Si ESOS TRIÁNGULOS nuestros tan puntiagudos de la
clase militar son temibles, fácilmente se puede deducir que lo son mucho más
nuestras mujeres. Porque si un soldado es una cuña, una mujer es una aguja, ya
que es, como si dijéramos, toda punta, por lo menos en las dos extremidades.
Añádase a esto el poder de hacerse prácticamente invisible a voluntad, y
comprenderéis que una mujer es, en Planilandia, una criatura con la que no se
puede jugar.
Es posible, sin embargo, que algunos de mis lectores
más jóvenes se pregunten cómo puede hacerse invisible una mujer en Planilandia.
Esto debería resultar evidente para todos, creo yo, sin ninguna necesidad de
explicación. Añadiré, no obstante, unas palabras aclaratorias para los menos
reflexivos.
Poned una aguja en una mesa. Luego, con la vista al
nivel de la mesa, miradla de lado, y veréis toda su longitud; pero miradla por
los extremos y no veréis más que un punto, se ha hecho prácticamente invisible.
Lo mismo sucede con una de nuestras mujeres. Cuando tiene un lado vuelto hacia
nosotros, la vemos como una línea recta; cuando el extremo contiene su ojo o
boca (pues entre nosotros esos dos órganos son idénticos) esa es la parte que
encuentra nuestra vista, con lo que no vemos nada más que un punto sumamente lustroso;
pero cuando se nos ofrece a la vista la espalda, entonces (al ser sólo sublustrosa
y casi tan mate, en realidad, como un objeto inanimado) su extremidad posterior
le sirve como una especie de tope invisible.
Los peligros a los que estamos expuestos en
Planilandia por causa de nuestras mujeres deben resultar ya evidentes hasta
para el menos perspicaz. Si ni siquiera el ángulo de un respetable triángulo de
clase media está libre de riesgos, si tropezar con un trabajador significa un
corte profundo, si la colisión con un oficial de la clase militar produce necesariamente
una herida grave, si el simple roce del vértice de un soldado raso entraña peligro
de muerte... ¿Qué puede significar tropezar con una mujer, salvo destrucción absoluta
e inmediata? Y cuando una mujer resulta invisible, o visible sólo como un punto
mate sublustroso, ¡qué difícil es siempre, hasta para el más cauto, evitar la
colisión!
Se han promulgado muchas leyes en diferentes épocas,
en los diversos estados de Planilandia, con el fin de reducir al mínimo este
peligro. Y en los climas meridionales y menos templados, donde la fuerza de la
gravedad es mayor y los seres humanos, más proclives a movimientos casuales e
involuntarios, las leyes relativas a las mujeres son, como es natural, mucho
más estrictas. Pero el resumen siguiente permitirá hacerse una idea general del
código:
1.
Las casas tienen que tener todas una entrada en el lado este para uso exclusivo
de las mujeres; todas las mujeres han de entrar por ella «de una forma
apropiada y respetuosa»[1] y
no por la puerta oeste o de los hombres.
2.
Ninguna mujer entrará en un lugar público sin emitir de forma continua su
«grito de paz» bajo pena de muerte.
3.
Toda mujer de la que se certifique oficialmente que padece del baile de san
Vito, de ataques, de catarro crónico acompañado de estornudos violentos, será
inmediatamente destruida.
En algunos estados hay una ley suplementaria que
prohíbe a las mujeres, bajo pena de muerte, andar o estar paradas en un lugar
público sin mover la espalda constantemente de derecha a izquierda, para
indicar su presencia a los que están detrás de ellas; en otros estados se
obliga a las mujeres a que vayan seguidas, cuando viajan, de uno de sus hijos,
o de algún criado, o de su marido; otros las confinan completamente a sus
casas, salvo durante las festividades religiosas. Pero los más sabios de
nuestros círculos, es decir, de nuestros estadistas, han descubierto que
multiplicar las restricciones que se aplican a las mujeres no sólo lleva al
debilitamiento y la disminución de la especie sino que incrementa también el número
de asesinatos domésticos, hasta tal punto que el estado pierde más de lo que
gana con un código demasiado represivo.
Pues siempre que se exasperan los ánimos de las
mujeres de ese modo con el confinamiento en el hogar o con normas
obstaculizadoras fuera de él, éstas tienden a desahogar su irritación con sus
maridos e hijos; y en los climas menos templados ha resultado destruido a veces
el total de la población masculina de una aldea en una o dos horas de estallido
simultáneo de violencia femenina. Por eso las tres leyes que hemos mencionado
se consideran suficientes en los estados mejor regulados y pueden ser aceptadas
como una ejemplificación aproximada de nuestro código femenino.
Después de todo, nuestra principal salvaguardia se
halla, no en el legislativo, sino en los intereses de las propias mujeres.
Pues, aunque puedan infligir la muerte instantánea con un movimiento
retrógrado, si no pueden sacar enseguida su extremidad punzante del cuerpo
forcejeante de su víctima en el que se ha clavado, pueden acabar destrozados
también sus propios cuerpos.
Obra en favor nuestro así mismo el poder de la moda.
Ya señalé que en algunos estados menos civilizados no se permite que una mujer
esté parada en un lugar público sin menear la espalda de derecha a izquierda.
Esta práctica ha sido universal, entre damas con alguna pretensión de buena
crianza, en todos los estados bien gobernados, hasta donde alcanza el recuerdo
de las figuras. Los estados consideran todos ellos una desgracia que tenga que
imponerse por ley lo que debería ser, y es en toda mujer respetable, un
instinto natural. La ondulación rítmica y bien armonizada, si se nos permite
decirlo, de la parte de atrás de nuestras damas de rango circular la envidia e
imita la esposa del vulgar equilátero, que únicamente puede conseguir un mero
balanceo monótono, como el vaivén de un péndulo; y el tictac regular del equilátero
es admirado e imitado en grado semejante por la esposa del isósceles progresista
y con aspiraciones, en las mujeres de cuya familia ningún «movimiento trasero»
de ningún género se ha convertido hasta ahora en una necesidad de la vida. Debido
a ello el «movimiento trasero» está tan presente, en todas las familias que gozan
de posición y consideración, como lo está el tiempo; y maridos e hijos gozan en
esos hogares de inmunidad, al menos de ataques invisibles.
No hay que pensar, sin embargo, ni por un momento,
que nuestras mujeres estén desprovistas de afecto. Pero predomina,
desgraciadamente, la pasión del momento en el sexo débil por encima de
cualquier otra consideración. Se trata, claro, de una necesidad que surge de su
desdichada conformación. Pues, como no tienen pretensión alguna de ángulo,
siendo inferiores a este respecto a los más bajos isósceles, se hallan
totalmente desprovistas de capacidad cerebral, y no tienen ni reflexión ni juicio
ni previsión y apenas si disponen de memoria. Por ello, en sus ataques de
furia, no recuerdan ningún derecho ni aprecian ninguna diferenciación. Yo he conocido
concretamente un caso en que una mujer exterminó a todos los habitantes de su
hogar y, media hora después, cuando se había disipado su furia y se habían
barrido los fragmentos, preguntó qué había sido de su marido y de sus hijos.
Es evidente, pues, que no se debe irritar a una
mujer cuando se halle en una posición en la que pueda girarse. Cuando se
encuentran en sus apartamentos (que están construidos con vistas a privarlas de
ese poder) podéis decir y hacer lo que gustéis, pues allí les es completamente
imposible efectuar tropelías, y no recordarán al cabo de unos minutos el
incidente por el que pueden estar en ese momento amenazándoos con la muerte, ni
las promesas que pueda haberos parecido necesario hacer para calmar su furia.
En términos generales, nuestras relaciones
domésticas son bastante fluidas, salvo entre las capas más bajas de las clases
militares. Entre ellas la falta de tacto y discreción por parte de los maridos
produce a veces desastres indescriptibles. Estas criaturas insensatas,
confiando demasiado en las armas ofensivas de sus ángulos agudos, en vez de en
los órganos defensivos del buen sentido y las simulaciones oportunas, desdeñan
con demasiada frecuencia la norma prescrita en la construcción de los
apartamentos de las mujeres, o irritan a sus esposas fuera de casa con expresiones
mal aconsejadas, de las que se niegan a retractarse inmediatamente. Además, un
respeto obtuso y necio a la verdad literal les impide hacer esas espléndidas
promesas con las que el círculo, más juicioso, puede pacificar en un momento a
su consorte. El resultado es una matanza; lo que no deja de tener, por otra parte,
sus ventajas, ya que elimina a los isósceles más brutales y problemáticos; y
muchos de nuestros círculos consideran la destructibilidad del sexo más fino
una de las muchas circunstancias providenciales que permiten eliminar población
sobrante y cortar de raíz la revolución.
Sin embargo, no puedo decir que ni siquiera en
nuestras familias mejor regidas y más cercanas a la circularidad sea tan
elevado el ideal de vida de familia como lo es entre vosotros en Espaciolandia.
Hay paz, en la medida en que puede aplicarse ese nombre a la ausencia de
carnicería, pero hay inevitablemente poca armonía de gustos o actividades; y la
cauta prudencia de los círculos ha garantizado la seguridad a costa del confort
doméstico. En todo hogar circular o poligonal ha habido desde tiempo inmemorial
la costumbre (que se ha convertido ya en una especie de instinto entre las
mujeres de nuestras clases superiores) de que las madres y las hijas tengan que
mantener siempre los ojos y la boca dirigidos hacia sus maridos y amistades del
sexo masculino; y si una dama de una familia distinguida le diese la espalda a
su marido se consideraría como una especie de presagio, que entrañaría pérdida
de estatus. Pero, como mostraré en breve, esta costumbre, aunque tenga la
ventaja de la seguridad, no deja de tener sus inconvenientes.
En la casa del trabajador o del comerciante
respetable (en que se permite a la esposa dar la espalda a su marido, mientras
realiza sus tareas domésticas) hay al menos intervalos de calma, en que no se
ve ni se oye a la esposa, salvo por el rumor tarareante de su «grito de paz»
continuado; pero en los hogares de las clases superiores es demasiado frecuente
que no haya paz alguna. Allí la boca voluble y el ojo penetrante y luminoso
están siempre dirigidos hacia el amo de la casa; y ni la misma luz es más
insistente que la corriente del discurso femenino. El tacto y la habilidad
necesarios para eludir el aguijón de una mujer no bastan para completar la
tarea de cerrarle la boca; y como la esposa no tiene absolutamente nada que
decir, y absolutamente ninguna traba de ingenio, sentido común o conciencia que
le impida decirlo, no pocos cínicos han llegado a asegurar que prefieren el
peligro del aguijón inaudible y mortífero de la mujer a la firme sonoridad de
su otro extremo.
A mis lectores de Espaciolandia es posible que les
parezca verdaderamente deplorable la condición de nuestras mujeres, y lo es,
sin duda. Un varón del tipo más inferior de los isósceles puede albergar la
esperanza de que se produzca una cierta mejora en su ángulo, y de un ascenso
final de la totalidad de su casta degradada; pero ninguna mujer puede albergar
la menor esperanza para su sexo. «La mujer siempre será mujer», es un decreto
de Naturaleza; y hasta las propias leyes de la evolución parecen suspenderse en
perjuicio suyo. Podemos admirar, de todos modos, ese prudente acuerdo previo
según el cual, ya que las mujeres no tienen ninguna esperanza, no tengan tampoco
recuerdos, ni previsión alguna que les permita anticipar las desgracias y
humillaciones que son al mismo tiempo una necesidad de su existencia y la base
de la constitución de Planilandia.
[1]
Cuando
estuve en Espaciolandia comprobé que algunos de vuestros círculos sacerdotales
tienen también una entrada independiente para aldeanos, campesinos y profesores
de internados (El Espectador, sept. 1884, p. 1255) por las que deben
entrar «de una forma apropiada y respetuosa».