Daniel Dennett, renombrado filósofo cognitivista y
director del Centro de Estudios Cognitivos de la Universidad de Tufts (Massachusetts,
EEUU), es especialista en conciencia, inconciencia, intencionalidad, memética e
inteligencia artificial, además de ateo consumado, como el presente texto viene
a confirmarnos.
* * *
Por Daniel C. Dennett
Según un dicho antiguo pero
cuestionable, en las trincheras no hay ateos, y existen como mínimo algunas
pruebas anecdóticas de ello en los casos conocidos de ateos famosos que, al
salir de experiencias al borde de la muerte, anunciaron al mundo su cambio de
postura. Un ejemplo bastante reciente es el filósofo británico sir A. J. Ayer,
fallecido en 1989. He aquí otra anécdota a tener en cuenta.
Hace dos semanas me llevaron en
ambulancia a un hospital, donde un TAC determinó que sufría «disección de la
aorta»: se había roto el revestimiento del principal vaso de salida que se
llevaba la sangre de mi corazón, creando un tubo de dos canales donde solo
tenía que haber uno. Por suerte para mí, el hecho de que hace siete años me
hicieran un bypass en la arteria coronaria probablemente me salvara la vida,
porque el tejido cicatricial que había proliferado alrededor de mi corazón
durante aquellos años reforzó la aorta, evitando una fuga catastrófica a través
del agujero de la aorta en sí. Después de una operación de nueve horas en la
que me pararon del todo el corazón y bajaron la temperatura de mi cuerpo y mi
cerebro a siete grados para impedir que la falta de oxígeno provocase daños
cerebrales durante el tiempo que tardasen en hacer bombear la máquina
corazón-pulmón, ahora soy el orgulloso dueño de una nueva aorta y un nuevo arco
aórtico, hechos de un resistente tubo de Dacron cosido en su sitio por el
cirujano, y unidos a mi corazón por una válvula de fibra de carbono que hace un
clic tranquilizador cada vez que late mi corazón.
Ahora que empiezo una etapa suave de
recuperación, tengo mucho que reflexionar: sobre la experiencia angustiosa que
he vivido, pero más aún sobre la avalancha de mensajes de ánimo que he recibido
desde que corrió la voz de mi última aventura. Mis amigos tenían muchas ganas
de saber si había vivido una experiencia al borde de la muerte, y en caso
afirmativo, qué efecto había tenido en el ateísmo que profesaba en público
desde hacía mucho tiempo. ¿Había tenido alguna epifanía? ¿Pensaba seguir los
pasos de Ayer (que al cabo de unos días recuperó su aplomo y recalcó que «lo
que debería haber dicho es que mis experiencias no han debilitado mi creencia
de que no hay vida después de la muerte, sino mi actitud inflexible ante la
fe), o mi ateísmo se mantenía intacto y sin cambios?
Pues sí, tuve una epifanía.Vi con más
claridad que nunca que cuando digo thank goodness! no es un simple
eufemismo de thank God! (Los ateos no creemos que haya ningún Dios a
quien darle las gracias.) Realmente quiero decir thank goodness! En este
mundo hay mucha bondad, cada día más, y este fantástico tejido de excelencia
fabricado por el hombre es el verdadero responsable de que esté vivo. Es un
digno destinatario de la gratitud que siento, y quiero celebrar este hecho aquí
y ahora.
¿A quién debo estarle agradecido, en
suma? Al cardiólogo que me ha mantenido vivito y latiendo todos estos años, y
que rechazó rápidamente y con seguridad el diagnóstico inicial de una simple
neumonía. A los cirujanos, neurólogos y anestesiólogos, y al perfusionista, que
mantuvieron en funcionamiento mi organismo durante muchas horas en condiciones
extremas. A una docena aproximadamente de auxiliares médicos, a enfermeras,
terapeutas y técnicos de rayos equis, y a un pequeño ejército de flebotomistas
tan habilidosos que casi no te das cuenta de que te están sacando sangre; a las
personas que traían las comidas, tenían limpia mi habitación, lavaban las
montañas de ropa sucia generada por un caso tan aparatoso, me llevaban y traían
en silla de ruedas, etcétera. Eran gente de Uganda, Kenia, Liberia, Haití, Filipinas,
Croacia, Rusia, China, Corea, la India... y también de Estados Unidos, claro; y
nunca he visto tratarse a la gente con un respeto tan impresionante como ellos
al ayudarse y controlar mutuamente su trabajo. Sin embargo, a pesar de lo bien
que trabajaban en equipo, no podrían haber hecho su trabajo sin un trasfondo
enorme de aportaciones de otros. Recuerdo con gratitud a mi difunto amigo Alian
Cormack, físico y colega mío en Tufts, que compartió el premio Nobel por su
invención del TAC. Alian, has salvado postumamente una vida más, aunque ¿hay
alguien que lleve la cuenta? Lo que hiciste ha mejorado el mundo. Thank
goodness. Luego está todo el sistema de la medicina, tanto en su aspecto
científico como en el tecnológico, sin el cual los esfuerzos individuales
servirían de muy poco, incluso los mejor intencionados. Por lo tanto, estoy
agradecido a las direcciones y los comités editoriales, actuales y pasados, de Science,
Nature, Journal of the American Medical Association, Lancety todas las
demás instituciones científicas y médicas que siguen generando mejoras, y
detectando y corrigiendo errores.
¿Venero yo la medicina moderna?
¿La ciencia es mi religión? En absoluto. No hay ningún aspecto de la
medicina o la ciencia actuales al que estuviera dispuesto a eximir del más
riguroso escrutinio, y no tendría reparos en enumerar toda una serie de
problemas graves que aún quedan por solucionar. De hecho es muy fácil, porque
los mundos de la medicina y la ciencia ya están embarcados en el proceso de
autoevaluación más obsesivo, intensivo y humilde de toda la historia de las
instituciones humanas, y hacen públicos cada cierto tiempo los resultados de
sus autoexámenes. Diré más: esta crítica racional y abierta de miras, por
imperfecta que pueda ser, constituye el secreto del éxito espectacular de estas
iniciativas humanas. Cada día aporta nuevas mejoras que se pueden medir. Si a
mí se me hubiera reventado la aorta hace diez años, no me habrían salvado ni
rezando. Hoy en día no es que sea rutinario, pero mis probabilidades de
sobrevivir, en realidad, tampoco eran tan bajas (actualmente, más o menos el 33
por ciento de los pacientes de disección aórtica mueren durante las primeras
veinticuatro horas de su aparición sin tratamiento, y a partir de ahí la cosa
va a peor cada hora).
Al comparar el mundo de la medicina,
del que ahora depende mi vida, con las instituciones religiosas que me he
dedicado a estudiar a fondo durante los últimos años, hay algo que me llamó
especialmente la atención. Uno de los aspectos más dulces y consoladores que se
encuentran en cualquier religión (que yo sepa) es la idea de que lo importante
es el corazón de la persona: si tienes buenas intenciones, e intentas hacer lo
correcto (según Dios), no se te puede pedir más. ¡En la medicina no! Si te
equivocas (sobre todo con conocimiento de causa), tus buenas intenciones no
cuentan prácticamente nada. Por otro lado, mientras que las religiones suelen
ensalzar el salto de fe y el actuar sin previo análisis de las alternativas, en
medicina se considera un pecado grave. A un médico que, llevado por la fe
devota en sus revelaciones personales sobre cómo tratar el aneurisma aórtico,
hiciera pruebas sin previo estudio con pacientes humanos le caería una buena
bronca, o le expulsarían directamente de la profesión. Hay excepciones, por
supuesto. Se tolera a unos cuantos pioneros con arrojo y poca consideración al
riesgo, y a la larga pueden recibir honores (siempre que demuestren estar en lo
cierto), pero solo pueden existir como raras excepciones al ideal del
investigador metódico que descarta escrupulosamente las teorías alternativas
antes de poner en práctica la suya. Sencillamente, no basta con las buenas
intenciones y la inspiración.
Por decirlo de otro modo, aunque las
religiones puedan cumplir una finalidad beneficiosa dejando que mucha gente se
sienta cómoda con el grado de moralidad al que puede llegar, ninguna religión
somete a sus miembros a unos criterios de responsabilidad moral tan elevados
como el mundo laico de la ciencia y la medicina.Y no me refiero solo a los
criterios «extremos», entre los cirujanos y médicos que toman a diario
decisiones de vida o muerte, sino también a los criterios de conciencia
seguidos por los técnicos de laboratorio y los que preparan la comida. Esta
tradición deposita su fe en la aplicación ilimitada de la razón y de la
investigación empírica, verificando todas las veces que haga falta, y
preguntándose por sistema «¿Y si me equivoco?». En ningún caso se tolera apelar
a la fe o al corporativismo. ¡Imaginémonos la reacción que despertaría un
científico dando a entender que nadie más puede obtener los mismos resultados
que él porque no tiene la misma fe que los integrantes de su laboratorio! Pero,
volviendo a lo que iba, mi gratitud por estar vivo se dirige a la bondad de
esta tradición de razonamiento e investigación abierta.
De acuerdo, pero ¿qué les digo a mis
amigos religiosos (que los tengo, y bastantes) que han tenido el valor y la
sinceridad de decirme que rezaron por mí? Les he perdonado con mucho gusto,
porque hay pocas cosas tan frustrantes como no poder ayudar a un ser querido de
ninguna manera más directa. Confieso que me sabe mal no haber podido rezar
(sinceramente) por mis amigos y mis familiares en momentos de necesidad, y por
eso valoro el impulso, aunque reconozca claramente su inutilidad. Los
comentarios de mis amigos religiosos no vacilo en traducirlos a alguna versión
de lo que me han estado diciendo mis colegas de ateísmo: «Pensaba en ti, y
esperaba de todo corazón [otra concesión ineficaz pero irresistible] que no te
pasara nada». El hecho de que estos amigos tan queridos hayan pensado en mí de
esta manera, y hayan hecho el esfuerzo de comunicármelo, ya es tonificante de
por sí, sin necesidad de suplementos sobrenaturales. En mi caso, estos mensajes
de mi familia y mis amigos de todo el mundo me han llegado literalmente al
corazón, y agradezco el subidón de moral (¡hasta extremos de verdadero frenesí,
me temo!) que han producido en mí. Pero no hablo en broma cuando digo que tengo
que perdonar a los amigos que han dicho que rezaron por mí. He resistido
a la tentación de contestar: «Gracias, pero ¿también sacrificaste una cabra?».
Me sienta igual que si uno de ellos me dijera: «Acabo de pagarle a un médico
vudú para que hiciera un conjuro sobre tu salud». ¡Qué manera más crédula de
malgastar un dinero que se podría haber gastado en proyectos más importantes!
No esperes que sienta gratitud, o tan siquiera indiferencia. Agradezco el
cariño y la generosidad que te impulsaban, pero me gustaría que hubieras
encontrado una manera más razonable de expresarlos.
¿Pero esto no es de una severidad
horrible? ¡Seguro que no le perjudica a nadie que recen por mí los que pueden
rezar sinceramente! Pues no, no estoy tan seguro. Para empezar, si de verdad
quisieran hacer algo útil, podrían aprovechar el tiempo y la energía que
dedican a rezar para algún proyecto urgente en el que sí que puedan influir.
Por otra parte, ya tenemos bases bastante firmes (por ejemplo, el estudio
Benson de Harvard, que se ha hecho público hace poco) para creer que la oración
intercesora no funciona, y punto. Cualquier persona que se desentiende de estas
investigaciones mina sutilmente el respeto a la propia bondad que estoy
agradeciendo. Si insistes en mantener vivo el mito de la eficacia de la
oración, nos debes una justificación ante los hechos. En espera de ella, te
disculparé por invocar tu tradición; sé lo reconfortante que puede ser la
tradición, pero quiero que reconozcas que lo que haces, en el mejor de los
casos, es problemático. Si eres capaz ni que sea de plantearte demandar a un
médico que se equivocó en el tratamiento, o a una compañía farmacéutica que no
hizo todos los controles de rigor antes de venderte un medicamento que te
perjudicó, debes reconocer tu tácito agradecimiento a los altos criterios de investigación
racional por los que se rige el mundo de la medicina. Sin embargo, sigues
incurriendo en una práctica para la que no existe ninguna justificación
racional conocida, y realmente crees que aportas algo. (Trata de imaginar tu
indignación si la respuesta de una compañía farmacéutica a tu demanda fuera:
«¡Pero si estuvimos rezando mucho por que saliera bien el medicamento! ¿Qué más
quieres?».)
Lo mejor de decir «gracias a la bondad»
en vez de «gracias a Dios» es que realmente hay muchas maneras de saldar
nuestra deuda con la bondad, comprometiéndonos a crear más bondad en beneficio
de las futuras generaciones. La bondad adopta muchas formas aparte de la
medicina y de la ciencia. Gracias, por ejemplo, a la música de Randy Newman,
que no podría existir sin la maravilla de tantos pianos y estudios de
grabación, por no hablar de las aportaciones musicales de todos los grandes
compositores, desde Bach hasta Scott Joplin y los Beatles, pasando por Wagner.
Gracias porque salga agua potable del grifo, y porque tengamos comida a la
mesa. Gracias por las elecciones justas y el periodismo veraz. Si quieres
expresar tu gratitud a la bondad, puedes plantar un árbol, dar de comer a un
niño huérfano, comprar libros para las colegialas del mundo islámico o
contribuir de mil otras maneras a la manifiesta mejora de la vida en este
planeta, ahora y en el futuro próximo.
También puedes darle las gracias a
Dios, pero la idea de devolverle algo a Dios es ridicula. ¿Para qué puede
querer tus míseras compensaciones un Ser omnisciente y omnipotente («el Hombre
que lo tiene todo»)? (Además, según la tradición cristiana Dios ya ha saldado
la deuda para siempre sacrificando a su propio hijo. ¡A ver cómo devuelves ese
préstamo!) Sí, ya sé que no son temas que haya que interpretar literalmente;
son simbólicos, lo acepto, pero entonces la idea de que dando las gracias a
Dios se hace algún bien también hay que considerarla puramente simbólica. Yo
prefiero el bien real al bien simbólico.
Aun así, perdono a los que rezan por
mí. Los veo como científicos tenaces que se resisten a las pruebas en favor de
teorías que no les gustan, mucho después de que la reacción adecuada hubiera
sido un elegante reconocimiento. Aplaudo la fidelidad a vuestra propia postura,
pero os recuerdo una cosa: no basta con la fidelidad a la tradición. Siempre
tenéis que preguntaros: ¿Y si me equivoco? Creo que a la larga se les puede
pedir a las personas religiosas que cumplan los mismos criterios morales que
las personas laicas de la ciencia y de la medicina.
* Juego de palabras. En inglés Goodness! (con el signo de exclamación
al final) significa ¡Dios mío!,
mientras que goodness significa
bondad.
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