Por
Julio Cortázar
Sería demasiado fácil comprar la torta en la
confitería «Los dos Chinos»; hasta Gladis se daría cuenta, a pesar de que es un
tanto miope, y Lucas estima que bien vale la pena pasarse medio día preparando
personalmente un regalo cuya destinataria merece eso y mucho más, pero por lo
menos eso. Ya desde la mañana recorre el barrio comprando harina flor de trigo
y azúcar de caña, luego lee atentamente la receta de la torta Cinco Estrellas, obra
cumbre de doña Gertrudis, la mamá de todas las buenas mesas, y la cocina de su departamento
se transforma en poco tiempo en una especie de laboratorio del doctor Mabuse.
Los amigos que pasan a verlo para discutir los pronósticos hípicos no tardan en
irse al sentir los primeros síntomas de asfixia, pues Lucas tamiza, cuela,
revuelve y espolvorea los diversos y delicados ingredientes con una tal pasión
que el aire tiende a no prestarse demasiado a sus funciones usuales.
Lucas posee experiencia en la materia y además la
torta es para Gladis, lo que significa varias capas de hojaldre (no es fácil
hacer un buen hojaldre) entre las cuales se van disponiendo exquisitas
confituras, escamas de almendras de Venezuela, coco rallado pero no solamente rallado
sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana; a eso
se agrega la decoración exterior, modulada en la paleta de Raúl Soldi pero con
arabescos considerablemente inspirados por Jackson Pollock, salvo en la parte
más austera dedicada a la inscripción SOLAMENTE PARA TI, cuyo relieve casi
sobrecogedor lo proporcionan guindas y mandarinas almibaradas y que Lucas
compone en Baskerville cuerpo catorce, que pone una nota casi solemne en la
dedicatoria.
Llevar la torta Cinco Estrellas en una fuente o un
plato le parece a Lucas de una vulgaridad digna de banquete en el Jockey Club,
de manera que la instala delicadamente en una bandeja de cartón blanco cuyo
tamaño sobrepasa apenas el de la torta. A la hora de la fiesta se pone su traje
a rayas y transpone el zaguán repleto de invitados llevando la bandeja con la
torta en la mano derecha, hazaña de por sí notable, mientras con la izquierda
aparta amablemente a maravillados parientes y a más de cuatro colados que ahí
nomás juran morir como héroes antes de renunciar a la degustación del
espléndido regalo. Por esa razón a espaldas de Lucas se organiza en seguida una
especie de cortejo en el que abundan gritos, aplausos y borborigmos de saliva
propiciatoria, y la entrada de todos en el salón de recibo no dista demasiado
de una versión provincial de Aída. Comprendiendo la gravedad del instante,
los padres de Gladis juntan las manos en un gesto más bien conocido pero
siempre bien visto, y la homenajeada abandona una conversación bruscamente
insignificante para adelantarse con todos los dientes en primera fila y los
ojos mirando al cielorraso. Feliz, colmado, sintiendo que tantas horas de
trabajo culminan en algo que se aproxima a la apoteosis, Lucas arriesga el
gesto final de la Gran Obra: su mano asciende en el ofertorio de la torta, la
inclina peligrosamente ante la ansiedad pública, y la zampa en plena cara de Gladis.
Todo esto toma apenas más tiempo del que tarda Lucas en reconocer la textura
del adoquinado de la calle, envuelto en tal lluvia de patadas que reíte del
diluvio.