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sábado, 17 de mayo de 2014

Entrevista a No Escritores


Los No Escritores se definen a sí mismos desde la negación. En una época “afirmativa”, en la que la diferencia se señala abruptamente aquí y allá (marcando más abiertamente la desigualdad que la tolerancia), negarse es quizá la única forma de liberarse de la fuerza intrínseca de las etiquetas y los nombres.
Desde el año pasado han tenido la oportunidad de participar de la Red de Talleres Locales de Escritura, bajo la dirección del IDARTES, y este año podremos encontrarlos nuevamente en los talleres correspondientes a las localidades de San Cristóbal y Antonio Nariño.

A continuación la entrevista que amablemente concedieron a Revista Esperpento.




REVISTA ESPERPENTO: ¿Quién (o qué) es un No Escritor? ¿Qué puede caracterizarlo y diferenciarlo?

NO ESCRITORES: La categoría puede ser un poco engañosa en principio y hacer creer que estamos negando algo. Simplemente consideramos que eso que queríamos expresar se sintetizaba en la idea de “no somos escritores; escribimos”. Con ese principio pudimos extender la línea de la escritura a esas personas que no se consideran escritores pero que en su intimidad ejercen el silencioso ejercicio de decirse cosas mientras escriben.
No nos desvela ser diferencia de nada ni de nadie, eso se lo dejamos a los que se acerquen (seguidores o detractores), pero sí queremos hacer énfasis en la escritura como honestidad.
No es una idea nueva ni original. De hecho anoche la encontré en palabras de Raymond Carver, pero eso tampoco es lo importante.
Consideramos que es el principio esencial que sostiene a los No Escritores: hacer de la escritura un ejercicio de sinceridad.

Sí, comprendo. De hecho, en gran medida comparto ese cierto malestar que produce la etiqueta “escritor”, porque de alguna manera es una palabra que pierde filo cada vez que se usa. A ese respecto, entiendo la frase “no somos escritores; escribimos” como una forma de desetiquetarse, y, en ese sentido, desligar es también una forma de afirmar (en este caso, el oficio de escribir). ¿Podría entenderse también este “desligar” como una manera de desenredarse de una cierta formalización y normalización del oficio de escribir?

NE: Cada intento de desetiquetarnos es generar la enorme posibilidad de que otro nos ponga su contramarca y nos despersonalice. Aún así, sí, consideramos que es lo que queremos, quitarnos una marca impuesta y forjar una. El camino es hacer ver a esa persona que escribe y que quiere hacerlo con honestidad e ímpetu que no todo son normas y leyes, que no todo es una técnica (aunque necesaria pero no lo primero a ver); la escritura debe ser, en primera medida, el encuentro de quien escribe con sus palabras y, por ende, con una mirada de sí que, por la experiencia que hemos tenido, casi nunca ven o tienen en cuenta o tal vez ignoren. No le apostamos a los cánones ni a los géneros, eso es secundario. Si surge en la escritura de cada quien, excelente, si no, tampoco nos asustamos. No negamos la formalización de la escritura, pues hay a quienes les resulta la estrategia para sus intereses personales (creemos que toda escritura es eso y nada más), pero a esa persona que dice de sí que apenas comienza el camino, preferimos acompañarla por el sendero del gusto, de la curiosidad, de la sorpresa, del rechazo antes que una cuestión de argumento, trama, nodo, macroestructura, sinécdoque y todo lo demás.

La insistencia en la necesidad de “honestidad” es bastante latente. ¿Cómo podríamos entenderla dentro de la perspectiva de un No Escritor? ¿A qué hace referencia con exactitud?

NE: Esa perspectiva tiene mucho que ver con la manera como se ve la escritura desde los autores que ya tienen cierto reconocimiento o trayecto y que se refleja en los talleres de escritura. Pareciera que el problema fuera de forma nada más. Creemos que la escritura ha perdido su esencia de fondo y ese fondo vendría a sustentarte en una escritura con un vínculo estrecho con quien escribe. Contar, crear por el deseo de comunicar, creemos que es la base de la honestidad. No escribir por sus consecuencias (reconocimiento, premios, publicaciones, etc.). Por eso insistimos tanto en este aspecto y por eso lo hacemos pilar de los No Escritores, que no solo somos quienes creamos la etiqueta, sino todas aquellas personas que se quieran adscribir a este principio.

Esta idea me parece bastante interesante, porque lo que están buscando entonces es que quien se dedica a escribir empiece a tomar conciencia del encuentro entre él y su lenguaje, entre quien escribe y la materia que forma su escritura. Bueno, ya que tocamos el tema de los talleres de escritura, ¿consideran ustedes que juegan un papel importante en la formación del No Escritor? ¿No consideran que tal vez la oferta de talleres de escritura venga creciendo a raíz de un cierto mercado?

NE: Usted no se equivoca. Dentro de las posibilidades de mercado, una que se está explotando es la de los talleres (de lo que sea). Pero minimizando este aspecto, esto también dice que hay un grupo mayor de gente (más que antes) que piden, que buscan estos espacios y que éstos ya no están en manos de unos pocos “avalados”.
Un taller para un No Escritor puede ser, más que el lugar del aprendizaje, el espacio de encuentro con otros iguales que él (o ella). La escritura y su realización es un cúmulo de cosas que se pueden adquirir a través del ejercicio individual, pero los No Escritores no queremos islas en un desierto de palabras, también nos interesa acercarnos y tomarnos algo y charlar sobre las letras y el lenguaje y los gustos y, por qué no, escribir.

Bueno, pero no necesariamente habría que encontrarse en un taller de escritura, formalizado y perfectamente estructurado, que a lo mejor solamente sirva como una especie de mercado de oportunidades. Da la impresión que lo que se busca en última instancia es desplazar el ámbito literario —y mucho más el de la escritura— al puramente académico, como si un escritor se formara plenamente en una universidad o en un cierto taller, o no tuviera lugar de ser fuera de éste. ¿Consideran ustedes que este desplazamiento de ámbitos es visible? ¿Tendría alguna consecuencia tanto para escritores como para lectores?

NE: Soy de los que piensa (y esto va a título personal) que la academia no “hace” escritores. Por más pregrados y maestrías en escrituras creativas y esas cosas, ahí no es donde se forma un escritor, porque creo que un escritor no se forma (académicamente hablando). Un escritor tiene una necesidad, la de expresión y encuentra un camino, la estética literaria, y en la conjunción de la lectura de textos que le impacten y la escritura constante es que considero que va surgiendo, o emergiendo, un escritor. Ahora bien, hay muchos talleres que son la expansión de la academia a los espacios informales y hay quienes disfrutan de esos talleres, tal vez pensando que ser escritor es hallar la fórmula mágica (y cuando hay fórmulas o pociones o lecturas secretas el escritor va a salir a buscar reconocimiento antes que a crear una obra que evidencia una necesidad). Los lectores muchos persiguen lo que les ofrecen y eso va determinado por el mercado en su mayoría. Otros seguirán los pasos de sus profesores, maestros, tutores y los gustos personales de cada quien. Otros se arrojarán a una biblioteca a curiosear y a dejarse arrastrar por la incertidumbre. Ya el escritor debe asumirse de otra manera. Creemos (Los No Escritores) que si escribe es porque hay una fuerza que le impulsa a ello, que debe buscar su origen, su norte, su energía vital; debe leer, porque para escribir hay que leer (y no necesariamente al contrario), hay que buscar “amistades de letras” con quien se pueda charlar sobre lo que se hace y lo que gusta o disgusta. Así es que consideramos que debe ser un taller. No un lugar de síntesis de conocimiento académico y formal sino un espacio en el que confluyen personas, intereses y necesidades.

Por supuesto, estamos de acuerdo en el papel fundamental de la lectura en la “formación” del escritor (en otra ocasión tendríamos que hablar de la otra cara de la moneda No Escritores: No Lectores), y de la necesidad de búsqueda inherente al oficio de escribir. En cierta forma, un taller literario tendría que venir a suplir el papel que desempeñaban los cafés en el siglo pasado, como puntos neurálgicos de la cultura del país, y de la cultura del país con relación a la cultura mundial. A propósito de esto, ¿consideran que la apertura que hay a través de las redes sociales ha facilitado la tertulia literaria o, al contrario, ha propiciado que la cultura escrita se disgregue en islotes severamente aislados? ¿Consideran que hay un círculo cerrado (oficial) dentro de la literatura en Colombia?

NE: Las redes sociales han colaborado en acercar personas con intereses similares, con inquietudes que confluyen, pero creo que las tertulias siguen siendo escasas. Muchas veces las cosas no pasan de compartir unos cuantos enlaces, de postear escritos y estar dispuestos a la alabanza o al escarnio, pero creo que hace falta esa posibilidad de estar frente al otro, de compartir tiempo, bebidas, voces. Ahora, respecto a los círculos cerrados, creo que cada vez que se forma un círculo, por su naturaleza, se cierra. Siempre habrá escritores que están en esas posiciones privilegiadas por posición social o porque son apoyados por editoriales de renombre. Algunos pocos extienden su mano para acariciar algunas cabezas que, parece ser, son las elegidas para continuar llevando el fuego de la sabiduría, pero me parece que esto ya no es la regla. En los últimos años han surgido muchos más círculos no-oficiales que no necesitan de bendiciones de nadie y que existen por el deseo de sus integrantes de acercarse por gustos o intereses comunes, por inquietudes parecidas. Esto lo valoro enormemente porque así debe ser la relación con la literatura hoy en día, de pasiones.


Y de pasiones encontradas, en muchos casos. Hablando a nivel nacional, ¿cuál es la impresión de los No Escritores respecto de la literatura actual? ¿Existen voces pertinentes que la estén llevando por senderos menos desgastados o, por el contrario, se encuentra estancada?

NE: Debemos confesar que no somos lectores de la literatura hecha por acá. No hay alguna razón de peso, solo falta de motivación. Coincidimos en que Evelio Rosero es un tipo que tiene ingenio y gusto por el juego del lenguaje. Los demás parece que se quieren asegurar el cheque de fin de mes sin mayores aspiraciones estéticas.

¿Consideran que en esto influye el hecho que las nuevas voces de la literatura internacional, algunas representantes de una renovación literaria, no lleguen a ser leídas en nuestro país más que años después de hacer eclosión (los casos de los novelistas y poetas norteamericanos de los últimos veinte años, por ejemplo)?  ¿Que ha habido una especie de ensimismamiento y cerradura que ha mantenido a la literatura nacional como alejada de las corrientes más actuales?

NE: No sé si ensimismamiento pero en la actualidad hay tanta literatura publicada (por medios "oficiales" y por medios virtuales) que es difícil acceder a toda ella. Mucho de lo que nos termina llegando a las manos sigue siendo gracias a editoriales (grandes y pequeñas) y a sus procesos de distribución. La otra forma es por medio de esas recomendaciones entre amistades y conocidos. Son movimientos más lentos pero creo que no hay mucho afán para llegar a ellos y ellas. Personalmente soy un tanto escéptico al que se le da mucha resonancia mediática, así que es mejor que se vayan cocinado a fuego lento para ver qué propuesta como obra (y no como libro o publicación) se va dando con cada autor. A nivel general, siempre pienso en el caso de Bolaño. Sobrevalorado y subvalorado por los diversos círculos. Ya a diez años de su muerte todavía sigue siendo un autor poco leído por personas que no hacen parte de academias. Creo que estos procesos no deben preocuparse por los afanes contemporáneos.

Y eso que Bolaño escribe en español. Incluso parece ser mejor conocido en lengua inglesa, pero ya sabemos el tipo de “fiebre” que suelen suscitar algunos autores latinoamericanos en la cultura popular de los Estados Unidos. Pero, parece que tratan de evitar una respuesta explícita respecto de la literatura nacional, por lo que voy a ser bastante sucinto en la siguiente cuestión: ¿Existe una tradición literaria estéticamente comprometida en nuestro país?

NE: La evito por lo que le decía anteriormente, no soy un buen conocedor de la literatura colombiana. Aún así, es claro que acá hay representantes de una literatura comprometida: Vallejo, Mutis, Espinosa, solo por citar unos que distingo. Que a unos gusten y a otros no, eso ya viene en la subjetividad propia de la experiencia lectora. Que los odien o los amen por lo que son, esas cuestiones deben estar al margen de toda discusión. Creo que debería haber más autores con un mayor compromiso estético para la cantidad que vemos en estanterías y en ferias. Pero eso va en las determinaciones de cada que escribe y quiere ver sus libros rodar por otras manos.

Bien. Yendo un poco más lejos, en el tiempo, ¿qué papel pueden jugar las vanguardias literarias, pasado ya prácticamente un siglo desde su explosión, en la reformulación de la literatura? ¿Constituyen un grito apagado o aún tienen algo que decirnos a nosotros, habitantes del siglo XXI?

NE: Yo creo que las vanguardias siguen dando de comer por estas latitudes a pesar suyo. Es decir, aportaron mucho a nuevas formas de ver y apreciar y decir del mundo, pero hoy en día o se apuesta por un hipercultismo de las mismas o se llega a ellas por instinto. Yo no las he sentido mucho en las creaciones recientes, parece que hemos vuelto a un extraño clasicismo, a una épica formalista, a una literatura preocupada por ser aséptica. Creo que todo esto nada más lejos de las vanguardias.

Entonces, ¿qué debería tener la literatura del futuro para recuperar lo que ha perdido? O mejor, ¿de qué tendría que carecer?

NE: Casualmente hace un par de días charlaba con una amiga al respecto. Considero que la literatura que se hace acá debe desprenderse de la imperiosa necesidad de ser la memoria de nuestro pueblo. El gusto de los escritores por sustentar sus creaciones en hechos históricos relevantes está haciendo que las historias sean una excusa, casi que un escenario que queda vacío de sentido estético y termina funcionando como una pobre justificación del hecho que refieren. Soy de los que cree que hay que perseguir las historias mínimas, esas que se escapan y se refunden entre los días y las noches que se suceden y que nadie voltea a mirar. Hay que recuperar la imaginación pero eso es tarea de cada autor. Hay que recuperar la ingenuidad y desprenderse de la pretensión.

Sin embargo, no puede negarse que hay momentos importantes en la literatura nacional en que la idea de Historia no ha sido particularmente privilegiada. ¿Podría decirse que la óptica del escritor, en este momento, está siendo viciada por un historicismo impostado? ¿A qué factores consideran que se debe este fenómeno literario?

NE: Claro, hay una parte de la literatura colombiana que no se ha interesado por ese afán histórico, pero mi percepción es que es realmente poca. Ahora bien, creería yo que es un fenómeno de mercadeo muy similar a lo que pasa en televisión en la actualidad. Hay que contar historias cuyos referentes estén cercanos a la mayoría de personas, lo cual podría asegurar numerosas ventas. Si se escriben novelas sobre, por ejemplo, asesinatos de políticos, atentados, paramilitares, las referencias están a la mano de las personas, cosa que, cuando esos libros lleguen a las manos de los lectores-consumidores, puedan sentir que esa historia está cerca, así nunca haya vivido ninguna de dichas situaciones. Pero, ¿acaso los medios nos hablan de algo más? Quiero creer que esas no son decisiones de los autores sino decisiones editoriales. De nuevo, hay que rescatar esa literatura que no busca entrar al juego de superventas sino a construir universos a partir de necesidades estéticas.

Bueno, eso en cuanto a la prosa, pero ¿y la poesía?

La poesía parece que tiene una vida saludable. Muchas son las variantes y las producciones y los canales por los que la poesía fluye en nuestros medios. Podrá no ser la más vendida en términos editoriales pero es la que más inquieta.

El año pasado se adelantaron una serie de talleres de escritura subvencionados por el IDARTES, entre los que ustedes participaron como directores, ¿cómo fue la experiencia y qué frutos se lograron recoger de ella?

Y este año vuelven esos talleres y volvemos como No Escritores. Fue una muy grata experiencia ya que el grupo que tuvimos fue heterogéneo, lo cual alimenta mucho el trabajo de escritura y lectura. Fue el espacio propicio para poner en práctica nuestros principios y consideramos que obtuvimos buenos resultados: un grupo unido que se motivó desde las primeras sesiones a ser leídos y a escuchar a los demás.

Para cerrar, ¿qué nos tienen preparado los No Escritores para lo que resta del año? ¿Dónde los pueden encontrar quienes estén interesados de contactarlos?

Estaremos en San Cristóbal y Antonio Nariño en el marco de la Red de Escrituras Locales. Nos concentraremos en esta actividad. Quienes nos quieren contactar nos encuentran en Facebook o si nos quieren escribir por curiosidad o inquietud noescritores@gmail.com


* * *

Los interesados en contactar a No Escritores, podrán encontrarlos en:



Y para quienes deseen inscribirse a la convocatoria de los Talleres Locales de Escritura:






lunes, 14 de abril de 2014

Non Sancta: Responso

A propósito de Non Sancta: Nosotros, que no somos creyentes más que de las semivacaciones de Semana Santa, que no creemos más que en los domingos de resurrección de resaca, hemos decidido iluminar estos días, para nada santos, con la reflexión en torno a la irreligiosidad, a las razones por las cuales resulta más lógico creer en la inexistencia de un ser superior que rige nuestros destinos como quien se dedica a jugar The Sims o Monopolio (y que, cómo no, tira el tablero de una patada o golpea con furia el teclado cuando la jugada se le sale de las manos). Nosotros, como Einstein, creemos que Dios no juega a los dados. De hecho, creemos que no juega. Es más, creemos que no existe.
Creyentes, abstenerse.


* * *

Henry Louis Mencken, conocido en su época como “el sabio de Baltimore”, fue un respetado y fecundo periodista, crítico y escritor. Nietzscheano definitivo, prosista suspicaz y fiel defensor de los derechos civiles hasta sus últimas consecuencias, hoy día presa del olvido (y del desconocimiento), nos quedan sus nada ortodoxos textos, en los que desde una posición inamovible se encargó de combatir contra el fundamentalismo cristiano (y religioso en general) que parecía mantener infectada cada una de las ramas de la sociedad norteamericana. Allí donde la religión metiera su puntiaguda nariz, Mencken se juraría como su principal detractor; tan enconado y combativo era el escepticismo que defendía. En 1931 el estado de Arkansas, en un extraño arrebato de humor negro pocas veces visto, terminaría emitiendo una moción para rezar por el alma de Mencken, después que éste se refiriera al estado como la “Cúspide de la estupidez”.
Mencken nunca cejó en su empeño por derribar las barreras religiosas e ideológicas que pretendían mantener a raya la marea del librepensamiento y de las libertades individuales, llegando a ser, incluso, malinterpretado en múltiples aspectos (algunos de sus detractores han creído ver en sus escritos una apología del nazismo, cuando en realidad fue uno de los primeros periodistas americanos en exhortar por la ayuda de los Estados Unidos a los judíos reprimidos a partir de 1938 en la Alemania nacionalsocialista). Prolífico y polémico, terminaría sus días alejado de la escritura tanto como de la lectura, consecuencias ambas de una trombosis cerebral, plácidamente entre sueños en enero de 1956.
Responso, perteneciente al libro Breviario de la estupidez humana, es una bella y perfecta evocación, propia del pensamiento del escritor norteamericano respecto a la más que evidente muerte en el tiempo de las religiones y las creencias; el ocaso definitivo que antecede a la muerte de los dioses.

* * *

RESPONSO


Por H. L. Mencken


¿Dónde está la tumba de los dioses muertos? ¿Qué deudo tardío riega sus túmulos sepulcrales? Hubo una época en que Júpiter era el rey de los dioses, y cualquiera que dudase de su poder era ipso facto un bárbaro y un ignorante. Pero ¿en qué lugar del mundo hay un hombre que venere hoy a Júpiter? ¿Y qué decir de Huitzilopochtli? En un solo año —y esto sucedió hace apenas cinco siglos— sacrificaron en su honor a cincuenta mil jóvenes y doncellas. Hoy nadie lo recuerda, excepto quizá algún salvaje errabundo perdido en la inmensidad de los bosques mexicanos. Huitzilopochtli, al igual que muchos otros dioses, no tenía un padre humano: su madre era una viuda virtuosa y lo engendró tras un coqueteo aparentemente inocente que mantuvo con el Sol. Cuando él fruncía el ceño, su padre, el Sol, se detenía. Cuando lanzaba rugidos de ira, los cataclismos devoraban ciudades enteras. Cuando tenía sed lo rociaban con cuarenta mil litros de sangre humana. Pero hoy Huitzilopochdi está tan magníficamente olvidado como Allen G. Thurman. Quien fue otrora el par de Alá, Buda y Wotan, lo es hoy de Richmond R Hobson, Nan Patterson, Alton B. Parker, Adelina Patti, el general Weyler y Tom Sharkey.
Al hablar de Huitzilopochtli recordamos a su hermano Tezcatlipoca. Tezcatlipoca era casi tan poderoso como él: consumía veinticinco mil vírgenes al año. Si me conducen hasta su tumba lloraré y colgaré en ella una corona de perlas. Pero ¿quién sabe dónde está? ¿O dónde está la tumba de Quetzalcóatl? ¿O la de Xiehtecutli? ¿O la de Centeotl, tan dulce? ¿O la de Tlazolteotl, la diosa del amor? ¿O la de Mixcóatl? ¿O la de Xipe? ¿O la de toda la legión de Txitzimitles? ¿Dónde están sus huesos? ¿Dónde está el sauce del que cuelgan sus arpas? ¿En qué infierno perdido e ignoto esperan la mañana de la resurrección? ¿Quién disfruta de sus bienes residuales? ¿O dónde está la de Dis, que según descubrió César era el dios principal de los celtas? ¿O la de Tarvers, el toro? ¿O la de Moceos, el cerdo? ¿O la de Epona, la yegua? ¿O la de Mullo, el asno celestial? Hubo una época en que los irlandeses veneraban todos estos dioses, pero hoy incluso el irlandés más borracho se ríe de ellos.
Sin embargo, no están solos en el olvido: el infierno de los dioses muertos está tan poblado como el infierno presbiteriano para párvulos. Allí están Damona, y Esus, y Drunemeton y Silvana, y Dervones, y Adsalluta, y Deva, y Belisama, y Uxellimus, y Borvo, y Grannos, y Mogons. Todos ellos dioses poderosos de su época, venerados por millones, llenos de exigencias e imposiciones, capaces de atar y desatar, todos ellos dioses de primera categoría. Los hombres trabajaban durante generaciones para construirles templos gigantescos, templos con piedras grandes como carretas. El negocio de interpretar sus caprichos ocupaban a miles de sacerdotes, obispos y arzobispos. Dudar de ellos equivalía a morir, generalmente en la pira. Los ejércitos se ponían en campaña para defenderlos de los infieles: quemaban aldeas, masacraban mujeres y niños, robaban el ganado. Pero al fin todos se marchitaron y murieron, y hoy no hay nadie tan desahuciado como para prestarse a honrarlos.
¿Qué se ha hecho de Sutekh, que otrora fue el dios supremo de todo
el valle del Nilo? ¿Qué se ha hecho de:

Reshep                         Baal
Anat                             Astarté
Ashtoret                       Hadad
Nebo                            Dagón
Melek                          Yau
Ahija                            Amón-Ra
Isis                               Osiris
Pta                               Moloch?

Todos estos fueron antaño dioses muy eminentes. El Antiguo Testamento menciona a muchos de ellos con miedo y escalofrío. Hace cinco o seis mil años estaban a la altura del mismo Yaveh. Los peores de ellos estaban mucho más empinados que Thor. Sin embargo, todos se han ido por el sumidero, en compañía de:

Arianrod                       Morrigu
Govannon                     Gunfled
Dagda                           Ogyrvan
Dea Dia                        Iuno Lucina
Saturno                         Furrina
Cronos                          Engurra
Belus                            Ubilulu
U-dimmei-an-kia          U-sab-sib
U-Mersi                        Tammuz
Venus                           Beltis
Nusku                           Aa
Sin                                Apsu
Elali                              Mami
Nuada Argetlam           Tagd
Goibniu                        Odín
Ogma                           Marzin
Marte                           Diana de Éfeso
Robigo                          Plutón
Vesta                            Zer-panitu
Merodach                    Elum
Marduk                        Nin
Perséfone                     Ishtar
Lagas                            Nirig
Nebo                            En-Mersi
Asur                             Beltu
Kuski-banda                 Nin-azu
Zaraqu                          Qarradu
Zagaga                          Ueras


Pídale al párroco que le preste un buen libro de religión comparada: los encontrará enumerados a todos. Eran dioses de alto rango, dioses de pueblos civilizados, en los que creían millones de personas que los veneraban. Todos eran omnipotentes, omniscientes e inmortales. Y todos están muertos.



viernes, 22 de noviembre de 2013

El mito de Sísifo*


Publicado en 1942, en una París ocupada, Sísifo, uno de esos encantadores truhanes que la mitología griega nos ha legado, es recobrado aquí por Camus como la representación de la condición humana en su máxima expresión. Pero ya no como una figura trágica en la que el destino del hombre se encuentre cifrado, como el mismo autor señalara, sino como la figura de una naturaleza absurda que debe tomar conciencia de sí misma y actuar de acuerdo a ello. Recordemos una vez más a Camus con este bello texto.

* * *
Por Albert Camus


Sísifo, por Franz von Stuck.
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Hornero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: “A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. “¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?” Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice “sí” y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


*Texto tomado de El mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid, 1985.


domingo, 10 de noviembre de 2013

Pequeña guía para ciudades sin pasado


Por una desconocida e insistente razón, todo autor tendrá que dedicarse a escribir sobre su tierra en algún momento. Pero siempre desde un sentimiento mayor al del simple patriotismo. En “Pequeña guía para ciudades sin pasado”, Camus se sumerge en el recuerdo de su querida Argelia que, como América, es el resultado de una mezcla rica en matices, que termina por perfilar y fortalecer el carácter de un país y de un continente. El autor, como heredero de una cultura opresora, pero como hijo de un continente oprimido, nos guía por los lugares y caminos que construyen la memoria íntima de su patria.

* * *

Por Albert Camus


La quietud de Argel es más bien italiana. El estallido cruel de Oran tiene algo de español. Colgada de un roquedal sobre las gargantas del Rummel, Constantina recuerda a Toledo. Pero España e Italia desbordan de recuerdos, obras de arte y vestigios ejemplares. Y Toledo ha tenido su Greco y su Barres. Mientras que las ciudades de las que hablo son ciudades sin pasado. Son, pues, ciudades sin abandono y sin enternecimiento. En las horas de aburrimiento de la siesta, la tristeza es allí implacable y sin melancolía. En la luz de las mañanas, o en el lujo natural de las noches, la alegría carece, por el contrario, de quietud. Estas ciudades se lo ofrecen todo a la pasión y nada a la reflexión. No están hechas ni para la sabiduría ni para los matices del gusto. Barres y quienes se le parecen serían triturados.
Los viajeros de la pasión (la de los otros), las inteligencias demasiado nerviosas, los estetas y los recién casados no tienen nada que ganar con el viaje a Argelia. Y, a menos que se trate de una vocación absoluta, no se podría recomendar a nadie que se retirara allí para siempre. A veces, en París, tengo ganas de gritarles a las personas que quiero y que me preguntan por Argelia: «No vayan ustedes allá abajo». Esta broma tendría su parte de verdad. Porque veo con nitidez lo que esperan de allí y no van a obtener. Y conozco, al mismo tiempo, los atractivos y el poder insidioso de esa tierra, el modo insinuante cómo retiene a quienes en ella se demoran, cómo los inmoviliza, los deja primero sin interrogantes, y los adormece hasta que acaban en la rutina. La revelación de esa luz, tan deslumbrante que se convierte en blanco y negro, tiene de entrada algo sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo en ella, y después se da cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le entrega nada al alma, y que no es más que un gozo desmesurado. Entonces se querría volver al espíritu. Pero los hombres de esta tierra —ahí está su fuerza— tienen más corazón que espíritu. Pueden ser amigos tuyos (y, en ese caso, ¡qué amigos!), pero no serán confidentes tuyos. Es algo que quizá parezca peligroso en este París donde se hace un derroche tan grande de alma y donde el agua de las confidencias discurre con un ruido leve, interminablemente, entre las fuentes, las estatuas y los jardines.
A lo que más se parece esta tierra es a España. Pero España, sin tradición, sería sólo un desierto. Y, a menos que uno se encuentre allí por los azares del nacimiento, sólo cierta raza de hombres puede tomar en consideración retirarse a un desierto para siempre. Habiendo nacido en ese desierto, yo no puedo en todo caso considerar que puedo hablar de él como un visitante. ¿Acaso se hace inventario de los encantos de una mujer muy amada? No: se la ama en bloque, y me atrevo a decir que con un par de enternecimientos precisos que tienen que ver con un gesto favorito, con un modo de sacudir la cabeza. Yo tengo del mismo modo una larga relación con Argelia, que sin duda no acabará nunca y que me impide ser por completo lúcido cuando me refiero a ella. Todo lo más a fuerza de aplicación se puede llegar a distinguir de algún modo, en abstracto, el detalle de lo que se ama en quien se ama. Es ese tipo de ejercicio escolar el que puedo intentar aquí, referido a Argelia.
Para empezar, allí la juventud es hermosa. Los árabes, naturalmente; y también los otros. Los franceses de Argelia son una raza bastarda, hecha de imprevistas mezclas. Españoles y alsacianos, italianos, malteses, judíos y griegos se han encontrado allí. Esos cruces brutales han dado —como en América— felices resultados. Cuando paseéis por Argel, fijaos en las muñecas de las mujeres y de los jóvenes y luego pensad en las que os encontráis en el metro de París.


Vista nocturna de Argel.


El viajero aún joven advertirá también que las mujeres son allí bellas. El mejor lugar para enterarse es la terraza del Café des Facultés, de la calle Michelet de Argel, a condición de acudir un domingo por la mañana del mes de abril. Legiones de mujeres jóvenes calzadas con sandalias y vestidas con tejidos ligeros y de vivos colores pasean por la calle en ambas direcciones. Puede admirárselas sin falsa vergüenza: van para eso. En Oran, el bar Cintra, en el boulevard Gallieni, es también un buen observatorio. En Constantina, siempre puede pasearse uno alrededor del kiosco de la música. Pero, como el mar está a cientos de kilómetros, quizá les falta algo a las personas que uno se encuentra allí. Generalmente, y a causa de esta situación geográfica, Constantina ofrece menos distracciones, pero la calidad de su aburrimiento es más fina.
Si el viajero llega en verano, la primera cosa que tiene que hacer es, evidentemente, ir a las playas que rodean las ciudades. Allí verá a las mismas personas, pero más deslumbrantes, por ir menos vestidas. El sol les da entonces soñolientos ojos de animales grandes. Desde este punto de vista, las playas de Oran son las más bellas, ya que la naturaleza y las mujeres son más salvajes.
En cuanto a lo pintoresco, Argel ofrece una ciudad árabe, Oran una ciudad negra y un barrio español, Constantina un barrio judío. Argel tiene un collar largo de bulevares junto al mar; hay que pasear por ellos de noche. Oran tiene pocos árboles, y, en cambio, sus piedras son las más bellas del mundo. Constantina tiene un puente colgante en el que uno pide que lo fotografíen. Los días de viento fuerte, el puente se balancea por encima de las profundas gargantas del Rummel y, allá arriba, se tiene sensación de peligro.
Le recomiendo al viajero sensible, si va a Argel, que beba anís bajo las bóvedas del puerto; que por la mañana coma en La Pêcherie pescado recién traído, asado en hornillos de carbón; que vaya a escuchar música árabe en un cafetín de la rue de la Lyre cuyo nombre he olvidado; a las seis de la tarde que se siente en el suelo al pie de la estatua del duque de Orleans que hay en la place du Gouvernement (no por el duque, sino porque pasa mucha gente y se está bien allí); que vaya a comer al restaurante Padovani, que es una especie de dancing sobre pilotes, junto al mar, donde la vida resulta siempre fácil; que visite los cementerios árabes, en primer lugar para encontrar en ellos la paz y la belleza y, a continuación, para apreciar en su justo valor las espantosas ciudades a las que enviamos a nuestros muertos; que se fume un cigarrillo en la rue des Bouchers, en la Kasbah, entre ratas, hígados, mésentenos y pulmones ensangrentados que gotean por todas partes (se necesita el cigarrillo, porque esa Edad Media tiene un olor fuerte).
Por lo demás, hay que saber hablar mal de Argel cuando se está en Oran (insístase en la superioridad comercial del puerto de Oran), reírse de Oran cuando se está en Argel (acéptese sin reservas la idea de que los oraneses «no saben vivir») y, en todos los casos, reconocer humildemente la superioridad de Argelia frente a la Francia metropolitana. Hechas estas concesiones, se tendrá la ocasión de advertir la superioridad real del argelino frente al francés, es decir, su generosidad sin límites y su hospitalidad natural.
Y aquí es quizá donde podría cortar toda ironía. Después de todo, la mejor manera de hablar de lo que se ama es hablar a la ligera. Por lo que se refiere a Argelia, siempre he tenido miedo de pulsar esa cuerda interior que le corresponde en mí y cuyo canto ciego y grave conozco. Pero al menos puedo decir que es mi verdadera patria, y que en no importa qué lugar del mundo reconozco a sus hijos y hermanos míos en esa risa amistosa que se apodera de mí cuando me encuentro con ellos. Sí, lo que yo amo de las ciudades argelinas no se separa de los hombres que las pueblan. Esa es la razón por la que prefiero encontrarme allí a esa hora de la tarde en que las oficinas y las casas vierten en las calles, todavía a oscuras, una multitud charlatana que acaba dirigiéndose hacia los bulevares, junto al mar, y que allí empieza a callarse, a medida que llega la noche y que las luces del cielo, los faros de la bahía y las farolas de la ciudad confluyen poco a poco en la misma palpitación indistinta, empieza a callarse. Todo un pueblo se recoge así al borde del agua, mil soledades brotan de la multitud. Entonces comienzan las grandes noches de África, el exilio regio, la exaltación desesperada que aguarda el viajero solitario...
No, decididamente, ¡no vayáis allá si os notáis tibio el corazón y si vuestra alma es un pobre animalito! Pero para quienes conocen los desgarramientos del sí y del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del amor, para aquellos, en fin, que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama que los espera.


1947