudiar
es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y
su respiración. Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la
escritura tienen forma interrogativa. Estudiar es leer preguntando: recorrer,
interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir preguntando. Ensayar lo
que les pasa a tus propias palabras cuando las escribes cuestionándolas. Preguntándoles.
Preguntándote con ellas y ante ellas. Tratando de pulsar cuáles son las
preguntas que laten en su interior más vivo. O en su afuera más imposible.
Las
preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia
preguntando y se termina preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en
pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo que las preguntas son infinitas
e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también. Con un
cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa de libros. En la
noche y en la lluvia. Entre las palabras y sus silencios.
El
estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el
estudio es el movimiento de las preguntas, su extensión, su ahondamiento.
Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos. Tienes que darles densidad,
espesor. Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y también
más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más
osadas. Por eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las
preguntas y su desplazamiento. También su deseo. Y su esperanza. Por eso, a las
preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la que no habite,
a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De
seguir leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote,
con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles
podrían ser aún tus preguntas.
Las
preguntas apasionan el estudiar: el leer y el escribir del estudiar. Las
preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la
escritura: y la hacen incandescente.
Estudiar
es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de
las preguntas.
Las
preguntas son la salud del estudio, el vigor del estudio, la obstinación del
estudio, la potencia del estudio. Y también su no poder, su debilidad, su
impotencia. Manteniéndose en la impotencia de las preguntas, el estudio no
aspira al poder de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de saber y
fuera, también, de la voluntad de poder. Por eso el estudiante no tiene nada
que no sean sus preguntas. Nada que no sea su preguntar infinito e
inapropiable. Nada que no sea su leer y escribir preguntando. Sin fin y sin
finalidad. Interminablemente.
Las
preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no
lugar. Manteniéndose en el no lugar de las preguntas, el estudio no aspira al
lugar seguro y asegurado de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de
lugar y fuera, también, de la voluntad de pertenencia. Por eso el estudiante es
un extraño, un extranjero. Por eso no pertenece a los espacios de saber, no
tiene lugar en ellos, no busca un lugar, una posición, un territorio, no quiere
nada que no sea su leer y escribir preguntando. El estudio no tiene otro lugar
que no sean sus preguntas. Un lugar infinito e inapropiable. Sin fin y sin finalidad.
Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa llena de
libros. En la noche y en la lluvia. Interminablemente.
Noches bohemias, con lectura, por Shabah Shamshirsaz. |
Este
libro se escribió al hilo de esa relación singular con la lectura y con la
escritura que se da en el estudiar. Su escritura es el resultado de un estudiar
apasionado, muchas veces gozoso y casi siempre desordenado. Tal vez por eso
contenga entre sus páginas algo del espíritu del estudiante: la amplitud
indeterminada de la curiosidad, la alegría inocente de los descubrimientos, la
vitalidad apasionada de las preguntas, el atrevimiento osado de las
afirmaciones, la parcialidad sin complejos de los gustos, la incompletud y la
provisionalidad de los resultados. Podría decir que este libro me dio mi propia
lectura, mi propia escritura y mis propias preguntas. Pero sólo puedo llamar
mía a esa lectura, a esa escritura y a ese preguntar que son a la vez infinitos
e inapropiables, de todos y de nadie, de cualquiera, míos también.
Ahora
estos estudios son tuyos. Tómalos, si quieres, como una invitación a tu propio
estudio. Hazlos resonar, si quieres, con tus silencios y con tus pájaros
nocturnos. Pregúntales lo que quieras y déjate preguntar por ellos. Busca en
ellos, si quieres, tus propias preguntas. Yo, por mi parte, nunca sabré qué es
leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y
escribiendo sobre una mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que he
escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y nunca sabré qué es lo que tú vas
a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi escritura y
para que, desde allí, me ayudases a escribir. No seré yo el que diga si ha
valido la pena. Además, ¿qué pena? Es primavera, el aire está lleno de sonrisas
y en el interior de la cápsula del estudiante, protegida por la noche y por la
lluvia, hubo también muchos momentos de vida.
Barcelona, junio de 2003.
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